Se recuerda en ocasiones al dirigente
yrigoyenista Manuel Ortiz Pereyra como uno de los precursores de FORJA, el
agrupamiento antiimperialista de la década de 1930 liderado por Arturo
Jauretche. Una excelente aproximación a su pensamiento es el libro que le
dedica Norberto Galasso, Testimonios del
precursor de FORJA: Manuel Ortiz Pereyra, editado originalmente por el CEAL
en los años ‘80 (hay edición más reciente de Edulp, 2006). En efecto, hay una
clara afinidad entre los postulados de Ortiz Pereyra, y las ideas luego
desarrolladas por Arturo Jauretche, cimentadas en la común militancia
yrigoyenista y en una posición que aunaba nacionalismo con democracia y justicia
social. Son esos ejes político-ideológicos los que permiten recortar
nítidamente los contornos de un nacionalismo popular en la Argentina de las
primeras décadas del siglo XX, contrapuesto a otras vertientes también
denominadas nacionalistas, pero caracterizadas por un contenido claramente
conservador. Juan José Hernández Arregui se ocupa de esos nacionalismos de
derecha en un capítulo entero de su libro La
formación de la conciencia nacional, deslindándolo del nacionalismo popular
forjista, aunque les reconoce aportes relevantes en campos como el revisionismo
histórico, especialmente a partir de 1933. Por otra parte, el acercamiento
entre socialismo y nación, como el que promovía por aquellos mismos años Manuel
Ugarte, nos da otra pista de preocupaciones similares a las que animaban al incipiente
nacionalismo popular.
Una rápida ojeada al contexto latinoamericano
de la época nos muestra la progresiva eclosión del fenómeno del nacionalismo
popular, muy especialmente en México desde la Revolución de 1910. Tampoco pueden
olvidarse los cruces entre marxismo y nacionalismo, como los que se
verificarían con la polémica político-intelectual que sostuvieron en los años ‘20
los peruanos José Carlos Mariátegui y Víctor Raúl Haya de la Torre, o entre éste
último y el cubano Julio Mella. Las aleaciones ideológicas eran variadas como
diferentes las circunstancias nacionales de aquellos países: indigenismo,
socialismo, agrarismo. Pero hay rasgos que comienzan a caracterizar al
conjunto, hacia las décadas de 1920-1930: la centralidad de la economía, el
filo antiimperialismo, la presencia del “pueblo” como sujeto. En esas
coordenadas hay que ubicar el pensamiento de Manuel Ortiz Pereyra.
Cuando se señala la filiación yrigoyenista de
Ortiz Pereyra y de Jauretche, queda en evidencia una raíz del nacionalismo
popular argentino: el liberalismo nacional,
vertiente claramente diferenciada de la corriente hegemónica del liberalismo
argentino, de cuño oligárquico. Esa contraposición no resultaba inadvertida
para los protagonistas, y otra figura eminente, Raúl Scalabrini Ortiz, quiso
dar cuenta de ella con la fórmula de “las
dos rutas de Mayo”. Una vía es encarnada por Bernardino Rivadavia, y
desemboca en los constructores del Estado oligárquico; la otra vía es la del
liberalismo jacobino de Mariano Moreno, que Scalabrini Ortiz reconoce como
antecedente del nacionalismo popular. De manera más inmediata, la raíz yrigoyenista
vinculaba a ese nacionalismo con el ascenso democrático de las masas; es decir
con la experiencia de los movimientos
nacionales que, de una manera u otra, cuestionaban el orden oligárquico.
El movimiento nacional de las primeras décadas
del siglo XX no dejaba de estar atravesado por profundas contradicciones (muy
especialmente su escasa comprensión de la cuestión obrera o incluso de la
importancia de impulsar el crecimiento industrial), pero había contribuido a sentar
ciertas bases que habrían de perdurar. Entre ellas: la idea de democracia como soberanía popular, en oposición al
republicanismo formal de liberalismo oligárquico; un rol más activo del Estado
en la economía; la propiedad pública sobre los recursos estratégicos (YPF); una
mayor sensibilidad social, aunque insistimos que en este punto el yrigoyenismo
desnudó sus más severas inconsistencias.
En el seno de ese movimiento nacional plebeyo
pero aún enfrascado en las claves del liberalismo nacional decimonónico, se
destaca por su modernidad antiimperialista Manuel Ortiz Pereyra. Él
profundizará en los ejes más arriba señalados, y también compartirá inevitablemente
alguna de las inconsistencias del radicalismo de su época
Un elemento clave es su reivindicación de la soberanía popular como una conquista “revolucionaria”,
ganada por el radicalismo en los episodios insurreccionales de 1893 y 1905). Es
decir, la democracia no desciende de los cielos, legada por los padres fundadores
del Estado oligárquico (que no dudaban de la conveniencia de “postergar” la
participación ciudadana como establece la formula alberdiana de la República
posible). El pueblo es el sujeto de
su propia “redención”, término este último caro al radicalismo de entonces,
pero que devela una raíz posible del “solo el pueblo salvará al pueblo” de
décadas posteriores.
El protagonismo popular no es solo aquel del
inmediato presente, sino una recurrente de la historia argentina, piensa Ortiz
Pereyra. Pero el estudio de esa historia, le revela otro protagonista, solo que
esta vez antagónico a sus ideales de redención nacional: el colonialismo. Manuel
Ortiz Pereyra alerta sobre una línea histórica de colonialismo, a contrapelo de
una historia “oficial” que establecía la independencia del país, de una vez y
para siempre, en 1816. El colonialismo resultó más pertinaz que la simple
sujeción a la Corona ibérica: la independencia de España no se tradujo en la emancipación económica y cultural del
país. En El SOS de mi pueblo dirá: “Por
una circunstancia ocasional de la Historia de Europa, nuestra emancipación
política fue un acontecimiento improvisado. La idea y la acción libertadoras
surgieron en virtud de que la madre patria zozobraba entre el peligro de ser
conquistada por Francia y el desfallecimiento de su reyecía corrupta y sin capacidad
para el gobierno de América… Los Gobiernos de la Gran Bretaña nos brindaron el
honor de su amistad, ayudándonos a independizarnos de España y asegurándonos
nuestra emancipación de cualquier tutela que no fuera la suya, en lo económico”.
La subordinación económica a Inglaterra fue desde entonces una realidad, que
continuó en la era de la organización nacional y del “progreso” de finales del
siglo XIX. Anticipando a Scalabrini Ortiz, Manuel Ortiz Pereyra sindica a los
británicos como los verdaderos directores de la vida económica nacional, que
orientan en función de sus intereses.
Sin dejar de destacar esa centralidad del
fenómeno colonialista en su faceta económica, Ortiz Pereyra llama la atención
sobre otra arista del problema: el colonialismo
cultural. La economía se asienta en la cultura, y ambas son coloniales.
Para denunciar ese colonialismo cultural, Ortiz Pereyra recurre a una prosa
popular que es antecesora de la escritura jauretcheana. Así desarrolla la
fórmula de los “aforismos sin sentido”, de notoria afinidad con las zonceras
criticadas por Jauretche años después. Algunos es esos axiomas eran: “América
para la humanidad”, “Debemos ahorrar sobre el hambre y la sed de los argentinos”,
“Comprar a quien nos compra”, “El Estado es mal administrador”. Este último se
ha resistido a abandonar el imaginario de los argentinos; era tan funesto
entonces como ahora.
El desafío de encarar la emancipación económica
y cultural suponía atender, simultáneamente, a las dos dimensiones del fenómeno
colonialista. Puntualmente, la independencia económica es postulada por Ortiz
Pereyra como una “tercera emancipación”. La primera fue la independencia de
España; la segunda la democratización del Estado con el yrigoyenismo; la tercera
deberá ser la plena emancipación económica del país. Desde ese mirador, el nacionalismo
no pasa por la liturgia patriótica, sino por la conquista de la autodeterminación nacional. En su
prédica, Ortiz Pereyra denuncia los nudos estratégicos controlados por el
capital extranjero: los transportes y la comercialización. A través de esos
nudos, el capital extranjero se apropia de una parte del excedente creado por
los productores locales. Cuando Ortiz Pereyra piensa en esos productores,
identifica a segmentos como los chacareros o incluso los trabajadores, pero no
aparece la burguesía industrial. Como sucedía en general con la UCR de esa
época, no hay en Ortiz Pereyra una reflexión sistemática sobre la
industrialización.
Para cuestionar el colonialismo económico,
Ortiz Pereyra recurre en ocasiones a los aforismos sin sentido y al humor, como
en la anécdota del “chico de la bicicleta”, que informaba las cotizaciones
bursátiles y desnudaba la fachada de solvencia informativa imparcial construida
por la prensa de entonces. Y es que el plano de la construcción de sentidos,
del imaginario, de la cultura, resultaba esencial. Aquí Ortiz Pereyra propone una
verdadera batalla: por un pensamiento científico y una idea “activa” en la
construcción del conocimiento. Se trata de una crítica al pensamiento
especulativo y a la tradicional cultura de la imitación de cuño oligárquico. El
colonialismo cultural se caracterizaba por la aceptación de todo lo europeo
como superior a lo americano, y su corolario: el calco y la copia.
En esa lucha, es fundamental el aporte de los
artistas e intelectuales. El verdadero artista cumple una alta función social,
más allá del simple entretenimiento. En la lucha anticolonial se requiere un intelectual comprometido, y va aquí otra
configuración cultural perdurable, que eclosionaría con fuerza mucho después.
Dirá: “Cuando la patria se ve invadida por ideas y por capitalistas extranjeros
que la sojuzgan, esos intelectuales deben empuñar sus más bruñidas armas para
repeler tan enorme agresión. La patria debe gobernarse por si misma en lo
económico y en lo cultural, como se gobierna libremente en lo político”. El
país colonial, con sus límites, no ofrece, por otro lado, plenas oportunidades
de realización para los artistas y escritores, salvo una minoría que logra
integrar la superestructura. En ese sentido, hay una identidad sustancial entre
desarrollo nacional y cultura nacional. Las alternativas eran de hierro: la
inacción (el intelectual como peso muerto) o la vocación política: “En tales
condiciones, esos literatos, a secas, resultan un peso muerto para la sociedad.
No hacen política a pesar de que la política en una democracia incipiente como
la nuestra, sería la más justa aplicación de las nobles actividades de los
idealistas”. Más duras son sus palabras para con los intelectuales
oligárquicos. A ellos los llama los “descuidistas del pensamiento”: distraen la
atención de las personas mientras las empresas extranjeras les vacían los
bolsillos.
Tal vez lo más sugerente de esa filiación del
nacionalismo popular en la matriz de los grandes movimientos nacionales sea la
mirada hacia el propio interior, para echar luz sobre las tensiones internas,
las contradicciones. Ortiz Pereyra reconoce la naturaleza socio-histórica del personalismo yrigoyenista: también
indaga sobre sus límites. Lejos de la diatriba histórica de la oligarquía
contra el “caudillismo”, presunta expresión de la barbarie de las masas, Ortiz
Pereyra se pregunta acerca del fenómeno del liderazgo.
Sostendrá que: “El pueblo es personalista, no porque la persona de Yrigoyen le
agrade o le desagrade, ya que apenas la conoce, sino porque esa persona es una
Idea, la Idea misma de la Reparación, alzada por Yrigoyen hasta las alturas de
un verdadero apostolado”. Hay una relación entre liderazgo y capacidad de
presentar una perspectiva a la vez utópica y asequible, de interpelar intereses
e ideales. El liderazgo personalista expresa demandas sociales profundas, por
lo tanto, no está fuera de la historia, y muta. Con cierta capacidad profética,
Ortiz Pereyra dirá: “Para reemplazar a Yrigoyen como ídolo popular será preciso
que aparezca en el escenario de la República un argentino capaz de redimir al
pueblo de su esclavitud económica, como él fue capaz de redimirlo de la
esclavatura política y como la Revolución de Mayo lo redimió de España”. La
construcción del liderazgo no es capricho, ni tampoco el resultado lineal de
las dotes personales de un dirigente político; es expresión de hondas
necesidades históricas y sociales. Ello explica su perdurabilidad una vez que
cristaliza, pero no está salvo por ello del “vendaval de la historia”. Ortiz
Pereyra pensaba en la autocrítica política e ideológica, no para liquidar la
herencia sino para ir más allá. Aquí
está su más fina contribución a la tradición del nacionalismo democrático y
popular.
Germán Ibañez
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