sábado, 6 de abril de 2019

Trotsky y el movimiento nacional


Es recurrente en nuestro país que el posicionamiento de la mayoría de las corrientes denominadas trotskistas frente al peronismo y a los movimientos nacionales sea de una oposición frontal. La caracterización más frecuente que hacen estas corrientes de los movimientos nacionales es que éstos constituyen una variante singularmente perniciosa de la política burguesa, pues poseen la curiosa habilidad de engañar a las masas. Como los enconos generan reciprocidades, cualquier posición sectaria o presumiblemente maximalista es catalogada como “troska” desde el movimiento nacional, y allí queda la cosa: en el intercambio de invectivas que ayuda a pasar el rato pero contribuye poco a la educación política.
Frente a ello puede resultar útil relevar las opiniones del propio León Trotsky sobre la bullente realidad de los movimientos de masas latinoamericanos, que el revolucionario ruso tuvo la posibilidad de entrever en su residencia en México. Tales opiniones no son del todo desconocidas, pues en la Argentina circularon en los años 1940 en libros como Trotsky ante la revolución nacional latinoamericana, y contribuyeron a suscitar la vertiente de la izquierda nacional, cuya figura paradigmática durante mucho tiempo fue Jorge Abelardo Ramos.
Expulsado del movimiento comunista internacional, León Trotsky, tanto antes como luego de su arribo a su asilo mexicano, se preocupó por presentarse como el genuino continuador de la línea de pensamiento leninista sobre la cuestión nacional. En primer término, remarcando la divisoria mundial en países imperialistas y regiones coloniales y semicoloniales. En ésta últimas la cuestión nacional se presentaba aún como un asunto revolucionario de la máxima importancia, vinculado a la movilización de las masas, en tanto en las metrópolis la nación era ya la “máscara” de la expansión capitalista. En segundo término, con la tesis del desarrollo desigual y combinado: en el mundo colonial y semicolonial se presentaba una amalgama de distintas “épocas” históricas, todo ello en el seno de una misma formación social. De allí se desprendía el principio de la revolución permanente: “Esto es lo que determina la política del proletariado de los países atrasados: ésta obligada a combinar la lucha por las tareas más elementales de la independencia nacional y la democracia burguesa, con la lucha socialista contra el imperialismo mundial. Las reivindicaciones democráticas, las reivindicaciones transitorias y las tareas de la revolución socialista no están separadas en la lucha por etapas históricas sino que surgen inmediatamente las unas de las otras”.
Con todo ello, quedaba claro que no podía condenarse la afirmación nacional de las periferias simplemente colgándoles el sambenito de “burguesa”, ni por tanto desechar el nacionalismo de los pueblos coloniales. También que las tareas más elementales o las reivindicaciones reformistas en apariencia, eran parte del movimiento que iba en dirección a la revolución y no un enojoso callejón sin salida o el resultado de la manipulación demagógica. Por cierto, Trotsky concebía cierta inmediatez del tránsito entre tareas nacionales y tareas socialistas, producto seguramente de la experiencia de la revolución rusa de 1917 (“de febrero a octubre”) y de la etapa de conmoción mundial que coincidía con su exilio en México: las consecuencias de la crisis mundial de 1929-30, el ascenso del fascismo en Europa, los primeros tramos de la revolución china, la guerra civil española. Todo ello lo inducía a pensar en la precariedad de cualquier salida estabilizadora para el capitalismo mundial y en el ascenso próximo de nuevas tormentas revolucionarias. Una mirada alternativa hubiera sido pensar la experiencia rusa no desde el acelerado curso de los acontecimientos entre los meses de febrero a octubre (viejo calendario zarista) de 1917, sino en el más vasto ciclo comprendido entre las revoluciones de 1905 y 1917.
En todo caso, Trotsky se ocupó de dejar claro que el vasto tembladeral revolucionario comprendía mayormente el mundo colonial. Sin desestimar la posibilidad de un ciclo revolucionario metropolitano (nunca perdió las esperanzas en la clase obrera europea), explicitó que la estabilidad de los principales países capitalista, e incluso la condición de posibilidad de su democracia, se sustentaba en la explotación imperialista. Esta cuestión de la democracia y sus implicancias opuestas en las metrópolis y en las periferias, reviste la máxima importancia para la inquietud que nos ocupa: la caracterización de los movimientos nacionales.
No cabe duda que es la experiencia mexicana, la del gobierno nacional-popular de Lázaro Cárdenas, la que ofrece al revolucionario ruso el insumo viviente para sus reflexiones sobre estas cuestiones. La campaña en torno a la nacionalización del petróleo mexicano le permitiría explayarse en torno a un postulado fundamental: no hay democracia si no se conquista la autodeterminación nacional. Así dirá: “El México semicolonial está luchando por su independencia nacional, política y económica. Tal es el significado básico de la revolución mexicana en esta etapa. Los magnates del petróleo no son capitalistas de masas, no son burgueses corrientes. Habiéndose apoderado de las mayores riquezas naturales de un país extranjero, sostenidos por sus billones y apoyados por las fuerzas militares y diplomáticas de sus metrópolis, hacen lo posible por establecer en el país subyugado un régimen de feudalismo imperialista, sometiendo la legislación, la jurisprudencia y la administración. Bajo estas condiciones, la expropiación es el único medio efectivo para salvaguardar la independencia nacional y las condiciones elementales de la democracia” (“México y el imperialismo británico”).
En los países dependientes la democracia es, en primer término, la autodeterminación nacional. Llegado a este punto, Trotsky no deja de señalar la íntima relación entre la afirmación nacional mexicana y lo que sucede en el resto del continente. Enfrentar al imperialismo es una tarea de toda América Latina, que no debe estar descoordinada. Así plantea la tesis de una revolución latinoamericana que conducirá a la unificación de sus Estados. El eje estratégico de su mirada está basado en el rol hegemónico que pueda jugar la clase obrera, articulando en derredor de sí a las masas explotadas del continente. Esta vía de reflexión abre paso a interesantes corolarios.
El primero de ellos es la afirmación de la cuestión nacional latinoamericana como la lucha por la unidad de la región, por el “derecho a la unión”. Hay aquí una convergencia, una afinidad, con la tradición bolivariana, que solo puede resultar sorprendente a condición de considerar a Trotsky un distraído visitante en México, y no una inteligencia disciplinada, aplicada al conocimiento de la dinámica revolucionaria. El segundo corolario es el problema de las clases dirigentes y auxiliares de la revolución; y quién es el enemigo principal. El pensamiento de Trotsky acerca de las burguesías coloniales muestra ciertos matices. Las burguesías coloniales tienen contradicciones con el capital extranjero, que las desplaza del mercado. Y, en ciertas condiciones, eso puede impulsarlas hacia una política de oposición al imperialismo. Para sostener esa política deben recostarse necesariamente en las masas populares, haciendo concesiones de tipo social. Esto genera un equilibrio precario, pues esas burguesías no pueden dejar atrás su temor al ascenso popular ni liberarse del todo de su enfeudación cultural al capitalismo imperialista, con lo cual no pueden liderar la revolución democrática “hasta el final”.
Aquí nace su teoría del bonapartismo, para expresar ciertas experiencias del nacionalismo latinoamericano, como el cardenismo: “En los países industrialmente atrasados el capital extranjero juega un rol decisivo. De ahí la relativa debilidad de la burguesía nacional en relación al proletariado nacional. Esto crea condiciones especiales de poder estatal. El gobierno oscila entre el capital extranjero y el nacional, entre la relativamente débil burguesía nacional y el relativamente poderoso proletariado. Esto le da al gobierno un carácter bonapartista sui generis, de índole particular. Se eleva, por así decirlo, por encima de las clases. En realidad, puede gobernar o bien convirtiéndose en instrumento el capital extranjero y sometiendo al proletariado con las cadenas de una dictadura policial, o bien maniobrando con el proletariado, llegando incluso a hacerle concesiones, ganando de este modo la posibilidad de disponer de cierta libertad en relación a los capitalistas extranjeros” (“La industria nacionalizada y la administración obrera”).
De este notable pasaje, puede colegirse que los movimientos nacionales de las periferias, aun cuando sean dirigidos por las burguesías, nacen de la resistencia al imperialismo. Y que esa resistencia incluye un grado variable pero siempre necesario de participación popular en base a la satisfacción de consignas sociales. Por cierto, esos planteos constituyen esbozos parciales de una vía de reflexión pronto tronchada por el trágico final de Trotsky en México. Pero nada más alejado de una superficial condena del movimiento nacional por “burgués”. En todo caso, la tarea que encomendaba el viejo revolucionario era velar por una política propia de la clase obrera, a fin de alcanzar su autonomía como sujeto histórico y generar las condiciones para su consolidación como clase dirigente. Es decir, que la lucha revolucionaria es por alcanzar la hegemonía en el movimiento nacional; nunca oponiéndose a él.
En el escaso tiempo que le fue dado vivir en América Latina, León Trotsky vio mucho y escribió mucho. No pudo llegar a apreciar ciertas cosas fundamentales, como la división en las clases poseedoras latinoamericanas entre “oligarquías” y aquellos sectores que podían ser llamado burguesía nacional. Quizás por eso le concedía gran capacidad a la burguesía nacional para instrumentar a las masas u optar por la subordinación colonial. Eso se derivaba del hecho de que México era su mirador privilegiado y principal; allí la revolución iniciada en 1910 había “desplazado” a la vieja oligarquía porfirista y podía hablarse de una verdadera burguesía nacional. Otra cuestión que no sopesó con claridad es el rol protagónico (y no subordinado a la clase obrera) de los campesinos. Allí jugó la matriz obrerista de la socialdemocracia (menchevique y bolchevique) rusa. Pero aun así, abrió paso a una reflexión original sobre las relaciones entre nación y revolución, entre movimiento nacional e izquierda, que no deben quedar comprimidas en fórmulas estereotipadas, y que pueden ser repensadas a la luz de los desafíos de hoy.

Germán Ibañez

2 comentarios:

  1. Felicitaciones a Germán Ibáñez por la claridad de sus artículos que dinfundo con verdadero entusiasmo.
    Víctor R.

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