No se dice nada nuevo si se
señala que el estímulo a la generación o agudizamiento de conflictos internos
en una sociedad es una modalidad privilegiada de intervención imperial en todo
el mundo. Por ello mismo, no se debe cesar nunca de remarcar esta situación,
porque su esclarecimiento y denuncia forma parte de cualquier proyecto para
establecer un mundo más igualitario y pacificado. La actual maniobra golpista
para forzar un derrocamiento del legítimo Presidente de la República
Bolivariana de Venezuela, Nicolás Maduro, forma parte de una proyección más
vasta para la región, instrumentada por Estados Unidos. La situación política
de Colombia, con un gobierno derechista que no quiere avances reales en el
proceso de paz que había comenzado en dicho país, es otra manifestación del
mismo despliegue imperial.
Por supuesto, cada conflicto
tiene sus propias raíces en los países (en el caso de Colombia, prolongadísimo
además), que son determinantes. Pero no puede dejar de advertirse una serie de
cuestiones que exceden la agenda local de Venezuela o Colombia. En primer
lugar, que nunca terminó de cuajar el oscuro anhelo estadounidense de convertirse
en una única superpotencia incontestada, como creyeron vislumbrar hace décadas
con la caída del bloque soviético. Nuevos (y viejos) actores de gran peso,
modifican la geopolítica y apuntan a un esquema más propiamente multipolar,
especialmente Rusia y China. Y la creciente importancia de estos actores los
lleva a potenciar su presencia en los diferentes escenarios, incluyendo
Latinoamérica. En segundo lugar, que en la propia Sudamérica comenzó a
plantearse, ayer nomás, una agenda propia de integración y unión regional, con
la Venezuela bolivariana como una de las grandes protagonistas. Hugo Chávez fue
la figura esencial de esa agenda autonómica. La recuperación de desarrollo
económico, la distribución progresista de la riqueza, la democracia, el respeto
a los derechos humanos, la defensa de la autodeterminación nacional y la construcción
de Sudamérica como región de paz, fueron y son todavía los grandes valores y
activos de ese ciclo nacional-popular sudamericano, que hoy se encuentra
gravemente comprometido pero al que no podemos renunciar ni ser nosotros los
que lo declaramos perimido.
La combinación del ascenso de
fuertes jugadores en el orden global, que incluso hacen retroceder o fijan
límites a Estados Unidos en otras regiones del mundo, con un proceso de
autodeterminación regional latinoamericano, claramente ponía en entredicho la
hegemonía del gigante del Norte. Y, al mismo tiempo, condiciona sus métodos
para intervenir, pues con la diplomacia y el peso de su economía no alcanza
para el logro de sus objetivos. Esto torna la situación en ciertamente muy
compleja. Pues a pesar del descarado cipayismo de los actuales gobiernos de
Argentina y Brasil, la voz de mando estadounidense ya no se acata con completa
disciplina. Ni el peso de su economía es suficiente para doblegar a todo el
continente o para cerrar caminos alternativos. Lo que es peligroso es lo que
conserva: un aparato bélico y de inteligencia sin parangón. Y es lo que se pone
en tensión, a través de estrategias largamente probadas de guerras de baja
intensidad. Por eso, el proyecto sudamericano de construcción de una región de
paz es antagonista del despliegue hegemónico estadounidense. No por pacifismo,
sino por su carácter objetivamente anticolonial.
En esa perspectiva, con la
avanzada golpista contra la Venezuela bolivariana, Estados Unidos espera ganar,
poco o mucho. Ya sea porque logre desbarrancar la experiencia democrática que
el pueblo venezolano hizo ayer con Chávez y hoy con Maduro, o porque suscite un
conflicto prolongado en la región, articulado con la crónica situación
colombiana.
Esos son los escenarios que
hay que combatir, con el apoyo y solidaridad al gobierno de Nicolás Maduro, y
recuperando el Estado argentino para el movimiento nacional y popular.
Germán Ibañez
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