La figura de Manuel Belgrano es representativa de la emergencia de un nuevo tipo de intelectual en Hispanoamérica, que podemos denominar intelectual patriota. Es menester en primer término ubicar esa emergencia en el marco del proceso revolucionario hispanoamericano, que en nuestras tierras tuvo su punto de inflexión con la Revolución de 1810. En el caso de Belgrano es posible empero apreciar su pensamiento e iniciativas en los diez años previos al proceso revolucionario, para calibrar mejor la magnitud del proyecto político y cultural que comenzaba a suscitarse. Por cierto, no se trata de la acción de una “vanguardia” independentista o de una conciencia nacional en ciernes que solo esperaba su oportunidad. Sería mejor hablar de una progresiva desintegración del sistema colonial que la crisis de la monarquía en 1808 terminará de precipitar. Lo que si debemos registrar es el desarrollo de un pensamiento que comenzaba a erosionar la configuración cultural dominante durante el período colonial.
Con la conquista y colonización ibérica fue cristalizando una configuración cultural dominante que ciertamente no permaneció sin modificaciones a lo largo del tiempo y también conoció variaciones región a región, pero en cual podemos reconocer algunos rasgos importantes. Entre ellos la intolerancia religiosa impuesta por los conquistadores, que persiguieron por “idolátricas” a las religiones originarias de América, así como mantuvieron esquemas de control sobre las “herejías”, los protestantes y aun la sospecha sobre los conversos. También el casticismo, que colocaba al castellano peninsular en la condición de único idioma legítimo (aunque los conquistadores y evangelizadores utilizaron instrumentalmente algunas lenguas indígenas para controlar a las poblaciones locales). Otro rasgo era el orden estamental, la clasificación por “pureza de sangre” de las poblaciones y los individuos, que se solapaba con la división de clases sociales y la reforzaba. Todos estos rasgos se integraban en una cosmovisión fuertemente metafísica, en la cual el mundo y la sociedad eran el reflejo del orden querido por la divinidad.
Algunos de estos elementos en los cuales descansaba la dominación colonial comenzarán a ser cuestionados, en los tramos finales del período virreinal. Si los letrados coloniales habían sido abrumadoramente administradores del sistema y los reproductores de la configuración cultural dominante, los nuevos “letrados” modernos, influenciados por la Ilustración, quieren reformar y modernizar la sociedad hispanoamericana. En el Río de la Plata se advierten los indicios de un verdadero programa de reforma cultural, impulsado por una serie de intelectuales. La aparición de publicaciones periódicas estables, como el Telégrafo Mercantil, Rural, Político-económico, e Historiográfico, o el Correo de Comercio es uno de los índices más importantes. En esas publicaciones se planteará la crítica a las viejas concepciones mercantilistas en el orden económico, se defenderá la idea de desarrollar la producción agropecuaria y las artes, de aplicar el conocimiento a dicha producción, y la búsqueda de un conocimiento útil productivamente y que sirva a la reforma económica-social. También se abundará en la crítica a los elementos más conservadores, especulativos e inmovilistas de la una educación centrada en la escolástica (y por lo tanto se hace la crítica a la cosmovisión metafísica, señalando la inteligibilidad del mundo en términos naturales y de la ciencia).
No se trata tanto de un cambio brusco que se suscitara con el amanecer del siglo XIX, sino de la consolidación de una tendencia ya visible en las décadas anteriores. El reformismo de la dinastía Borbónica no fue indiferente a tal efecto; pero su política ilustrada estaba dirigida a tornar más eficiente la dominación colonial (pensada “modernamente” en estos términos) y no a asegurar un libre despliegue de un autodesarrollo hispanoamericano. Por eso se trata de un modernismo de distinto tipo al que imponía la monarquía. Intelectuales como Belgrano, sin plantear en los años previos a 1810, una impugnación a la Corona ni a la religión y dogmas establecidos, apuntaban de todas formas los perfiles de un modernismo de nuevo tipo que cuestionaba como señalamos anteriormente la configuración cultural dominante.
Un ejemplo claro es el pensamiento de Belgrano con respecto a la educación. Ya como secretario del Consulado, había impulsado la creación de la Escuela de Dibujo y la Academia de Náutica, convencido de la importancia de una educación que articulara conocimiento y producción. Esta preocupación lo acompañará de manera permanente, y Belgrano será un firme crítico de la educación escolástica, a la que acusará luego de enseñar “falsas doctrinas por verdaderas y palabras por conocimientos”. En un artículo de 1810, publicado en el Correo de Comercio, Belgrano apuntará varias de sus ideas con respecto a la educación. Se pronunciará entre otras cosas por la necesidad de fomentar el estudio de la propia lengua y de los idiomas modernos, sin desmedro del latín, pero sí enfatizando la necesidad de contar con herramientas para un conocimiento de utilidad práctica en la transformación económica y social. Cuestionando el pensamiento puramente especulativo, señalará que el razonamiento debe someterse a la prueba de la experiencia: “busquemos la verdad en el encadenamiento de las experiencias y de las observaciones”. Para todo esto se hace menester el estudio del pensamiento más avanzado y de los “sabios europeos”, pero la propuesta belgraniana no es la de una mera réplica sino la de la incorporación de herramientas para ese programa de reforma social y cultural.
En pos de esa articulación entre conocimiento y producción resulta fundamental la incorporación de la moderna economía política, de las ciencias y artes, de todo aquello que fomentara la agricultura y la navegación. Más importante aún, y aquí la ruptura con el modernismo despótico de los Borbones, el horizonte de la propuesta es el bien común, y la idea de patria, noción que en despliegue del proceso revolucionario hispanoamericano irá adquiriendo connotación y contenido de soberanía. Por eso, con el ciclo revolucionario estas cuestiones se enlazarán decididamente: la emergencia de una nueva sociedad política con el crecimiento económico y la modernización socio-cultural. Producción, comercio, y modernización cultural se potencia en la construcción de la nación. Estamos frente a un proyecto de transformación capitalista, aunque obviamente Belgrano no lo formula en estos términos.
En la mirada belgraniana aparece la cuestión de los sujetos sociales. La población real no es un obstáculo (como pensarán algunos liberales posteriores) sino un factor activo de ese progreso y modernización soñados. El factor trabajo por lo tanto es esencial, pero dignificado, liberado de las implicancias concretas impuestas por el proceso de colonización: el trabajo manual como actividad degradada, propia de los pobres y los no libres (y ejecutado de hecho por formas de trabajo forzado o no remunerado). Con esto, Belgrano pone los cimientos de una concepción descolonizadora del trabajo, de una dignificación de los sujetos populares vinculados a trabajo manual y la producción. Y por supuesto de su derecho a la educación (otra cosa que era patrimonio, en el período colonial, de las clases propietarias y honorables).
Con estas cuestiones, Manuel Belgrano se va constituyendo en manifestación de ese nuevo tipo de intelectual patriota. Las resonancias de ese ideario, de la dignificación del trabajo, de la educación articulando conocimiento y producción, del bien común como horizonte de la modernización, no se han agotado aún.
Germán Ibañez
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