En
la emisión del día lunes 12 de marzo del programa “La Señal”, de la Radio Gráfica, conducido por Gabriel
Fernández, surgió en el intercambio de los compañeros al aire, el problema de
si el movimiento nacional en el gobierno había generado consumidores o
militantes. Por supuesto, no se estaba desconociendo en ese valioso espacio
radial de la comunicación popular, la historia y el presente militantes del
peronismo. Por el contrario, sin devaluar una tradición de lucha, el
interrogante es válido.
Quien
escribe considera que, en efecto, es una contradicción interna del movimiento
nacional que ineludiblemente está anclada en la lógica de la expansión del
consumo popular y el crecimiento del mercado interno. La economía es cultura,
puesto que no hay actividad humana carente de sentido. Por lo tanto, lo que se
anuda allí es también una construcción de sentido. Pero difícilmente haya una
construcción unívoca, y lo que se verifica es una disputa. Una querella, entre
la lógica economicista derivada “naturalmente” del crecimiento en una economía
capitalista, y los valores e ideales del desarrollo
nacional, que interpelan a la política y la cultura.
Los
gobiernos de Néstor y Cristina retomaron la cuestión del desarrollo nacional, que había sido abandonada en la larga noche
neoliberal. Estamos hablando del impulso a una política de capitalismo
nacional, pero no en mundo idílico de fraternidad entre las naciones. Hubo que
ir a contramarcha de los intereses de las corporaciones transnacionales, de la
burguesía financiera y de la ambición imperial de Estados Unidos. Pero si es
cierto que el desarrollo no se deriva “espontáneamente” del crecimiento, sino
que es expresión de un proyecto político nacional con bases sociales y
culturales de sustentación, también debe admitirse que no hay posibilidad de
desarrollo sin expansión de la actividad económica. Es decir, sin crecimiento.
Y allí aparece la “tentación” desarrollista. La tentación de cifrar el éxito y
la legitimidad del proyecto nacional en las variables mensurables de la
expansión de la actividad económica y los índices de consumo. Esto es inevitable.
Ningún gobierno renunciaría a ponderar los éxitos en su gestión económica. Y en
efecto es un activo fundamental del proyecto nacional: sin crecimiento, sin
expansión y diversificación de la actividad económica, sin mejores índices de
consumo y bienestar popular, no hay desarrollo.
Por
eso, es una contradicción que debe transitarse y vivirse. No puede obviarse;
está enraizada en la realidad socio-económica, en la misma naturaleza de una
economía que es capitalista. Durante los gobiernos kirchneristas, se exhibieron
los índices de crecimiento económico y de expansión del consumo como evidencias
palmarias de las virtudes del rumbo adoptado. Así, por momentos, en el discurso
gubernamental, la venta de autos cero kilómetro adquiría casi el valor de
prueba en sí misma de la legitimidad de una política. Eso podía implicar la
apelación un tanto simplista a un ciudadano-consumidor crecientemente
satisfecho y naturalmente persuadido de las virtudes inmanentes de la gestión
económica y por lo tanto, partidario de su continuidad. Pero tampoco puede
cargarse demasiado las tintas sobre esto, so pena de pecar de voluntarismo ¿Qué
debió haber hecho el gobierno? ¿Ignorar esto, y prescindir del palpable
mejoramiento del consumo popular como argumento político? ¿Apelar al “espíritu”
y no a la “materia”?
Pero
lo cierto, es que no es necesario quedarse en esta cuestión, pues el
kirchnerismo exhibió de manera exuberante el otro polo de la contradicción: la
apelación a ideales políticos superadores del economicismo. Por un lado
concibió la expansión de la actividad económica y del consumo popular en íntima
vinculación con el crecimiento de la soberanía
nacional. Es decir planteó, incluso de manera principista, un horizonte de
autodeterminación. De allí la importancia del desendeudamiento y de una
política de integración regional. Convirtió a la Argentina en un actor
fundamental de la construcción de la unidad del sur del continente, no solo en
función de la sustentabilidad del crecimiento económico, sino de los valores de
independencia y de justicia. La construcción de la Unasur y
la CELAC fue más allá del paradigma de la integración económica; tradujo la
ambición geopolítica de construir en América Latina una región de paz. Y con esto no se alude a una bien intencionada
expresión de deseos: es un audaz proyecto antagónico con la proyección imperial
del Norte, que es dominar a los países a través de la instrumentación y
exacerbación de los conflictos internos del Sur. La paz no es un distraído sueño: es un contrafuerte a construir frente
al poder demencial de los señores de la guerra. En la mejor proyección del
kirchnerismo, el crecimiento se transmutó en desarrollo, el consumo en justicia
social, la integración en unión. En fin, la economía en política.
Y
finalmente, el kirchnerismo fue también audaz promotor de la militancia. Tuvimos un líder que comenzó
reivindicando a una generación diezmada, una generación militante. No fue una
simple reivindicación, fue una convocatoria que fructificó en miles de jóvenes,
y en unos cuantos “viejos” también. La oligarquía, con su intransigencia, hizo
su parte también; pero siempre es así, se avanza a través del conflicto y la
contradicción. Y tuvimos una líder también, que desplegó enormes dotes de
polemista. Que dirigió su polémica contra la oligarquía y no contra el pueblo.
Que asentó su autoridad en su capacidad argumentativa. Por eso (también) la
oligarquía la odia; porque la persuasión y la argumentación son antagónicas de
la manipulación y el autoritarismo. El movimiento nacional puso el mojón muy
alto. En ese marco, la maniobra oligárquica fue justamente exacerbar y
distanciar los polos de la contradicción. Demonizó a la militancia, al tiempo
que estimuló un ramplón sentido común del consumidor: la ilusión hedonista de
un crecimiento continuo sin compromisos con las necesidades del desarrollo nacional.
Siguió y alimentó una vieja huella individualista, la del que “lo que tengo me
lo gané yo solo”, nublando que sin un contexto de crecimiento colectivo, los
logros individuales corren permanente riesgo. Se prometió que las ventajas
adquiridas no estarían en peligro, y que incluso todo mejoraría sacando de
encima “a los chorros peronistas”. No nos equivoquemos, no carguemos en la
cuenta del movimiento nacional los prejuicios insuflados por la cosmovisión
oligárquica. En todo caso, reconozcamos esa contradicción, esa tensión.
Nada
nos libra de recorrer el camino de la contradicción; el movimiento nacional no
puede sustraerse a ello. Pero en su propio seno anida el potencial de superación.
Si la maniobra oligárquica pasa por disociar al “militante” (malo) de la gente
(buena), vayamos por el camino de reconstruir los vasos comunicantes entre los
círculos militantes y las culturas populares. El mojón plantado por nuestros
líderes, está allí.
Germán Ibañez