Con
el afianzamiento de la restauración conservadora en varios países de la región,
incluyendo nuestra Argentina, se advierte un marcado deterioro de la democracia real, esto es, del fundamento
y las prácticas de soberanía popular en los regímenes políticos. La más rápida
objeción que se interpone habitualmente a una consideración como la anterior,
es la vigencia del sistema republicano, la continuidad de las prácticas
electorales y la “ausencia” de golpes de Estado encabezados por las Fuerzas
Armadas (aunque como demuestra el caso brasilero, no puede obviarse la realidad
de los golpes “institucionales” que aprovechan los vericuetos conservadores de
los Estados burgueses). Esta objeción a veces está acompañada de las
expresiones “nueva derecha” o “derecha democrática” para caracterizar a
gobiernos como el de Mauricio Macri en Argentina, que advienen merced a
triunfos electorales. Sin embargo, en las prácticas concretas de estos
gobiernos de derecha, y en su orientación ideológica, puede advertirse la
huella más que perdurable de la configuración oligárquica que cristalizó
originalmente a finales del siglo XIX. Del mismo modo, sus rasgos autoritarios
y represivos se acentúan, tornando discutible el adjetivo “democrático” para
caracterizar a estos experimentos conservadores. Por cierto, como siempre
conviene evitar eventuales anacronismos, en las líneas que siguen procuraremos
aclarar a qué nos referimos con una configuración o política oligárquica para
caracterizar a los gobiernos como el de Cambiemos.
El
primer rasgo de la configuración oligárquica en el plano del Estado, es su
carácter patrimonialista, es decir,
el altísimo grado de imbricación del elenco gobernante con las clases
poseedoras. O, para decirlo de modo más sencillo, la estrecha asociación de
poder político y poder económico. Como lo han señalado, entre otros, Waldo
Ansaldi y Verónica Giordano (América
Latina. La construcción del orden), ésta es una de las características
fundamentales de los Estados oligárquicos que se consolidaron en Latinoamérica
en el tramo final del siglo XIX. Los titulares de los cargos gubernamentales
más relevantes son expresión directa del poder económico, de las fracciones más
concentradas de las corporaciones empresariales y mediáticas. La expresión
popular “atendido por sus propios dueños”, expresa esta situación muy palpable
hoy, pero que no es una completa novedad, sino más bien una continuidad de la
matriz oligárquica. Esta matriz se caracteriza entonces, en primer término, por
la armonización de las orientaciones gubernamentales con los intereses estratégicos de las clases dominantes.
La cultura del eufemismo ampliamente extendida hoy día, presenta esa
convergencia oligárquica como “consenso” y “diálogo”. Por cierto, esa
convergencia oligárquica excede ampliamente el plano de las “oportunidades de
negocio”, aunque eso siempre está presente para socios, familiares y amigos.
Nos referimos más específicamente a los intereses estratégicos de la dominación
política y social, al afianzamiento de una hegemonía
en la conducción del Estado y la sociedad civil. Tampoco esto es una completa
novedad, y la larga saga de pensadores nacionales, de Jauretche a Galasso, han
puesto de relieve el componente ideal de la dominación conservadora en la
Argentina, el rol de los intelectuales, la “colonización pedagógica”, y el peso
de los medios de comunicación. Ya la matriz oligárquica original, naturalizaba
y sancionaba la estrecha asociación del mundo de los negocios con el mundo de
la política, circunscripto éste último al mínimo elenco gobernante que rotaba
en la gestión del Estado, con eventuales choques y disputas importantes en su
seno, pero virtualmente blindado
frente al resto de la población. La apropiación e instrumentación de los
resortes fundamentales del Estado, así como la amplia ventaja en la
construcción hegemónica fundada en el poderío económico y mediático, constituye
el fenómeno de unas clases dominantes blindadas o “protegidas en redondo”,
según la expresión del sociólogo centroamericano Edelberto Torres Rivas.
Sin
ir más lejos, el altísimo grado de instrumentación del Estado por parte de las
fracciones más poderosas del empresariado, no se manifiesta solamente en el
nacimiento de los regímenes oligárquicos, sino también en las experiencias
dictatoriales de décadas de 1960 y 1970, y en los gobiernos neoliberales de los
años 1990, al estilo Menem, Salinas de Gortari, Fujimori o Henrique Cardozo. No
resulta casualidad el aire de familia, y aún la continuidad directa, de esas
experiencias con el actual gobierno de Cambiemos. Una vez más, ciertas
expresiones populares como “el retorno de los noventa”, o el retroceso en
materia de Memoria y Derechos Humanos, así como la presencia de apologistas de
la dictadura en el proyecto político comandado por Mauricio Macri, dan cuenta
de ello. Y por lo tanto, habilitan problematizar esto de la “nueva” derecha,
que si aceptamos las anteriores consideraciones, no lo es tanto. Por lo pronto,
el más elemental relevamiento comparativo de las políticas instauradas por el
menemismo, con las desplegadas hoy día por el macrismo, no nos mostraría
diferencias sustanciales. El horizonte ideológico es exactamente el mismo: una
variante radical del neoliberalismo, dominante a escala global en los últimos
treinta a cuarenta años. Sus ideas-fuerza, sustentadas en la preeminencia del mercado, no revistan cambios importantes;
ni siquiera sus tópicos más banales como la supuesta ineficiencia de las
empresas públicas y la promesa nunca cumplida del “derrame” de la riqueza.
El
segundo rasgo de la configuración oligárquica es su carácter autoritario, represivo y en última
instancia, antidemocrático. La cristalización del Estado oligárquico en la
Argentina, no se produjo merced a la obra “educadora” de una elite progresista,
sino como desemboque de un prolongado ciclo de guerras civiles, llamado piadosamente
la “etapa de la organización nacional”. Se impuso finalmente el bloque de las
clases poseedoras vinculado de manera asimétrica y dependiente con los centros
capitalistas metropolitanos, especialmente Gran Bretaña. El carácter violento
de la expansión capitalista y estatal de finales del siglo XIX no encuentra
expresión más clara que el sometimiento y expropiación de las comunidades
indígenas de la llanura, la así llamada “conquista del desierto”. De esa
manera, fue consolidándose un patrón de colonialismo interno en nuestro país,
amasando violencia, negación y subalternización de poblaciones que fueron
presentadas como máxima manifestación de la barbarie. ¿Hace falta poner de
relieve que esa es la matriz desde la cual hoy se sigue justificando la
represión a las comunidades mapuches del Sur, y la negación al acceso a recursos
como la tierra a esos argentinos? Expansión capitalista, represión, y
colonialismo interno han ido y van hoy de la mano. Lo mismo sucedió con las
poblaciones libres de la llanura chaqueña. En esas represiones, se construyó
una mirada sobre el otro, un radical
extrañamiento cultural, la imagen de un enemigo bárbaro y salvaje. Esa
configuración cultural sigue operando hoy en la demonización de las comunidades
indígenas, que son argentinos y argentinas que reclaman por sus derechos y su
identidad.
La
naturaleza autoritaria de la política oligárquica no quedó confinada a la
represión y sometimiento de los pueblos originarios, sino que se proyectó en la
dominación sobre los más amplios contingentes de la población, nominalmente
“ciudadanos”. Los reales decisores y participantes de la gestión de la “cosa
pública” se redujeron en lo sustancial a la elite económico-política. Allí se
trazó una contradicción, largamente perdurable y que está en el centro de la
disputa política del siglo XX, en el seno del régimen formalmente republicano
del Estado disociado de prácticas democráticas reales, expresivas de la
soberanía popular. República y Democracia no son antagónicas per se. Lo han
sido muchas veces en la historia contingente de los argentinos, en el plano de
la disputa político-ideológica. La disociación de una República de factura
liberal por un lado y el principio de la Soberanía Popular por el otro, condujo
al “apropiamiento” de la bandera republicana por parte de las elites
conservadoras y oligárquicas, pues fueron ellas en primer término, las que
establecieron las reglas del juego e instrumentaron los resortes de la
República conservadora en su exclusivo beneficio.
Han
sido los movimientos populares del siglo XX los que representaron el otro polo
de la contradicción e impusieron en (una vez más) prolongados ciclos de luchas
políticas, la democratización del
Estado. Nos referimos a la ampliación real de la base ciudadana del Estado, el
acceso a los puestos gubernamentales por elencos ampliados en su composición
social, la lucha contra el fraude y diversas formas de manipulación abiertamente
ilegales, la expansión progresiva de derechos políticos, sociales y culturales,
que no son un “adorno” contingente de la democracia sino el horizonte deseable
y siempre en construcción de una comunidad organizada. Todo ello ha estado
vinculado a la lucha de los trabajadores, los sindicatos y distintos
movimientos sociales, así como de las experiencias políticas de masas, como es
el caso del peronismo, o incluso del primer radicalismo. A esos movimientos se
les negó, en sus momentos de irrupción o de máxima potencialidad participativa,
su carácter democrático. El enfrentamiento a esos movimientos de masas, se
produjo con gran centralidad de los dispositivos represivos del Estado
controlados por las elites conservadoras, así como largos choques
ideológico-culturales, en la disputa por la idea misma de democracia.
Los
movimientos populares como el peronismo y el kirchnerismo pusieron de relieve
la cuestión de la igualdad como
horizonte real de la democracia, cuestionando el republicanismo oligárquico que
convivía con, e incrementaba, las desigualdades económicas y la dominación
social. En ese terreno azaroso y crítico, el de la lucha por la igualdad,
eclosionaron las contradicciones entre las elites oligárquicas y los
movimientos populares, pues en ese plano la democratización del Estado y el
cuestionamiento de las prácticas represivas y autoritarias, se cruza con la despatrimonialización del régimen
político. Esto es, la disminución del grado de instrumentación de los resortes
estratégicos del Estado por parte del “poder económico”. No en vano, ha sido en
este punto donde históricamente se han agudizado los antagonismos, tanto en
tiempos de dictadura como en tiempos de democracia. La democracia real, o la
lucha por ella, está vinculada a la lucha por los recursos materiales, como
señala Álvaro García Linera (América
Latina y el futuro de las políticas emancipatorias); no es solo una cuestión instrumental o de
procedimientos institucionales.
Esto
último es especialmente relevante, pues aquí volvemos a las preocupaciones del
inicio. A saber, si el gobierno conservador de hoy es una “derecha
democrática”. Tampoco aquí nos encontramos con una completa novedad, y está
ampliamente acreditada en la experiencia latinoamericana la convivencia de autoritarismo con regímenes
representativos y electorales. A propósito de ello, el sociólogo estadounidense
James Petras caracterizó en su momento a las experiencias neoliberales de los
años 1990 como “neoautoritarismo electoral”. Aquí hay que poner el foco en
aspectos fundamentales que ya tuvieron su concreción paradigmática en los años
’90 y se replican hoy: el blindaje de la gestión económica (justificado en un
horizonte tecnocrático y gerencial) frente a la ciudadanía, al tiempo que es
completamente permeable frente a los organismos financieros internacionales. En
los casos extremos, (harto frecuentes entre los funcionarios del área) incluso se
hace apología de ello. Se presenta la tutela del FMI y otros organismos, que
nadie ha votado, como deseable y necesaria, y no susceptible de ser sometida al escrutinio
popular. Aquí nos encontramos con un blindaje antidemocrático. El programa
económico no se discute, e incluso se lo “protege” con una escalada represiva.
Esto
último no es nada novedoso, y es largamente conocido por la cultura militante
de la Argentina; conocimiento reflejado en expresiones muchas veces repetidas
con ligeras variantes como: “el modelo de ajuste cierra con represión”. La
escalada represiva que se despliega, y que ya conoce víctimas fatales en ocasión
de represión como el Santiago Maldonado y el asesinato vil de Rafael Nahuel,
lamentablemente no es una “novedad”, ni es “democrático” tampoco. Las escaladas
represivas tampoco son un exceso; son algo que se prepara con tiempo, en
general replicando o instrumentado paradigmas irradiados desde el Norte, como
la lucha contra el “narcoterrorismo” u otras construcciones de una
contrainsurgencia que se actualiza pero sirve a los mismos intereses de
siempre. La represión y el asesinato de militantes o dirigentes populares es una
constante línea de acción que las clases poseedoras y los proyectos
conservadores instrumentan para frenar o anular los avances populares. Vaya
como ejemplo hoy lo que sucede en Colombia, donde pese al proceso de Paz, ha
continuado el asesinato de militantes y dirigentes campesinos, poniendo en
riesgo los aún débiles resultados conseguidos. No es difícil adivinar que la
decepción que pudiera generarse en la sociedad colombiana, ante resultados
frágiles o poco concluyentes, y la continuidad del asesinato político, solo
favorecería a las posiciones más reaccionarias.
Estas
“constantes” de patrimonialismo, autoritarismo y violencia, (centrales en la
configuración de la matriz oligárquica en la Argentina) es lo que hemos querido
resaltar, para poner de relieve algunas continuidades. Esas continuidades
entendemos ponen en entredicho los rasgos novedosos o democráticos de la derecha
actualmente en el gobierno argentino, y habilitan la caracterización de su
política como oligárquica.
Germán
Ibañez
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