En momentos dramáticos para el país, el
ministro Hernán Lacunza optó por hacer una curiosa referencia, sin dar
demasiados detalles tampoco, a 91 años de historia. En su caprichosa
interpretación, el rasgo destacable de esos 91 años sería el de gobiernos no
peronistas que no culminan su mandato. Las dictaduras cívico-militares y las
restauraciones oligárquicas no merecieron mención en sus escuetas reflexiones. Los
desvaríos de Hernán Lacunza en materia de historia no constituyen empero una
completa sorpresa, pues si siendo Ministro de Hacienda no pone empeño el
resolver los problemas del pueblo, menos podemos esperar que se aplique al
estudio del pasado nacional. Tal vez haya encontrado inspiración en el
presidente Mauricio Macri, que tiempo atrás aludió a 70 años de debacle
nacional, sin advertir en apariencia que ese período incluye también el del
crecimiento exponencial de su grupo empresarial. Pero la honestidad intelectual
ha brillado por su ausencia en estos años de gobierno oligárquico, tanto en la
Casa Rosada como en el edificio de Hacienda.
De todas formas, no resulta ocioso detenerse en
interpretar qué quisieron decir estos improvisados historiadores, pues sus
escuetas y falaces afirmaciones son consistentes con una construcción de
sentido de más largo aliento. Que Hernán Lacunza diga lo que dijo, así como “al
pasar”, con inocultable desdén, no deja de ser expresivo. Lo que se quiere
poner en el banquillo de los acusados es la experiencia histórica de los
movimientos populares y democratizadores, que han “interferido” con los
designios del “mercado”. En la cosmovisión burguesa, especialmente en su
variante neoliberal, la democracia real (soberanía popular) en la medida se
asocia a derechos sociales y garantías de autodeterminación, se constituye en
un obstáculo a la maximización de la ganancia. La lógica desatada del mercado
(los actores económicos más concentrados) no puede convivir con la organización
popular. Lo que se “desvía” de la acumulación privatista de los más ricos para
irrigar otras porciones de la sociedad es una aberración que es necesario
erradicar y que, en todo caso, es explicación suficiente para el fracaso
nacional. Claro que aquí debemos leer fracaso nacional como fracaso
oligárquico.
En esa interpretación, el Estado amenazado por
la marea populista es de naturaleza oligárquica. Es decir, un Estado
patrimonialista, cooptado al 100 por ciento por los representantes del poder
económico más concentrado. De modo tal que los fracasos que lamentan el
Presidente y su ministro no son los de una modernidad frustrada, sino los de un
régimen patrimonialista de raíz señorial que los movimientos políticos como el
peronismo y el kirchnerismo impugnaron haciéndose eco de las demandas
populares. La oligarquía argentina, experta golpista, no lamenta per se las
interrupciones gubernamentales, lo que deplora es la “interferencia” popular en
sus designios. Por ello, el reciente triunfo popular en las PASO es sindicado
como causante de la inestabilidad económica. Las referencias al pasado y al
presente del presidente Macri son inequívocas, más allá de su pobreza
conceptual. Y lo formulado por el Ministro Lacunza es enteramente coherente con
ese paradigma. El antagonismo entre democracia real (soberanía popular) y
mercado (intereses financieros trasnacionales) es postulado por las derechas en
todas partes. El matiz que ha querido añadirle el macrismo a este asunto, para
no ser menos, es el ofuscamiento señorial del patrón de estancia ante los
peones que se le plantan. Por eso, algunos personeros de tercera línea plantean
comprar los votos de sus empleados, mientras suspiran por “los viejos buenos
tiempos…”
Germán Ibañez