La cuestión de la liberación nacional es una de las “herencias” del paradigma trunco de la emancipación. El ciclo de la revolución y guerra de Independencia hispanoamericana (1808-1824) abrió paso a la formación de nuevas comunidades políticas independientes (naciones) que trabajosamente erigieron sus construcciones estatales en las décadas siguientes. Sin embargo, pronto se revelaron las contradicciones de estas nuevas comunidades políticas. En primer término, el establecimiento de relaciones neocoloniales con los ascendentes polos industrialistas metropolitanos, especialmente Gran Bretaña. Es necesario señalar que el neocolonialismo distó de ser una cuestión de exclusiva dependencia económica, sino que se expresó en un patrón de imitación cultural que halló su núcleo duro en la fórmula sarmientina de civilización o barbarie. En segundo término, los propios límites de la transformación capitalista interna: el predominio de clases mercantiles que establecieron un compromiso histórico con los grupos señoriales, manteniendo formas de trabajo forzado o no libre, así como la apropiación latifundista de las tierras. En tercer lugar (y estrechamente relacionado con lo anterior) la continuidad de la marginalidad político-cultural y de la explotación mediante el trabajo no libre de los descendientes de los pueblos originarios, a punto tal de constituir el fenómeno conocido como colonialismo interno.
Los Estados oligárquicos latinoamericanos quedan establecidos en las décadas finales del siglo XIX, al tiempo que con el ascenso del capitalismo monopólico se consolidaban las relaciones de dependencia (nuestras economías se especializaban en la producción agropecuaria o minera y se insertaban en la “división internacional del trabajo” como periferias exportadoras de materias primas e importadoras de manufacturas). Será en esa etapa (1880-1930) en que comenzará a manifestarse el paradigma de la liberación nacional, integrando las cuestiones de la independencia económica frente al imperialismo y de la participación de las masas populares en la democratización de los regímenes políticos[1]. Justamente, en el área del Caribe, en el cruce histórico del viejo colonialismo español superviviente en Cuba y Puerto Rico, con el ascendente imperialismo estadounidense, aparecerá una primera cristalización del paradigma moderno de la liberación nacional, con el pensamiento y la praxis del cubano José Martí[2]. En su prédica, la lucha por la soberanía política de Cuba está indisociablemente unida al planteo estratégico de la unidad de América Latina y el Caribe frente al imperialismo del Norte. La recuperación del ideal bolivariano, en tanto herencia histórico-política activa en el proceso de liberación nacional se conjuga con la necesidad de la modernización económica y la reivindicación de las masas populares.
El tránsito del paradigma de la emancipación decimonónico al más complejo de la liberación nacional se verifica en la medida en que toma cuerpo una más sólida reivindicación antiimperialista (cuestionándose de diversos modos al neocolonialismo económico y cultural) y se busca avanzar en la descolonización “congelada”: la modernización interna y el ascenso sociopolítico de las clases subalternas. En el plano ideológico está acompañado por la aparición de corrientes nacionalistas populares, así como la influencia del antiimperialismo de cuño leninista que se difunde luego de la Revolución Rusa de 1917.
En la Argentina del siglo XX, el paradigma de la liberación nacional se enlaza fuertemente con la llamada tradición nacional-popular. Con esta última expresión nos estamos refiriendo a las vertientes político-ideológicas vinculadas a los movimientos nacionales como el radicalismo yrigoyenista y el peronismo. Por cierto, también en la tradición de las izquierdas aparece la cuestión de la liberación nacional, de gran importancia en la obra de Lenin. Sin embargo, estas tradiciones fueron competitivas entre sí y no llegaron a síntesis hasta la segunda mitad del siglo XX, con el desarrollo del nacionalismo popular revolucionario y de una izquierda identificada con el propio movimiento nacional. En los años tempranos, la figura de un socialista (de orientación reformista) como Manuel Ugarte, que sostenía la necesidad de un socialismo nacional latinoamericano y apoyaba el nacionalismo económico, podía prefigurar esa síntesis pero constituyó por entonces una postura minoritaria.
Será sobre todo en el seno del radicalismo yrigoyenista de los años ’20 en donde comienzan a vislumbrarse los primeros atisbos del nacionalismo popular (siendo el radicalismo un movimiento político de matriz liberal), con figuras como la de Manuel Ortiz Pereyra. En la prédica de Ortiz Pereyra resulta fundamental la liberación económica de la Argentina. En la línea del democratismo yrigoyeniano, el pueblo es señalado por Ortiz Pereyra como el sujeto de la redención económica y cultural de una República dominada por la elite oligárquica (el “Régimen” denostado por Yrigoyen). Pero si la tarea de la democratización de la República había sido la de Yrigoyen, Ortiz Pereyra iba a señalar que se imponía ahora la de la liberación económica de un país cuyos resortes estratégicos estaban enfeudados al capital británico: llamará a esa lucha la “tercera emancipación” (consumada la independencia de España y la democratización del Estado, primera y segunda emancipación respectivamente). La liberación económica no podrá alcanzarse si no se encara, al mismo tiempo, la lucha contra el colonialismo cultural; Ortiz Pereyra lo caracteriza como la cultura del “calco” y la “copia”, la aceptación de todo pensamiento europeísta como superior y la correlativa infravaloración de lo propio. Frente a esto, se destacaba la importancia fundamental de los artistas e intelectuales en la lucha por la liberación nacional: el verdadero artista cumple una alta función social y no un mero entretenimiento, desviación común, señalaba Ortiz Pereyra, entre los intelectuales coloniales. La lucha anticolonial exige un rol comprometido del intelectual; la indiferencia deviene en una falta grave, o peor aún, una complicidad con la dependencia: llamará a los intelectuales oligárquicos los “descuidistas del pensamiento”, es decir aquellos que distraen al “incauto” mientras el carterista se queda con la billetera[3].
Con la debacle del yrigoyenismo (golpe de Estado mediante, en septiembre de 1930) se producirá un salto cualitativo en esta vertiente del nacionalismo popular, acentuándose la veta antiimperialista. Se trata de la fundación de la agrupación FORJA (Fuerza de Orientación Radical de la Joven Argentina), formada por militantes yrigoyenistas. La continuidad formal es clara, en la medida en que el propio Ortiz Pereyra es uno de los fundadores de la agrupación; pero son sin duda Raúl Scalabrini Ortiz y Arturo Jauretche las figuras principales. Con Scalabrini Ortiz (de relación más distante con el yrigoyenismo “clásico” y de laxo vínculo con FORJA) la dedicación a la problemática de la liberación económica se torna preocupación dominante. En la mirada scalabriniana es en el estudio de la economía que anidan las claves de la dinámica de lo social. Influido por el marxismo (aunque sin suscribir el corolario político del antiimperialismo leninista) Scalabrini Ortiz desmenuza las relaciones de dependencia de la economía argentina con respecto a la británica y cómo ese colonialismo condicionó negativamente las posibilidades de una política nacional autónoma[4]. Los esquemas intelectuales predominantes habían obscurecido la dependencia económica con abstracciones y una cultura de la imitación; el imperativo era por lo tanto “volver a la realidad”, es decir, sustentar la política antiimperialista en el estudio concreto.
Con Arturo Jauretche empieza a delinearse una concepción de la revolución nacional antiimperialista; la modernización y la nacionalización económica, la democratización y la justicia social, son los pilares fundamentales. A la cuestión específica del industrialismo se va arribando progresivamente, pues el forjismo (heredero del radicalismo) no llegó a precisar un planteo acerca de la industrialización del país, concentrándose más bien en la nacionalización de los recursos y servicios. Jauretche avanzará en la problemática de la industria a partir de su vinculación a la experiencia del primer peronismo (fue presidente del Banco Provincia) siendo partidario de un crecimiento gradual: de las industrias livianas a la pesada. A su vez, Jauretche resultará uno de los críticos más formidables del colonialismo cultural, señalando la necesidad de fundar la política nacional en una perspectiva crítica del eurocentrismo de las elites: ver el mundo desde aquí. De lo que se trata es de sustentar una mirada geográfica y culturalmente situada, en sintonía con las necesidades de la autodeterminación de la nación y del ascenso sociopolítico de los sectores populares. Profundizando y complejizando la herencia yrigoyenista, Jauretche se plantea a la democracia como soberanía popular y no como funcionamiento formal de las “instituciones”. De esta manera liberación económica, “ver el mundo desde aquí”, justicia social y soberanía popular son las claves jauretchianas de la revolución nacional-popular.[5]
En los años 1940-50 comienza también a madurar una vertiente de izquierda en la tradición nacional-popular, deslindada polémicamente de las izquierdas preexistentes (tanto socialistas como comunistas)[6]. Dos corrientes principales se distinguen. Una proviene de un trotskismo que levanta la bandera de una revolución nacional latinoamericana, que unifique los Estados del continente bajo la hegemonía proletaria recuperando el ideal bolivariano. La publicación Frente Obrero y luego la figura de Jorge Abelardo Ramos son representativas de esta corriente que alumbrará en la década siguiente a la así llamada izquierda nacional. Manifestarán una clara preocupación por sustentar un revisionismo histórico latinoamericanista, que buscará poner de relieve la comunidad cultural latinoamericana y su tradición de luchas populares emancipatorias como factores activos en el proceso de liberación y la base de una nacionalidad común que espera su coronamiento estadual. El Trotsky de la etapa final en México será una referencia dominante[7]. La otra corriente proviene del comunismo, también con una gran preocupación por la historia. Rodolfo Puiggrós y Eduardo Astesano aparecen como sus figuras eminentes. Formarán parte del grupo de comunistas expulsados del partido, por su postura disidente en torno al peronismo en ascenso (procurarán interpretarlo desde el punto de vista del antiimperialismo y no desde el antifascismo, como era la visión oficial del Partido). Con ese punto de partida, sentarán la tesis de la revolución nacional emancipadora que avanza hacia una economía mixta y establece la antesala de la revolución social. Proviniendo del tronco comunista, el pensamiento de Lenin será una referencia inexcusable, y también integrarán en los años ’50 los planteos de Mao[8].
En sus filiaciones y referencias (Lenin, Trotsky, Mao) no representaban una ruptura radical con la izquierda preexistente; el marxismo nacional deslinda su campo realmente con la emergencia del peronismo. Será el posicionamiento con respecto al movimiento nacional y su vinculación con respecto al objetivo estratégico de la liberación nacional (el peronismo es visto como una revolución nacional y popular) la marca distintiva del marxismo nacional y el inicio de un camino político-ideológico alternativo al de las izquierdas internacionalistas. El crecimiento, a partir de la década de 1960, de un importante (aunque heterogéneo) movimiento de izquierda peronista complejizará este panorama y establecerá un campo común, atravesado por no pocas polémicas y desencuentros por cierto, que oscilará entre una izquierda nacional independiente del peronismo hasta un nacionalismo popular revolucionario claramente identificado con él. Juan José Hernández Arregui y John William Cooke serán los exponentes más acabados de la tradición intelectual del peronismo de izquierda, que buscó la síntesis entre liberación nacional, socialismo y peronismo. Rodolfo Puiggrós irá acercándose a estas posiciones, en tanto Jorge Abelardo Ramos sustentará la postura socialista nacional independiente del peronismo.
Ahora bien, con la influencia de la Revolución Cubana de 1959 adquirirá más complejidad la problemática de la liberación nacional en la tradición nacional-popular. Por una parte, permitirá sopesar de un modo distinto las contradicciones y limitaciones que facilitaron el derrocamiento de Perón en 1955; por otra parte, mostrará la viabilidad de un tránsito al socialismo en Latinoamérica, sacando los debates del terreno teórico. La tesis preeexistente de la liberación nacional en marcha ininterrumpida hacia el socialismo parecerá ser confirmada por el derrotero del proceso cubano entre los años 1959-62, al mismo tiempo que el fuerte énfasis latinoamericanista y martiano de dicha revolución también estimulará la certeza de la posibilidad (y aún inminencia) de una unificación revolucionaria del continente. Nuevas discusiones se abrirán, en el “ala izquierda” de la tradición nacional-popular, acerca del camino revolucionario hacia la liberación nacional (en la medida en que muy pocos sostenían la viabilidad de una vía reformista): un camino insurreccional, al estilo “clásico” de los levantamientos obreros, o diversas modalidades de lucha armada, incluyendo la guerra de guerrillas, serían las opciones más discutidas. Ya estaba en circulación la perspectiva de caminos nacionales al socialismo (que se alejarán del modelo extrapolado de la Revolución Rusa de 1917) y eso habilitaba la discusión sobre las formas de lucha para acceder al poder tanto como los lineamientos de la construcción del socialismo (por ejemplo, la combinación de formas públicas y privadas como en los planteos chinos de la nueva democracia que integrará Puiggrós a sus formulaciones, en El proletariado en la revolución nacional).
En las décadas de 1960-70 el paradigma de la liberación nacional estará enriquecido también con el desarrollo de muy diversas tendencias radicales: el cristianismo revolucionario y la teología de la liberación, la teoría de la dependencia, la filosofía de la liberación. La tradición nacional-popular, especialmente sus vertientes de izquierda, estableció intercambios con estas nuevas manifestaciones de un campo intelectual radicalizado, aunque no se llegara necesariamente a síntesis sólidas. Será el ataque desde la derecha, armada por la Doctrina de la Seguridad Nacional y la contrainsurgencia, lo que provocará una profunda crisis y desarticulación, tanto de la tradición nacional-popular como de las izquierdas radicales. Bajo una presunta defensa de los valores de la nacionalidad, amenazada por la “subversión”, la derecha contrainsurgente supeditará la nación y la democracia a la idea de un “Occidente cristiano” liderado por los EEUU. La ofensiva derechista, concebida como “guerra contra el comunismo”, al exterminar una parte sustancial del activismo radicalizado y desarticular todas las formas de organización popular, socavará la base sobre la cual la tradición nacional-popular y los planteos de liberación nacional habían crecido en influencia y densidad. Al mismo tiempo, la agenda neoliberal que se implementará, en versión “extrema”, asociada al Terrorismo de Estado, modificará de manera drástica las correlaciones de fuerzas sociales y políticas, fortaleciendo a un bloque burgués crecientemente trasnacionalizado y articulado en torno a la primacía del capital financiero. Esto erosionará las posibilidades de una política de liberación nacional en medio del auge de un proceso de rearticulación de la dependencia en pleno ascenso de la mundialización capitalista conocida luego como “globalización”. El retorno a la democracia en 1983 no rehabilitará la problemática de la liberación nacional, en tanto la agenda neoliberal impuesta por la dictadura pervivía. Será solo con la crisis política del neoliberalismo, en los albores del nuevo siglo, cuando se “descongela” una problemática demorada durante treinta años.
Germán Ibañez
[1] Samir Amin plantea a la “ideología de la liberación nacional” como una respuesta histórica de las periferias al desafío impuesto por la polarización imperialista: la necesidad de superar el atraso concibiendo la industrialización como la gran herramienta de modernización. A su turno, ese horizonte resultará erosionado por el proceso de trasnacionalización d e la economía en las últimas décadas del siglo XX. Ver El capitalismo en la era de la globalización; Barcelona; Paidós; 1999; p. 15
[2] Para esta cuestión ver Ricaurte Soler: Idea y cuestión nacional latinoamericanas; México; Siglo XXI Editores; 1987; pp. 217-261
[3] Norberto Galasso: Testimonios del precursor de Forja: Manuel Ortiz Pereyra; La Plata; Edulp; 2006
[4] Ver especialmente Raúl Scalabrini Ortiz: Política británica en el Río de la Plata; Buenos Aires; Editorial Plus Ultra; 1965
[5] Ver especialmente Arturo Jauretche: Forja y la década infame; Buenos Aires; Peña Lillo editor; 1989
[6] Por cierto, la referencia a la liberación nacional está presente ya en la izquierda que no se vincula a la tradición nacional-popular, desde antes; al menos desde la difusión de los planteos leninistas. En los años ’30 hubo incluso una polémica, en el seno del trotskismo argentino, sobre la caracterización de la revolución argentina: una postura defendía la tesis de una revolución socialista y proletaria (Antonio Gallo) en tanto la otra afirmaba la primacía de la “liberación nacional” (Liborio Justo). Ver Norberto Galasso: Aportes críticos a la historia de la izquierda argentina, tomo 1; Buenos Aires; Ediciones Nuevos Tiempos; 2007
[7] Norberto Galasso: La izquierda nacional y el FIP; Buenos Aires; CEAL; 1983
[8] Samuel Amaral: “Peronismo y marxismo en los años fríos: Rodolfo Puiggrós y el Movimiento Obrero Comunista 1947 -1955” , en Investigaciones y ensayos; Nº 50; 2000; pp. 167 -190
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