En el siglo XIX, la obra de Karl Marx y Friedrich Engels constituye una formidable crítica a la civilización capitalista, y al mismo tiempo la búsqueda de una vía revolucionaria para su superación. En esa mirada, la superación del capitalismo era el resultado no de la descripción de una hipotética sociedad igualitaria del futuro, sino del análisis de las contradicciones internas de la Europa contemporánea. El pensamiento de Marx se ocupó muy especialmente de la contradicción entre el capital y el trabajo, que se expresaba en las crecientes luchas de la clase obrera de su tiempo. Y si de crear una nueva civilización se trataba, la lucha de la clase obrera no podía agotarse en la búsqueda de mejores condiciones materiales en el seno de la vieja sociedad, sino que debía proyectarse en una profunda revolución social, política y cultural. La revolución no era precisamente una desconocida para Marx y Engels, que observaron entusiasmados el movimiento revolucionario europeo de 1848, y estudiaron en detalle a lo largo de su vida las conmociones políticas que dieron forma a la Modernidad. Por eso, las formulaciones sobre la revolución socialista que el marxismo clásico expresa en forma acabada a partir de 1848 con la publicación del Manifiesto Comunista, son un fruto de esa experiencia europea: la revolución democrática, el nacimiento de nuevos Estados nacionales, la expansión del industrialismo capitalista, y el surgimiento del moderno proletariado industrial. Por cierto, como intelectuales revolucionarios interesados en los asuntos relevantes de su tiempo, Marx y Engels se ocuparon también de los procesos históricos de otras regiones del mundo. No puede olvidarse que concebían al capitalismo como un sistema mundial, y el socialismo llamado a sucederlo por supuesto profundizaría la constitución de una civilización verdaderamente cosmopolita y global. En ese escenario, la perspectiva estratégica de la lucha obrera no podía sino ser internacionalista. Una mirada en profundidad de lo escrito por Marx y Engels demuestra su concentrado interés por la historia de las revoluciones nacionales y la constitución de los Estados modernos, pero sin nunca desplazar del centro de las preocupaciones la lucha internacionalista por la creación de la nueva sociedad mundial. En esa perspectiva se integraban las observaciones que hicieron sobre distintos acontecimientos y procesos históricos, por ejemplo los referidos a la lucha nacional en Irlanda. Quedaba delineada una interpretación sobre la “liberación” nacional. Esta cuestión no quedaba confinada a la historia europea, sino que su máximo desarrollo se daría en otras regiones del mundo.
El paradigma de la liberación nacional nace justamente de la experiencia de los pueblos coloniales que luchan por su ascenso y progreso material y su libertad política. Tal ascenso era trabado por lo que se revelaría como la contradicción fundamental del sistema capitalista mundial: la polarización en centros y periferias1. En rigor de verdad, vista desde el mundo colonial, era ésta la contradicción principal (en lenguaje maoísta) de la civilización capitalista. Las grandes revoluciones del siglo XX, incluyendo parcialmente la Revolución Rusa (que se da en un imperio periférico y atrasado), se habían desencadenado como una respuesta histórica de los pueblos a la marginalidad y subordinación a que los sometía la explotación imperial.
La forma “clásica” de la polarización (de acuerdo a Samir Amin) se establece alrededor de 1800, y dividió al mundo en un puñado de países industrializados y extensas periferias agrarias o mineras. Mientras los países industriales lograban construir Estados modernos asentados en espacios nacionales autocentrados, las regiones periféricas quedaban sujetas a variables relaciones de dependencia y subordinación. Existían las colonias sin ningún tipo de soberanía, ocupadas política y militarmente por una potencia. Y también los casos que en su momento fueron caracterizados como “semicolonias”, o aquello países formalmente independientes como las repúblicas latinoamericanas desde el siglo XIX. En los países periféricos surgieron también burguesías, junto a distintas clases tradicionales o señoriales formadas en los siglos de colonización. Esas clases dominantes coexistieron, a veces en competencia otras veces formando bloques sociales. En el caso latinoamericano, esos bloques señoriales fueron llamados “oligarquías”. Las burguesías periféricas eran de carácter predominantemente comercial, y se asentaban sobre todo en el universo portuario, unido por la revolución náutica moderna, que iba desde Hong Kong hasta Buenos Aires. Desde su mismo origen, las clases burguesas periféricas estaban relacionados con el eje industrial metropolitano; muy especialmente Gran Bretaña pero pronto también Estados Unidos.
Asimismo, en varias regiones coloniales comenzaron a desarrollarse desde fines del siglo XIX ciertas industrias locales, que tuvieron un carácter marginal y no establecieron sistemas nacionales; la mayoría de las veces surgieron al margen de la voluntad de las coaliciones gobernantes2. Por eso, estas industrias no constituían en sí mismas un polo antagónico con respecto al dominio metropolitano, ni bastaban para superar el carácter predominantemente agrario o minero del país en cuestión. Así por ejemplo, la industria de Shangai no implicaba que la China de inicio del siglo XX dejara de ser un país abrumadoramente rural y campesino.
Quienes sí representaban un polo antagónico al sometimiento colonial eran un conglomerado social de variable composición según los países y regiones, que podemos denominar los productores nacionales3. Nos referimos a los campesinos, los artesanos, las nacientes clases obreras y los nuevos empresarios industriales orientados al mercado interior. En América Latina, desde el fin de las campañas bolivarianas y sanmartinianas, se había manifestado un secular enfrentamiento entre las burguesías comerciales y los productores nacionales: la etapa de las “guerras civiles”. Las clases populares fueron parte de esas guerras civiles, como combatientes subordinados a las fracciones dominantes competitivas entre sí, pero muchas también con autonomía y consignas propias, por ejemplo la lucha por la tierra en los movimientos campesinos. Ese conflicto culminó en las últimas décadas del siglo XIX con el triunfo de las clases sociales orientadas hacia el mercado mundial y el establecimiento de los Estados oligárquicos. Diversos grupos señoriales (especialmente terratenientes) y los complejos culturales heredados del viejo colonialismo pervivieron en la era oligárquica, en compleja aleación con los valores de la civilización burguesa.
Pero desde fines del siglo XIX y principios del siglo XX, comienza un nuevo ciclo de lucha de los pueblos periféricos, expresada por ejemplo en el independentismo cubano, la rebelión bóxer en la China y en la Revolución Mexicana de 1910. En los “bordes” del mundo imperial también se desataron formidables conmociones sociales como la revolución rusa de 1905. Las sucesivas crisis del orden imperialista mundial terminan de destrozar viejos imperios dinásticos como en la Rusia de 1917 y desencadenan nuevas oleadas en la rebelión del mundo colonial. Esa revuelta colonial alimenta el pensamiento antimperialista de Lenin y el naciente movimiento comunista que buscará orientar los procesos de “liberación nacional y social”. Sobre este trasfondo de revoluciones sociales y levantamientos coloniales se establece un proyecto histórico de emancipación, el paradigma de la liberación nacional. Con esto queremos resaltar su carácter histórico reciente, al mismo tiempo señalar que sus raíces se anudan a luchas previas de los movimientos independentistas y de nacionalidades del siglo XIX.
¿Qué es lo que determina la sucesión de proyectos históricos de liberación? En primer lugar, cada uno de ellos está en estrecha relación con los desafíos y problemas que plantea cada época, al menos en el modo en que pueden ser visualizados por los contemporáneos. Los cambios en la situación histórica, por ejemplo el ascenso del capitalismo monopólico hacia 1880, condicionan el agotamiento de proyectos históricos nacidos en otro momento. Por otra parte, no hay que descuidar un factor que en ocasiones ha jugado un papel central: la violencia de los sectores dominantes, en las circunstancias en que éstos no han encontrado obstáculos políticos lo suficientemente fuertes como para impedirlo. En esas circunstancias, los movimientos populares son destruidos por la acción armada de las elites. Estos son los más importantes factores que explican el agotamiento y transformación, mediados en ocasiones por largo tiempo, entre los proyectos históricos de emancipación, de los cuales el paradigma de la liberación nacional es una etapa.
Este proyecto histórico expresaba no sólo a los sectores populares y clases explotadas del mundo colonial, sino, según los momentos y regiones, a fracciones de las elites económicas y políticas. Nos referimos a segmentos de las burguesías coloniales, intelectuales y políticos provenientes de las clases altas (un caso paradigmático sería el de Fidel Castro), pasando por los propios ejércitos periféricos. Las fuentes de inspiración político –ideológica apelaban a las tradiciones de lucha de los países en cuestión, la historia de revueltas campesinas e indígenas y protestas obreras. Así se alimentaron a los jóvenes nacionalismos periféricos. También se recurrió a los modelos políticos e ideológicos que ofrecían los países centrales. Las elites coloniales incorporaron esos modelos en un grado variable, en unos casos con una fuerte actitud asimilacionista, en otros casos con distancia crítica e incluso una pronunciada desconfianza hacia Occidente4. La idea nacionalista tenía su matriz originaria en la experiencia europea, pero en regiones como Latinoamérica la voluntad de construir los propios Estados nacionales estaba presente desde el inicio del ciclo independentista. La inspiración que brindaban los modelos metropolitanos no colisionaba necesariamente con la creación original: el “inventamos o erramos” de Simón Rodríguez, mentor de Bolívar.
Ya en el siglo XX, el contraste del atraso rural local con la “modernidad” industrial de los países dominadores, le dio un fuerte sesgo industrialista al paradigma de la liberación nacional. Así, se asoció el atraso y la dependencia con el estatuto primario de las economías periféricas. En las variantes radicalizadas de los proyectos liberación nacional, la industrialización debía combinarse con la reforma agraria y la destrucción de las clases terratenientes. A lo largo del siglo XX el industrialismo se “extendió” a muchas regiones de las periferias, como producto de las sucesivas crisis de la economía capitalista mundial o de la conciente voluntad de los movimientos de liberación nacional y las elites modernizadoras. De esa manera, se erosionó parcialmente la polarización clásica que dividía al mundo entre países industriales dominantes y países agrarios dominados. En los casos en que la industrialización fue promovida sistemáticamente, la “inspiración” se buscó no sólo en los países “occidentales”, sino también en el modelo soviético. En ambos casos, la intervención de los Estados era decisiva5. La influencia del modelo de planificación soviética fue evidente en los países que intentaron transiciones al socialismo, pero también en otros que se mantuvieron en los parámetros capitalistas; por ejemplo la adopción de la fórmula de “planes quinquenales” por el peronismo argentino.
Como señalamos más arriba, algunos países se orientaron hacia el socialismo y otros se mantuvieron en la vía capitalista. Las diferencias en ese derrotero tuvieron que ver con las fuerzas sociales que lideraron en cada caso los proyectos de liberación nacional, con el peso de los diferentes partidos políticos, con la tradición histórica local, y también con la eventual influencia que pudo jugar la URSS6. El común denominador estuvo dado en el intento de construir espacios nacionales autocentrados, relacionados de manera soberana con las otras unidades nacionales o con el “mercado mundial”. Esa sería la vía al desarrollo, basado en la primacía de los mercados internos, y a partir de allí en una diversificación de las exportaciones que incluyera crecientemente productos manufacturados. Esto se expresaba en el lenguaje político como la construcción nacional, ya sea del socialismo o del capitalismo. En este marco hay que aclarar que el desarrollismo no fue una versión del paradigma de la liberación nacional en tanto cedía al capital extranjero el control de la industrialización, y se desentendía frecuentemente de los mercados internos en su búsqueda de fomentar las exportaciones. La teoría de la modernización y el desarrollo coexistió con los proyectos liberacionistas y revolucionarios.
Una cuestión esencial define al paradigma de la liberación nacional como proyecto histórico emancipador: la superación de la mera dimensión “modernizadora” (que el desarrollismo no podía ni quería trascender) para constituirse en proyectos revolucionarios guiados por valores que trascendían el economicismo capitalista. Entre esos valores estaban el respeto a las propias identidades locales (algo que la expansión europea había enterrado violentamente o manipulado para dividir a las “etnias” oprimidas); el ascenso material y político de las masas populares, a veces asociado a sofisticados proyectos de poder popular; los derechos de las mujeres y las minorías étnicas o nacionales; el principio de la autodeterminación nacional. En sus versiones más radicalizadas el paradigma de la liberación nacional procuró superar la alienación economicista que es consustancial al capitalismo: es decir la construcción del socialismo y la creación del hombre nuevo7.
Marxismo y liberación nacional
En la formulación de los valores de justicia social y poder popular en el seno del paradigma de la liberación nacional jugó un gran papel la influencia del marxismo. También en la definición de “herramientas” y estrategias para la revolución, de un programa para modernizar radicalmente a los paises dependientes y coloniales. Es palpable en ocasiones la referencia al marxismo “clásico”, pero más frecuentemente al leninismo y la III Internacional. En efecto, muchos de los problemas que se plantearon en forma práctica para los movimientos de liberación nacional en la 2ª posguerra, ya habían tenido alguna anticipación intelectual en la obra de Lenin y en los primeros congresos de la Internacional comunista.
Como dijimos al inicio de este artículo, la preocupación fundamental de Marx y Engels estuvo dirigida hacia la revolución socialista en los países industriales. Una preocupación que siguió siendo predominante en la II Internacional, conformada sobre la base de los principales partidos socialistas europeos. El debate más fuerte en su seno se dio entre las corrientes reformistas y las minorías revolucionarias, como es el caso de la fracción bolchevique de la socialdemocracia rusa. Originalmente esas disensiones se suscitaron en función de la realidad metropolitana, y con vistas al protagonismo de sus clases obreras. Pero lentamente comienzan a tratarse los temas del colonialismo y el imperialismo, impuestos por el reparto colonial de fines del siglo XIX. Al principio, el camino a la revolución y el liderazgo obrero de los países industriales no estaban en cuestión; lo que se discutía si ese camino seguiría una vía revolucionaria o reformista. Para las fracciones hegemónicas de la socialdemocracia europea el papel de los pueblos coloniales era, en el mejor de los casos, de espectador; en el peor les cabía aún aguardar el pasaje por una larga etapa de colonialismo “benéfico y socialista”8.
No hay grandes desarrollos teóricos sobre la cuestión nacional, lo que era lógico en una tradición ideológica asentada en fuertes partidos políticos de países con su cuestión nacional “resuelta”. Sólo adquirió más importancia la discusión en los partidos socialdemócratas de los países que luchaban por su independencia (como el polaco) o en socialistas de los imperios multinacionales como el austro –húngaro y el ruso. Justamente, de una de esas “periferias” europeas, el imperio ruso, se elaborará un pensamiento que resalta la importancia estratégica de la cuestión nacional, especialmente en las áreas coloniales del mundo.
Estos aportes eran derivados de la teoría del imperialismo, de la que Lenin daría su versión más conocida. Es el triunfo de la revolución de Octubre lo que permite la difusión del pensamiento de Lenin (hasta entonces representante de una fracción de la socialdemocracia rusa) y la conversión del bolchevismo en la base del naciente movimiento comunista internacional. La teoría del imperialismo, que trataba sobre las transformaciones del capitalismo metropolitano hacia las últimas décadas del siglo XIX (el paso de la etapa de la libre concurrencia a la etapa monopólica), introducía un importante correctivo en el pensamiento marxista en cuanto a las consecuencias de la expansión del capitalismo como sistema mundial. Los fundadores del socialismo científico habían sobreestimado la tendencia uniformadora del capitalismo: su expansión llevaría a una nivelación mundial, es decir al cierre progresivo de las brechas históricas entre las distintas sociedades. Por el contrario, el desarrollo de la nueva civilización reveló desde su inicio una tendencia polarizante, que extremó las asimetrías mundiales; un fenómeno que la nueva teoría quería explicar pero remitiéndola a la etapa más reciente del capitalismo: el imperialismo.
Sobre la base de la división del mundo en regiones dominantes y dominadas, se explicaba el creciente reformismo de las clases obreras metropolitanas, “cómplices” en el botín colonial según la teoría del imperialismo. Los recursos económicos sustraídos a las colonias permitían atenuar las contradicciones de clase en los países imperialistas. Esa era la base estructural del reformismo y de la justificación del colonialismo por parte de la socialdemocracia. La teoría del imperialismo se abría la puerta para una reflexión más sistemática sobre la revolución en los países oprimidos y “atrasados”. Estas cuestiones se suscitaron en sus formulaciones primigenias a partir del estudio sobre la peculiar situación de la Rusia zarista: imperio multinacional y periferia del centro industrialista europeo al mismo tiempo. Una sociedad donde no se daban las condiciones materiales previstas por Marx para la transición al socialismo, y donde no imperaban ni las normas más elementales de la democracia burguesa. Un imperio con una importante proyección asiática; y efectivamente hacia la “tempestad” que se incubaba en Asia es que dirige la mirada Lenin. En un principio, la preocupación sobre la revolución “antiimperialista” estaría centrada sobre el continente asiático, situación que a la nueva Internacional le costará superar. Pero poco a poco numerosos documentos y resoluciones de los primeros congresos de la III Internacional darán cuenta de la relevancia que el comunismo dió a la revolución antiimperialista.
Así empiezan a debatirse cuestiones como cuál era el contenido histórico (económico –social) de la revolución en el mundo colonial; cuáles eran las fuerzas sociales impulsoras y las “alianzas” necesarias; cómo se lograba la dirección del proletariado en la revolución; cuál era el rol de los campesinos; qué tareas debían acometerse en un país “atrasado” donde no se daban las condiciones de desarrollo de las modernas fuerzas productivas; qué papel debía jugar el partido marxista; y cuáles eran las relaciones de la revolución colonial con las clases obreras de los países centrales y su revolución socialista. En referencia a este último punto, es necesario aclarar que los fundadores del movimiento comunista internacional compartían con sus antecesores la certeza de la centralidad (e inevitabilidad) de la revolución socialista metropolitana y del protagonismo de sus clases obreras; ni Lenin ni Trotsky perdieron jamás las esperanzas en una revolución europea. En esta visión, revolución mundial y revolución en los países más importantes se identificaban. Por lo tanto, lo que empieza a discutirse en los primeros congresos de la III Internacional acerca del mundo colonial tiene, desde el principio, una importancia secundaria; identificando a quienes jugarían un rol importante pero auxiliar al mismo tiempo: los pueblos oprimidos.
Aún así, los temas que empezarían a debatirse serían decisivos desde el punto de vista teórico como una aproximación genérica al problema de la revolución colonial. Así aparece por ejemplo la distinción entre países coloniales puros y países semicoloniales. En el mundo periférico, el imperialismo había trabado y deformado el desarrollo capitalista pleno, por lo cual no era la revolución socialista lo que estaba a la orden del día; lo que se planteaba era una revolución democrático –burguesa. En principio, para Lenin esa revolución conducía no al establecimiento de nuevos Estados capitalistas modernos en el mundo colonial, sino a una apertura del “camino” al proletariado nativo: “La dominación extranjera traba el libre desarrollo de las fuerzas económicas. Es por eso que la destrucción de esa dominación es la primera tarea, el primer paso en el camino de la revolución en las colonias y es por eso que la ayuda prestada a la destrucción de la dominación extranjera, en esos países coloniales, no es, en definitiva, una ayuda aportada al movimiento nacionalista de la burguesía indígena, sino la apertura de un camino por el proletariado oprimido mismo”9.
Es decir que, desde el inicio, se pensó en esa revolución burguesa como una etapa “transitoria”. En una aproximación posterior más precisa, en tanto se delineaban las principales tareas de esa revolución (reforma agraria y emancipación del capital extranjero), la nueva definición pasó a ser agraria –antiimperialista. Ésta seguía siendo una etapa previa a la revolución propiamente socialista10. Claro que esas tareas no podían siquiera ser esbozadas sin la fuerza revolucionaria adecuada, sin la movilización del conjunto del pueblo. Allí aparece uno de los principios generales más importantes: la consigna del frente único antiimperialista. Se trataba de la convergencia de distintas fuerzas y clases sociales en la lucha revolucionaria antiimperialista. Los marxistas de países coloniales debían participar en los movimientos nacionales de liberación, incluso cuando los acaudillaran las burguesías locales. Por cierto, en todo momento deberían asegurar la independencia política, ideológica y organizativa del proletariado a través de la construcción del propio partido comunista. No obstante, tenían que establecer una política de alianzas para radicalizar la lucha antiimperialista, aún pese a las vacilaciones de la burguesía. Aquí está, en germen, la idea de que la oposición entre el imperialismo y la nación sometida constituía la contradicción “principal” en el mundo colonial; y por lo tanto la primacía de la lucha de liberación nacional.
Estos planteos generales debían ser verificados y estudiados concretamente por los comunistas de los países coloniales. Sin embargo, la propia estructura del comunismo internacional conspiró contra muchas veces contra esa posibilidad. Partidos comunistas de distintos países actuaron cada vez más en virtud de una lógica global, dictada por las necesidades nacionales del Estado soviético. De esa tensión nunca pudo liberarse el movimiento comunista internacional. Resaltó de manera decisiva la importancia de lo nacional, pero al estructurarse de manera férrea y vertical como un movimiento para la revolución mundial, que se daba una estrategia global (en la que, lógicamente, las particularidades nacionales tendían a disolverse) y que respondía a un centro único, lo nacional nuevamente asumía un rol subordinado. Más adelante, cuando con el ascenso stalinista en la URSS la Internacional empezó a caer cada vez más en la órbita de los intereses diplomáticos del nuevo Estado, esa situación se cristalizó definitivamente. La teoría de la revolución socialista mundial fue reemplazada por la teoría del socialismo en un solo país. Es decir, por el abandono doctrinario de las perspectivas de una levantamiento global próximo.
Esta situación fue fuertemente criticada por las corrientes disidentes del comunismo “oficial”, principalmente por la tendencia que respondía al más importante de los nuevos “herejes”: León Trotsky. La teoría del socialismo en un solo país reflejaba los cambios conservadores ocurridos en el seno de la URSS, y traía aparejada una subestimación de la cuestión nacional11. Pero también nacía de la amarga certidumbre: la revolución socialista metropolitana no se producía, o al menos se “retrasaba”. Y de allí la necesidad de construir la nueva sociedad con los elementos materiales que el atraso secular, la guerra y la crisis dejaban como herencia al nuevo Estado. Aparecía imbricada en la tarea de la construcción del socialismo, la dimensión modernizadora que debía tener la revolución en un país atrasado para superar la brecha que la separaba de los países más avanzados12. La hostilidad de los países imperialistas hacia el Estado soviético confería urgencia y dramatismo a la modernización “socialista”. Sin una industria moderna y medios militares adecuados, ¿podría defenderse?
La necesidad de superar el atraso, incluía el peligro cierto de que esa dimensión modernizadora desdibujara finalmente el horizonte emancipador que debía tener la experiencia socialista. Cabe aclarar que estas “opciones” se tomaron en un marco histórico de presión y hostilidad de los países capitalistas a la URSS, no en una situación ideal de fraternidad entre los pueblos y las naciones. Finalmente, conservadurismo interno y repliegue de la idea de la revolución mundial en lo internacional, se conjugaron para consolidar una nueva “ortodoxia” en el comunismo oficial y limitar sus potencialidades revolucionarias. Se impuso, como en la II Internacional, la idea de un camino único a la revolución, que pasaba por el norte de la lealtad al centro soviético donde se construía el socialismo. En 1943, a pocos años de que estallase de manera decisiva una nueva etapa de la rebelión del mundo colonial, Stalin disuelve finalmente la III Internacional en su política de alianzas con las principales potencias capitalistas; esta tradición parecía eclipsarse justamente cuando la potencialidad de la revolución tercermundista se tornaba actualidad.
La evolución política y doctrinaria del movimiento dirigido desde la URSS, no implicó la desaparición total de los aportes ideológicos de los primeros años. En primer lugar hay que señalar la obra de León Trotsky, que proporciona una de las primeras críticas a ese viraje, relacionando las transformaciones “burocráticas” del régimen político de la URSS con las orientaciones que propugnaba del comunismo internacional. También, a partir del triunfo de la Revolución China en 1949, comienzan a difundirse el pensamiento de Mao Tse Tung. Hasta a ruptura chino /soviética los aportes de Mao se integraron en la línea oficial del comunismo. Luego dieron base la nuevas corrientes heréticas, denominadas “maoístas” La tradición trotskista y la tradición maoísta, separadas y competitivas entre sí, aportaban nuevas reflexiones sobre la cuestión nacional; aunque con la desaparición física de Trotsky las corrientes inspiradas en él se tornaran mayormente de un internacionalismo exacerbado que conducía, una vez más, a una nueva subestimación de lo nacional.
Recapitulando, la discusión marxista, sobre todo a partir de 1917, anticipaba problemas con los que se iban a topar los movimientos de liberación nacional del siglo XX, y se convertía en una posible influencia para sus dirigencias. Por supuesto, esta influencia no siempre fue aceptada, y a veces incluso fue combatida, por las alas derechas de los movimientos de liberación o por sus jefaturas burguesas. En el paradigma de la liberación nacional cabían muchas variantes, y los historia cultural de cada país no siempre era fácilmente sintetizable con la idea del socialismo metropolitano. En otros casos, se construyeron fórmulas originales que buscaban justamente esa síntesis entre socialismo y tradición; tal es el caso de por ejemplo el socialismo africano, nacido del proceso de descolonización. Así la inspiración ideológica del socialismo se combinaba en variables dosis con la experiencia histórica y la tradición cultural de los pueblos oprimidos en nuevas síntesis que buscaban una mayor “autenticidad”, a costa frecuentemente de la rigurosidad de la doctrina original. Se trataba de fórmulas más elásticas en las cuales se diluía la profundidad filosófica del marxismo, pero que reflejaban en cierta medida la variedad del mundo colonial y la necesidad de fundar un horizonte socialista en una tradición (y una situación económico –social) que no era la del industrialismo metropolitano. Así, en el socialismo africano las tradiciones comunitarias de ese continente (pre –industriales) eran vistas como la base de una nueva sociedad igualitaria13. Por otra parte, ¿acaso el Marx maduro no había abierto una puerta en esa dirección al reflexionar sobre la posibilidad de una transición directa del mir ruso (la comunidad campesina) al socialismo? También José Carlos Mariátegui había pensado en las comunidades indígenas del Perú, donde pervivían en resistencia las tradiciones comunitarias andinas, como base del socialismo peruano.
Todo esto nos indica que la influencia del marxismo en la elaboración del paradigma de la libración nacional no efue unívoca ni se identificaba necesariamente con la adopción de la línea comunista oficial. Rechazado en las alas derechas de los movimientos de liberación nacional, el marxismo anclaba en sus alas radicales, también en partidos comunistas que como el chino se decidían a privilegiar una estrategia nacional, y en intelectuales o grupos ideológicos. Era un amplio arco que iba desde quienes evidenciaban una mayor fidelidad a los “clásicos” o al materialismo dialéctico, hasta quienes pretendían fundar un socialismo específicamente tercermundista. El común denominador es un fuerte anclaje en lo nacional y una variable fusión con las tradiciones culturales locales.
Aquí se abren nuevas dimensiones: en primer lugar una crítica al socialismo metropolitano y al sovietismo que podía ser visto, incluso, como una variante más del colonialismo; en segundo lugar, el reemplazo de la teoría de la revolución socialista mundial por la idea de caminos nacionales al socialismo que no debe ser confundida con el “socialismo en un solo país”, sino que se refiere a la posibilidad de que cada país avance en forma propia al socialismo en medio de la revolución antiimperialista. La idea de caminos nacionales al socialismo no era totalmente ajeno al comunismo oficial, y en sus “bordes” (por ejemplo desde marxistas de Europa Oriental) se escribió en la década de 1950 sobre esta posibilidad, pero es indudable que el corolario lógico de esta idea llevaba a una fuerte crítica al comunismo soviético.
El paradigma de la liberación nacional terminó de eclosionar en la segunda posguerra a la luz de la revolución en China, la independencia de la India, la guerra de liberación en Vietnam, la descolonización africana, los movimientos nacional-populares y revolucionarios en Latinoamérica (muy especialmente la Revolución Cubana), el movimiento de no alineados y el Tercer Mundo. En ese mismo período, los movimientos de liberación nacional enfrentaron el corset geopolítico de la “Guerra Fría”. Estados Unidos, como principal potencia imperialista, procuró establecer un escenario internacional en el cual la búsqueda de la autodeterminación de los pueblos era una manifestación encubierta de “comunismo” y de “infiltración soviética”. Nociones como el tercerismo y el no alineamiento buscaron eludir esa trampa, no siempre con éxito. Las variantes más esclarecidas de los socialismos nacionales no renunciaban al anticapitalismo, pero quisieron establecer su autonomía frente a la URSS. La confrontación global de la “Guerra Fría” recortó esas posibilidades. La Revolución Cubana logró afirmar un fuerte ideal de independencia nacional, pero al mismo tiempo se vió obligada a asumir compromisos con su aliado soviético.
La Guerra Fría y los gravosos esfuerzos de los países coloniales para superar el “atraso” condicionaron severamente el despliegue real del paradigma de la liberación nacional. Los territorios que las elites revolucionarias imaginaron como escenario de florecimiento de nuevas relaciones sociales más igualitarias, fueron muchas veces asolados por golpes de Estado, intervenciones militares extranjeras, guerras civiles, e incluso enfrentamientos entre los propios movimientos revolucionarios. El desafío concreto y brutal de la contrainsurgencia enervó a muchos movimientos revolucionarios, como en Centroamérica, llevando a una violencia en gran escala que laceró gravemente los tejidos sociales y, en los hechos, inhibió o incluso desnaturalizó los objetivos revolucionarios. Asimismo en los países donde los movimientos de liberación nacional lograron imponerse se suscitó también el dilema que atormentó a la generación bolchevique: los sacrificios de la modernización económica se devoraban al ideal igualitarista.
Entre las décadas de 1970 y 1980 esos desafíos parecieron ser infranquebles en casi todos los casos. El proceso de trasnacionalización de la economía capitalista, que dió en llamarse globalización, terminó por devaluar severamente los avances en la contrucción de espacios económicos autocentrados. La desintegración del bloque soviético y la disolución de la URSS restaron sustento a los partidos comunistas de todo el mundo. Solo los experimentos más fuertes, como la China posrrevolucionaria, pudieron capear con relativo éxito los nuevos desafíos, aunque a costa del abandono de lo más radical del proyecto comunista maoísta. En el caso de Cuba operaron eficientemente factores ideológicos para sostener el régimen político y social. Las debilidades e inconsistencia económicas fueron en ese momento (y en las décadas subsiguientes también) muy evidentes. Es decir, algo que comprendía cabalmente la propia sociedad pues la precariedad e inestabilidad resultaban omnipresentes. La decisión de sostener la primacía de la autodeterminación nacional y el ideal igualitarista aún en la pobreza material controlaron la desintegración social y a las fuerzas centrífugas que frustaron dramáticamente otras experiencias revolucionarias. Sin duda, fue una muestra de la capacidad de resistencia del régimen posrrevolucionario cubano.
Al cabo del vendaval una nueva etapa histórica amanece. La trasnacionalización y mundialización del capital continúa, pero se asiste al ascenso de nuevas experiencias autocentradas exitosas, no autárquicas ni aisladas, sino en el complejo y azaroso marco de convergencia internacional que puede llamarse “multipolaridad”. Aunque el peso del más importante actor imperialista aparece menguado, no ha cesado el peligro de un enfrentamiento geopolítico a gran escala, una suerte de nueva “Guerra Fría”. La perspectiva de un frente común ante el imperialismo es necesariamente más compleja, pues el fenómeno de la multipolaridad engloba regímenes políticos muy distintos y aún contrastantes. En ese marco reaparecen las viejas preguntas del paradigma de la liberación nacional: cómo sostener la autodeterminación de la nación, cómo asegurar el desarrollo, la modernización y una mayor prosperidad, cómo alcanzar la justicia social y la soberanía popular. Es decir, cómo construir una nueva sociedad.
Germán Ibañez
1 Samir Amin: Los desafíos de la mundialización; México; Siglo XXI; 1997; p. 242
2 Eric Hobsbawmn: Historia del siglo XX; Barcelona; Crítica; 1995
3 Ver James Petras: “La globalización: un análisis crítico”, en VVAA: Globalización, imperialismo y clase social; Buenos Aires; Editorial Lumen; 2001; p. 41
4 Eric Hobsbawmn: Historia del siglo XX; op. cit.; p. 207
5 Ibíd.; p. 352
6 El caso de Europa oriental es particular, pues su estatuto fue “decidido” de manera no soberana sino imperial, en el viejo sentido de la expresión, en una serie de cónclaves en los que participó la URSS junto a las principales potencias capitalistas. Pero aún allí se intentaron vías nacionales, cuyo ejemplo más paradigmático fue la Yugoeslavia de Tito.
7 Sin la herencia de ese intento, difícilmente podría explicarse la pervivencia del proyecto socialista en Cuba, después de la caída de la URSS y a pocos kilómetros de los EEUU.
8 Tales eran las posiciones sostenidas por ejemplo por el delegado holandés Van Kol, en el congreso de Ámsterdam de 1904. Posiciones que estaban lejos de ser voces aisladas.
9 2º congreso de la III Internacional, citado en Norberto Galasso: Socialismo y cuestión nacional; Buenos Aires; Homo Sapiens editores; 2001; p. 61
10 Manuel Caballero: La Internacional Comunista y la revolución latinoamericana 1919 -1943; Caracas; Nueva Sociedad; 1987; p. 142
11 Ver Norberto Galasso: Socialismo y cuestión nacional; Rosario; op. cit.; pp. 64 -66
12 Samir Amin: Los desafíos de la mundialización; op. cit.; p. 284
13 Tom Mboya; Libertad y Futuro; Barcelona; Ariel; 1963; p. 190