sábado, 16 de diciembre de 2017

La política oligárquica


Con el afianzamiento de la restauración conservadora en varios países de la región, incluyendo nuestra Argentina, se advierte un marcado deterioro de la democracia real, esto es, del fundamento y las prácticas de soberanía popular en los regímenes políticos. La más rápida objeción que se interpone habitualmente a una consideración como la anterior, es la vigencia del sistema republicano, la continuidad de las prácticas electorales y la “ausencia” de golpes de Estado encabezados por las Fuerzas Armadas (aunque como demuestra el caso brasilero, no puede obviarse la realidad de los golpes “institucionales” que aprovechan los vericuetos conservadores de los Estados burgueses). Esta objeción a veces está acompañada de las expresiones “nueva derecha” o “derecha democrática” para caracterizar a gobiernos como el de Mauricio Macri en Argentina, que advienen merced a triunfos electorales. Sin embargo, en las prácticas concretas de estos gobiernos de derecha, y en su orientación ideológica, puede advertirse la huella más que perdurable de la configuración oligárquica que cristalizó originalmente a finales del siglo XIX. Del mismo modo, sus rasgos autoritarios y represivos se acentúan, tornando discutible el adjetivo “democrático” para caracterizar a estos experimentos conservadores. Por cierto, como siempre conviene evitar eventuales anacronismos, en las líneas que siguen procuraremos aclarar a qué nos referimos con una configuración o política oligárquica para caracterizar a los gobiernos como el de Cambiemos.

El primer rasgo de la configuración oligárquica en el plano del Estado, es su carácter patrimonialista, es decir, el altísimo grado de imbricación del elenco gobernante con las clases poseedoras. O, para decirlo de modo más sencillo, la estrecha asociación de poder político y poder económico. Como lo han señalado, entre otros, Waldo Ansaldi y Verónica Giordano (América Latina. La construcción del orden), ésta es una de las características fundamentales de los Estados oligárquicos que se consolidaron en Latinoamérica en el tramo final del siglo XIX. Los titulares de los cargos gubernamentales más relevantes son expresión directa del poder económico, de las fracciones más concentradas de las corporaciones empresariales y mediáticas. La expresión popular “atendido por sus propios dueños”, expresa esta situación muy palpable hoy, pero que no es una completa novedad, sino más bien una continuidad de la matriz oligárquica. Esta matriz se caracteriza entonces, en primer término, por la armonización de las orientaciones gubernamentales con los intereses estratégicos de las clases dominantes. La cultura del eufemismo ampliamente extendida hoy día, presenta esa convergencia oligárquica como “consenso” y “diálogo”. Por cierto, esa convergencia oligárquica excede ampliamente el plano de las “oportunidades de negocio”, aunque eso siempre está presente para socios, familiares y amigos. Nos referimos más específicamente a los intereses estratégicos de la dominación política y social, al afianzamiento de una hegemonía en la conducción del Estado y la sociedad civil. Tampoco esto es una completa novedad, y la larga saga de pensadores nacionales, de Jauretche a Galasso, han puesto de relieve el componente ideal de la dominación conservadora en la Argentina, el rol de los intelectuales, la “colonización pedagógica”, y el peso de los medios de comunicación. Ya la matriz oligárquica original, naturalizaba y sancionaba la estrecha asociación del mundo de los negocios con el mundo de la política, circunscripto éste último al mínimo elenco gobernante que rotaba en la gestión del Estado, con eventuales choques y disputas importantes en su seno, pero virtualmente blindado frente al resto de la población. La apropiación e instrumentación de los resortes fundamentales del Estado, así como la amplia ventaja en la construcción hegemónica fundada en el poderío económico y mediático, constituye el fenómeno de unas clases dominantes blindadas o “protegidas en redondo”, según la expresión del sociólogo centroamericano Edelberto Torres Rivas.

Sin ir más lejos, el altísimo grado de instrumentación del Estado por parte de las fracciones más poderosas del empresariado, no se manifiesta solamente en el nacimiento de los regímenes oligárquicos, sino también en las experiencias dictatoriales de décadas de 1960 y 1970, y en los gobiernos neoliberales de los años 1990, al estilo Menem, Salinas de Gortari, Fujimori o Henrique Cardozo. No resulta casualidad el aire de familia, y aún la continuidad directa, de esas experiencias con el actual gobierno de Cambiemos. Una vez más, ciertas expresiones populares como “el retorno de los noventa”, o el retroceso en materia de Memoria y Derechos Humanos, así como la presencia de apologistas de la dictadura en el proyecto político comandado por Mauricio Macri, dan cuenta de ello. Y por lo tanto, habilitan problematizar esto de la “nueva” derecha, que si aceptamos las anteriores consideraciones, no lo es tanto. Por lo pronto, el más elemental relevamiento comparativo de las políticas instauradas por el menemismo, con las desplegadas hoy día por el macrismo, no nos mostraría diferencias sustanciales. El horizonte ideológico es exactamente el mismo: una variante radical del neoliberalismo, dominante a escala global en los últimos treinta a cuarenta años. Sus ideas-fuerza, sustentadas en la preeminencia del mercado, no revistan cambios importantes; ni siquiera sus tópicos más banales como la supuesta ineficiencia de las empresas públicas y la promesa nunca cumplida del “derrame” de la riqueza.

El segundo rasgo de la configuración oligárquica es su carácter autoritario, represivo y en última instancia, antidemocrático. La cristalización del Estado oligárquico en la Argentina, no se produjo merced a la obra “educadora” de una elite progresista, sino como desemboque de un prolongado ciclo de guerras civiles, llamado piadosamente la “etapa de la organización nacional”. Se impuso finalmente el bloque de las clases poseedoras vinculado de manera asimétrica y dependiente con los centros capitalistas metropolitanos, especialmente Gran Bretaña. El carácter violento de la expansión capitalista y estatal de finales del siglo XIX no encuentra expresión más clara que el sometimiento y expropiación de las comunidades indígenas de la llanura, la así llamada “conquista del desierto”. De esa manera, fue consolidándose un patrón de colonialismo interno en nuestro país, amasando violencia, negación y subalternización de poblaciones que fueron presentadas como máxima manifestación de la barbarie. ¿Hace falta poner de relieve que esa es la matriz desde la cual hoy se sigue justificando la represión a las comunidades mapuches del Sur, y la negación al acceso a recursos como la tierra a esos argentinos? Expansión capitalista, represión, y colonialismo interno han ido y van hoy de la mano. Lo mismo sucedió con las poblaciones libres de la llanura chaqueña. En esas represiones, se construyó una mirada sobre el otro, un radical extrañamiento cultural, la imagen de un enemigo bárbaro y salvaje. Esa configuración cultural sigue operando hoy en la demonización de las comunidades indígenas, que son argentinos y argentinas que reclaman por sus derechos y su identidad.

La naturaleza autoritaria de la política oligárquica no quedó confinada a la represión y sometimiento de los pueblos originarios, sino que se proyectó en la dominación sobre los más amplios contingentes de la población, nominalmente “ciudadanos”. Los reales decisores y participantes de la gestión de la “cosa pública” se redujeron en lo sustancial a la elite económico-política. Allí se trazó una contradicción, largamente perdurable y que está en el centro de la disputa política del siglo XX, en el seno del régimen formalmente republicano del Estado disociado de prácticas democráticas reales, expresivas de la soberanía popular. República y Democracia no son antagónicas per se. Lo han sido muchas veces en la historia contingente de los argentinos, en el plano de la disputa político-ideológica. La disociación de una República de factura liberal por un lado y el principio de la Soberanía Popular por el otro, condujo al “apropiamiento” de la bandera republicana por parte de las elites conservadoras y oligárquicas, pues fueron ellas en primer término, las que establecieron las reglas del juego e instrumentaron los resortes de la República conservadora en su exclusivo beneficio.

Han sido los movimientos populares del siglo XX los que representaron el otro polo de la contradicción e impusieron en (una vez más) prolongados ciclos de luchas políticas, la democratización del Estado. Nos referimos a la ampliación real de la base ciudadana del Estado, el acceso a los puestos gubernamentales por elencos ampliados en su composición social, la lucha contra el fraude y diversas formas de manipulación abiertamente ilegales, la expansión progresiva de derechos políticos, sociales y culturales, que no son un “adorno” contingente de la democracia sino el horizonte deseable y siempre en construcción de una comunidad organizada. Todo ello ha estado vinculado a la lucha de los trabajadores, los sindicatos y distintos movimientos sociales, así como de las experiencias políticas de masas, como es el caso del peronismo, o incluso del primer radicalismo. A esos movimientos se les negó, en sus momentos de irrupción o de máxima potencialidad participativa, su carácter democrático. El enfrentamiento a esos movimientos de masas, se produjo con gran centralidad de los dispositivos represivos del Estado controlados por las elites conservadoras, así como largos choques ideológico-culturales, en la disputa por la idea misma de democracia.

Los movimientos populares como el peronismo y el kirchnerismo pusieron de relieve la cuestión de la igualdad como horizonte real de la democracia, cuestionando el republicanismo oligárquico que convivía con, e incrementaba, las desigualdades económicas y la dominación social. En ese terreno azaroso y crítico, el de la lucha por la igualdad, eclosionaron las contradicciones entre las elites oligárquicas y los movimientos populares, pues en ese plano la democratización del Estado y el cuestionamiento de las prácticas represivas y autoritarias, se cruza con la despatrimonialización del régimen político. Esto es, la disminución del grado de instrumentación de los resortes estratégicos del Estado por parte del “poder económico”. No en vano, ha sido en este punto donde históricamente se han agudizado los antagonismos, tanto en tiempos de dictadura como en tiempos de democracia. La democracia real, o la lucha por ella, está vinculada a la lucha por los recursos materiales, como señala Álvaro García Linera (América Latina y el futuro de las políticas emancipatorias); no es solo una cuestión instrumental o de procedimientos institucionales.

Esto último es especialmente relevante, pues aquí volvemos a las preocupaciones del inicio. A saber, si el gobierno conservador de hoy es una “derecha democrática”. Tampoco aquí nos encontramos con una completa novedad, y está ampliamente acreditada en la experiencia latinoamericana la convivencia de autoritarismo con regímenes representativos y electorales. A propósito de ello, el sociólogo estadounidense James Petras caracterizó en su momento a las experiencias neoliberales de los años 1990 como “neoautoritarismo electoral”. Aquí hay que poner el foco en aspectos fundamentales que ya tuvieron su concreción paradigmática en los años ’90 y se replican hoy: el blindaje de la gestión económica (justificado en un horizonte tecnocrático y gerencial) frente a la ciudadanía, al tiempo que es completamente permeable frente a los organismos financieros internacionales. En los casos extremos, (harto frecuentes entre los funcionarios del área) incluso se hace apología de ello. Se presenta la tutela del FMI y otros organismos, que nadie ha votado, como deseable y necesaria, y no  susceptible de ser sometida al escrutinio popular. Aquí nos encontramos con un blindaje antidemocrático. El programa económico no se discute, e incluso se lo “protege” con una escalada represiva.

Esto último no es nada novedoso, y es largamente conocido por la cultura militante de la Argentina; conocimiento reflejado en expresiones muchas veces repetidas con ligeras variantes como: “el modelo de ajuste cierra con represión”. La escalada represiva que se despliega, y que ya conoce víctimas fatales en ocasión de represión como el Santiago Maldonado y el asesinato vil de Rafael Nahuel, lamentablemente no es una “novedad”, ni es “democrático” tampoco. Las escaladas represivas tampoco son un exceso; son algo que se prepara con tiempo, en general replicando o instrumentado paradigmas irradiados desde el Norte, como la lucha contra el “narcoterrorismo” u otras construcciones de una contrainsurgencia que se actualiza pero sirve a los mismos intereses de siempre. La represión y el asesinato de militantes o dirigentes populares es una constante línea de acción que las clases poseedoras y los proyectos conservadores instrumentan para frenar o anular los avances populares. Vaya como ejemplo hoy lo que sucede en Colombia, donde pese al proceso de Paz, ha continuado el asesinato de militantes y dirigentes campesinos, poniendo en riesgo los aún débiles resultados conseguidos. No es difícil adivinar que la decepción que pudiera generarse en la sociedad colombiana, ante resultados frágiles o poco concluyentes, y la continuidad del asesinato político, solo favorecería a las posiciones más reaccionarias.

Estas “constantes” de patrimonialismo, autoritarismo y violencia, (centrales en la configuración de la matriz oligárquica en la Argentina) es lo que hemos querido resaltar, para poner de relieve algunas continuidades. Esas continuidades entendemos ponen en entredicho los rasgos novedosos o democráticos de la derecha actualmente en el gobierno argentino, y habilitan la caracterización de su política como oligárquica.

 

Germán Ibañez