En la Argentina, y de modo más general en toda
la región latinoamericana, se verifica hoy una dura disputa entre el
neoliberalismo y proyectos posneoliberales (en la expresión de Emir Sader). A
esos proyectos posneoliberales podemos llamarlos también nacional-populares, en
la medida en que no hay modo de sustentar un rumbo superador del neoliberalismo
sin reivindicar mayores grados de autodeterminación para los países y sin
variables grados de organización y movilización popular. La lucha política es una
escena fundamental, con las formas democráticas e institucionales que
mayormente tratan de consolidar los movimientos populares de la región, pero
también lamentablemente debe tomarse nota de la creciente recurrencia a la
acción directa represiva instrumentada por los bloques oligárquicos, incluyendo
la práctica del asesinato político que alcanza el paroxismo en Colombia. En la
Argentina, donde el movimiento nacional accede al gobierno a través de procesos
de unidad política con liderazgo, parece claro que un escenario fundamental de
la disputa se deslizará hacia la llamada “batalla cultural”, con un bloque
oligárquico duramente acantonado y que conserva importantes resortes de poder.
Evidentemente, esa “batalla cultural” no es un
episodio único, o algo que comienza súbitamente ahora. Es parte de nuestra
historia, un proceso prolongado jalonado de debates y polémicas intelectuales,
competencia entre diversas tradiciones de pensamiento, proyectos de educación y
comunicación, adaptación del influjo modernizador proveniente de otras partes
del mundo, asimilación de la experiencia (propia y ajena), lentísima
transformación de los imaginarios nacionales, despliegue de repertorios de
prácticas dotadas de un alto valor simbólico. Es la historia cultural del país
en su movimiento real, alejada de las
imágenes cristalizadas de un patrimonio que sería igualmente compartido y
serenamente ponderado por todos y todas los argentinos y argentinas. Es lucha
de clases y construcción nacional de la única manera que se ha dado: a través
de la disputa de proyectos de país.
Es imposible abarcar íntegramente ese
movimiento pues, en última instancia, la trama cultural está presente en toda
la vida colectiva. Y además se vincula a tramas mayores, de alcance regional y
mundial. Pero puede hacerse algunas precisiones. En el plano de la disputa
ideológica, del enfrentamiento entre visiones del mundo que poseen cierta
sistematicidad y cuyos agentes intelectuales son conscientes asimismo de la
historicidad de la lucha, no presenta ventaja evidente la confusión de
posiciones o la búsqueda de un “justo medio”. La lucha contra la configuración cultural
oligárquica debe ser llevada adelante hasta el final, desmontando sus núcleos
más sólidos. Una cosa es el terreno de la política, que impone alianzas y, a
veces, compromisos más o menos gravosos, y otra cosa es la lucha de ideas. La confusión
de ambas dimensiones en aras de un consenso imaginario es una manifestación de
la configuración cultural oligárquica que encuentra allí una manera de hacer
valer su hegemonía. Esta cuestión tampoco tiene que ser confundida con las
formas del debate. Profundizar el debate,
no es sinónimo de posiciones extremas, rispidez afectada en la polémica,
grandilocuencia o búsqueda permanente del antagonismo. Es identificar las
contradicciones y buscar vías de superación. Para esta tarea, el movimiento
nacional en la Argentina no está precisamente mal provisto. La tradición del
pensamiento nacional y de diversas formas del pensamiento crítico es fuerte.
Más insidiosa es la lucha en el profundo campo
del imaginario. Allí donde no hay trincheras tan claramente delimitadas, cada
una con sus banderas. El prejuicio irracional que se hace carne es una de sus
manifestaciones más complejas. El temor y el odio a los otros, la
naturalización de la desigualdad. La agresión como “reflejo condicionado”. No
sería del todo arbitrario decir que en el imaginario nacional la más dura disputa
es en torno a la igualdad. Pero no se
trata de la querella entre distintas filosofías de lo social, sino de una lucha
cuerpo a cuerpo, a veces directamente con el
que está al lado. Aquí se amasa el consentimiento a las más crudas formas
de violencia, a la exclusión, a la explotación, que tiene como sostenedores a
quienes también son víctimas de las estructuras del privilegio oligárquico.
Aquello que parece darse de narices con la Razón y con todas las conquistas
democráticas de la modernidad, e incluso de los propios avances de lo
nacional-popular, tiene empero carácter de clara evidencia para muchos: el otro
es diferente, peor e inferior. En ese terreno empieza la lucha por la
legitimación de la política social, del rol del Estado, de la reparación
colectiva, en suma: de la justicia social.
En el plano de la disputa ideológica del más
alto nivel, la sistematicidad, la continuidad de proyectos educativos,
científicos e intelectuales, la rigurosidad conceptual, parecen los ejes
fundamentales. En el plano de la disputa por el imaginario lo anterior sigue
siendo de la máxima relevancia, pero también el entramado organizativo
territorial y sindical, la convivencia cotidiana, el diálogo, la riqueza de los
vasos comunicantes entre las culturas militantes y las amplias culturas
populares. La comunicación popular puede ser un articulador de esos planos de
la trama cultural. Tanto en los contenidos que comparte y construye como en enraizamiento
local, en cercanía con los sujetos sociales. Pese a las urgencias, es una tarea
de largo plazo, que en todo caso se da en la inmediatez del día a día mientras
se proyecta en una historicidad posible, la de la liberación. Acá no se corta
el nudo gordiano de un solo tajo, hay que desanudarlo trabajosamente entre
todos y todas.
Germán Ibañez