¿Peronismo? ¿Progresismo? ¿Nacionalismo? ¿Izquierdismo? Una aproximación situacional al debate sobre una cultura política cargada de complejidades.
Banderas de todos colores son tomadas e interpeladas por el proceso actual argentino
Por Ernesto Espeche |
20|08|2012
Éramos cuatro los comensales. La cena tuvo lugar en uno de los pocos comederos populares de Brasilia, el único que encontramos abierto a las 11 de la noche. Ese día se formalizó el ingreso de Venezuela al Mercosur y nosotros, todos periodistas argentinos, buscábamos algo de distracción gastronómica luego de una intensa jornada de trabajo.
Pedimos al mozo que nos sirviera lo que había: la cocina estaba cerrada y casi no teníamos margen de elección. Finalmente llegaría una aceptable combinación de carne vacuna con ensalada.
Entre chistes de ocasión y vagos comentarios sobre la singularidad urbana que nos cobijaba, compartimos las primeras impresiones periodísticas que nos quedaron del día. En eso, una frase fuera de contexto cambió el tono del diálogo: “Cristina debiera hacer más peronismo y menos progresismo”. Quien lanzó el dardo sabía que su filo tocaría -de modo inevitable- las fibras de un debate laberíntico.
Se produjo un silencio apenas llenado por el sonido difuso de un televisor colgado en lo alto de la pared trasera. “Yo apoyo al gobierno, ojo, soy nacionalista, pero no me gusta tanta retórica progre, eso no es peronismo”, agregó el mismo colega para dejar en claro su punto de vista. En rigor, los cuatro confesamos nuestra simpatía por la gestión de la Presidenta. El dilema estaba, entonces, en los matices que salieron a la superficie: cómo dar cuenta de la tradición política que envuelve al proyecto iniciado en 2003.
Los cuatro recogimos el guante y nos hicimos cargo del problema que se servía sobre la mesa junto a la comida. “Hace falta menos medidas del tipo `matrimonio igualitario` y más planes sociales que lleguen al pobrerío”, ejemplificó el promotor del cruce. ¿Acaso, el derecho consagrado de un travesti a tener un documento que refleje su identidad de género no impacta sobre sus condiciones materiales de vida?, me pregunté en silencio.
Ante la atónita mirada de los empleados y los dueños del boliche -o quizás se trataba de los mismos- nos subimos a una acalorada discusión con una batería de gesticulaciones que subrayaron cada una de nuestras intervenciones.
Esa noche volvimos al hotel cerca de las tres de la madrugada con la vaga promesa de continuar la charla en algún bar de Buenos Aires. Intercambiamos contactos y nos despedimos. Al otro día, cada cual retornó por su lado, según el itinerario previsto.
¿El kirchnerismo es peronismo, es un remozado modelo de progresismo “clasemediero”, es una reedición del viejo nacionalismo plebeyo o es una vertiente de la izquierda? La pregunta quedó flotando como una bruma absurda sobre las anchas avenidas de la ciudad capital de un país que jamás se embarcaría en deliberaciones políticas de ese tipo. Allí, como en la mayor parte del planeta, las cosas suelen ser más simples, más claras.
Esa noche me costó entregarme el sueño; le di vueltas al asunto y me detuve en un punto que, al menos, me daba ciertas certezas. Los términos que se mencionaron en la discusión funcionaron, en algún momento de la historia, como ordenadores para el pensamiento político argentino. Se presentan en pares dicotómicos o en juegos de opuestos para representar las miradas irreconciliables que signaron el derrotero nacional.
Así, un proyecto -como todos- sostenido desde la doble dimensión del relato simbólico y la práctica concreta se reconoce como peronista o gorila-oligarca, progresista o conservador, de izquierda o de derecha, nacionalista o cipayo.
Cada uno de esos cuatro binomios es una totalidad en sí misma. Resulta, por ello, insostenible pensar en un antagonismo peronismo-progresismo o, por caso, en una contradicción definitiva entre progresismo-izquierda.
Las comparaciones cruzadas son una suerte de extirpación de un concepto de la relación conflictiva que le da sentido. Fuera de ella, los términos quedan sujetos a una laxitud polisémica, a una peligrosa deshistorización.
En cambio, un proceso político puede -y debe- someterse a cada una de las tensiones antagónicas, pues ninguna dicotomía resuelve en sí misma las múltiples facetas que intervienen en su constitución.
El Kircherismo, entonces, interpela y se nutre de las mejores tradiciones nacionales, populares y democráticas. Es peronismo porque recupera y actualiza el sentido de justicia social, soberanía política e independencia económica; porque ostenta esa capacidad única de interpretar el sentir popular y actuar en consecuencia.
También es progresismo, porque asume como propias las ideas de transformación virtuosa y reinventa el valor de la democracia hacia una dimensión que trasciende la mera formalidad.
Es izquierda porque se asume "no neutral" en la lucha por los intereses de las grandes mayorías populares y enfrenta, desde ese lugar, a las corporaciones del poder fáctico.
Es nacionalismo, porque confronta los intentos predatorios de las potencias mundiales y construye los caminos para concretar el sueño de la Patria Grande.
Finalmente, la identidad del proyecto que gobierna el país desde 2003 define a un `otro` que contiene, a la vez, al gorila, a la derecha, a los conservadores y los cipayos.
Por lo anterior, es peronismo, pero no sólo peronismo. Es progresismo, pero no sólo eso. Es izquierda, aunque no puede reducirse a esa definición. Es nacionalismo, pero no cualquier nacionalismo. Es, más bien, la única experiencia de la historia que logró la armoniosa combinación de todos esos elementos.
Es entendible, como lo planteó el colega, que al gobierno nacional se le pida más peronismo, o más izquierda, o más progresismo. Pero esas demandas no obedecen a supuestas desviaciones o extravíos en las definiciones estratégicas más elementales. En todo caso, son respuestas ante una gran virtud de generar expectativas en un arco tan diverso en sus tradiciones como unívoco en su condición de derrotados por el proyecto civilizatorio victorioso a fines del XIX.
Pedimos al mozo que nos sirviera lo que había: la cocina estaba cerrada y casi no teníamos margen de elección. Finalmente llegaría una aceptable combinación de carne vacuna con ensalada.
Entre chistes de ocasión y vagos comentarios sobre la singularidad urbana que nos cobijaba, compartimos las primeras impresiones periodísticas que nos quedaron del día. En eso, una frase fuera de contexto cambió el tono del diálogo: “Cristina debiera hacer más peronismo y menos progresismo”. Quien lanzó el dardo sabía que su filo tocaría -de modo inevitable- las fibras de un debate laberíntico.
Se produjo un silencio apenas llenado por el sonido difuso de un televisor colgado en lo alto de la pared trasera. “Yo apoyo al gobierno, ojo, soy nacionalista, pero no me gusta tanta retórica progre, eso no es peronismo”, agregó el mismo colega para dejar en claro su punto de vista. En rigor, los cuatro confesamos nuestra simpatía por la gestión de la Presidenta. El dilema estaba, entonces, en los matices que salieron a la superficie: cómo dar cuenta de la tradición política que envuelve al proyecto iniciado en 2003.
Los cuatro recogimos el guante y nos hicimos cargo del problema que se servía sobre la mesa junto a la comida. “Hace falta menos medidas del tipo `matrimonio igualitario` y más planes sociales que lleguen al pobrerío”, ejemplificó el promotor del cruce. ¿Acaso, el derecho consagrado de un travesti a tener un documento que refleje su identidad de género no impacta sobre sus condiciones materiales de vida?, me pregunté en silencio.
Ante la atónita mirada de los empleados y los dueños del boliche -o quizás se trataba de los mismos- nos subimos a una acalorada discusión con una batería de gesticulaciones que subrayaron cada una de nuestras intervenciones.
Esa noche volvimos al hotel cerca de las tres de la madrugada con la vaga promesa de continuar la charla en algún bar de Buenos Aires. Intercambiamos contactos y nos despedimos. Al otro día, cada cual retornó por su lado, según el itinerario previsto.
¿El kirchnerismo es peronismo, es un remozado modelo de progresismo “clasemediero”, es una reedición del viejo nacionalismo plebeyo o es una vertiente de la izquierda? La pregunta quedó flotando como una bruma absurda sobre las anchas avenidas de la ciudad capital de un país que jamás se embarcaría en deliberaciones políticas de ese tipo. Allí, como en la mayor parte del planeta, las cosas suelen ser más simples, más claras.
Esa noche me costó entregarme el sueño; le di vueltas al asunto y me detuve en un punto que, al menos, me daba ciertas certezas. Los términos que se mencionaron en la discusión funcionaron, en algún momento de la historia, como ordenadores para el pensamiento político argentino. Se presentan en pares dicotómicos o en juegos de opuestos para representar las miradas irreconciliables que signaron el derrotero nacional.
Así, un proyecto -como todos- sostenido desde la doble dimensión del relato simbólico y la práctica concreta se reconoce como peronista o gorila-oligarca, progresista o conservador, de izquierda o de derecha, nacionalista o cipayo.
Cada uno de esos cuatro binomios es una totalidad en sí misma. Resulta, por ello, insostenible pensar en un antagonismo peronismo-progresismo o, por caso, en una contradicción definitiva entre progresismo-izquierda.
Las comparaciones cruzadas son una suerte de extirpación de un concepto de la relación conflictiva que le da sentido. Fuera de ella, los términos quedan sujetos a una laxitud polisémica, a una peligrosa deshistorización.
En cambio, un proceso político puede -y debe- someterse a cada una de las tensiones antagónicas, pues ninguna dicotomía resuelve en sí misma las múltiples facetas que intervienen en su constitución.
El Kircherismo, entonces, interpela y se nutre de las mejores tradiciones nacionales, populares y democráticas. Es peronismo porque recupera y actualiza el sentido de justicia social, soberanía política e independencia económica; porque ostenta esa capacidad única de interpretar el sentir popular y actuar en consecuencia.
También es progresismo, porque asume como propias las ideas de transformación virtuosa y reinventa el valor de la democracia hacia una dimensión que trasciende la mera formalidad.
Es izquierda porque se asume "no neutral" en la lucha por los intereses de las grandes mayorías populares y enfrenta, desde ese lugar, a las corporaciones del poder fáctico.
Es nacionalismo, porque confronta los intentos predatorios de las potencias mundiales y construye los caminos para concretar el sueño de la Patria Grande.
Finalmente, la identidad del proyecto que gobierna el país desde 2003 define a un `otro` que contiene, a la vez, al gorila, a la derecha, a los conservadores y los cipayos.
Por lo anterior, es peronismo, pero no sólo peronismo. Es progresismo, pero no sólo eso. Es izquierda, aunque no puede reducirse a esa definición. Es nacionalismo, pero no cualquier nacionalismo. Es, más bien, la única experiencia de la historia que logró la armoniosa combinación de todos esos elementos.
Es entendible, como lo planteó el colega, que al gobierno nacional se le pida más peronismo, o más izquierda, o más progresismo. Pero esas demandas no obedecen a supuestas desviaciones o extravíos en las definiciones estratégicas más elementales. En todo caso, son respuestas ante una gran virtud de generar expectativas en un arco tan diverso en sus tradiciones como unívoco en su condición de derrotados por el proyecto civilizatorio victorioso a fines del XIX.
Fuente: APAS
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