martes, 23 de enero de 2018

La contrarrevolución burguesa, que es oligárquica


En las regiones periféricas del mundo, el capitalismo “normal” ha sido el capitalismo dependiente. Colonialismo y capitalismo han estado asociados desde el inicio, incrementando las asimetrías globales en la distribución del ingreso, y en la brecha de productividades. Por ello, la sobreexplotación laboral es la norma típica en las periferias, “compensando” malamente la brecha de productividad que la revolución científico-tecnológica sigue agrandando. En América Latina, la conquista ibérica impuso formas de trabajo forzado y un tipo de estructura socieconómica señorial, que no fue desintegrada completamente por la descomposición del viejo sistema colonial y la transformación capitalista decimonónica. Esas “huellas” de larga duración configuraron rasgos señoriales (a veces llamados feudales) en las prácticas e imaginarios de las clases propietarias en países como Argentina. A despecho de la “modernidad” buscada y proclamada una y otra vez por los intelectuales orgánicos de la derecha, a lo largo del tiempo esas prácticas pervivieron, en la medida en que eran funcionales al mantenimiento de altos grados de explotación de la fuerza de trabajo. Al mismo tiempo, fue cristalizando un carácter preeminentemente extrovertido de la economía, subordinada en su crecimiento a las necesidades metropolitanas.

La intransigencia patronal frente a los reclamos laborales, el ataque a las formas de organización sindical, la reproducción de prejuicios antipopulares apenas renovados en sus argumentaciones, es expresión de esa configuración cultural señorial. Muy especialmente atacada es la idea misma de negociación o acuerdo en los ámbitos de trabajo. El trabajador debería obedecer sin más, como en las viejas unidades productivas de la época colonial. No casualmente, en el trabajo rural y en el trabajo doméstico esas pervivencias son más acentuadas, con las formas de una servidumbre personal casi sin atenuantes en muchos casos. Cuando los gobiernos son “solidarios” con esa orientación antipopular, el bloque dominante aparece casi como inexpugnable. A su vez, los sindicatos han intentado desde los inicios morigerar ese cuadro altamente desfavorable no solo desde la protesta, sino a veces mediante la búsqueda de escenarios de negociación o de “interlocutores” permeables. Asimismo han contribuido a sustentar proyectos políticos de base popular, como el peronismo, a través de lo cuales incidir en la democratización del Estado y la distribución progresista de la riqueza.  

Fueron los movimientos populares los que erosionaron las bases señoriales del capitalismo periférico, y al hacerlo, impulsaron un “ajuste” inverso: de los intereses del capital financiero o las metrópolis dominantes, a las necesidades del desarrollo nacional. Así se delineó el carácter atípico de la transformación capitalista argentina en las etapas del primer peronismo y del kirchnerismo. Es que torcer aunque fuera mínimamente la lógica del crecimiento asimétrico y subordinado hacia fuera, implicó la movilización de importantes contingentes populares, que planteaban perentoriamente, consignas de tipo democráticas y distribucionistas. Así se vio un crecimiento capitalista, con primacía del mercado interno y expansión de derechos y conquistas sociales. Por supuesto, el énfasis modernizador estuvo siempre presente en esas experiencias nacional-populares, pero con rasgos particulares: la reivindicación del rol del Estado en el desarrollo económico, el ideal industrialista, la inversión en ciencia y tecnología, la búsqueda de una mayor autonomía a la hora de trazar las estrategias de inserción internacional, y en los momentos de mayor avance, el anudamiento de alianzas con otros países del Sur. Pero sobre todo, y especialmente desde el ángulo de los sectores populares que adhirieron a los movimientos nacionales, se concibió la “modernidad” directamente relacionada con la mejora del ingreso y de las condiciones de trabajo, y la expansión de derechos sociales. Y por lo tanto, se concibió como rezagos oligárquicos antimodernos, el autoritarismo patronal y cualquier forma de sobreexplotación laboral. En ese cruce se han dado y se dan gran parte de las disputas históricas entre los bloques dominantes y los movimientos populares.

La brecha en el despliegue de los proyectos nacional-populares ha aparecido cuando se avizoran dificultades en el capitalismo “atípico”, obligado a complejos compromisos sociales en la medida en que debe conjugar crecimiento económico con justicia social. Dificultades que pueden estar relacionadas con un empeoramiento del contexto económico internacional y subsiguiente caída del poder de compra de las exportaciones. Pero muy especialmente con una realidad que nos acompaña hace tiempo: la fuga de la inversión. La “renuencia” (para utilizar una palabra delicada) de la oligarquía argentina a invertir, se extiende a otras fracciones de las clases propietarias (lo que supo analizar en su momento Jauretche en “El Medio Pelo”). Sin esos recursos, evadidos, resulta muy complicado seguir compatibilizando crecimiento y distribución.

Allí comienza la presión para “normalizar” el capitalismo, para tornar verosímil un diagnóstico en el cual los avances populares se convierten en la causa del estancamiento nacional. Y queda en un cono de sombra la brutal fuga de las inversiones que es la causa más profunda de la ralentización del crecimiento. Ni hace falta detenerse en argumentaciones menores de las derechas, como que la fuga del capital es por culpa de la desconfianza que le generan los “populismos”, porque bajo el actual gobierno oligárquico el drenaje se profundizó aún más, rotas todas las regulaciones y controles estatales para contener la inversión territorializada. La máxima operación ideológica es presentar, revestida de “modernidad” la vieja configuración señorial-oligárquica para regir el mundo del trabajo. Y convertir los derechos sociales, y aún la misma organización sectorial de los trabajadores en antiguallas o lastres populistas.

Ocultan también que la vieja sociedad señorial-oligárquica se sostuvo en base a la violencia. Y en eso están nuevamente las derechas, en su afán de “normalizar” el capitalismo: una verdadera (contra) revolución burguesa, que es oligárquica.

 

                                                                                      Germán Ibañez

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