En las
regiones periféricas del mundo, el capitalismo “normal” ha sido el capitalismo
dependiente. Colonialismo y capitalismo han estado asociados desde el inicio,
incrementando las asimetrías globales en la distribución del ingreso, y en la
brecha de productividades. Por ello, la sobreexplotación laboral es la norma
típica en las periferias, “compensando” malamente la brecha de productividad
que la revolución científico-tecnológica sigue agrandando. En América Latina,
la conquista ibérica impuso formas de trabajo forzado y un tipo de estructura
socieconómica señorial, que no fue desintegrada completamente por la
descomposición del viejo sistema colonial y la transformación capitalista
decimonónica. Esas “huellas” de larga duración configuraron rasgos señoriales
(a veces llamados feudales) en las prácticas e imaginarios de las clases
propietarias en países como Argentina. A despecho de la “modernidad” buscada y
proclamada una y otra vez por los intelectuales orgánicos de la derecha, a lo
largo del tiempo esas prácticas pervivieron, en la medida en que eran
funcionales al mantenimiento de altos grados de explotación de la fuerza de
trabajo. Al mismo tiempo, fue cristalizando un carácter preeminentemente
extrovertido de la economía, subordinada en su crecimiento a las necesidades
metropolitanas.
La
intransigencia patronal frente a los reclamos laborales, el ataque a las formas
de organización sindical, la reproducción de prejuicios antipopulares apenas
renovados en sus argumentaciones, es expresión de esa configuración cultural
señorial. Muy especialmente atacada es la idea misma de negociación o acuerdo
en los ámbitos de trabajo. El trabajador debería obedecer sin más, como en las
viejas unidades productivas de la época colonial. No casualmente, en el trabajo
rural y en el trabajo doméstico esas pervivencias son más acentuadas, con las
formas de una servidumbre personal casi sin atenuantes en muchos casos. Cuando
los gobiernos son “solidarios” con esa orientación antipopular, el bloque
dominante aparece casi como inexpugnable. A su vez, los sindicatos han
intentado desde los inicios morigerar ese cuadro altamente desfavorable no solo
desde la protesta, sino a veces mediante la búsqueda de escenarios de
negociación o de “interlocutores” permeables. Asimismo han contribuido a
sustentar proyectos políticos de base popular, como el peronismo, a través de
lo cuales incidir en la democratización del Estado y la distribución
progresista de la riqueza.
Fueron los
movimientos populares los que erosionaron las bases señoriales del capitalismo
periférico, y al hacerlo, impulsaron un “ajuste” inverso: de los intereses del
capital financiero o las metrópolis dominantes, a las necesidades del
desarrollo nacional. Así se delineó el carácter atípico de la transformación
capitalista argentina en las etapas del primer peronismo y del kirchnerismo. Es
que torcer aunque fuera mínimamente la lógica del crecimiento asimétrico y
subordinado hacia fuera, implicó la movilización de importantes contingentes
populares, que planteaban perentoriamente, consignas de tipo democráticas y
distribucionistas. Así se vio un crecimiento capitalista, con primacía del
mercado interno y expansión de derechos y conquistas sociales. Por supuesto, el
énfasis modernizador estuvo siempre presente en esas experiencias
nacional-populares, pero con rasgos particulares: la reivindicación del rol del
Estado en el desarrollo económico, el ideal industrialista, la inversión en
ciencia y tecnología, la búsqueda de una mayor autonomía a la hora de trazar
las estrategias de inserción internacional, y en los momentos de mayor avance,
el anudamiento de alianzas con otros países del Sur. Pero sobre todo, y
especialmente desde el ángulo de los sectores populares que adhirieron a los
movimientos nacionales, se concibió la “modernidad” directamente relacionada
con la mejora del ingreso y de las condiciones de trabajo, y la expansión de
derechos sociales. Y por lo tanto, se concibió como rezagos oligárquicos
antimodernos, el autoritarismo patronal y cualquier forma de sobreexplotación
laboral. En ese cruce se han dado y se dan gran parte de las disputas
históricas entre los bloques dominantes y los movimientos populares.
La brecha en
el despliegue de los proyectos nacional-populares ha aparecido cuando se
avizoran dificultades en el capitalismo “atípico”, obligado a complejos
compromisos sociales en la medida en que debe conjugar crecimiento económico
con justicia social. Dificultades que pueden estar relacionadas con un empeoramiento
del contexto económico internacional y subsiguiente caída del poder de compra
de las exportaciones. Pero muy especialmente con una realidad que nos acompaña
hace tiempo: la fuga de la inversión. La “renuencia” (para utilizar una palabra
delicada) de la oligarquía argentina a invertir, se extiende a otras fracciones
de las clases propietarias (lo que supo analizar en su momento Jauretche en “El
Medio Pelo”). Sin esos recursos, evadidos, resulta muy complicado seguir
compatibilizando crecimiento y distribución.
Allí comienza la
presión para “normalizar” el capitalismo, para tornar verosímil un diagnóstico
en el cual los avances populares se convierten en la causa del estancamiento
nacional. Y queda en un cono de sombra la brutal fuga de las inversiones que es
la causa más profunda de la ralentización del crecimiento. Ni hace falta
detenerse en argumentaciones menores de las derechas, como que la fuga del
capital es por culpa de la desconfianza que le generan los “populismos”, porque
bajo el actual gobierno oligárquico el drenaje se profundizó aún más, rotas
todas las regulaciones y controles estatales para contener la inversión
territorializada. La máxima operación ideológica es presentar, revestida de
“modernidad” la vieja configuración señorial-oligárquica para regir el mundo
del trabajo. Y convertir los derechos sociales, y aún la misma organización
sectorial de los trabajadores en antiguallas o lastres populistas.
Ocultan
también que la vieja sociedad señorial-oligárquica se sostuvo en base a la
violencia. Y en eso están nuevamente las derechas, en su afán de “normalizar”
el capitalismo: una verdadera (contra) revolución burguesa, que es oligárquica.
Germán Ibañez