El actual presidente de Chile, Sebastián
Piñera, al aludir a las protestas populares desatadas como consecuencia de su
política económica, ha afirmado que su país se encuentra en guerra contra un
enemigo poderoso. Reducida a su literalidad, la frase bastaría para
descalificarlo sin más, si no fuera por las víctimas fatales, los heridos, los
detenidos, el establecimiento del estado de excepción y en general la durísima
represión desatada contra los manifestantes. Al mismo tiempo, por ridícula que
pueda parecer la expresión de Piñera, se ubica en una historia política y
cultural de largo arraigo.
Lo primero que viene a la mente, es la estela
sangrienta de la contrainsurgencia y la experiencia pinochetista. Y por cierto,
no se trata de una asociación arbitraria en un país cuyas clases dominantes han
hecho de Augusto Pinochet un prócer y han montado un sistema político a medida
para blindar sus privilegios. Por otra parte, tratándose de guerra, se necesita
un enemigo. Y aquí aparece otra conocida configuración cultural: el enemigo no
es un actor político sino un “delincuente”. Esto no se remonta a la
contrainsurgencia (que por cierto explotó esa huella) ni es tampoco un invento
chileno. Basta recordar una dura etapa de las guerras civiles argentinas, en la
década de 1860. El entonces presidente argentino Bartolomé Mitre, que ha
desatado duras campañas militares en el interior mediterráneo para someter a
las rebeliones federales, señala en una misiva que debe procurarse hacer de la
represión una “guerra de policía”, para encubrir la naturaleza política del
enfrentamiento y demonizar al adversario. Así dirá: “Declarando ladrones a los
montoneros, sin hacerles el honor de considerarlos como partidarios políticos,
ni elevar sus depredaciones al rango de reacción, lo que hay que hacer es muy
sencillo” (carta a Sarmiento, 8 de abril de 1863). No resulta difícil adivinar
lo que quiere hacer Piñera con aquellos ciudadanos que protestan contra su política
económica, si son catalogados como delincuentes.
La configuración cultural guerrerista aplicada
al conflicto social es, por otra parte, un recurso al que echan mano en el
mundo contemporáneo clases dirigentes que fracasan en asegurar la gobernabilidad
y la distribución del excedente económico. En su momento, el economista egipcio
Samir Amin había señalado que el neoliberalismo no puede resolver la crisis del
sistema, y por lo tanto se limita una compleja ingeniería para gestionarla. La
gestión de la crisis puede derivar en violencia cuando el excedente se
pulveriza y solo queda la evidencia incontrastable de la sobreexplotación, la
pauperización colectiva y el ajuste permanente. Allí se reactualiza la configuración
cultural oligárquica que pervive casi intacta debajo de las operaciones
mediáticas y las apelaciones al “diálogo” y el “consenso”. Gestión neoliberal y
violencia no pueden sino reforzarse, y aparecen como el callejón sin salida
construido por una tradición autoritaria que se amasó con sangre (la de
Salvador Allende y la de tantos otros) y se encubrió con la ultraconservadora
transición a la “democracia” en la década de 1990. No es una fatalidad
insalvable, no es el destino inevitable de nuestros pueblos. La Bolivia de Evo
lo demuestra. La justicia social y la distribución de la riqueza es la clave
del crecimiento y la estabilidad económicas; la expansión de los derechos
sociales, políticos y culturales, es el basamento de una nueva democracia; el
liderazgo político se asienta en el enraizamiento popular y no en el poder
patrimonialista. Salir de la gestión neoliberal de la economía es el primer paso,
pero solo podrá hacerse saldando cuentas con la tradición autoritaria.
Germán Ibañez