lunes, 12 de marzo de 2018

“Consumidores o militantes”, contradicciones del ciclo nacional-popular


En la emisión del día lunes 12 de marzo del programa “La Señal”, de la Radio Gráfica, conducido por Gabriel Fernández, surgió en el intercambio de los compañeros al aire, el problema de si el movimiento nacional en el gobierno había generado consumidores o militantes. Por supuesto, no se estaba desconociendo en ese valioso espacio radial de la comunicación popular, la historia y el presente militantes del peronismo. Por el contrario, sin devaluar una tradición de lucha, el interrogante es válido.

Quien escribe considera que, en efecto, es una contradicción interna del movimiento nacional que ineludiblemente está anclada en la lógica de la expansión del consumo popular y el crecimiento del mercado interno. La economía es cultura, puesto que no hay actividad humana carente de sentido. Por lo tanto, lo que se anuda allí es también una construcción de sentido. Pero difícilmente haya una construcción unívoca, y lo que se verifica es una disputa. Una querella, entre la lógica economicista derivada “naturalmente” del crecimiento en una economía capitalista, y los valores e ideales del desarrollo nacional, que interpelan a la política y la cultura.

Los gobiernos de Néstor y Cristina retomaron la cuestión del desarrollo nacional, que había sido abandonada en la larga noche neoliberal. Estamos hablando del impulso a una política de capitalismo nacional, pero no en mundo idílico de fraternidad entre las naciones. Hubo que ir a contramarcha de los intereses de las corporaciones transnacionales, de la burguesía financiera y de la ambición imperial de Estados Unidos. Pero si es cierto que el desarrollo no se deriva “espontáneamente” del crecimiento, sino que es expresión de un proyecto político nacional con bases sociales y culturales de sustentación, también debe admitirse que no hay posibilidad de desarrollo sin expansión de la actividad económica. Es decir, sin crecimiento. Y allí aparece la “tentación” desarrollista. La tentación de cifrar el éxito y la legitimidad del proyecto nacional en las variables mensurables de la expansión de la actividad económica y los índices de consumo. Esto es inevitable. Ningún gobierno renunciaría a ponderar los éxitos en su gestión económica. Y en efecto es un activo fundamental del proyecto nacional: sin crecimiento, sin expansión y diversificación de la actividad económica, sin mejores índices de consumo y bienestar popular, no hay desarrollo.

Por eso, es una contradicción que debe transitarse y vivirse. No puede obviarse; está enraizada en la realidad socio-económica, en la misma naturaleza de una economía que es capitalista. Durante los gobiernos kirchneristas, se exhibieron los índices de crecimiento económico y de expansión del consumo como evidencias palmarias de las virtudes del rumbo adoptado. Así, por momentos, en el discurso gubernamental, la venta de autos cero kilómetro adquiría casi el valor de prueba en sí misma de la legitimidad de una política. Eso podía implicar la apelación un tanto simplista a un ciudadano-consumidor crecientemente satisfecho y naturalmente persuadido de las virtudes inmanentes de la gestión económica y por lo tanto, partidario de su continuidad. Pero tampoco puede cargarse demasiado las tintas sobre esto, so pena de pecar de voluntarismo ¿Qué debió haber hecho el gobierno? ¿Ignorar esto, y prescindir del palpable mejoramiento del consumo popular como argumento político? ¿Apelar al “espíritu” y no a la “materia”?

Pero lo cierto, es que no es necesario quedarse en esta cuestión, pues el kirchnerismo exhibió de manera exuberante el otro polo de la contradicción: la apelación a ideales políticos superadores del economicismo. Por un lado concibió la expansión de la actividad económica y del consumo popular en íntima vinculación con el crecimiento de la soberanía nacional. Es decir planteó, incluso de manera principista, un horizonte de autodeterminación. De allí la importancia del desendeudamiento y de una política de integración regional. Convirtió a la Argentina en un actor fundamental de la construcción de la unidad del sur del continente, no solo en función de la sustentabilidad del crecimiento económico, sino de los valores de independencia y de justicia. La construcción de la Unasur y la CELAC fue más allá del paradigma de la integración económica; tradujo la ambición geopolítica de construir en América Latina una región de paz. Y con esto no se alude a una bien intencionada expresión de deseos: es un audaz proyecto antagónico con la proyección imperial del Norte, que es dominar a los países a través de la instrumentación y exacerbación de los conflictos internos del Sur. La paz no es un distraído sueño: es un contrafuerte a construir frente al poder demencial de los señores de la guerra. En la mejor proyección del kirchnerismo, el crecimiento se transmutó en desarrollo, el consumo en justicia social, la integración en unión. En fin, la economía en política.

Y finalmente, el kirchnerismo fue también audaz promotor de la militancia. Tuvimos un líder que comenzó reivindicando a una generación diezmada, una generación militante. No fue una simple reivindicación, fue una convocatoria que fructificó en miles de jóvenes, y en unos cuantos “viejos” también. La oligarquía, con su intransigencia, hizo su parte también; pero siempre es así, se avanza a través del conflicto y la contradicción. Y tuvimos una líder también, que desplegó enormes dotes de polemista. Que dirigió su polémica contra la oligarquía y no contra el pueblo. Que asentó su autoridad en su capacidad argumentativa. Por eso (también) la oligarquía la odia; porque la persuasión y la argumentación son antagónicas de la manipulación y el autoritarismo. El movimiento nacional puso el mojón muy alto. En ese marco, la maniobra oligárquica fue justamente exacerbar y distanciar los polos de la contradicción. Demonizó a la militancia, al tiempo que estimuló un ramplón sentido común del consumidor: la ilusión hedonista de un crecimiento continuo sin compromisos con las necesidades del desarrollo nacional. Siguió y alimentó una vieja huella individualista, la del que “lo que tengo me lo gané yo solo”, nublando que sin un contexto de crecimiento colectivo, los logros individuales corren permanente riesgo. Se prometió que las ventajas adquiridas no estarían en peligro, y que incluso todo mejoraría sacando de encima “a los chorros peronistas”. No nos equivoquemos, no carguemos en la cuenta del movimiento nacional los prejuicios insuflados por la cosmovisión oligárquica. En todo caso, reconozcamos esa contradicción, esa tensión.

Nada nos libra de recorrer el camino de la contradicción; el movimiento nacional no puede sustraerse a ello. Pero en su propio seno anida el potencial de superación. Si la maniobra oligárquica pasa por disociar al “militante” (malo) de la gente (buena), vayamos por el camino de reconstruir los vasos comunicantes entre los círculos militantes y las culturas populares. El mojón plantado por nuestros líderes, está allí.

 

Germán Ibañez

martes, 6 de marzo de 2018

Despolitización /demonización: una política de guerra


En un interesante artículo publicado en Página /12 titulado “Lobos y buitres”, Luis Bruschtein señala que “con la ayuda de los medios, el macrismo logró despolitizar la percepción del adversario en la sociedad, asimilándolo a un delincuente”. Efectivamente, es éste uno de los grandes ejes de la disputa por el sentido, de la construcción de una hegemonía. Por un lado, podemos pensarlo como una manifestación local de un fenómeno global. Los adversarios de la dominación estadounidense, y del imperialismo en general, son ubicados en el campo del mal: el famoso “eje del mal”, el terrorismo, los Estados “canallas”. Manifestaciones políticas y sociales muy diferentes, caen “en la misma bolsa”, operación muy antigua por cierto. Muy claramente, la descalificación del llamado populismo latinoamericano, va en esa dirección. Argumentos recurrentes son la corrupción, la venalidad de los dirigentes, la simulación y la hipocresía. La operación apunta a devaluar esas experiencias, que quedarían reducidas así a meras fachadas para el latrocinio. En esto, aunque hay variaciones de país en país, puede advertirse una línea argumental común a la que, con un poco de esfuerzo, puede seguírsele la huella hasta las usinas conservadoras que irradian esa mirada. Un deriva sensible de esta construcción hegemónica es la caracterización de los “populismos radicales” como enemigos de la seguridad de Estados Unidos. Nos encontramos aquí con un nuevo avatar de una política imperialista que cobró dimensión trágica en la segunda mitad del siglo XX, con la Doctrina de la Seguridad Nacional y la contrainsurgencia. Es expresión de una configuración cultural guerrerista, que Estados Unidos busca insuflar a sus aliados y antagonistas, pues es el terreno en el que tiene clara primacía. Nunca debe perderse de vista esto; la guerra necesita de enemigos, y si estos no existen, hay que inventarlos o empujar a competidores y adversarios a la lógica de la guerra. Los adversarios reales de la dominación estadounidense, bajo la catarata de operaciones ideológicas dirigidas a desacreditarlos, son los líderes, partidos y movimientos que expresan tendencias hacia la autodeterminación nacional. También la participación de las grandes masas populares en la política, antítesis de los intereses concentrados, que tienen nombre y apellido pero se encubren bajo el eufemismo “mercado”.  

Por otro lado, también podemos rastrear una vieja huella oligárquica de asimilación de los disidentes políticos a la “delincuencia”. Y ya que hablamos de la oligarquía, vamos a las fuentes. Es conocida una carta de Bartolomé Mitre, del año 1863, etapa álgida de las guerras civiles decimonónicas, en la cual se postula la necesidad de encubrir el carácter de oposición política de los movimientos populares rurales conocidos como montoneras, y reducirlas a una manifestación de barbarie y a un fenómeno delincuencial. Mitre dirá textualmente, y a un colega calificado como Domingo Sarmiento, “procure no comprometer al gobierno nacional en una campaña militar de operaciones porque dados los antecedentes del país y las consideraciones que le he expuesto en mi anterior carta, no quiero dar a ninguna operación sobre La Rioja, el carácter de guerra civil. Mi idea se resume en dos palabras: quiero hacer en La Rioja una guerra de policía. La Rioja es una cueva de ladrones, que amenaza a los vecinos, y donde no hay gobierno que haga nada, ni la policía de la provincia. Declarando ladrones a los montoneros, sin hacerles el honor de considerarlos como partidarios políticos, ni elevar sus depredaciones al rango de reacción, lo que hay que hacer es muy sencillo”. Quitarle status político a los opositores, y asimilarlos a “delincuentes” es preparar el camino para su represión y eventual exterminio. O acaso debemos recordar que, poco más de cien años después, se caracterizó a los insurgentes, revolucionarios y militantes populares como “delincuentes subversivos”.

La configuración cultural guerrerista imperial y la larga huella represiva oligárquica entroncan naturalmente. La negación del status político del opositor a la dominación oligárquica, la asimilación del proyecto nacional-popular a la delincuencia, la corrupción y la falsedad, es una política de guerra. Busca arrasar con cualquier basamento político e ideológico para sustentar un rumbo alternativo, igualitarista y promotor de la soberanía nacional. Quiere enervar a una opinión pública que persigue fantasmas y exige castigo a los “que se robaron todo”. Apunta a desintegrar cualquier entramado organizativo de movilización popular, así como la emergencia de proyectos políticos anti neoliberales. Concibe esos designios como una guerra. Y se prepara metódicamente para escenarios de creciente conflicto y antagonismo. Difícilmente podrá aspirar a una plácida gobernabilidad en una sociedad que se pauperiza; le bastará con gestionar la crisis. Miremos a Perú: no hay presidente que no salga “quemado”, pero la rueda neoliberal no se detiene.

Pero la política es más que la guerra. Y la capacidad de sumar voluntades, evitar falsos antagonismos, asumir los conflictos que sí son medulares, construir liderazgos fuertes, está ampliamente acreditada en el campo nacional y popular. Por ahí va la cosa.

 

Germán Ibañez

viernes, 2 de marzo de 2018

El crecimiento endeble del capitalismo dependiente


Hace poco lamentamos el fallecimiento del intelectual brasilero Theotonio Dos Santos, una de las grandes figuras de la Teoría de la Dependencia y agudo analista de las contradicciones del capitalismo latinoamericano. Otra gran figura del pensamiento económico crítico fue su compatriota Ruy Mauro Marini. Uno de los problemas que Marini señaló con claridad es la relación entre el funcionamiento del capitalismo en las periferias y la sobreexplotación de las masas. Allí se encuentra el secreto de un funcionamiento que no puede compensar empero, ni siquiera malamente, la enorme brecha de productividad con las economías metropolitanas.

El capitalismo acentúa en las periferias sus peores rasgos, resultando un crecimiento depredador. Una de sus características es el aprovechamiento irracional de la dotación de recursos de los países, las llamadas “ventajas comparativas”, que son más propiamente las ventajas estáticas derivadas de condiciones naturales. La clave es el acceso monopólico a esos recursos, por parte de los actores económicos más concentrados, ya sean fracciones de las oligarquías locales o empresas extranjeras. Eso implica un “candado” para el resto de la población, e incluso muchas veces para el poder fiscalizador del Estado en esas actividades. La explotación depredadora y la monopolización aseguran altas ganancias, y allí está una de las causas de la tendencia a la primarización de nuestras economías. Aunque se trate del aprovechamiento de una dotación de recursos naturales, está lógica no tiene nada de “natural”. Es el resultado de decisiones políticas y del predominio de ciertos intereses económicos por sobre otros. Toda una configuración cultural y política señorial, acompaña “solidariamente” a esta matriz capitalista dependiente. Y esto es así porque en su largo ascenso, el capitalismo incorporó y asimiló elementos de otras formaciones societarias.

La sobreexplotación de la fuerza de trabajo, en el afán de “bajar costos laborales” y capturar por esa vía una porción creciente del excedente socialmente producido, es enemiga de una lucha concreta por incrementar la productividad; y por tanto, antagónica con un proyecto de desarrollo. Puede haber crecimiento económico incluso, en el sentido de un incremento mensurable en ciertas variables económicas. Pero nunca desarrollo, en la medida en que la sobreexplotación laboral, la caída del salario real, el incremento de la desocupación, pueden “bajar” el costo laboral, pero son un pobre sucedáneo del incremento de la productividad. Ésta última depende de la inversión productiva, de la ciencia aplicada, de la audacia del proyecto científico-tecnológico de un país. Justamente, todo lo que está liquidando el gobierno oligárquico de Cambiemos. El control de la alta tecnología es una de las llaves económicas contemporáneas; algo que el “primer mundo” quiere reservarse celosamente. Por lo tanto, es un poder que, en la medida en que sea monopolizado por el Norte, se transforma en una de las manifestaciones fundamentales del carácter imperialista del sistema capitalista mundial. Desmonopolizarlo, a través del desarrollo económico y científico-tecnológico de los pueblos y naciones del Sur, es antiimperialismo.

La cancelación del ideal de desarrollo, puede estar acompañado de una obnubilación por el crecimiento, visible o “invisible” según la curiosa expresión del marketing oligárquico. Pero siempre será un crecimiento socialmente injusto, sin potencialidad de desarrollo nacional, precario, vulnerable. Y reversible ante la primera sacudida de la economía global.

 

Germán Ibañez