domingo, 29 de diciembre de 2019

Entre la ideología y el imaginario


En la Argentina, y de modo más general en toda la región latinoamericana, se verifica hoy una dura disputa entre el neoliberalismo y proyectos posneoliberales (en la expresión de Emir Sader). A esos proyectos posneoliberales podemos llamarlos también nacional-populares, en la medida en que no hay modo de sustentar un rumbo superador del neoliberalismo sin reivindicar mayores grados de autodeterminación para los países y sin variables grados de organización y movilización popular. La lucha política es una escena fundamental, con las formas democráticas e institucionales que mayormente tratan de consolidar los movimientos populares de la región, pero también lamentablemente debe tomarse nota de la creciente recurrencia a la acción directa represiva instrumentada por los bloques oligárquicos, incluyendo la práctica del asesinato político que alcanza el paroxismo en Colombia. En la Argentina, donde el movimiento nacional accede al gobierno a través de procesos de unidad política con liderazgo, parece claro que un escenario fundamental de la disputa se deslizará hacia la llamada “batalla cultural”, con un bloque oligárquico duramente acantonado y que conserva importantes resortes de poder.  
Evidentemente, esa “batalla cultural” no es un episodio único, o algo que comienza súbitamente ahora. Es parte de nuestra historia, un proceso prolongado jalonado de debates y polémicas intelectuales, competencia entre diversas tradiciones de pensamiento, proyectos de educación y comunicación, adaptación del influjo modernizador proveniente de otras partes del mundo, asimilación de la experiencia (propia y ajena), lentísima transformación de los imaginarios nacionales, despliegue de repertorios de prácticas dotadas de un alto valor simbólico. Es la historia cultural del país en su movimiento real, alejada de las imágenes cristalizadas de un patrimonio que sería igualmente compartido y serenamente ponderado por todos y todas los argentinos y argentinas. Es lucha de clases y construcción nacional de la única manera que se ha dado: a través de la disputa de proyectos de país.
Es imposible abarcar íntegramente ese movimiento pues, en última instancia, la trama cultural está presente en toda la vida colectiva. Y además se vincula a tramas mayores, de alcance regional y mundial. Pero puede hacerse algunas precisiones. En el plano de la disputa ideológica, del enfrentamiento entre visiones del mundo que poseen cierta sistematicidad y cuyos agentes intelectuales son conscientes asimismo de la historicidad de la lucha, no presenta ventaja evidente la confusión de posiciones o la búsqueda de un “justo medio”. La lucha contra la configuración cultural oligárquica debe ser llevada adelante hasta el final, desmontando sus núcleos más sólidos. Una cosa es el terreno de la política, que impone alianzas y, a veces, compromisos más o menos gravosos, y otra cosa es la lucha de ideas. La confusión de ambas dimensiones en aras de un consenso imaginario es una manifestación de la configuración cultural oligárquica que encuentra allí una manera de hacer valer su hegemonía. Esta cuestión tampoco tiene que ser confundida con las formas del debate. Profundizar el debate, no es sinónimo de posiciones extremas, rispidez afectada en la polémica, grandilocuencia o búsqueda permanente del antagonismo. Es identificar las contradicciones y buscar vías de superación. Para esta tarea, el movimiento nacional en la Argentina no está precisamente mal provisto. La tradición del pensamiento nacional y de diversas formas del pensamiento crítico es fuerte.
Más insidiosa es la lucha en el profundo campo del imaginario. Allí donde no hay trincheras tan claramente delimitadas, cada una con sus banderas. El prejuicio irracional que se hace carne es una de sus manifestaciones más complejas. El temor y el odio a los otros, la naturalización de la desigualdad. La agresión como “reflejo condicionado”. No sería del todo arbitrario decir que en el imaginario nacional la más dura disputa es en torno a la igualdad. Pero no se trata de la querella entre distintas filosofías de lo social, sino de una lucha cuerpo a cuerpo, a veces directamente con el que está al lado. Aquí se amasa el consentimiento a las más crudas formas de violencia, a la exclusión, a la explotación, que tiene como sostenedores a quienes también son víctimas de las estructuras del privilegio oligárquico. Aquello que parece darse de narices con la Razón y con todas las conquistas democráticas de la modernidad, e incluso de los propios avances de lo nacional-popular, tiene empero carácter de clara evidencia para muchos: el otro es diferente, peor e inferior. En ese terreno empieza la lucha por la legitimación de la política social, del rol del Estado, de la reparación colectiva, en suma: de la justicia social.
En el plano de la disputa ideológica del más alto nivel, la sistematicidad, la continuidad de proyectos educativos, científicos e intelectuales, la rigurosidad conceptual, parecen los ejes fundamentales. En el plano de la disputa por el imaginario lo anterior sigue siendo de la máxima relevancia, pero también el entramado organizativo territorial y sindical, la convivencia cotidiana, el diálogo, la riqueza de los vasos comunicantes entre las culturas militantes y las amplias culturas populares. La comunicación popular puede ser un articulador de esos planos de la trama cultural. Tanto en los contenidos que comparte y construye como en enraizamiento local, en cercanía con los sujetos sociales. Pese a las urgencias, es una tarea de largo plazo, que en todo caso se da en la inmediatez del día a día mientras se proyecta en una historicidad posible, la de la liberación. Acá no se corta el nudo gordiano de un solo tajo, hay que desanudarlo trabajosamente entre todos y todas.

Germán Ibañez

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