Culminado, hacia mediados de la década de 1820, el proceso revolucionario hispanoamericano, el ideal bolivariano de la unión de Nuestra América no desaparece, pero va perdiendo centralidad al compás de la consolidación de bloques regionales de clases propietarias (que serían llamados polémicamente “oligarquías”) estrechamente articulados a los centros industrialistas del Norte, especialmente Gran Bretaña. Una serie de procesos socio históricos, a través de ciclos de guerra civil, condicionaron negativamente la posibilidad de retomar la máxima ambición de Bolívar. Se va fragmentando el viejo espacio administrativo colonial, en medio de la trabajosa configuración de las emergentes unidades político-territoriales (Repúblicas). Se despliega un proceso de transformación capitalista, pero con fuertes compromisos con los intereses señoriales supervivientes de la Colonia, y como decíamos, vinculado a las necesidades de las grandes metrópolis. Es decir, que la transformación capitalista fue, simultáneamente, el progresivo establecimiento de un patrón neocolonial de subordinación y asimetría en las relaciones entre las nuevas repúblicas hispanoamericanas y los países “civilizados”. Por otra parte, al interior de las territorialidades sobre las que se erigían las sociedades políticas latinoamericanas (verdaderas “Patrias del Criollo”) las minorías propietarias, en duras pujas entre sí y contra las fuerzas contestatarias de origen popular, fueron cristalizando relaciones de poder, explotación, y estigmatización étnica con las masas morenas, descendientes de pueblos originarios y de los esclavos africanos. Es lo que autores como Pablo González Casanova han llamado colonialismo interno. Las luchas internas (por la organización del Estado, el tipo de régimen político y los alcances de la democratización, por el grado de “apertura” comercial o de protección del trabajo y la producción local) fueron diversas de país en país aunque también tuvieron rasgos comunes. En algunos casos se trató del enfrentamiento conservadores versus liberales (que a veces dio paso a curiosas “síntesis” de liberalismos conservadores), en tanto en nuestra Argentina fue el llamado antagonismo entre centralistas (unitarios) y federales.
Lo que desapareció, en este escenario de las décadas pos-revolucionarias, fue la proyección milita de unión hispanoamericana que encarnaron de los ejércitos Libertadores sanmartiniano-bolivarianos. Sin embargo, otra vía, también ensayada por los Libertadores, de acuerdos y congresos entre las repúblicas, reapareció en ciertas coyunturas, marcadas sobre todo por un recrudecimiento de la presión neocolonial y agresiones directas de potencias extranjeras. Así se dieron una serie de Congresos Hispanoamericanos desde mediados del siglo XIX. El segundo de esos encuentros, si tomamos a la convocatoria “anfictiónica” bolivariana de Panamá como el primero, se produce entre 1847 y 1848. Representantes de Perú, Bolivia, Chile, Nueva Granada (Colombia) y Ecuador firmaron un Tratado de Confederación, que luego no fue ratificado por los respectivos gobiernos. En las discusiones se afirmó las repúblicas no eran sino “parte de una misma nación”. En los años 1856-57 se realizó un nuevo cónclave, con la preocupación inmediata de aventuras piráticas pero de apoyo “oficioso” estadounidense como la invasión de William Walker a Nicaragua. Lo convoca el gobierno de Venezuela y llega a proponerse la resurrección de la Gran Colombia bajo un régimen federal. El cuarto y último encuentro en el siglo XIX es del año 1864, en Lima. Se han producido nuevas agresiones colonialistas como el intento de apoderarse de los reservorios de guano en el litoral pacífico de Perú, por parte de España. Pero ya se perfila, en algunos gobiernos, un total extrañamiento con respecto a la causa latinoamericanista. La Argentina se excusa de participar, aduciendo la ausencia de una comunidad de intereses entre nuestro país y las hermanas repúblicas, y reafirmando el horizonte civilizador y europeísta de la elite porteña.
En esa década de 1860 surge empero un movimiento de opinión a favor de la unión de nuestros países; fue justamente el movimiento de la Unión Americana. Integrado por círculos intelectuales urbanos de clase media, desarrolla una función propagandística que, como con los Congresos mencionados, tiene por fin inmediato la denuncia del expansionismo de los países de Norte, incluyendo los Estados Unidos. De allí se pone en entredicho el ideal civilizador que encubría el neocolonialismo “Civilizar el nuevo mundo. Magnifica empresa, misión cristiana, caridad imperial; para civilizar es necesario colonizar, y para colonizar, conquistar”. Una reflexión en la misma línea de la del chileno Francisco Bilbao, que convocaba a defender la “civilización americana” contra la “barbarie europea”, invirtiendo los términos de la antinomia sarmientina. Estos avances son fundamentales, pues constituyen claros ensayos de una crítica al colonialismo cultural, dimensión inseparable de las formas de dependencia económica que se estaban estructurando. De hecho, el movimiento de la Unión Americana dirige a convocatoria a pueblos y gobiernos, en una apelación a crear un movimiento de opinión en el seno de una sociedad civil que no podía tener un desarrollo sino aún embrionario en aquel período histórico latinoamericano. Dirá en su convocatoria el centro chileno “Inaugurándose una sociedad idéntica en las demás repúblicas, se realizará muy pronto de hecho en los pueblos lo que más tarde y en ocasión dada se realizará de derecho por los gobiernos”. La Unión Americana tendrá un foco de irradiación muy importante en Chile (en Santiago, Copiapó, Quillota y La Serena), país en el cual el caudillo argentino Felipe Varela tomará conocimiento de sus postulados y los inscribirá en su bandera de rebelión contra el despotismo civilizador del gobierno de Bartolomé Mitre (no casualmente, el gobierno que había rechazado participar en el Congreso peruano de 1864). En Bolivia, Argentina, Perú y México habrá círculos intelectuales de preocupaciones semejantes.
En aquellos años, los movimientos populares encauzarán mayormente sus luchas en el marco de las nuevas territorialidades y fronteras interestatales que se van consolidando. Aún así, el ideal latinoamericanista se verifica en algunos de ellos. En 1861 se produce un movimiento liberal-federal en Nueva Granada. En él aparece manifiesto el último intento de federar a las repúblicas de la ex Gran Colombia, y se reconoce una misma línea con los federales venezolanos. En la Argentina, la figura aludida de Felipe Varela adhiere a los principios de la Unión Americana, y dirige sus operaciones cruzando repetidamente las fronteras argentinas con Chile y Bolivia. No se trataba solo de una táctica para evitar caer en el cerco de las tropas de línea mitrista, sino de los apoyos que recibía en aquellos lugares y del marco de una guerra civil a gran escala en la cuenca del Plata, que involucró a los países de Argentina, Uruguaya, Brasil y Paraguay: la Guerra de la Triple Alianza. La derrota del caudillo catamarqueño y el genocidio del Paraguay constituirán partes de un mismo proceso, verdadera antítesis del ideal latinoamericanista que resumía la continuidad del programa bolivariano.
Cuando ese programa de la unión de Nuestra América parecía entrar en un prolongado eclipse en el continente comenzará a prepararse su “renacimiento” en el área del Caribe, con figuras como las de Eugenio María de Hostos y sobre todo José Martí. Con el genial cubano se presenta ya una moderna configuración de pensamiento y praxis antiimperialista, que marcará la nueva etapa del despliegue de los movimientos nacionales y populares latinoamericanos que advendrán con el nuevo siglo.
Germán Ibañez
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