Es recurrente en nuestro país que el
posicionamiento de la mayoría de las corrientes denominadas trotskistas frente al peronismo y a los
movimientos nacionales sea de una oposición frontal. La caracterización más
frecuente que hacen estas corrientes de los movimientos nacionales es que éstos
constituyen una variante singularmente perniciosa de la política burguesa, pues
poseen la curiosa habilidad de engañar a las masas. Como los enconos generan
reciprocidades, cualquier posición sectaria o presumiblemente maximalista es
catalogada como “troska” desde el movimiento nacional, y allí queda la cosa: en
el intercambio de invectivas que ayuda a pasar el rato pero contribuye poco a
la educación política.
Frente a ello puede resultar útil relevar las
opiniones del propio León Trotsky sobre la bullente realidad de los movimientos
de masas latinoamericanos, que el revolucionario ruso tuvo la posibilidad de
entrever en su residencia en México. Tales opiniones no son del todo
desconocidas, pues en la Argentina circularon en los años 1940 en libros como Trotsky ante la revolución nacional
latinoamericana, y contribuyeron a suscitar la vertiente de la izquierda nacional, cuya figura paradigmática
durante mucho tiempo fue Jorge Abelardo Ramos.
Expulsado del movimiento comunista
internacional, León Trotsky, tanto antes como luego de su arribo a su asilo
mexicano, se preocupó por presentarse como el genuino continuador de la línea
de pensamiento leninista sobre la cuestión nacional. En primer término,
remarcando la divisoria mundial en países imperialistas y regiones coloniales y
semicoloniales. En ésta últimas la cuestión nacional se presentaba aún como un
asunto revolucionario de la máxima importancia, vinculado a la movilización de
las masas, en tanto en las metrópolis la nación era ya la “máscara” de la
expansión capitalista. En segundo término, con la tesis del desarrollo desigual y combinado: en el
mundo colonial y semicolonial se presentaba una amalgama de distintas “épocas”
históricas, todo ello en el seno de una misma formación social. De allí se
desprendía el principio de la revolución
permanente: “Esto es lo que determina la política del proletariado de los
países atrasados: ésta obligada a combinar la lucha por las tareas más
elementales de la independencia nacional y la democracia burguesa, con la lucha
socialista contra el imperialismo mundial. Las reivindicaciones democráticas,
las reivindicaciones transitorias y las tareas de la revolución socialista no
están separadas en la lucha por etapas históricas sino que surgen
inmediatamente las unas de las otras”.
Con todo ello, quedaba claro que no podía condenarse
la afirmación nacional de las periferias simplemente colgándoles el sambenito
de “burguesa”, ni por tanto desechar el nacionalismo de los pueblos coloniales.
También que las tareas más elementales o las reivindicaciones reformistas en
apariencia, eran parte del movimiento que iba en dirección a la revolución y no
un enojoso callejón sin salida o el resultado de la manipulación demagógica. Por
cierto, Trotsky concebía cierta inmediatez del tránsito entre tareas nacionales
y tareas socialistas, producto seguramente de la experiencia de la revolución
rusa de 1917 (“de febrero a octubre”) y de la etapa de conmoción mundial que
coincidía con su exilio en México: las consecuencias de la crisis mundial de
1929-30, el ascenso del fascismo en Europa, los primeros tramos de la
revolución china, la guerra civil española. Todo ello lo inducía a pensar en la
precariedad de cualquier salida estabilizadora para el capitalismo mundial y en
el ascenso próximo de nuevas tormentas revolucionarias. Una mirada alternativa
hubiera sido pensar la experiencia rusa no desde el acelerado curso de los
acontecimientos entre los meses de febrero a octubre (viejo calendario zarista)
de 1917, sino en el más vasto ciclo comprendido entre las revoluciones de 1905
y 1917.
En todo caso, Trotsky se ocupó de dejar claro
que el vasto tembladeral revolucionario comprendía mayormente el mundo
colonial. Sin desestimar la posibilidad de un ciclo revolucionario
metropolitano (nunca perdió las esperanzas en la clase obrera europea),
explicitó que la estabilidad de los principales países capitalista, e incluso
la condición de posibilidad de su democracia, se sustentaba en la explotación
imperialista. Esta cuestión de la democracia y sus implicancias opuestas en las
metrópolis y en las periferias, reviste la máxima importancia para la inquietud
que nos ocupa: la caracterización de los movimientos nacionales.
No cabe duda que es la experiencia mexicana, la
del gobierno nacional-popular de Lázaro Cárdenas, la que ofrece al
revolucionario ruso el insumo viviente para sus reflexiones sobre estas
cuestiones. La campaña en torno a la nacionalización del petróleo mexicano le
permitiría explayarse en torno a un postulado fundamental: no hay democracia si no se conquista la autodeterminación nacional.
Así dirá: “El México semicolonial está luchando por su independencia nacional,
política y económica. Tal es el significado básico de la revolución mexicana en
esta etapa. Los magnates del petróleo no son capitalistas de masas, no son
burgueses corrientes. Habiéndose apoderado de las mayores riquezas naturales de
un país extranjero, sostenidos por sus billones y apoyados por las fuerzas
militares y diplomáticas de sus metrópolis, hacen lo posible por establecer en
el país subyugado un régimen de feudalismo imperialista, sometiendo la
legislación, la jurisprudencia y la administración. Bajo estas condiciones, la
expropiación es el único medio efectivo para salvaguardar la independencia
nacional y las condiciones elementales de la democracia” (“México y el imperialismo británico”).
En los países dependientes la democracia es, en
primer término, la autodeterminación nacional. Llegado a este punto, Trotsky no
deja de señalar la íntima relación entre la afirmación nacional mexicana y lo
que sucede en el resto del continente. Enfrentar al imperialismo es una tarea
de toda América Latina, que no debe estar descoordinada. Así plantea la tesis
de una revolución latinoamericana que conducirá a la unificación de sus
Estados. El eje estratégico de su mirada está basado en el rol hegemónico que pueda jugar la clase
obrera, articulando en derredor de sí a las masas explotadas del continente. Esta
vía de reflexión abre paso a interesantes corolarios.
El primero de ellos es la afirmación de la
cuestión nacional latinoamericana como la lucha por la unidad de la región, por
el “derecho a la unión”. Hay aquí una convergencia, una afinidad, con la
tradición bolivariana, que solo puede resultar sorprendente a condición de
considerar a Trotsky un distraído visitante en México, y no una inteligencia disciplinada,
aplicada al conocimiento de la dinámica revolucionaria. El segundo corolario es
el problema de las clases dirigentes y auxiliares de la revolución; y quién es
el enemigo principal. El pensamiento de Trotsky acerca de las burguesías
coloniales muestra ciertos matices. Las burguesías coloniales tienen
contradicciones con el capital extranjero, que las desplaza del mercado. Y, en
ciertas condiciones, eso puede impulsarlas hacia una política de oposición al
imperialismo. Para sostener esa política deben recostarse necesariamente en las
masas populares, haciendo concesiones de tipo social. Esto genera un equilibrio
precario, pues esas burguesías no pueden dejar atrás su temor al ascenso
popular ni liberarse del todo de su enfeudación cultural al capitalismo
imperialista, con lo cual no pueden liderar la revolución democrática “hasta el
final”.
Aquí nace su teoría del bonapartismo, para expresar ciertas experiencias del nacionalismo
latinoamericano, como el cardenismo: “En los países industrialmente atrasados
el capital extranjero juega un rol decisivo. De ahí la relativa debilidad de la
burguesía nacional en relación al proletariado nacional. Esto crea condiciones
especiales de poder estatal. El gobierno oscila entre el capital extranjero y
el nacional, entre la relativamente débil burguesía nacional y el relativamente
poderoso proletariado. Esto le da al gobierno un carácter bonapartista sui
generis, de índole particular. Se eleva, por así decirlo, por encima de las
clases. En realidad, puede gobernar o bien convirtiéndose en instrumento el
capital extranjero y sometiendo al proletariado con las cadenas de una
dictadura policial, o bien maniobrando con el proletariado, llegando incluso a
hacerle concesiones, ganando de este modo la posibilidad de disponer de cierta
libertad en relación a los capitalistas extranjeros” (“La industria nacionalizada y la administración obrera”).
De este notable pasaje, puede colegirse que los
movimientos nacionales de las periferias, aun cuando sean dirigidos por las
burguesías, nacen de la resistencia
al imperialismo. Y que esa resistencia incluye un grado variable pero siempre
necesario de participación popular en base a la satisfacción de consignas
sociales. Por cierto, esos planteos constituyen esbozos parciales de una vía de
reflexión pronto tronchada por el trágico final de Trotsky en México. Pero nada
más alejado de una superficial condena del movimiento nacional por “burgués”.
En todo caso, la tarea que encomendaba el viejo revolucionario era velar por
una política propia de la clase obrera, a fin de alcanzar su autonomía como
sujeto histórico y generar las condiciones para su consolidación como clase
dirigente. Es decir, que la lucha revolucionaria es por alcanzar la hegemonía en el movimiento nacional; nunca
oponiéndose a él.
En el escaso tiempo que le fue dado vivir en
América Latina, León Trotsky vio mucho y escribió mucho. No pudo llegar a
apreciar ciertas cosas fundamentales, como la división en las clases poseedoras
latinoamericanas entre “oligarquías” y aquellos sectores que podían ser llamado
burguesía nacional. Quizás por eso le concedía gran capacidad a la burguesía
nacional para instrumentar a las masas u optar por la subordinación colonial.
Eso se derivaba del hecho de que México era su mirador privilegiado y
principal; allí la revolución iniciada en 1910 había “desplazado” a la vieja
oligarquía porfirista y podía hablarse de una verdadera burguesía nacional.
Otra cuestión que no sopesó con claridad es el rol protagónico (y no
subordinado a la clase obrera) de los campesinos. Allí jugó la matriz obrerista
de la socialdemocracia (menchevique y bolchevique) rusa. Pero aun así, abrió
paso a una reflexión original sobre las relaciones entre nación y revolución,
entre movimiento nacional e izquierda, que no deben quedar comprimidas en
fórmulas estereotipadas, y que pueden ser repensadas a la luz de los desafíos
de hoy.
Germán Ibañez
Felicitaciones a Germán Ibáñez por la claridad de sus artículos que dinfundo con verdadero entusiasmo.
ResponderEliminarVíctor R.
Muchas gracias
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