viernes, 27 de septiembre de 2019

Reflexiones (libres) acerca del documental La educación en movimiento


El documental La educación en movimiento, de los realizadores Malena Noguer y Martín Ferrari, propone una mirada panorámica sobre algunas experiencias latinoamericanas de educación popular llevadas adelante por una serie de movimientos sociales. Los testimonios recogidos de los protagonistas de esas experiencias contienen una gran densidad política y conceptual, la obra de conjunto abunda en inquietudes sugerentes, y hay además escenas de cierta belleza. En lo que sigue no haremos un comentario pormenorizado del documental, al cual recomendamos ver, sino más bien delinear una serie de reflexiones que nos inspiró su visionado.
Las experiencias de educación popular de los movimientos sociales contemporáneos son el resultado de la articulación de las voluntades de personas y grupos diversos. De diferentes clases sociales. En cierta medida, se trata de una “alianza” social en la cuales e cruzan voluntariamente saberes académicos o letrados y saberes populares asentados en cursos históricos populares prolongados. Hace ya unos cuantos años, el antropólogo Adolfo Colombres proponía, en un artículo publicado en la revista Cuadernos para la Emancipación, la alianza entre la cultura académica y las culturas indígenas-populares como una clave para la liberación del continente. Es posible extender ese esquema planteado por Colombres a los colectivos urbanos más diversos. Se trata también del cruce, inevitablemente azaroso, de culturas militantes, que buscan sistematicidad y coherencia, con amplias y difusas culturas populares. Los vasos comunicantes entre ambas culturas no están dados de una vez y para siempre. Se establecen de modo voluntario y se mantienen trabajosamente. Diversas dinámicas sociales “acercan o alejan” a diferentes grupos o clases en las sociedades contemporáneas más allá de su conciencia o voluntad; por ejemplo, el ciclo económico, que cohesiona ciertos conglomerados sociales o los hace estallar por el aire. Aquí nos referimos a otra cosa. En las experiencias reseñadas, como de modo más genérico en el despliegue amplio de las formas de organización popular, se trata de un hecho de conciencia, dirigido al establecimiento de otras relaciones sociales diferentes a aquellas impuestas por la desigual distribución de los recursos y el poder.
Puede advertirse, en las experiencias de educación popular relevadas en el documental, miradas que superan los particularismos y lo corporativo. Es inevitable el enraizamiento de los movimientos sociales en sujetos, territorios y problemáticas determinadas. No existe el movimiento social universal. Por el contrario, cuando el enraizamiento es profundo, las fortalezas de los colectivos son más evidentes. Pero sí se desarrollan desde esas bases humanas y territoriales, miradas con proyección nacional y global. En el proyecto educativo de los movimientos sociales se comparte y se reflexiona sobre una experiencia internacional. Lo contrario sería equivalente a postular que no se puede aprender del otro/a. Esa perspectiva es clave, y está en el bagaje de las mejores tradiciones latinoamericanas; pensemos en un José Martí, por ejemplo. O en uno de los padres de la educación popular: Simón Rodríguez.
La cuestión estratégica está en la creación del sujeto popular. Lo cual, no constituye una novedad por cierto, pues esa problemática está en el corazón del proyecto pedagógico de Simón Rodríguez. Pero esa creación no es indeterminada. Siempre se trata de personas y grupos realmente existentes, en relaciones sociales determinadas que se impugnan trabajosamente en tanto quiere alumbrarse otras nuevas y mejores. Es decir, entramados históricamente concretos de clases sociales. El núcleo más duro de las relaciones sociales, que no se puede desanudar solo con el pensamiento o el deseo, está atado al control de los recursos estratégicos, a la distribución del ingreso, a la trama de dominaciones y subalternidades. La conformación de los sujetos populares comienza en el reconocimiento crítico de esas desigualdades, y en la organización para enfrentarlas.
En ese camino, la educación popular contribuye no solo al autoconocimiento, sino a la creación de cierta mística, de cierto orgullo, elemento imposible de cuantificar pero sin cuya presencia puede presumirse el derrumbe de las experiencias de organización popular. Mucho más en una época en la cual uno de los rasgos de la ideología de la dominación es el desencanto. Las identidades que se recrean en los movimientos sociales y sus experiencias de educación popular no están a salvo de los vendavales de la historia por cierto, pero representan el esfuerzo consciente por asumir un destino propio.
El conocimiento que se construye en el cruce de saberes, y las identidades que se recrean en la articulación de voluntades y el reconocimiento de la diversidad, son activos invaluables en las experiencias de educación popular. La educación en movimiento nos ofrece una mirada posible a todo ello.

Germán Ibañez

viernes, 20 de septiembre de 2019

Marx e Irlanda: reflexiones sobre el colonialismo


En fecha reciente, el vicepresidente del Estado boliviano, Álvaro García Linera, presentó un volumen con escritos inéditos de Marx reunidos bajo el título de Colonialismo. El propio García Linera aclaró que, en rigor de verdad, son anotaciones y comentarios de Marx; no se trata de artículos u otros escritos terminados que hubieran quedado sin publicar. Es decir, se trata de un material de interés para los investigadores, y los lectores con curiosidad por conocer un poco más la trastienda del pensamiento de Marx. Lo que sí queda claro es que futuras investigaciones sobre las opiniones de Marx acerca del colonialismo y la llamada “cuestión nacional” podrán sacar provecho del importante cúmulo de escritos suyos que han permanecido inéditos o que tuvieron limitadísima circulación. Con los textos ya publicados y de amplio acceso, se han producido, a lo largo de las décadas, numerosos abordajes, tanto en quienes se acercaron a la obra de Marx con un interés primordialmente intelectual, como por parte de los movimientos políticos inspirados en el ideal socialista. También por referentes de los movimientos de liberación nacional en Asia, África y América Latina.
En las aproximaciones a Marx directamente relacionadas a la política, han incidido los avatares de procesos históricos concretos, especialmente la Revolución Rusa de 1917, que permitió la irradiación posterior del pensamiento de Lenin acerca de la cuestión nacional. Otros enfoques, como el llamado “austro-marxismo” de Otto Bauer, tuvieron una mucha más limitada circulación. Evidentemente, el éxito de un proceso revolucionario es lo que ha condicionado el prestigio de las elaboraciones ideológicas vinculadas a esas historias concretas. No se trata, de todas formas, de una fatalidad insalvable. Piénsese por ejemplo en la operación político-intelectual del comunismo italiano de la inmediata segunda posguerra, que permitió dar a conocer el pensamiento de Antonio Gramsci.
Otra cuestión que ha impactado en los estudios sobre la cuestión colonial en Marx es el desigual acceso a sus escritos a lo largo del tiempo. García Linera reseñó, en su presentación, este problema en lo referido a Latinoamérica en el siglo XX, y la azarosa circulación de ediciones de Marx en castellano. Con el tiempo se fue engrosando la magnitud del material impreso que circulaba a disposición de los lectores, pero, en lo referido al problema del colonialismo y la cuestión nacional, quedaron en pie dos dificultades también mencionadas por García Linera. La primera es que clarísimamente la cuestión del colonialismo no constituyó la preocupación más presente en la obra de Marx, y se hace necesario rastrear las alusiones al tema en diferentes pasajes de los escritos más conocidos, en artículos, en la correspondencia, en referencias incidentales, etc. Cierto es, de todas formas, que las investigaciones acerca de la obra cumbre de Marx, El Capital, fueron poniendo de relieve la importancia que su autor le asignaba a la explotación colonial en el ascenso de la civilización capitalista. 
La otra dificultad es que, evidentemente, a lo largo de la evolución intelectual de Marx, fue cambiando su conocimiento y opiniones sobre el colonialismo y problemas conexos a él. La sacralización del pensamiento de Marx en el siglo XX y el aleatorio acceso a sus escritos condujeron a más de un equívoco. Muy especialmente a “congelar” la mirada de Marx sobre esos problemas en las opiniones laudatorias que él formuló sobre la rapiña estadounidense al territorio mexicano, o sus artículos de la década de 1850 acerca de la colonización británica en la India. En esos artículos justifica la expansión capitalista como una fatalidad necesaria que, al impulsar el desarrollo de las fuerzas productivas, crea las condiciones para un ulterior paso a formas sociales más elevadas. La conquista británica tendría así una función destructora de la vieja sociedad india, con todas las calamidades asociadas a esa destrucción, pero también regeneradora en cuanto impulsaba la transformación capitalista. Sin embargo, no puede decirse que la mirada de Marx haya quedado fijada en esos artículos. Con el tiempo se conocieron sus preocupaciones de los últimos años, acerca de la posibilidad de una transición directa de la comunidad campesina al socialismo en Rusia, sin la necesidad de pasar por el sacrificio social inherente a la transformación capitalista. La reflexión sobre una “periferia” (como era la Rusia del siglo XIX) del área medular del sistema capitalista mundial, y sobre la posibilidad de diferentes vías de evolución social, tiene una evidente relación con la cuestión del colonialismo. Manifiestamente, sobre estos asuntos, resultarán de gran importancia aquellos tramos poco conocidos de la obra de Marx, y la publicación del ingente cuerpo de su escritura inédita. Puesto que su pensamiento estaba en evolución sobre estos tópicos, puede presumirse que se hallarán indicios de ello en lo que permanece no publicado. También parece evidente la necesidad de un relevamiento de los escritos de Engels, dada la estrecha comunión intelectual de ambos pensadores.
Esta referencia a Engels es oportuna para reseñar brevemente una preocupación compartida por Marx: la cuestión de Irlanda. En el análisis de la lucha nacionalista irlandesa puede advertirse, hacia la década de 1870, una maduración de la mirada sobre el colonialismo, contrastante en cierta forma con las opiniones que Marx vertiera en artículos periodísticos de la década de 1850. La importancia de esas referencias a Irlanda, presentes en la Correspondencia de Marx o reproducidas en volúmenes que compilan escritos que aluden al colonialismo (como los publicados por la Editorial Progreso), han sido destacadas, justificadamente, por diversos analistas. Una buena aproximación puede encontrarse en las páginas que le dedica al tema Jorge Enea Spilimbergo en su libro La cuestión nacional en Marx.
Alrededor de 1870, Marx y Engels corrigen y reelaboran sus opiniones sobre la cuestión irlandesa en informes y cartas. El movimiento nacional irlandés era, para cualquier observador europeo atento de aquellos años, un asunto candente. Es importante tener en cuenta que, para Marx, el grado de progresividad histórica que representan las luchas nacionales concretas son la clave de su legitimidad. Es decir, que no hay una valoración universal ni una reivindicación de todos ellos. No estamos aún frente a la legitimación principista de la autodeterminación de las naciones que encontraremos, décadas después, en Lenin. Así, si ciertas luchas merecían su especial atención como era el caso irlandés o el de Polonia, no sucedía lo mismo con otras. Funcionaba para Marx y Engels el “principio del umbral” que Eric Hobsbawm reseñaría al estudiar el movimiento de las nacionalidades decimonónico (Naciones y nacionalismo desde 1780). Evidentemente, la cuestión nacional y colonial asumía relevancia a los ojos de Marx y Engels en relación a la expansión capitalista y no a la afirmación culturalista o identitaria.
 Pero lo interesante de su análisis de la experiencia irlandesa está en la vinculación entre la lucha anticolonialista y las perspectivas emancipatorias en los centros capitalistas. Por eso dijimos que estas reflexiones parecen la contracara de los artículos sobre la colonización británica en la India. Si en esps artículos el despliegue inclemente de la expansión capitalista de los centros sobre las periferias habilita el progreso histórico, en las referencias posteriores a la cuestión irlandesa es la revolución nacional y anticolonial la que incide en el desbloqueo del cambio social en las metrópolis. Está aquí en germen la perspectiva luego desarrollada por Lenin del eslabón débil del sistema.
En un informe de 1870, Marx señala que Irlanda es el baluarte del “landlordismo” inglés, piedra angular de la dominación capitalista británica, y que allí hay que buscar la explicación del quietismo social en Inglaterra. Por el contrario, la lucha es potencialmente más revolucionaria en Irlanda por la concentración de la propiedad de la tierra y por la existencia de una cuestión nacional. Es decir, por la sujeción a Inglaterra, cada vez más cuestionada por importantes contingentes de la población irlandesa. En tanto que la estabilidad en Inglaterra está dada por la explotación sobre la economía irlandesa y por la propia división de la clase obrera residente en la isla británica. Con la inmigración de trabajadores irlandeses, la burguesía británica se provee de mano de obra barata y además divide a la clase obrera en dos facciones “nacionales” hostiles. El obrero inglés por un lado, que ve en el inmigrante irlandés a un competidor desleal que baja su salario. El trabajador irlandés por el otro, que percibe en el proletario inglés a un cómplice de la opresión nacional sobre su país de origen. Al mismo tiempo, la agitación independentista irlandesa es utilizada por los británicos como pretexto para mantener un gran ejército permanente.
Ahora bien, la dominación sobre la periferia es también la inhibición de las fuerzas transformadoras en la propia metrópoli: “El pueblo que subyuga a otro pueblo forja sus propias cadenas”. Parece resonar el alegato del Inca Yupanqui en las Cortes convocadas en España en 1812: “un pueblo que oprime a otro no merece ser libre”. A su turno, José Martí formulará expresiones parecidas. Pero Marx se refiere más específicamente a la división en la clase obrera en la metrópoli, y la necesidad de subsanar esa cuestión. Por eso, a su juicio, el programa de la Asociación Internacional debía asumir la causa de la libertad de Irlanda: golpear el reaseguro de la burguesía británica como condición imprescindible para la liberación de la clase obrera inglesa.
Insistirá de diversos modos en esa idea. En carta a Sigfrido Meyer y a Augusto Vogt en abril de 1870 afirmará que la caída de la dominación inglesa en Irlanda creará las condiciones simultáneas para la revolución campesina irlandesa y la lucha obrera en Inglaterra. Esto pone de relieve al problema agrario y la lucha campesina como forma primordial de la cuestión social en Irlanda. Queda ahí latente una vía de reflexión sobre las luchas campesinas, a las que tanto Marx como Engels prestaron atención en otros escritos (en su momento habían criticado a los fenianos irlandeses por las formas “conspirativas” de lucha y no recurrir a la lucha de masas). Irlanda es la periferia rural y al mismo tiempo, provee de mano de obra barata a la industria metropolitana. Inglaterra era, a ojos de Marx, el centro indudable del capitalismo, y por lo tanto donde podían verificarse las tendencias transformadoras más profundas. Pero para acelerar la revolución en ella, no había otra alternativa que la revolución en la periferia. En este caso: la independencia de Irlanda. De acuerdo con ese diagnóstico, la revolución irlandesa era relevante en términos estratégicos, más allá de simpatías o solidaridades: “La tarea especial del Concejo Central de Londres [de la Internacional] es despertar en la clase obrera inglesa la conciencia de que la emancipación nacional de Irlanda no es para ella una cuestión abstracta de justicia o filantropía sino la primera condición de su propia emancipación social”.
Esos pasajes sobre la revolución irlandesa son claros indicios de los matices y dimensiones que en el pensamiento de Marx asumía la cuestión del colonialismo. Y de una búsqueda que no había cesado. Hay que correlacionarlos con escritos más tempranos, con su análisis de la acumulación primitiva del capital y la expoliación colonial, con sus indagaciones acerca de diversas vías de evolución de las sociedades. Aquello de su escritura que aún permanece inédito en castellano, o es de difícil acceso, puede contribuir a echar luz sobre estos temas.

Germán Ibañez

martes, 10 de septiembre de 2019

El nacionalismo democrático popular de Manuel Ortiz Pereyra


Se recuerda en ocasiones al dirigente yrigoyenista Manuel Ortiz Pereyra como uno de los precursores de FORJA, el agrupamiento antiimperialista de la década de 1930 liderado por Arturo Jauretche. Una excelente aproximación a su pensamiento es el libro que le dedica Norberto Galasso, Testimonios del precursor de FORJA: Manuel Ortiz Pereyra, editado originalmente por el CEAL en los años ‘80 (hay edición más reciente de Edulp, 2006). En efecto, hay una clara afinidad entre los postulados de Ortiz Pereyra, y las ideas luego desarrolladas por Arturo Jauretche, cimentadas en la común militancia yrigoyenista y en una posición que aunaba nacionalismo con democracia y justicia social. Son esos ejes político-ideológicos los que permiten recortar nítidamente los contornos de un nacionalismo popular en la Argentina de las primeras décadas del siglo XX, contrapuesto a otras vertientes también denominadas nacionalistas, pero caracterizadas por un contenido claramente conservador. Juan José Hernández Arregui se ocupa de esos nacionalismos de derecha en un capítulo entero de su libro La formación de la conciencia nacional, deslindándolo del nacionalismo popular forjista, aunque les reconoce aportes relevantes en campos como el revisionismo histórico, especialmente a partir de 1933. Por otra parte, el acercamiento entre socialismo y nación, como el que promovía por aquellos mismos años Manuel Ugarte, nos da otra pista de preocupaciones similares a las que animaban al incipiente nacionalismo popular.
Una rápida ojeada al contexto latinoamericano de la época nos muestra la progresiva eclosión del fenómeno del nacionalismo popular, muy especialmente en México desde la Revolución de 1910. Tampoco pueden olvidarse los cruces entre marxismo y nacionalismo, como los que se verificarían con la polémica político-intelectual que sostuvieron en los años ‘20 los peruanos José Carlos Mariátegui y Víctor Raúl Haya de la Torre, o entre éste último y el cubano Julio Mella. Las aleaciones ideológicas eran variadas como diferentes las circunstancias nacionales de aquellos países: indigenismo, socialismo, agrarismo. Pero hay rasgos que comienzan a caracterizar al conjunto, hacia las décadas de 1920-1930: la centralidad de la economía, el filo antiimperialismo, la presencia del “pueblo” como sujeto. En esas coordenadas hay que ubicar el pensamiento de Manuel Ortiz Pereyra.
Cuando se señala la filiación yrigoyenista de Ortiz Pereyra y de Jauretche, queda en evidencia una raíz del nacionalismo popular argentino: el liberalismo nacional, vertiente claramente diferenciada de la corriente hegemónica del liberalismo argentino, de cuño oligárquico. Esa contraposición no resultaba inadvertida para los protagonistas, y otra figura eminente, Raúl Scalabrini Ortiz, quiso dar cuenta de ella con la fórmula de “las dos rutas de Mayo”. Una vía es encarnada por Bernardino Rivadavia, y desemboca en los constructores del Estado oligárquico; la otra vía es la del liberalismo jacobino de Mariano Moreno, que Scalabrini Ortiz reconoce como antecedente del nacionalismo popular. De manera más inmediata, la raíz yrigoyenista vinculaba a ese nacionalismo con el ascenso democrático de las masas; es decir con la experiencia de los movimientos nacionales que, de una manera u otra, cuestionaban el orden oligárquico.
El movimiento nacional de las primeras décadas del siglo XX no dejaba de estar atravesado por profundas contradicciones (muy especialmente su escasa comprensión de la cuestión obrera o incluso de la importancia de impulsar el crecimiento industrial), pero había contribuido a sentar ciertas bases que habrían de perdurar. Entre ellas: la idea de democracia como soberanía popular, en oposición al republicanismo formal de liberalismo oligárquico; un rol más activo del Estado en la economía; la propiedad pública sobre los recursos estratégicos (YPF); una mayor sensibilidad social, aunque insistimos que en este punto el yrigoyenismo desnudó sus más severas inconsistencias.
En el seno de ese movimiento nacional plebeyo pero aún enfrascado en las claves del liberalismo nacional decimonónico, se destaca por su modernidad antiimperialista Manuel Ortiz Pereyra. Él profundizará en los ejes más arriba señalados, y también compartirá inevitablemente alguna de las inconsistencias del radicalismo de su época
Un elemento clave es su reivindicación de la soberanía popular como una conquista “revolucionaria”, ganada por el radicalismo en los episodios insurreccionales de 1893 y 1905). Es decir, la democracia no desciende de los cielos, legada por los padres fundadores del Estado oligárquico (que no dudaban de la conveniencia de “postergar” la participación ciudadana como establece la formula alberdiana de la República posible). El pueblo es el sujeto de su propia “redención”, término este último caro al radicalismo de entonces, pero que devela una raíz posible del “solo el pueblo salvará al pueblo” de décadas posteriores.
El protagonismo popular no es solo aquel del inmediato presente, sino una recurrente de la historia argentina, piensa Ortiz Pereyra. Pero el estudio de esa historia, le revela otro protagonista, solo que esta vez antagónico a sus ideales de redención nacional: el colonialismo. Manuel Ortiz Pereyra alerta sobre una línea histórica de colonialismo, a contrapelo de una historia “oficial” que establecía la independencia del país, de una vez y para siempre, en 1816. El colonialismo resultó más pertinaz que la simple sujeción a la Corona ibérica: la independencia de España no se tradujo en la emancipación económica y cultural del país. En El SOS de mi pueblo dirá: “Por una circunstancia ocasional de la Historia de Europa, nuestra emancipación política fue un acontecimiento improvisado. La idea y la acción libertadoras surgieron en virtud de que la madre patria zozobraba entre el peligro de ser conquistada por Francia y el desfallecimiento de su reyecía corrupta y sin capacidad para el gobierno de América… Los Gobiernos de la Gran Bretaña nos brindaron el honor de su amistad, ayudándonos a independizarnos de España y asegurándonos nuestra emancipación de cualquier tutela que no fuera la suya, en lo económico”. La subordinación económica a Inglaterra fue desde entonces una realidad, que continuó en la era de la organización nacional y del “progreso” de finales del siglo XIX. Anticipando a Scalabrini Ortiz, Manuel Ortiz Pereyra sindica a los británicos como los verdaderos directores de la vida económica nacional, que orientan en función de sus intereses.
Sin dejar de destacar esa centralidad del fenómeno colonialista en su faceta económica, Ortiz Pereyra llama la atención sobre otra arista del problema: el colonialismo cultural. La economía se asienta en la cultura, y ambas son coloniales. Para denunciar ese colonialismo cultural, Ortiz Pereyra recurre a una prosa popular que es antecesora de la escritura jauretcheana. Así desarrolla la fórmula de los “aforismos sin sentido”, de notoria afinidad con las zonceras criticadas por Jauretche años después. Algunos es esos axiomas eran: “América para la humanidad”, “Debemos ahorrar sobre el hambre y la sed de los argentinos”, “Comprar a quien nos compra”, “El Estado es mal administrador”. Este último se ha resistido a abandonar el imaginario de los argentinos; era tan funesto entonces como ahora.
El desafío de encarar la emancipación económica y cultural suponía atender, simultáneamente, a las dos dimensiones del fenómeno colonialista. Puntualmente, la independencia económica es postulada por Ortiz Pereyra como una “tercera emancipación”. La primera fue la independencia de España; la segunda la democratización del Estado con el yrigoyenismo; la tercera deberá ser la plena emancipación económica del país. Desde ese mirador, el nacionalismo no pasa por la liturgia patriótica, sino por la conquista de la autodeterminación nacional. En su prédica, Ortiz Pereyra denuncia los nudos estratégicos controlados por el capital extranjero: los transportes y la comercialización. A través de esos nudos, el capital extranjero se apropia de una parte del excedente creado por los productores locales. Cuando Ortiz Pereyra piensa en esos productores, identifica a segmentos como los chacareros o incluso los trabajadores, pero no aparece la burguesía industrial. Como sucedía en general con la UCR de esa época, no hay en Ortiz Pereyra una reflexión sistemática sobre la industrialización.
Para cuestionar el colonialismo económico, Ortiz Pereyra recurre en ocasiones a los aforismos sin sentido y al humor, como en la anécdota del “chico de la bicicleta”, que informaba las cotizaciones bursátiles y desnudaba la fachada de solvencia informativa imparcial construida por la prensa de entonces. Y es que el plano de la construcción de sentidos, del imaginario, de la cultura, resultaba esencial. Aquí Ortiz Pereyra propone una verdadera batalla: por un pensamiento científico y una idea “activa” en la construcción del conocimiento. Se trata de una crítica al pensamiento especulativo y a la tradicional cultura de la imitación de cuño oligárquico. El colonialismo cultural se caracterizaba por la aceptación de todo lo europeo como superior a lo americano, y su corolario: el calco y la copia.
En esa lucha, es fundamental el aporte de los artistas e intelectuales. El verdadero artista cumple una alta función social, más allá del simple entretenimiento. En la lucha anticolonial se requiere un intelectual comprometido, y va aquí otra configuración cultural perdurable, que eclosionaría con fuerza mucho después. Dirá: “Cuando la patria se ve invadida por ideas y por capitalistas extranjeros que la sojuzgan, esos intelectuales deben empuñar sus más bruñidas armas para repeler tan enorme agresión. La patria debe gobernarse por si misma en lo económico y en lo cultural, como se gobierna libremente en lo político”. El país colonial, con sus límites, no ofrece, por otro lado, plenas oportunidades de realización para los artistas y escritores, salvo una minoría que logra integrar la superestructura. En ese sentido, hay una identidad sustancial entre desarrollo nacional y cultura nacional. Las alternativas eran de hierro: la inacción (el intelectual como peso muerto) o la vocación política: “En tales condiciones, esos literatos, a secas, resultan un peso muerto para la sociedad. No hacen política a pesar de que la política en una democracia incipiente como la nuestra, sería la más justa aplicación de las nobles actividades de los idealistas”. Más duras son sus palabras para con los intelectuales oligárquicos. A ellos los llama los “descuidistas del pensamiento”: distraen la atención de las personas mientras las empresas extranjeras les vacían los bolsillos.
Tal vez lo más sugerente de esa filiación del nacionalismo popular en la matriz de los grandes movimientos nacionales sea la mirada hacia el propio interior, para echar luz sobre las tensiones internas, las contradicciones. Ortiz Pereyra reconoce la naturaleza socio-histórica del personalismo yrigoyenista: también indaga sobre sus límites. Lejos de la diatriba histórica de la oligarquía contra el “caudillismo”, presunta expresión de la barbarie de las masas, Ortiz Pereyra se pregunta acerca del fenómeno del liderazgo. Sostendrá que: “El pueblo es personalista, no porque la persona de Yrigoyen le agrade o le desagrade, ya que apenas la conoce, sino porque esa persona es una Idea, la Idea misma de la Reparación, alzada por Yrigoyen hasta las alturas de un verdadero apostolado”. Hay una relación entre liderazgo y capacidad de presentar una perspectiva a la vez utópica y asequible, de interpelar intereses e ideales. El liderazgo personalista expresa demandas sociales profundas, por lo tanto, no está fuera de la historia, y muta. Con cierta capacidad profética, Ortiz Pereyra dirá: “Para reemplazar a Yrigoyen como ídolo popular será preciso que aparezca en el escenario de la República un argentino capaz de redimir al pueblo de su esclavitud económica, como él fue capaz de redimirlo de la esclavatura política y como la Revolución de Mayo lo redimió de España”. La construcción del liderazgo no es capricho, ni tampoco el resultado lineal de las dotes personales de un dirigente político; es expresión de hondas necesidades históricas y sociales. Ello explica su perdurabilidad una vez que cristaliza, pero no está salvo por ello del “vendaval de la historia”. Ortiz Pereyra pensaba en la autocrítica política e ideológica, no para liquidar la herencia sino para ir más allá. Aquí está su más fina contribución a la tradición del nacionalismo democrático y popular.

Germán Ibañez