La política oligárquica en
curso arrasa literalmente la producción industrial argentina; según publica Página /12 en su web el día 12 de marzo,
basándose en datos del propio INDEC, la capacidad ociosa de las instalaciones
industriales alcanza prácticamente al 50% del total. Cabe preguntarse hasta
dónde no es el suicidio de una parte del empresariado local, divorciado del
movimiento nacional. No sería la primera vez. Como en otras desdichadas etapas
de nuestra historia, se revela que las fuerzas desatadas de la alta burguesía,
cuando logran una instrumentación total del Estado, imponen una orientación que
es antagónica con el desarrollo productivo del país. Por el contrario, ha sido
en los momentos de despliegue del movimiento nacional-popular en Argentina
cuando se manifestaron más profundamente las tendencias a una expansión
industrial del país. Sin embargo, también esas etapas de desarrollo industrial
nacional estuvieron atravesadas por intensas contradicciones, que no dejaron de
repercutir en la suerte política del movimiento nacional. Si no tomáramos nota
de esas contradicciones, la historia se volvería un relato rosa que de poco
serviría para prepararse frente a los desafíos por venir. En las líneas que siguen,
nos ocuparemos de la etapa del primer peronismo, cuya emergencia estuvo
indisolublemente ligada a la transformación industrial del país y a las
tensiones políticas y sociales que ello generó.
Es un lugar común, aunque por
cierto nada arbitrario, señalar que el peronismo es hijo de la Argentina
industrial. Desde mediados de la década de 1930 se advierte un crecimiento
sostenido de la dotación industrial del país, con una expansión de las ramas
más básicas, pero también, en menor medida, de ramas complejas como la
metal-mecánica. Especialmente notorio es el impacto de esta expansión
productiva en la ocupación industrial, que crece de manera importante hasta
situar, a principios de la década de 1940, a la clase obrera como el principal
actor social emergente, aunque aún su organización gremial fuera bastante a la
zaga (es a mediados de la década, y bajo el influjo peronista, que crece
rápidamente la tasa de sindicalización y la complejidad de la organización
gremial).
Cuando se alude a estos temas,
aparece asociado a ellos la cuestión de las migraciones internas en la
conformación de la nueva clase obrera, en el crecimiento del sindicalismo, y en
la formación misma del peronismo. Por supuesto que esto es de la máxima
relevancia, aunque hace tiempo ya que las investigaciones históricas han
cuestionado la imagen de una fractura profunda entre los trabajadores
industriales de vieja data y los nuevos migrantes del interior de la provincia
de Buenos Aires o de otras provincias. Lo que sí es cierto, es que esos trabajadores
venían corridos por la parálisis de la actividad agropecuaria, lo que ya para
esos años nos marca los estrechos límites de una Argentina excluyentemente
agro-pastoril.
Es esa clase obrera en bloque,
de viejos residentes y nuevos migrantes, la que adhiere al liderazgo que
comienza a perfilarse con la figura de Juan Perón. Con ciertas y comprensibles
reticencias, también la mayoría de las direcciones sindicales de la época
termina anudando su suerte a la del nuevo Líder. Este acercamiento de las dirigentes
gremiales es fundamental y, como demuestra Juan Carlos Torre (Ensayos sobre movimiento obrero y peronismo),
su rol en el 17 de octubre resultó más medular que lo que a priori se
estableció en el imaginario del movimiento nacional a propósito del carácter
“espontáneo” de dicha jornada popular. La experiencia social de trabajadores y
dirigentes sindicales bajo los duros y largos años de régimen oligárquico es
clave para entender la importancia que podía suponer la alianza con quienes
propugnaran un rol mediador del Estado en la puja capital /trabajo, como es el
caso de la orientación que Perón impone en el Departamento Nacional de Trabajo,
luego Secretaría. Incluso los años inmediatamente previos, de expansión de la
ocupación industrial, exhibían pocos logros palpables en la lucha sindical por
mejoras concretas (eran un poco más consistentes en el plano de la organización
gremial).
Aunque el perfil obrerista del
ascendente peronismo es dominante, marcado a fuego por las jornadas genesíacas
de octubre de 1945, lo cierto es su caracterización (y su auto percepción) como
movimiento nacional nos advierte ya
de una composición policlasista compleja. Como resulta fácilmente comprensible,
la otra cara del crecimiento de una clase obrera con gran capacidad de
movilización y organización en los años 1930 y 1940, es el simultáneo
desarrollo de la así llamada burguesía
nacional. Nos referimos especialmente a una capa de pequeños y medianos
industriales orientados al mercado interno. Sin embargo, la expresión
“burguesía nacional” no deja de portar ambigüedades y equívocos varios. Por una
parte, es difusa y móvil su frontera sociológica con otras fracciones más
encumbradas de la burguesía industrial. Por otra parte, tampoco es un campo
libre de controversias sus vínculos y posicionamientos con la oligarquía
tradicional (comercial y terrateniente) y las empresas extranjeras. El problema
se ha discutido tanto en la sociología e historiografía académicas como en la
ensayística política y militante. No es un tema privativo de la Argentina y
durante décadas se encaró, desde distintos ángulos políticos y académicos, el
tema de las burguesías periféricas y su rol en la transformación capitalista. Aquí
solo consignaremos la expansión en nuestro país de ese sector de empresarios
mercado internistas, en un escenario dominado de antemano por grandes
industriales y por filiales de empresas extranjeras.
La identificación de ese
sector social con el naciente movimiento nacional es, cuanto menos, fría. La
hostilidad hacia la figura de Perón, que dimanaba desde la cúspide de la elite
oligárquica, atravesó a otras capas burguesas, pese a que el Líder personalista
intentó desde el inicio contener en su proyecto a las clases propietarias. Es
recordado su discurso en la Bolsa, antes de que su figura quedara soldada a la
clase obrera en octubre de 1945; allí Perón intentó convencer a las clases
propietarias de la importancia de una política social progresista, en función
del conjunto. Como no puede adjudicarse a Perón falta de elocuencia y dotes
persuasorias, es forzoso concluir que la gélida actitud burguesa en la hora, expresaba
la conciencia de clase de lo más encumbrado de la oligarquía argentina, atenta
a atajar cualquier deriva democratizante, incluso aquella que se ofrecía bajo
la fórmula de un compromiso histórico.
Por lo dicho hasta aquí, puede
afirmarse que la convergencia clase obrera /burguesía nacional constituyó de hecho la articulación fundamental del
movimiento nacional en sus primeros tramos. Articulación asegurada por el
liderazgo personalista y por la política social y económica instrumentada desde
el Estado, pero no por una “persuasión” (hegemonía) parejamente distribuida, ni
por un imaginario sólidamente compartido por las distintas clases sociales. En
el plano ideológico y político, el primer peronismo fue plebeyo y obrerista
pese a la vocación policlasista del Líder. Aquí se delinea la contradicción interna principal del primer peronismo, que
impulsó una política económica orientada a favorecer el crecimiento conjunto
del conglomerado productivo nacional, pero cuyas virtudes fueron muy
desigualmente valoradas por trabajadores y empresarios. A pesar de que el
horizonte industrialista y mercado internista favorecía a los empresarios
nacionales, estos fueron retaceando su apoyo y terminaron por otorgar primacía
a los conflictos con los sindicatos y el mundo del trabajo. Aunque dichos
conflictos son connaturales a la economía capitalista, fueron internalizados
por los empresarios como abusos desproporcionados de sindicalistas y
trabajadores, respaldados por un gobierno demagogo. La piel sensible de la burguesía
nacional expresaba a su modo el complejo señorial de la oligarquía argentina,
forjado en una época que lo desconocía todo de la negociación colectiva y
cifraba el orden social en el palo y el látigo.
El poder social de la clase
trabajadora se expresaría en su faz más visible, la organización gremial, que
crecería de manera importante a partir de 1946 hasta cristalizar en una
relación bastante verticalizada con el gobierno desde comienzos de la década
siguiente. Pero también se manifestará, y de modo muy irritativo para el
empresariado, en un poderoso entramado de comisiones internas y cuerpos de
delegados en el interior del universo fabril. Es esa red activista una de las
facetas más preocupantes de la crisis de
deferencia que enconará a la oligarquía y a todo el complejo de clases que
continuó bajo su égida. Por lo cual constituye otro plano de la contradicción
interna que mencionábamos. El peso de la clase obrera resultará clave no solo
en la sustentación del régimen peronista, sino en su orientación práctica, a despecho probablemente de
las orientaciones oficiales sustentadas formalmente en un ideal de armonía de
clases. Esa orientación no estaba plenísimamente sistematizada en el discurso y
la ideología, pero tampoco era algo completamente ausente en ese plano.
El Estado, en el discurso
oficial, procuraba situarse por encima de los intereses particulares, no solo
de aquellos que agitaban al movimiento nacional, sino proyectarse idealmente a
la sociedad toda. La idea un Estado mediador o árbitro es temprana en las
expresiones de Perón y en sus acciones públicas antes de acceder a la
presidencia. Fue uno de los terrenos de la convergencia con las direcciones
sindicales en los años 1944-45. También, como señalamos, fue parte del
contenido herético rechazado por las elites empresariales; rechazo tanto a lo
que se denunciaba como demagogia o impostura del Líder como a su cristalización
perdurable como política de Estado, más allá de la figura de Perón. Con lo
cual, ese rol mediador y equidistante nunca alcanzó a cuajar, y en los hechos,
como también en gran parte de las “palabras”, el liderazgo de Perón y la
orientación estatal se inclinó decididamente a favor de la clase obrera. Este
es un tercer plano de la contradicción interna principal del primer peronismo. La
acción del propio Perón resumió en su persona, con un estilo de arbitraje a
menudo pendular, el complejo dilema mencionamos. Es lo que Norberto Galasso ha
llamado la “conducción pendular”, que sobrevivió en la etapa del exilio, y
alcanzaría supremo desarrollo como manejo virtuoso del Líder.
Por supuesto, el carácter
policlasista del primer peronismo aunque expresaba primordialmente el
despliegue concreto de la Argentina industrial de aquellos años, congregaba
también a otros sectores. Una parte de las clases medias acompañó dicha
experiencia, así como las investigaciones recientes han relevado el variopinto
apoyo cosechado por el peronismo en el interior del país. En sus primeros
tramos, el apoyo de los camaradas de armas a Perón, así como más discretamente
la Iglesia, fueron relevantes. Una vez más, el rol del Estado, el liderazgo
político y la expansión de la economía fueron el cemento primordial. El
movimiento nacional se articula alrededor de un centro de gravedad concreto,
material e ideal, con capacidad de gestión del Estado y de orientación del
proceso económico. Tal la condición de posibilidad de la “alianza de clases”.
La alianza de clases es una cuestión de poder, no un acuerdo de “caballeros”
alrededor de una plataforma igualmente compartida por todos.
Resulta fundamental entonces
precisar los trazos más gruesos del proyecto nacional que se despliega con el
primer peronismo, pues es en relación a su sustentabilidad concreta como puede
replicarse en el tiempo la coalición policlasista. Como ha señalado Horacio
Chitarroni Maceyra (El ciclo peronista)
el movimiento nacional de aquella etapa encaró una doble tarea: a) profundizar
el proceso de industrialización (que tiene su arranque en la década de 1930);
b) redistribuir en sentido progresivo la riqueza, integrando socialmente a la
clase obrera. La magnitud de cada tarea, si las concibiéramos por separado,
debería darnos la medida del enorme desafío, susceptible de ser caracterizado
como revolución, que supuso
encararlos de manera simultánea. En la experiencia histórica del siglo XIX, la
transformación industrial de las metrópolis no solo supuso la consolidación de
la dimensión colonialista del sistema capitalista mundial, sino también un
considerable sufrimiento para el proletariado metropolitano. La expansión del
industrialismo a otras regiones del mundo durante el siglo XX, incluso en las
experiencias socialistas, no pudo sortear tampoco su cuota de sacrificio a
cuenta de los trabajadores.
En la Argentina del primer peronismo
pudo armonizarse durante un tiempo la expansión industrial con una fuerte
política de bienestar social; es decir, avanzar en el camino del desarrollo sin
sobreexplotación laboral. Eso fue posible por una serie de circunstancias
internas y externas que el peronismo supo aprovechar, al menos hasta que el
contexto manifestó síntomas de empeoramiento. Las apreciaciones fáciles acerca
de la oportunidad “desaprovechada” no resisten el análisis de cualquier estudio
comparativo. La experiencia peronista se desplegó entre 1946 y 1955, quedando
trunca por la contrarrevolución oligárquica; en tan solo nueve años ningún país
“alcanzó” el desarrollo. Los países que pudieron avanzar en la senda de la
industrialización no pudieron asegurar tempranamente el bienestar para sus
poblaciones; hay que recordar que el Estado de Bienestar no coincidió con el
ascenso capitalista del siglo XIX, sino con la segunda posguerra en pleno siglo
XX. La propia industrialización soviética distó de ser un “lecho de rosas” para
los trabajadores de aquellas regiones. Estas someras consideraciones permiten
sopesar la relevancia de la experiencia del bienestar peronista, a menos que no
se considere a la justicia social un valor deseable sino una enojosa
complicación en la acumulación privada. Esto no significa ni un menoscabo a las
experiencias de los pueblos de otras regiones, ni que la política del primer
peronismo no contuviera asimismo también inconsistencias y contradicciones.
La base en que pudo apoyarse
inicialmente la política de crecimiento industrial con justicia social fue la
tradicional dotación del país para la producción agropecuaria exportable. Una
importante y diferencial renta agraria era el recurso nacional que, captado en
parte y reorientado por el Estado, permitía financiar la expansión industrial y
sortear el peligro de la sobreexplotación laboral, que hubiera sido letal para
un movimiento obrerista como el peronismo. Se puso en marcha una serie de
herramientas, caracterizadas por su sentido nacionalista, algunas de las cuales
venían de poco antes, a partir de 1943-44. La expansión del crédito industrial,
los controles de cambio, la protección arancelaria a la producción
manufacturera fueron algunas de esas herramientas. Indudablemente la
herramienta primordial fue la creación del IAPI y el cuasi monopolio del
comercio exterior por parte del Estado. Eso es lo que permitió capturar una
parte del excedente agropecuario y derivarlo a la industria.
Todo ello redundo en un
crecimiento de la importancia directa del Estado en la economía, lo que por
otra parte iba en la dirección de las cosas en gran parte del mundo. Una
cuestión medular fue la nacionalización de servicios públicos, como los
ferrocarriles o los teléfonos, que junto con las empresas productivas del
Estado como YPF, AFNE o Fabricaciones Militares conformaron el perfil de un
Estado “empresario”. Puede hablarse prácticamente de una economía “mixta”, con
fuerte presencia del capital nacional, público y privado. Sin embargo, no debe
descuidarse el importante peso económico que conservó la oligarquía
tradicional, así como las ganancias obtenidas en el período tanto por las
fracciones industriales más encumbradas como por las filiales de las empresas
de capital extranjero. Esto último no debería motivar excesivas sorpresas ni
llevar a cargar las tintas contra la economía política del primer peronismo. Lo
que revela más bien, son las extraordinarias dificultades que encuentran los
países periféricos para superar las condiciones de atraso, y la fuerza del sistema
capitalista mundial para “torcer” nuevamente las cosas y recapturar a las
periferias que amenazan con escapar a su sujeción. De hecho, en una fase
siguiente de la sustitución de importaciones, ya derrocado el peronismo y bajo
la égida del frondicismo, el capital estadounidense avanzó en la cooptación del
mercado argentino “desde adentro”.
Estas cuestiones nos revelan
una contradicción que no es peculiarmente argentina sino mundial, pero que no
puede dejar de gravitar decisivamente en la esfera nacional. Es la
contradicción entre la tendencia inmanente a la expansión del sistema
capitalista mundial de subordinar a las regiones periféricas a la lógica del
interés metropolitano, y las resistencias de los pueblos frente a las
desastrosas consecuencias económicas, sociales y culturales de los
colonialismos. En el lenguaje político de la segunda mitad del siglo XX: liberación o dependencia. El contexto
internacional favorable fue fundamental en la inmediata posguerra para el
avance nacional y la cohesión de la coalición popular que lo sostenía. El
deterioro de dicho contexto en la primera mitad de la década de 1950, tanto en
términos económicos como políticos por los prolegómenos de la Guerra Fría,
incidió negativamente en las opciones del movimiento nacional popular
argentino.
En la etapa ascendente de la
segunda mitad de la década de 1940, el país pudo contar con importantes saldos
comerciales favorables, sostenidos en la alta demanda y buenos precios
obtenidos por nuestros productos de exportación. Esta fue una condición
económica esencial. Pero en el plano político también hubo un escenario
favorable por la crisis del despliegue imperialista al finalizar la Segunda
Guerra Mundial. Estados Unidos estaba concentrado en la reconstrucción europea
y en la preparación de fuerzas militares, políticas y culturales para cercar a
la Unión Soviética. La derrota del fascismo abría paso a los movimientos
obreros europeos y sus izquierdas (pronto contenidas), en tanto que la crisis
del viejo modo de colonialismo, agotado por la guerra, favorecía el movimiento
hacia la descolonización en amplias zonas de Asia y África.
Las condiciones económicas
eran más susceptibles de ser aprovechadas, y en efecto lo fueron, que esas
condiciones políticas creadas por el avance de la descolonización. Aún faltaba
tiempo para la conformación del movimiento de no alineados y el ascenso de una
conciencia “tercermundista”. De todas formas, el primer peronismo no careció de
una mirada sofisticada sobre lo regional y lo global. De lo más significativo
fueron los intentos de avance en una agenda de integración regional: el famoso
ABC, siglas por Argentina, Brasil y Chile. La relación de Perón con Ibañez en
Chile y sobre todo con Vargas en Brasil constituyen prácticamente una ruptura
con toda la tradición anterior. La reacción oligárquica en Brasil y la muerte
de Vargas, condenan al fracaso a una incipiente tentativa de acercar a las dos
más importantes economías de Sudamérica. El proyecto ATLAS, de conformación de
una central sindical latinoamericana, aunque fenecido con la caída del
peronismo fue otra audaz tentativa de enlazar, esta vez “por abajo” a nuestros
países.
En el terreno económico, las
nacionalizaciones así como el desendeudamiento, fueron posibles utilizando los
saldos comerciales acumulados y los recursos movilizados por el IAPI. Pero con
el correr de los años, y con el progresivo deterioro del contexto
internacional, comenzó a conformarse un cuello de botella para el desarrollo
industrial nacional. En la medida en que gran parte de la expansión industrial
local corrió a cargo de la producción de bienes de consumo final (la llamada
“industria liviana”) que aprovechaba un mercado interno preexistente ya de
cierta relevancia, pero en todo caso fuertemente estimulado por la política
distribucionista del peronismo, las necesidades de incrementar la dotación
energética así como el acceso a bienes de capital, presionaban cada vez más
sobre la balanza comercial. La producción local de un mayor volumen de energía,
así como de tecnología, máquinas-herramienta y bienes de capital, no era
imposible pero requería de un cuantioso flujo de inversión y de bastante tiempo
para madurar.
Elementos circunstanciales
pero de gran incidencia, como las sequías de la primera mitad de la década de
1950 que afectaron negativamente a la producción agropecuaria, y otros
estructurales como la caída de los precios internacionales de nuestros
productos exportables, comprometieron la sustentabilidad del rumbo seguido
hasta entonces. Con lo cual, amenazaban uno de los pilares de la convergencia
nacional-popular, abriendo espacio para la incidencia de fuerzas centrífugas.
Al ralentizarse el crecimiento, la distribución del ingreso comenzó a
estancarse, así como cayó la inversión privada y la capacidad del Estado de
equilibrar los gastos productivos con los improductivos.
Más allá de medidas
relativamente ortodoxas aplicadas desde 1952, que fueron contingentes y como
señaló John William Cooke, cumplieron su limitadísimo objetivo para capear lo
peor del deterioro del ciclo económico, lo cierto es que el dilema y el qué
hacer no parecían de fácil discernimiento. Esto es así porque no se trataba
solo de medidas económicas, sino sobre todo de decisiones políticas que no
podrían sino remodelar dramáticamente la coalición nacional-popular. Ese es el
dilema político que Cooke entiende que estaba ya planteado en 1952, y que al no
ser resuelto, devenían ociosas las especulaciones acerca de cómo debería el
peronismo haber resistido el golpe oligárquico en 1955. Varios contemporáneos
vislumbraron las derivas peligrosas que se abrían en la primera mitad de los
años 1950, a poco andar del apogeo del proyecto y la economía peronista en el
año 1949. Se señalaba la necesidad de transitar en la senda de la industria
pesada. Es interesante un volumen de curioso título (Ensayo sobre el justicialismo a la luz del materialismo histórico)
escrito por Eduardo Astesano, en el cual se advierte la influencia del
comunismo chino. Allí se propone avanzar a “marcha forzada” y a costa de
“sacrificios” en el camino de la industria pesada (a “la soviética”, por así
decirlo). Pero resulta difícil imaginar cómo sería posible congeniar eso con la
conformación real del frente peronista, así como armonizar el sacrificio con la
política de bienestar popular del primer peronismo en la cual estaba cifrado su
prestigio.
De todas formas, que la salida
no estaba escrita en ningún determinismo sino latente en la política, lo
demuestra que comenzaron a moverse piezas para responder a los desafíos de una
economía nacional más compleja, de una base social exigente y de un contexto
internacional complicado. Son las perspectivas que se trazan en el Segundo Plan
Quinquenal, para privilegiar a las industrias básicas como la siderurgia y la
química; también en la búsqueda de avanzar al autoabastecimiento energético aún
a costa de buscar acuerdos con empresas extranjeras y aunque eso agraviara al
intransigente sentimiento nacionalista de la primera etapa.
Efectivamente el Estado
comenzó a dar pasos en esa dirección, lo cual vuelve a remitirnos a una de las
cuestiones que comentamos al principio de estas líneas: ¿cuál era el rol y el
peso real de la burguesía nacional?
Pueden discutirse las virtudes y los defectos formales de los planes del
segundo (y trunco) gobierno de Perón, pero lo cierto es que el dilema real
estaba en el efectivo margen de maniobra que podía alcanzar el Estado nacional
y en la cohesión o no de convergencia nacional-popular.
Episodios como el Congreso de
la Productividad, que no parecía destinado a alcanzar objetivos sustanciales,
adquieren a la luz de lo anterior todo su dramatismo. Se imponía la
redefinición del movimiento nacional y su alianza de clases. Para avanzar en
una fase más compleja del proceso de industrialización y superar el cuello de
botella generado por el déficit de inversión privada y la necesidad creciente
de renovar equipos y bienes de capital hacía falta discriminar a quién pagaría
los costos de esos desafíos. ¿Podían incrementarse las exportaciones
tradicionales o incluso capturar compulsivamente una fracción más abultada de
la renta agropecuaria? ¿Era necesario liquidar el compromiso histórico del
primer peronismo e imponer a la clase obrera la racionalización del trabajo y
mayores tasas de explotación?
La indefinición sobre estas
cuestiones no preanunciaba per se un desenlace fatal. Y de hecho, para 1954,
las mayores tribulaciones económicas habían sido conjuradas. Puede aventurarse
que, en la medida en que la organización gremial de los trabajadores era
totalmente refractaria a la imposición de los esquemas de racionalización; que
la clase obrera continuaba siendo el principal pilar del régimen; y que la
ideología y el discurso formal del gobierno peronista también rechazaban la
sobreexplotación laboral, es difícil imaginarse una liquidación conservadora
del movimiento nacional “desde adentro”. Lo que si estaba facilitado por el
tormentoso momento era la factibilidad de un contragolpe oligárquico. Pero éste
hubiera encontrado mayores dificultades para prosperar de no cooptar y atraer a
su centro de gravedad a la burguesía nacional. Por eso señalábamos que el
movimiento nacional es una cuestión de poder. No se trata de la capacidad de
persuadir de las bondades inherentes a la justicia social, sino de la fortaleza
de un poder democrático fuerte y popular, y de la capacidad de gestión del
horizonte económico. La deriva de la burguesía nacional hacia otro polo de
poder en esas coordenadas históricas selló el destino del movimiento nacional
por muchos años.
Germán Ibañez