La experiencia
de los años 2003 a
2015 en la Argentina, de despliegue del proyecto nacional popular, puso de
relieve la importancia de los procesos de integración /unión regional para la
sustentabilidad de los avances populares locales. Especialmente desde las
jornadas del No al Alca en 2005, quedó claro el arco de alianzas con algunos
gobiernos sudamericanos. Esta situación, de enorme trascendencia, llevó
naturalmente a que el interés se concentrara en ciertos países como Brasil y
Venezuela, también Bolivia y Ecuador, que eran junto a nuestro país actores
relevantes del proceso de construcción regional. Así creció la atención sobre
el MERCOSUR, y luego sobre realidades más recientes como UNASUR o la CELAC. Por
lo mismo, quedó en un segundo plano la información y la reflexión sobre la
experiencia contemporánea de otros países latinoamericanos, donde la influencia
estadounidense era más palmaria, como es el caso de México y Colombia. El
relevamiento más superficial de la situación de dichos países mostraría que la
violencia es la principal herramienta de gestión del conflicto social y político,
de desarticulación de los bloques populares, y de apuntalamiento de una
precaria hegemonía de sus respectivas oligarquías.
Hoy, con el
impasse del proceso de integración /unión autonómica de Sudamericana, merced al
ascenso de gobiernos ultra conservadores y aliados de EEUU en Argentina y
Brasil, se manifiesta en toda su importancia la cuestión de la violencia oligárquica
como mecanismo principalísimo de gestión del conflicto. En este plano se
solapan, solidariamente, las necesidades estratégicas de la supremacía
estadounidense con los intereses inmediatos de control político sobre las
poblaciones de las derechas de la región. Por supuesto, nada de esto es una
novedad, y basta recordar la etapa de la Guerra Fría y la Doctrina de la
Seguridad Nacional en la segunda mitad del siglo XX, en sus estragos en la región.
Pero vale la pena pasar revista a algunas características de este problema, en
su configuración actual.
En primer
lugar, que la gestión de la crisis a nivel global, por parte del imperialismo,
está asociada a la sucesión de conflictos armados y “anarquía” de regiones
enteras del globo, como es el caso de Medio Oriente. EEUU no ha podido
concretar de otro modo su ambición de erigirse en potencia única y “gendarme
del mundo”. La financierización permanente de la economía genera constantes
turbulencias, y es causa y consecuencia de la imposibilidad de desplegar un
largo ciclo de crecimiento y desarrollo económico como en la segunda posguerra.
Las guerras de baja intensidad (son de “baja” intensidad en su caracterización,
para las poblaciones que las sufren, la intensidad es altísima), y el estímulo
constante al antagonismo armado para “resolver” tensiones étnicas, sociales, o
regionales, aparece como la estrategia más visible de la gestión de la crisis
capitalista contemporánea, como señala entre otros el economista egipcio Samir
Amin. En nuestro continente, no es casualidad que los países fundamentales del
redespliegue estadounidense, los aludidos Colombia y México, revelan índices
altísimos de violencia política, represión estatal y paraestatal, y conflictos
armados. La ingeniería diseñada para explotar tensiones étnicas o disputas
regionales, es visible asimismo en otros países, especialmente del mundo
andino. Por ejemplo, para crear problemas al proceso nacional popular
boliviano. Insumos para establecer un escenario de antagonismo entre los
Estados argentino y chileno con las comunidades mapuche también provienen del
Norte imperial, claro que en este punto no podríamos desconocer los aportes de “cosecha
propia” de las oligarquías locales, y sus personeros gubernamentales e
intelectuales más nefastos.
Y es que, en
segundo lugar, hay que detenerse en la configuración local de la dominación
oligárquica, que ha desplegado largos ciclos de violencia política, tanto en la
etapa de la consolidación de los Estados, como frente al desafío de los
diferentes movimientos políticos y sociales que plantearon en el siglo XX la
democratización de dichos Estados y la distribución progresista de la riqueza. La
demonización del adversario, cuando no la lisa y llana “creación de un enemigo
interno”, ha sido y es una operación hegemónica fundamental, para apuntalar las
crudas y violentas formas de la subalternización del otro.
Exacerbar el
antagonismo como estrategia de gestión política es hoy una de las herramientas
fundamentales de la dominación oligárquica, plenamente convergente con el
influjo colonial del Norte. El conflicto es inmanente a las sociedades
contemporáneas; conflictos de clase, nacionales, étnicos, de género, etarios,
etc. Pero no todos ellos devienen
necesariamente en antagonismo. Es decir, en enfrentamiento puro y duro.
Manejar el escenario del antagonismo, es por eso una de las modalidades más
importantes de los gobiernos de derecha latinoamericanos. En su manifestación más “ideal” sería la capacidad de persuadir a
la opinión pública de cuál conflicto es antagónico y “por qué” en cada momento.
La operación hegemónica tiene más posibilidades de concretarse, allí donde se
apoya en alguna vieja configuración de prejuicios conservadores. Por ejemplo,
con las comunidades mapuche, a las que es posible violentar apelando a la larga
sombra de la dicotomía civilización o barbarie. Viejos prejuicios tornan más
verosímiles las precarias especulaciones sobre una organización “terrorista”
indígena.
Pero también,
los horizontes más amplios de la protesta social, la movilización popular, o aún
la organización sectorial (como sería el caso de los sindicatos), son objeto de
similares operaciones hegemónicas de demonización. La recurrencia y
agravamiento de estos fenómenos debe alertar, si es que no faltaran situaciones
más gravosas como los asesinatos de Santiago Maldonado y Rafael Nahuel, y las
represiones a las movilizaciones en la ciudad de Buenos Aires el pasado mes de
diciembre, de cual es el horizonte político de mediano plazo que pretende
instalar el gobierno de Cambiemos. Puede advertirse los signos probables de un
largo ciclo de antagonismo y “gestión” violenta del mismo. De ahí la
importancia de prestar atención a la historia reciente de Colombia y México. La
naturalización del antagonismo y la violencia es buscada por la derecha
contemporánea como herramienta de gestión fundamental, frente a crisis
sociales, laborales y de dirección política que no podrán solucionar. En las
sociedades de hoy, existen tensiones y contradicciones; saber distinguir cuáles
son realmente antagónicas y cuáles son los escenarios fabricados por la
derecha, es el principio para evitar la encerrona violenta que prepara la
oligarquía.
Germán
Ibañez
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