El lenguaje, ese misterio que nos atraviesa de lado a lado, construye nuestra relación con el mundo y define los núcleos esenciales de nuestra vida social. Las palabras configuran, como si fueran la materia prima de un caleidoscopio, la espesura de una realidad que no se deja decir de una sola manera, del mismo modo en que cada letra o cada signo del lenguaje guarda, en su interior enigmático, lo diverso y caudaloso, aquello que impide la unilateralidad o el monolingüismo que se cree portador de la única manera de decir el mundo. Por eso el idioma ha sido un extraordinario campo de querellas, litigios y disputas allí donde la configuración del “sentido” de las cosas otorga un poder siempre anhelado. El lenguaje, entonces, como lo que brota de los rincones más recónditos de la psique humana entrelazándose con los ejercicios que habilitan los vínculos intersubjetivos y les dan forma a los distintos mecanismos sociales de los que emanan las más diversas estructuras del dominio, la fraternidad, la violencia, la sospecha, la esperanza, el odio y el amor. Sin el entrelazamiento fabuloso de las palabras que dan lugar al habla no habría, sencillamente, ninguna de todas estas vivencias sin las cuales nada de lo humano siquiera podría comprenderse.
Por eso, y dicho una vez más, el lenguaje imprime sentido a nuestra manera de entender la realidad, pero no lo hace de una manera neutra y objetiva, como si fuera un acto virtuoso en el que cada uno de los hablantes sólo dice, a través de la palabra pronunciada, la verdad del mundo. El lenguaje, que nos toma de sorpresa cuando rompe las barreras de la conciencia a través de la irrupción del fallido, es esa alquimia de memoria inconsciente, habla materna, arquitectura espontánea de nuestro estar en el mundo, belleza poética y violencia que brota de su exigencia de ordenar y controlar la pluralidad de lo que es. Pero también es ideología, instrumento de dominio y de sometimiento, velo y manipulación que contribuyen a perpetuar hegemonías y poderes que, desde antiguo, saben de la inconmensurable potencia de las palabras para suscitar adhesión, miedo y aceptación pasiva. Y, a la inversa, en su interior profundo también chisporrotean las palabras de la rebeldía, del sueño utópico, de la emancipación y de la esperanza sin las cuales todo sería infinitamente más oscuro.
Lo sabemos sin necesidad de ser semiólogos, lingüistas o lectores del diccionario del uso del español de la inconmensurable María Moliner que parece haberles seguido la pista y las huellas a todas las palabras de nuestra lengua: más allá del sentido literal cada palabra guarda no sólo un plus siempre enigmático y una ambigüedad que vuelve fascinante la multiplicidad de sentidos que puede contener y que hace más rica la existencia de los seres humanos habilitando también el territorio de la literatura y la poesía que muestra la fecundidad inagotable del idioma, sino que, también y fundamentalmente, responde, la circulación del lenguaje, a los usos políticos, culturales, mediáticos e ideológicos que le imprimen, casi siempre, su espesor y el modo como impactan en la vida de una sociedad. Nunca, y eso también lo sabemos, el lenguaje es puro e inocente ni se asemeja a las aguas cristalinas de un arroyo de montaña; a medida que va recorriendo las formas laberínticas de la comunicación su densidad y su opacidad se le agregan como si fuera una segunda naturaleza y cada una de las palabras va siguiendo un camino que se escinde de su sentido original abriendo nuevas significaciones que se relacionan directamente con las mutaciones de la propia realidad. Lo que, en todo caso, el lenguaje o el idioma nunca deja de guardar son las sedimentaciones que su uso va dejando en la memoria cultural. Lo sepamos o no somos en la medida en que el habla nos atraviesa dejando sus marcas y abriendo continuamente un doble horizonte: el que nos hace viajar hacia el pasado trayéndonos las connotaciones que se esconden en el interior de una palabra que regresa sobre nuestra cotidianidad y aquel otro que le da forma a nuestro hacer transformador haciéndonos girar, también, alrededor de las mutaciones del propio lenguaje con el que construimos nuestro mundo. Una misma palabra, eso también lo sabemos o lo intuimos, tiene diferentes impactos allí donde cada momento histórico le otorga sus propias cualidades.
En una época atravesada de lado a lado por los lenguajes de la comunicación y de la información y en la que hay una relación estrecha y decisiva entre empresas massmediáticas y disputa por el sentido, resulta de una ingenuidad algo más que sospechosa creer que el uso y abuso de ciertos términos es el resultado de un juego espontáneo en el que la propia lógica de la comunicación social hace rodar palabras y conceptos que ocupan fuertemente la escena pública sin que tengan otra connotación que la mera casualidad o el juego azaroso a través del cual circulan las diferentes expresiones o, incluso, imaginar un espacio público armonioso en el que la comunidad de hablantes se relacionan a través de reglas de juego claras y racionales que hacen posible una comunicación amplia y democrática sin tomar en cuenta las presiones, las posiciones dominantes, los mecanismos opacos y los ruidos de toda trama comunicacional que, por supuesto, también incluye a la violencia. Nada de eso. La circulación de determinadas palabras se relaciona directamente con ciertas “operaciones” que suelen ofrecerle, al lector crítico y atento de eso que llamamos “realidad”, las pistas como para descifrar qué se suele esconder detrás de la proliferación de tal o cual término repentinamente puesto de moda y repetido hasta el hartazgo por los grandes medios de comunicación en sus diferentes versiones gráficas o audiovisuales. Y así como la lengua guarda en su interior una fuerza emancipatoria y un espíritu libertario que, pese a manipulaciones, censuras y represiones, persiste, también es portadora de envilecimientos y caídas en abismo (como escribía George Steiner refiriéndose al idioma de Goethe, el uso que de él hizo el nazismo lo contaminó profunda y decididamente volviéndolo cómplice de la barbarie). Rescatar a una sociedad del horror dictatorial es, también, rescatar su idioma poniéndolo, de nuevo, al servicio de la libertad. Algo de eso sucedió entre nosotros durante los años de la dictadura y sus consecuencias en el habla de los argentinos se continuaron por mucho tiempo. Un sistema de opresión económico-social, como lo es el capitalismo neoliberal, también actúa a través de la manipulación del lenguaje y de condicionar al propio sentido común. El lenguaje puede ser una tremenda correa de transmisión de terror y disciplinamiento social, político y económico.
Una de esas palabras que adquieren un determinado uso que va más allá de su sentido literal es “ajuste” (no deja de tener cierto interés, y de nuevo un modo de comprobar los cambios de sentido o de uso de acuerdo a las mutaciones históricas, que cuando María Moliner compuso su diccionario, allá por 1966, la bendita palabra remitía a muchas cosas menos al uso que hoy tiene en el terreno económico y a su inmediata connotación ideológica). Su sola mención abre una pequeña o gran conmoción en quien la escucha o en quien la pronuncia remitiendo, al receptor o al emisor, a experiencias ya vividas o absorbiendo, entre consciente e inconscientemente, un significado que, por ejemplo entre los argentinos, nos envía hacia un déjà-vu que no deja de erizarnos la piel allí donde nos recuerda su uso a destajo para avanzar, cada vez más, hacia una política devoradora de derechos, de conquistas sociales, de trabajo y hasta de dignidad en nombre de necesidades mayores y grandezas futuras que, en el mientras tanto, no hicieron otra cosa que dejar un tendal de daños y dañados que abarcaron la casi totalidad de la sociedad.
La palabra “ajuste”, que hoy regresa brutalmente en la sociedad europea, a nosotros nos remite al ultraliberalismo del viejo Alsogaray con su metáfora tan elocuente de “ajustarse el cinturón” para “pasar el invierno” y, más cerca en el tiempo, al corazón de las políticas neoliberales que hegemonizaron el sentido común durante la década del ’90 (“Achicar –sinónimo en este caso de “ajustar”– el Estado es agrandar la Nación”, expresaba a los cuatro vientos un famoso constructor de opinión pública y un aventajado publicista de las necesidades del poder económico que se ocupó, durante mucho tiempo, de martillar sobre el uso del lenguaje sabiendo que allí se encontraba el centro de la disputa y la posibilidad de reproducir un sentido común capturado por la retórica del neoliberalismo). Una palabra, por otro lado, que quiere ser aséptica allí donde busca, vía la lógica del eufemismo, esconder el impacto de una determinada política que suele descargar todo el peso del “sacrificio” sobre las mayorías populares mientras sostiene a rajatablas el interés de los poderosos. Más difícil que encontrar una aguja en un pajar resulta encontrar algún momento político-social en el que el uso del término “ajuste” no haya ido en detrimento de esas mayorías. Su sola mención eriza la piel y nos pone a la defensiva (sería interesante preguntarles a griegos, italianos y españoles qué sienten al escuchar, una y otra vez, que sus dirigencias políticas la pronuncian con tanta asiduidad y liviandad).
Lo paradójico del “retorno” de la palabra “ajuste” entre nosotros es que los que no se cansan de pronunciarla, a la hora de hablar de las actuales políticas económicas del gobierno de Cristina, son los mismos que sostuvieron, en los años del verdadero y brutal ajuste, todas aquellas acciones, desde Menem y Cavallo en adelante y que condujeron a la peor crisis social de nuestra historia, que recién comenzaron a ser revertidas cuando, de un modo inesperado, Néstor Kirchner llegó a la presidencia del país y comenzó un nuevo ciclo histórico que tuvo como norte orientador cambiar de raíz la lógica neoliberal. Y cambiar algo de raíz, es decir someterla a la crítica, supone también modificar el sentido común y la persistencia de un idioma capturado por los engranajes discursivos y prácticos de un sistema, en este caso el neoliberal, que se encargó no sólo de transformar la estructura económica sino que también buscó alterar radicalmente la visión del mundo de la sociedad modificando, a su vez, la manera de decir y de relatar ese nuevo tiempo social, político y económico. De ahí el esfuerzo de dar una batalla por el relato que no se quedara en la simple constatación de las diferencias entre aquel modelo estructurado alrededor de la valorización financiera y este proyecto que intenta avanzar hacia otro modelo de acumulación que tenga en cuanta una más equitativa distribución de la riqueza.
Lo que la corporación mediática, centro neurálgico de la verdadera oposición, busca al reintroducir la palabra “ajuste”, como un modo de “sincerar” la “sintonía fina” de la que viene hablando Cristina como característica de la actual etapa, es vaciar de contenido político-ideológico al kirchnerismo denunciando su esencial “impostura” allí donde una cosa sería su retórica y otra sus acciones de gobierno. Según la oposición mediática (a la que ahora parece unírsele, creemos que por una falsa interpretación de la realidad y por una errónea política de disputa de liderazgo, un Hugo Moyano que parece haber “descubierto” que el kirchnerismo es igual al menemismo y que no hace otra cosa, finalmente, que equivocar el camino poniendo en entredicho los intereses y conquistas de los trabajadores a los que dice representar, intereses y conquistas que se multiplicaron en ocho años de una interesante alianza que nunca dejó de estar exenta de tensiones y contradicciones como parte de la complejidad de la vida democrática y de los difíciles equilibrios entre los intereses particulares y los intereses generales) estaríamos delante del final “del viento de cola” y, por lo tanto, del gran simulacro para regresar, aunque el Gobierno no lo diga, a las tradicionales políticas de ajuste.
No eludir la disputa por el sentido implica, en este caso, desarmar la operación de la corporación mediática que intenta dañar al Gobierno apelando a lo que supuestamente sería un “giro a la derecha”, y una manera de hacerlo, de desarmar esa intención, es darle contenido histórico y densidad política al uso, nuevamente, de ciertas palabras en contraposición a otras. Oponer la palabra “igualdad”, que Cristina ha vuelto a poner en el centro de la escena, a la palabra “ajuste” implica, una vez más, estrechar las relaciones entre el lenguaje y los grandes cambios de la vida social. Y eso, estimado lector, siempre lo supo la derecha que buscó ser la dueña del sentido común.
Por otro lado, la palabra “ajuste” moviliza inmediatamente en el inconsciente colectivo la memoria de épocas de vacas flacas y de pasividad social en las que los inescrutables dioses del mercado determinaban a su antojo la vida de los insignificantes ciudadanos de a pie que no podían hacer otra cosa que rezar para que la tormenta no se descargara sobre ellos con toda su violencia. Durante los años ’90 el uso y abuso de determinadas palabras y conceptos por los economistas del establishment tuvieron la función de disciplinar y aterrorizar a una sociedad que no sabía de qué manera salir del atolladero a que esos mismos economistas ideológicamente serviles al poder concentrado condujeron, en alianza con sectores políticos travestidos, a un país desencajado e inmovilizado. El retorno oportunista de la palabra “ajuste”, una y otra vez replicada por periodistas y analistas de los medios de comunicación concentrados, apunta, como el famoso “viento de cola”, a confundir a la población haciéndole creer que, como tantas veces en el pasado, en la Argentina siempre acaba sucediendo lo mismo: las mayorías pagan el dispendio y el exceso de gasto de gobiernos demagógicos y populistas. Desmontar esta estrategia supone dar la pelea en el terreno del lenguaje. No hacerlo es dejarse absorber por una retórica que sabe de qué manera crear las condiciones para influir sobre la opinión pública y el sentido común.
Fuente: www.infonews.com
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