Por Emir Sader *
¿Las grandes movilizaciones de las dos últimas semanas en Brasil
llegaron como rayos en un cielo azul? ¿O eran previsibles e incluso tardaron en
llegar? ¿Cuál es su significado, o son sus significados? ¿Qué puede alterar en
la vida política brasileña?
Los gobiernos de Lula y Dilma promueven, desde hace mas de una década,
un inmenso proceso de democratización social en el país más desigual del
continente, más desigual del mundo. Junto con las trasformaciones dirigidas por
Getúlio Vargas (entre los años 1930 hasta 1954, con un interregno entre 1945 y
1950) son los procesos más importantes de la historia brasileña, con varios
aspectos comunes.
Por eso Lula logró ser reelecto y elegir a su sucesora, que se presenta
como favorita para seguir dirigiendo Brasil a lo largo de la segunda década de
gobiernos posneoliberales en el país (Ver “10 anos de governos posneoliberais
no Brasil - Lula y Dilma, org. Emir Sader: www.flacso.org, con acceso libre e
integral, lo cual ha permitido que ya lleguen a 500 mil los downloads del
libro).
De repente surgieron las manifestaciones, a partir de la resistencia al
aumento de tarifas del transporte urbano, para extenderse por todo el país con
una rapidez y una masividad impresionantes. Se constituyó un movimiento
–llamado Movimiento del Pase Libre (MPL)– que coordinó las manifestaciones,
hacia el que han convergido un gran número de otras reivindicaciones, un
movimiento protagonizado básicamente por estudiantes, con simpatía generalizada
de la mayoría de la población.
Esta expansión fue posible porque se insertó en dos espacios respecto de
los cuales el gobierno presenta debilidades particularmente concertadas. Por
una parte, la ausencia de políticas hacia la juventud, segmento que buscó, con
las manifestaciones, más allá de sus reivindicaciones concretas, afirmar su
existencia como segmento específico, con voz y con poder de movilización.
En segundo lugar, el monopolio privado de los medios de comunicación –en
contraste con los procesos de democratización en tantas otras esferas de la
sociedad brasileña– sigue siendo intocable, derrotado sistemáticamente por el
voto popular, pero manteniendo su poder de influencia, especialmente las
cadenas televisivas.
En principio, como ocurre con todas las manifestaciones populares, la
prensa privada buscó descalificarlas por la violencia que, desde su comienzo,
se hizo presente al final de las manifestaciones, con actos vandálicos que, a
su vez, tuvieron respuestas aún más violentas de las Policías Militares –uno de
los factores que favorecieron la rápida difusión y expansión de las
movilizaciones–. Pero enseguida los monopolios mediáticos se dieron cuenta de
que las movilizaciones podrían desgastar al gobierno y pasaron a actuar de
forma concentrada para magnificar las manifestaciones, intentando, a la vez,
influenciarlas, buscando imponer los lemas de la oposición sobre las
manifestaciones.
La combinación de esos dos factores explican, en lo esencial –además de
otros, como la dureza de las condiciones de vida urbana, que hicieron que, no
por caso, el movimiento se haya iniciado en San Pablo, la ciudad más rica y con
mayores desigualdades del país, que sólo hace pocos meses dejó de ser dirigida por
la oposición, con la elección de un alcalde del PT–, la irrupción brusca y
poderosa del movimiento.
Después de vacilaciones de los gobernantes municipales, el movimiento
logró su primera gran victoria, con la cancelación del aumento de las tarifas
urbanas. Que es acompañada del triunfo de poner en discusión nacional la
precariedad de los transportes, así como el tema crucial de su financiamiento,
el rol de los sectores público y privado –uno de los temas recogidos por la
presidenta Dilma Rousseff para proponer un Plan Nacional del Transporte urbano,
organizado conjuntamente por el gobierno federal, autoridades provinciales y
municipales, así como por movimientos vinculados con las manifestaciones y
otras fuerzas populares.
Asimismo, más allá de esos aspectos específicos, el movimiento
representa el ingreso a la vida política de una nueva generación de jóvenes,
con sus formas específicas de acción y sus reivindicaciones propias. Hasta
aquí, a pesar del inmenso apoyo popular y del amplio proceso de respaldo de las
fuerzas populares a los gobiernos de Lula y Dilma, la vida política brasileña
no contaba con la participación de los sectores emergentes de la juventud. Se
supone que, a partir de este momento, serán un factor nuevo y con capacidad de
movilización con el que tendrán que contar el gobierno y la política
brasileños.
Pero, a la vez, las movilizaciones han tenido, desde su comienzo, un
aspecto ya mencionado, que ha significado un factor de debilidad –las acciones
violentas al final de las manifestaciones, con enfrentamientos con la policía y
la destrucción de edificios públicos y de tiendas del comercio, de forma
generalizada–. Cuando el movimiento logró su primer triunfo, su propia
dirección suspendió nuevas movilizaciones, por ese elemento externo de violencia
que se insertó en las concentraciones, así como por los intentos de la derecha
–especialmente a través de los medios– de imponer lemas conservadores al
movimiento, especialmente la hostilidad hacia los partidos políticos y hacia
los movimientos sociales, que ha desembocado en agresiones a sus militantes por
hordas, algunas de ellas, explícitamente identificadas con lemas y formas de
acción fascistas.
A partir de la reducción de las tarifas, el movimiento afirmó que
seguirá luchando por la gratuidad del transporte público, pero suspende nuevas
manifestaciones, por los intentos de influir de sectores externos al
movimiento. Pero los que promueven la violencia han intentado dar continuidad a
las movilizaciones, ahora ya sin la masividad de las convocadas anteriores por
la dirección del MPL, donde ya priman las acciones violentas, sin las
reivindicaciones originales y sin la simpatía de los otros sectores de la
población.
La presidenta Dilma Rousseff, después de una intervención inicial, donde
reconocía la legitimidad del movimiento y reconocía que el gobierno estaba
atento a las demandas de las movilizaciones, intervino de forma más sistemática
el día 21, por cadena nacional. A la par de alabar la capacidad de movilización
y las demandas del Movimiento, Dilma mostró amplia receptividad hacia ellas y
propuso medidas y encuentros concretos para su discusión e implementación.
Mucho ya se ha escrito sobre las movilizaciones, con apresurados
intentos –sociológicos y otros– de captar sus significados, mal disfrazando sus
intereses y deseos propios. Desde que se agotaron los gobiernos del PT, hasta
que los partidos habían desaparecido, pasando por los intereses de fuentes
europeas de que el Campeonato Mundial de Fútbol no se realizara en Brasil, los
rencores en contra de Brasil y de su gobierno se acumularon, como si se tratara
de un final apocalíptico de una quimera pasajera de avances –en realidad
extraordinarios– de una década, que en Brasil –junto a la figura de Lula– se
han proyectado como referentes mundiales.
La oposición interna, asociada a sus aliados externos dirigida siempre
por las pocas familias que controlan los principales medios privados de
comunicación, buscan, desesperadamente, impedir la victoria de Dilma Rousseff
en la primera vuelta de las elecciones presidenciales. Todo su terrorismo
económico respecto de un supuesto y nunca concretado “caos energético”, así
como sobre un supuesto “descontrol inflacionario” –que anda alrededor del cinco
por ciento anual en condiciones, cuando la actual oposición convivió con
índices de más del mil por ciento al año– están en función de las elecciones
presidenciales, cuando la derecha puede cosechar su cuarta derrota consecutiva,
sumada al fantasma de que Lula podría volver a candidatearse en 2018,
prolongando para más de una segunda década el posneoliberalismo en Brasil.
Movilizaciones con la amplitud de éstas, de todas maneras, representan
de-safíos para todos –antes de todo para el gobierno, para el PT, para los
movimientos sociales y todo el campo político de la izquierda, así como del
pensamiento social–. Visiones economicistas de la izquierda tradicional tienen
dificultades para comprender la juventud como categoría específica y todos los
temas vinculados con ella.
El gobierno brasileño no ha puesto en debate el tema del derecho al
aborto, el de la descriminalización del consumo de drogas, tampoco avanza en la
democratización de los medios de comunicación –para mencionar apenas algunos de
los tantos temas que atañen más directamente a la juventud–. Arrastra así una
gran fragilidad respecto de esos sectores, fenómeno para el cual fue obligado a
despertar de forma brusca e inesperada y tiene una posibilidad de ponerlos en
la agenda, en la disputa por la conquista de esos sectores entre la derecha y
la izquierda.
Es todavía temprano para saber cómo esas movilizaciones afectarán el
futuro político de Brasil –volcado, en lo esencial, hacia las presidenciales
del 2014–. Los medios tratarán de manipular, como siempre, las consecuencias,
con sus encuestas amañadas y su nunca disfrazado rol de partido político de una
oposición debilitada. Con candidatos sin apoyo popular buscan desgastar al
gobierno, sin esperanzas de que sus posibles candidatos puedan conquistar los
sectores jóvenes. Algunos sectores de éstos podrán votar por Marina Silva y su
discurso ecologista ya desgastado, pero los otros posibles candidatos de la
oposición, empezando por el más importante, Aecio Neves, no tienen ninguna
receptividad entre esa juventud.
El gobierno y la izquierda, habiendo demostrando gran fragilidad e
incapacidad de reacción frente a las movilizaciones, podrán ser afectados
negativamente o ser capaces de renovarse y no buscar únicamente soluciones a
los problemas planteados por el movimiento, sino incorporar temas que interesan
directamente a los jóvenes, así como la juventud como tal, como agente político
sin el cual difícilmente se pueda proyectar el futuro del país.
Lo peor que podría pasar a Brasil –un país con un contingente inmenso de
jóvenes en su población– sería contar con una juventud ausente, pasiva, volcada
hacia otros temas que no sean los de la política, la sociedad y el Estado.
Esos jóvenes no han golpeado a la puerta de la política, sino que la han
tumbado, con sus gritos y sus formas de ser. Han tomado de sorpresa a viejos
políticos que todavía ocupan los espacios centrales de la política brasileña,
en contraste con la juventud de su población. Es hora de renovar la política y
sus cuadros, para que la irrupción de esos jóvenes no se reduzca a un fenómeno
mediático y de aburridos estudios sociológicos, que hablan más de sí que de la
realidad.
Brasil, que supo colocar el tema central en el continente de la
desigualdad social como prioritario, tiene ahora el desafío de pasar de la democratización
social a la democratización política –empezando por el financiamiento público
de las campañas electorales– y por la democratización cultural –empezando por
el fin de los monopolios mediáticos– y la discusión de los temas que ocupan más
directamente a la juventud.
* Intelectual brasileño, autor
de El Nuevo Topo, Los caminos de la Izquierda Latinoamericana (Siglo XXI),
coordinador de Latinoamericana Enciclopedia Contemporánea de América Latina y
el Caribe (Akal), así como de 10 años de posneoliberalismo no Brasil - Lula e
Dilma (Boitempo).
Fuente: Página /12
23 de junio de 2013