martes, 6 de marzo de 2018

Despolitización /demonización: una política de guerra


En un interesante artículo publicado en Página /12 titulado “Lobos y buitres”, Luis Bruschtein señala que “con la ayuda de los medios, el macrismo logró despolitizar la percepción del adversario en la sociedad, asimilándolo a un delincuente”. Efectivamente, es éste uno de los grandes ejes de la disputa por el sentido, de la construcción de una hegemonía. Por un lado, podemos pensarlo como una manifestación local de un fenómeno global. Los adversarios de la dominación estadounidense, y del imperialismo en general, son ubicados en el campo del mal: el famoso “eje del mal”, el terrorismo, los Estados “canallas”. Manifestaciones políticas y sociales muy diferentes, caen “en la misma bolsa”, operación muy antigua por cierto. Muy claramente, la descalificación del llamado populismo latinoamericano, va en esa dirección. Argumentos recurrentes son la corrupción, la venalidad de los dirigentes, la simulación y la hipocresía. La operación apunta a devaluar esas experiencias, que quedarían reducidas así a meras fachadas para el latrocinio. En esto, aunque hay variaciones de país en país, puede advertirse una línea argumental común a la que, con un poco de esfuerzo, puede seguírsele la huella hasta las usinas conservadoras que irradian esa mirada. Un deriva sensible de esta construcción hegemónica es la caracterización de los “populismos radicales” como enemigos de la seguridad de Estados Unidos. Nos encontramos aquí con un nuevo avatar de una política imperialista que cobró dimensión trágica en la segunda mitad del siglo XX, con la Doctrina de la Seguridad Nacional y la contrainsurgencia. Es expresión de una configuración cultural guerrerista, que Estados Unidos busca insuflar a sus aliados y antagonistas, pues es el terreno en el que tiene clara primacía. Nunca debe perderse de vista esto; la guerra necesita de enemigos, y si estos no existen, hay que inventarlos o empujar a competidores y adversarios a la lógica de la guerra. Los adversarios reales de la dominación estadounidense, bajo la catarata de operaciones ideológicas dirigidas a desacreditarlos, son los líderes, partidos y movimientos que expresan tendencias hacia la autodeterminación nacional. También la participación de las grandes masas populares en la política, antítesis de los intereses concentrados, que tienen nombre y apellido pero se encubren bajo el eufemismo “mercado”.  

Por otro lado, también podemos rastrear una vieja huella oligárquica de asimilación de los disidentes políticos a la “delincuencia”. Y ya que hablamos de la oligarquía, vamos a las fuentes. Es conocida una carta de Bartolomé Mitre, del año 1863, etapa álgida de las guerras civiles decimonónicas, en la cual se postula la necesidad de encubrir el carácter de oposición política de los movimientos populares rurales conocidos como montoneras, y reducirlas a una manifestación de barbarie y a un fenómeno delincuencial. Mitre dirá textualmente, y a un colega calificado como Domingo Sarmiento, “procure no comprometer al gobierno nacional en una campaña militar de operaciones porque dados los antecedentes del país y las consideraciones que le he expuesto en mi anterior carta, no quiero dar a ninguna operación sobre La Rioja, el carácter de guerra civil. Mi idea se resume en dos palabras: quiero hacer en La Rioja una guerra de policía. La Rioja es una cueva de ladrones, que amenaza a los vecinos, y donde no hay gobierno que haga nada, ni la policía de la provincia. Declarando ladrones a los montoneros, sin hacerles el honor de considerarlos como partidarios políticos, ni elevar sus depredaciones al rango de reacción, lo que hay que hacer es muy sencillo”. Quitarle status político a los opositores, y asimilarlos a “delincuentes” es preparar el camino para su represión y eventual exterminio. O acaso debemos recordar que, poco más de cien años después, se caracterizó a los insurgentes, revolucionarios y militantes populares como “delincuentes subversivos”.

La configuración cultural guerrerista imperial y la larga huella represiva oligárquica entroncan naturalmente. La negación del status político del opositor a la dominación oligárquica, la asimilación del proyecto nacional-popular a la delincuencia, la corrupción y la falsedad, es una política de guerra. Busca arrasar con cualquier basamento político e ideológico para sustentar un rumbo alternativo, igualitarista y promotor de la soberanía nacional. Quiere enervar a una opinión pública que persigue fantasmas y exige castigo a los “que se robaron todo”. Apunta a desintegrar cualquier entramado organizativo de movilización popular, así como la emergencia de proyectos políticos anti neoliberales. Concibe esos designios como una guerra. Y se prepara metódicamente para escenarios de creciente conflicto y antagonismo. Difícilmente podrá aspirar a una plácida gobernabilidad en una sociedad que se pauperiza; le bastará con gestionar la crisis. Miremos a Perú: no hay presidente que no salga “quemado”, pero la rueda neoliberal no se detiene.

Pero la política es más que la guerra. Y la capacidad de sumar voluntades, evitar falsos antagonismos, asumir los conflictos que sí son medulares, construir liderazgos fuertes, está ampliamente acreditada en el campo nacional y popular. Por ahí va la cosa.

 

Germán Ibañez

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