En
un interesante artículo publicado en Página
/12 titulado “Lobos y buitres”, Luis Bruschtein señala que “con la ayuda de
los medios, el macrismo logró despolitizar la percepción del adversario en la
sociedad, asimilándolo a un delincuente”. Efectivamente, es éste uno de los
grandes ejes de la disputa por el sentido, de la construcción de una hegemonía.
Por un lado, podemos pensarlo como una manifestación local de un fenómeno
global. Los adversarios de la dominación estadounidense, y del imperialismo en
general, son ubicados en el campo del mal: el famoso “eje del mal”, el
terrorismo, los Estados “canallas”. Manifestaciones políticas y sociales muy
diferentes, caen “en la misma bolsa”, operación muy antigua por cierto. Muy
claramente, la descalificación del llamado populismo latinoamericano, va en esa
dirección. Argumentos recurrentes son la corrupción, la venalidad de los
dirigentes, la simulación y la hipocresía. La operación apunta a devaluar esas
experiencias, que quedarían reducidas así a meras fachadas para el latrocinio.
En esto, aunque hay variaciones de país en país, puede advertirse una línea
argumental común a la que, con un poco de esfuerzo, puede seguírsele la huella
hasta las usinas conservadoras que irradian esa mirada. Un deriva sensible de
esta construcción hegemónica es la caracterización de los “populismos radicales”
como enemigos de la seguridad de Estados Unidos. Nos encontramos aquí con un
nuevo avatar de una política imperialista que cobró dimensión trágica en la
segunda mitad del siglo XX, con la Doctrina de la Seguridad Nacional y la
contrainsurgencia. Es expresión de una configuración cultural guerrerista, que
Estados Unidos busca insuflar a sus aliados y antagonistas, pues es el terreno
en el que tiene clara primacía. Nunca debe perderse de vista esto; la guerra
necesita de enemigos, y si estos no existen, hay que inventarlos o empujar a
competidores y adversarios a la lógica de la guerra. Los adversarios reales de
la dominación estadounidense, bajo la catarata de operaciones ideológicas
dirigidas a desacreditarlos, son los líderes, partidos y movimientos que
expresan tendencias hacia la autodeterminación nacional. También la
participación de las grandes masas populares en la política, antítesis de los
intereses concentrados, que tienen nombre y apellido pero se encubren bajo el
eufemismo “mercado”.
Por
otro lado, también podemos rastrear una vieja huella oligárquica de asimilación
de los disidentes políticos a la “delincuencia”. Y ya que hablamos de la
oligarquía, vamos a las fuentes. Es conocida una carta de Bartolomé Mitre, del
año 1863, etapa álgida de las guerras civiles decimonónicas, en la cual se
postula la necesidad de encubrir el carácter de oposición política de los
movimientos populares rurales conocidos como montoneras, y reducirlas a una manifestación de barbarie y a un
fenómeno delincuencial. Mitre dirá textualmente, y a un colega calificado como
Domingo Sarmiento, “procure no comprometer al gobierno nacional en una campaña
militar de operaciones porque dados los antecedentes del país y las
consideraciones que le he expuesto en mi anterior carta, no quiero dar a
ninguna operación sobre La Rioja, el carácter de guerra civil. Mi idea se
resume en dos palabras: quiero hacer en La Rioja una guerra de policía. La
Rioja es una cueva de ladrones, que amenaza a los vecinos, y donde no hay
gobierno que haga nada, ni la policía de la provincia. Declarando ladrones a los
montoneros, sin hacerles el honor de considerarlos como partidarios políticos,
ni elevar sus depredaciones al rango de reacción, lo que hay que hacer es muy
sencillo”. Quitarle status político a los opositores, y asimilarlos a “delincuentes”
es preparar el camino para su represión y eventual exterminio. O acaso debemos
recordar que, poco más de cien años después, se caracterizó a los insurgentes,
revolucionarios y militantes populares como “delincuentes subversivos”.
La
configuración cultural guerrerista imperial y la larga huella represiva
oligárquica entroncan naturalmente. La negación del status político del
opositor a la dominación oligárquica, la asimilación del proyecto
nacional-popular a la delincuencia, la corrupción y la falsedad, es una política de guerra. Busca arrasar con
cualquier basamento político e ideológico para sustentar un rumbo alternativo,
igualitarista y promotor de la soberanía nacional. Quiere enervar a una opinión
pública que persigue fantasmas y exige castigo a los “que se robaron todo”.
Apunta a desintegrar cualquier entramado organizativo de movilización popular,
así como la emergencia de proyectos políticos anti neoliberales. Concibe esos
designios como una guerra. Y se prepara metódicamente para escenarios de
creciente conflicto y antagonismo. Difícilmente podrá aspirar a una plácida gobernabilidad
en una sociedad que se pauperiza; le bastará con gestionar la crisis. Miremos a
Perú: no hay presidente que no salga “quemado”, pero la rueda neoliberal no se
detiene.
Pero
la política es más que la guerra. Y la capacidad de sumar voluntades, evitar
falsos antagonismos, asumir los conflictos que sí son medulares, construir
liderazgos fuertes, está ampliamente acreditada en el campo nacional y popular.
Por ahí va la cosa.
Germán Ibañez
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