A lo largo del siglo XX se constituyó con
fuerza el paradigma de la liberación
nacional como respuesta histórica de los pueblos de las periferias a los
desafíos suscitados por las crisis de la dominación imperialista. La
construcción de la nación a través de
la movilización de las masas populares fue el eje central. Movimientos
nacionales, partidos antiimperialistas, revueltas populares, corrientes de
izquierda, líderes de masas, intelectuales revolucionarios, fueron expresiones
de ese complejo y heterogéneo horizonte de la liberación nacional. Entre las
referencias ineludibles de ese proceso se ubicó la experiencia de la Revolución
Rusa de 1917 y la obra político-intelectual de Lenin. Por cierto, existieron
expresiones no marxistas, y en ocasiones abiertamente anticomunistas, del
paradigma de la liberación nacional. Diversos idearios nacionalistas se
desarrollaron en estrecha vinculación con los movimientos concretos de cada
región o país, sin vinculación en apariencia con las tesis marxistas, o a veces
en contrapunto polémico con algunas de ellas. Otras veces desde los mismos
movimientos nacionalistas se generaron fracciones de izquierda, como fue frecuente
en Latinoamérica, especialmente después de la Revolución Cubana. El fenómeno de
la Guerra Fría en la segunda mitad del siglo XX y los dispositivos
contrainsurgentes instrumentados contra la rebelión de los pueblos
contribuyeron a nublar las raíces comunes (la crisis del ordenamiento imperial
del mundo) del proceso revolucionario ruso de los años 1905-1917 y las
revoluciones de las periferias (luego llamadas tercermundistas). Asimismo,
corrientes izquierdistas de todo el mundo tendieron a acentuar el ideario
internacionalista y anti burgués que se asociaba a la Revolución Rusa, desestimando
la centralidad que la problemática de la autodeterminación
nacional y la formación de vastas coaliciones populares tuvieron de hecho en el amplio arco de la revolución
anticolonial. Por todo ello, puede resultar útil reseñar brevemente algunos puntos
relevantes del pensamiento de Lenin acerca de la “revolución nacional” y la
constitución del sujeto “pueblo”.
Entre 1905 y 1917 Lenin desarrolla muchos
puntos de un pensamiento vinculado a la revolución en los países “atrasados” y
más concretamente con la cuestión de la autodeterminación
nacional. Para ello debemos ubicar a Lenin como socialista de un “imperio”,
la Rusia de los zares, que sin embargo es periférico respecto de los centros
capitalistas de Europa. Por ello, le preocupará especialmente los
condicionamientos negativos que, según entiende, suponen tanto el escaso y
desigual desarrollo industrial-capitalista como la dominación autocrática
zarista. También adquirirá suma relevancia a sus ojos la opresión de “minorías
nacionales” por parte de la autocracia.
Reflexionará sobre estas cuestiones tanto a la luz de la propia
experiencia, especialmente la Revolución de 1905, sin la cual no se entiende el
desarrollo peculiar de la socialdemocracia rusa en sus diversas vertientes,
como de la aparición de escritos críticos sobre el “imperialismo” (como el
trabajo del británico Hobson). Pueden advertirse dos desafíos centrales en la
concepción que desarrolla de la autodeterminación
nacional: 1) la superación del atraso interno y 2) el anticolonialismo.
La
caracterización y las tareas de la revolución en condiciones de atraso
socio-económico
El atraso económico se definía por las
insuficiencias del desarrollo capitalista, en perspectiva comparativa con los
centros industriales. Este fenómeno era claramente percibido por los
socialistas del imperio ruso a principios del siglo XX. Dejamos por ahora de
lado las discusiones acerca de cómo y por qué la transformación capitalista a
escala mundial generaba desarrollo en un polo y atraso en el otro. En el plano
que nos interesa comentar, importa señalar que para Lenin una revolución se
define por las tareas que debe encarar. Allí donde no existen las “condiciones”
que Marx había postulado necesarias para la transformación socialista, la
naturaleza de las tareas era democrático-burguesa.
Nos referimos a cuestiones como la reforma agraria, la remoción de trabas
precapitalistas a la expansión industrial, la modernización y democratización
del Estado, la independencia nacional.
Lenin advierte que esta revolución es,
sociológicamente, burguesa[i]. Pero su grado de
profundidad y su radicalidad está en relación directa con el grado de participación autónoma del factor
popular[ii]. En ese sentido es una
revolución democrática y popular, como la caracterizarán los
comunistas chinos décadas después[iii]. En la era del
imperialismo ya no puede contarse con un protagonismo burgués absoluto. Sin
embargo, la burguesía periférica existe y no podía obviarse. Los trabajadores
por tanto deben participar de la revolución democrática,
asegurando su carácter popular y su
progresividad histórica, y no aislarse de los procesos políticos concretos con
pretextos “antiburgueses”. Claro que en su movilización es menester procurar la
conquista de su autonomía como clase y disputar la hegemonía a la burguesía, aliado al que hay que vigilar “como a un
enemigo”[iv].
En la lectura de los años previos a la
Revolución de 1917 se trataba entonces de impulsar una revolución popular con hegemonía de la clase obrera; el objetivo
era establecer un nuevo régimen político, una democracia revolucionaria, bajo la cual, se advertía, continuaban
imperando las condiciones de una economía capitalista. Es un rumbo que solo
podía sostenerse en una articulación policlasista como base social, verificable
también en la composición gubernamental compleja de una democracia revolucionaria.
Allí está la noción de pueblo de
Lenin, que se refiere a la articulación de clases. Es “pueblo” la clase obrera,
los campesinos, los sectores medios (urbanos y rurales)[v]. Como base social de un
régimen político de nuevo tipo, el pueblo altera la composición de clase del viejo
Estado; la democracia popular ya no un es un simple Estado burgués, sino que
debe ser juzgada como etapa en el camino de una más profunda transformación
socialista.
El protagonismo popular en la revolución
democrática estaba por otra parte dictada por la “incapacidad” de la burguesía
periférica de llevar hasta el fin la lucha contra el “antiguo régimen”. En todo
caso, la burguesía impulsaría el proceso solo hasta el punto en que alcanza su
preeminencia societaria. Queda latente en este planteo la posibilidad de una
“revolución interrumpida”. Por el contrario, la estrategia para alcanzar la
hegemonía popular era la plena participación de las masas en la lucha nacional
y democrática. La “deserción” de los socialistas de esas luchas, con cualquier
pretexto anti burgués o sectario, no protegería la pureza de la clase obrera,
sino que inhibiría su ascenso hegemónico. Que la revolución democrática y
popular fuera sociológicamente burguesa no podía ser una excusa, pues solo la participación popular permitiría
crear condiciones para ir más allá.
Es decir, no existía horizonte socialista al margen de la participación popular
en los amplios movimientos nacionales y democráticos.
La
revolución anticolonial y los movimientos nacionales de las periferias
Lenin proyecta su mirada más allá de los
límites de la patria rusa y de las formaciones nacionales, sobre la base de que
el capitalismo es un sistema mundial imperialista. De acuerdo a su influyente
escrito, El imperialismo, etapa superior
del capitalismo, con las transformaciones económicas de las últimas décadas
del siglo XIX, el mundo se ha dividido en países opresores y países oprimidos,
A Lenin le interesa sobre todo sopesar con claridad los cambios principalmente
en las economías metropolitanas, pues de ese modo busca explicarse el creciente
conservadurismo de las clases obreras europeas a comienzos del siglo XX. En
todo caso, la explotación de la fuerza de trabajo de las regiones coloniales y
de sus ingentes recursos y riquezas, permiten “atenuar” las contradicciones de
clase internas a las formaciones sociales metropolitanas y generan la aparición
de una suerte de “aristocracia obrera” que logra sortear la sobreexplotación
típica de la época previa, de ascenso de la civilización industrial. La
explotación colonial es, por tanto, la base material del reformismo
metropolitano y de su democracia.
Para la actualización de la lucha
revolucionaria no había por ello otro camino que avanzar en medio de las crisis
imperialistas (que Lenin consideraba inmanentes al sistema, con su secuela de guerras
y conmociones sociales). Es, claramente, la generalización del análisis que
Marx había hecho sobre la lucha revolucionaria irlandesa y la perspectiva
socialista en Inglaterra en la década de 1870: solo la “emancipación” de la
colonia genera condiciones para la lucha revolucionaria en la metrópoli. Aunque
concentrado en la perspectiva de una revolución socialista metropolitana, Lenin
abre una vía de reflexión sobre el movimiento anticolonial de las periferias.
Línea de pensamiento estratégica que se ahondará luego de 1917, y que en
realidad será lo más influyente del leninismo entre los movimientos
revolucionarios de Asia, África y América Latina en las décadas subsiguientes.
La expresión “la cadena se rompe por el eslabón más débil” quedará como una sumarísima
síntesis del punto de partida de su mirada sobre la revolución anti
imperialista.
De especial importancia es su escrito El derecho de las naciones a la
autodeterminación (1914). Allí avanza en su caracterización de los movimientos nacionales, como vectores de
la transformación capitalista y la fundación de Estados modernos. Hay dos
dimensiones en el despliegue de los movimientos nacionales. Una dimensión es la
económica, que coincide con el proceso de transformación capitalista nacional y
remoción de las trabas remanentes de viejas relaciones sociales. En este plano
el movimiento nacional es el camino al
desarrollo de un capitalismo nacional. No hay otro; el capitalismo nacional
no se genera “espontáneamente” en las periferias ni es el resultado del interés
inmediato de las burguesías coloniales. Se asocia a vastos ciclos de
movilización popular y conmoción social. La otra dimensión es cultural: el
movimiento nacional se vincula también al alcance de una lengua común, que asegure la comunicación y entendimiento entre los
sujetos. En cierto modo, destaca la cuestión lingüística dentro de una trama
cultural mayor[vi].
Aunque estos factores eran elementos
fundamentales del proceso nacionalitario, éste no podía asegurarse sino desde
una voluntad política. El concepto de
autodeterminación alcanza su plenitud
a través de la política, de la acción consciente de fuerzas sociales y
dirigencias. El apoyo decidido a la autodeterminación debe ser el eje de la
causa popular, y los socialistas no pueden escindirse de él. Si la burguesía
local apoya o dirige al movimiento nacional, eso no puede ser motivo para que
los socialistas se nieguen a apoyarlo: “En el nacionalismo burgués de cualquier
nación oprimida hay un contenido democrático general contra la opresión y a
este contenido le prestamos un apoyo incondicional”[vii].
La importancia de la cuestión nacional no hará
sino crecer, y Lenin señalará reiteradamente que es la clave revolucionaria:
“En Oriente, Asia y África, este movimiento pertenece al porvenir”. La
liberación nacional, como la revolución democrática, se desplegaba sobre una
historia caracterizada por la expansión capitalista, pero no se congelaba allí.
Lenin no pensaba que la revolución anticolonial fuera a producir nuevas
versiones de cristalizados regímenes burgueses a imagen y semejanza de las
metrópolis. Por el contrario, se avanzaría hacia otro tipo de formas sociales.
Se trataba, más que de la estabilización de las burguesías coloniales, de “abrir
un camino propio” a los trabajadores.
Ese era el contenido esencial del movimiento de
liberación nacional, cuyas formas exteriores no podían ser sino tan variadas
como la vida histórica de las diferentes sociedades. Lenin advierte esto, y por
eso afirma que por su contenido es revolucionario, aunque las formas exteriores
fueran reformistas o burguesas. Cualquier prescindencia de los socialistas con
respecto al movimiento nacional por el hecho de que este se manifestara con
formas exteriores burguesas, constituía un grave error. En Balance de una discusión sobre el derecho de las naciones a la
autodeterminación, Lenin estudia estos problemas en relación al caso
irlandés. Allí pasa revista a variadísimos episodios y formas de lucha que no
ofrecen la imagen prístina de un enfrentamiento de una clase frente a otra. Por
el contrario, las diversas formas de lucha, los encuadramientos organizativos,
las distintas clases sociales participantes, se integran y forman parte de una revolución social compleja; es imposible
pensar en un alineamiento puramente clasista de los sujetos, claramente
delimitados entre sí. Todos los procesos nacional-populares son contradictorios
y polifacéticos: “Quien espera una revolución social ‘pura’ no llegará a verla
jamás”[viii].
En 1917 se introducirán nuevos elementos, pues
a partir del derrumbe del zarismo y del desencadenamiento de un nuevo ciclo
revolucionario popular en Rusia, Lenin se pronuncia por una caracterización socialista de la revolución (Tesis de Abril). Considerará irremisible
el derrumbe del régimen burgués y factible asentar un nuevo sistema en las
formas de poder popular que parecían desplegarse en los concejos obreros y
campesinos. La emergencia de formas de poder popular por un lado y la
desarticulación política de la burguesía rusa por el otro lo indujeron en lo
inmediato a un excesivo optimismo en cuanto a la posibilidad de avanzar rápidamente al socialismo y en la
extensión geográfica de la estela de la revolución al menos a Europa
occidental. Por ello revisará en parte sus formulaciones anteriores, postulando
que la forma específica del régimen revolucionario que amanecía en Rusia (el
“poder soviético”) y la contingente estructura organizativa madurada en la
lucha contra el zarismo (el “bolchevismo”, ahora denominado partido comunista)
eran rápidamente generalizables. En todo caso, los revolucionarios de cada
región deberían indagar acerca de sus concreciones nacionales.
La esperanza de una revolución socialista
extendida a Occidente en plazo fulminante y de una también veloz construcción
nacional del socialismo se revelará infundada. Lenin llegó a percibir esas
dificultades, revisando una vez más sus diagnósticos y promoviendo
readecuaciones importantes. Prestó nueva atención al movimiento
antiimperialista que podía generarse en Asia, revalorizando la revolución
anticolonial como eje fundamental de la era de masas contemporánea. No revisó
su rígida confianza en el modelo bolchevique como matriz de organización
revolucionaria generalizable a otras experiencias nacionales, aunque desarrolló
una serie de polémicas con lo que entendía constituía una imitación infantil o
una desviación “izquierdista”. Más significativa fue su propuesta de mantener y
ampliar la alianza “nacional-popular”, por un plazo largo. Defendió la
articulación de la economía capitalista urbana con el mundo campesino, con una
realidad policlasista de trabajadores sin tierra, de medianos campesinos y aún
de propietarios acomodados. Eso estuvo en la base de la Nueva Política
Económica. No se trataba de “ir más despacio” en la vía del socialismo, sino de
una revisión más profunda: ir en otra
dirección a lo que se había hecho hasta entonces, en el clímax de la guerra
civil y de las esperanzas revolucionarias. Asentar un nuevo rumbo, azaroso sin
duda, en una coalición nacional-popular,
y mantenerlo por un plazo prolongado.
Germán Ibañez
[i]
Wolfgang Küttler: “Sobre el concepto de revolución burguesa y revolución
democrático burguesa en Lenin”, en Manfred Kossok y otros: Las revoluciones burguesas; Barcelona; Editorial Crítica; 1983; pp.
225-226
[ii]
Vladimir I. Lenin: “Dos tácticas de la socialdemocracia en la revolución
democrática”; Buenos Aires; Editorial Anteo; 1986
[iii]
Samir Amin: La Revolución de Octubre cien
años después; Madrid; El Viejo Topo; 2017; p. 17
[iv] Vladimir
I. Lenin: “Dos tácticas…”; op. cit.; p. 105
[v]
Ibíd.; p. 63
[vi]
Vladimir I. Lenin: “El derecho de las naciones a la autodeterminación”, en La política nacional y el internacionalismo
proletario; Buenos Aires; Editorial Anteo; 1974; p. 9
[vii]
Ibíd.; p. 30
[viii]
Vladimir I. Lenin: “Balance de una discusión sobre el derecho de las naciones a
la autodeterminación”, en La política
nacional…; op. cit.; p. 146
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