martes, 10 de septiembre de 2019

El nacionalismo democrático popular de Manuel Ortiz Pereyra


Se recuerda en ocasiones al dirigente yrigoyenista Manuel Ortiz Pereyra como uno de los precursores de FORJA, el agrupamiento antiimperialista de la década de 1930 liderado por Arturo Jauretche. Una excelente aproximación a su pensamiento es el libro que le dedica Norberto Galasso, Testimonios del precursor de FORJA: Manuel Ortiz Pereyra, editado originalmente por el CEAL en los años ‘80 (hay edición más reciente de Edulp, 2006). En efecto, hay una clara afinidad entre los postulados de Ortiz Pereyra, y las ideas luego desarrolladas por Arturo Jauretche, cimentadas en la común militancia yrigoyenista y en una posición que aunaba nacionalismo con democracia y justicia social. Son esos ejes político-ideológicos los que permiten recortar nítidamente los contornos de un nacionalismo popular en la Argentina de las primeras décadas del siglo XX, contrapuesto a otras vertientes también denominadas nacionalistas, pero caracterizadas por un contenido claramente conservador. Juan José Hernández Arregui se ocupa de esos nacionalismos de derecha en un capítulo entero de su libro La formación de la conciencia nacional, deslindándolo del nacionalismo popular forjista, aunque les reconoce aportes relevantes en campos como el revisionismo histórico, especialmente a partir de 1933. Por otra parte, el acercamiento entre socialismo y nación, como el que promovía por aquellos mismos años Manuel Ugarte, nos da otra pista de preocupaciones similares a las que animaban al incipiente nacionalismo popular.
Una rápida ojeada al contexto latinoamericano de la época nos muestra la progresiva eclosión del fenómeno del nacionalismo popular, muy especialmente en México desde la Revolución de 1910. Tampoco pueden olvidarse los cruces entre marxismo y nacionalismo, como los que se verificarían con la polémica político-intelectual que sostuvieron en los años ‘20 los peruanos José Carlos Mariátegui y Víctor Raúl Haya de la Torre, o entre éste último y el cubano Julio Mella. Las aleaciones ideológicas eran variadas como diferentes las circunstancias nacionales de aquellos países: indigenismo, socialismo, agrarismo. Pero hay rasgos que comienzan a caracterizar al conjunto, hacia las décadas de 1920-1930: la centralidad de la economía, el filo antiimperialismo, la presencia del “pueblo” como sujeto. En esas coordenadas hay que ubicar el pensamiento de Manuel Ortiz Pereyra.
Cuando se señala la filiación yrigoyenista de Ortiz Pereyra y de Jauretche, queda en evidencia una raíz del nacionalismo popular argentino: el liberalismo nacional, vertiente claramente diferenciada de la corriente hegemónica del liberalismo argentino, de cuño oligárquico. Esa contraposición no resultaba inadvertida para los protagonistas, y otra figura eminente, Raúl Scalabrini Ortiz, quiso dar cuenta de ella con la fórmula de “las dos rutas de Mayo”. Una vía es encarnada por Bernardino Rivadavia, y desemboca en los constructores del Estado oligárquico; la otra vía es la del liberalismo jacobino de Mariano Moreno, que Scalabrini Ortiz reconoce como antecedente del nacionalismo popular. De manera más inmediata, la raíz yrigoyenista vinculaba a ese nacionalismo con el ascenso democrático de las masas; es decir con la experiencia de los movimientos nacionales que, de una manera u otra, cuestionaban el orden oligárquico.
El movimiento nacional de las primeras décadas del siglo XX no dejaba de estar atravesado por profundas contradicciones (muy especialmente su escasa comprensión de la cuestión obrera o incluso de la importancia de impulsar el crecimiento industrial), pero había contribuido a sentar ciertas bases que habrían de perdurar. Entre ellas: la idea de democracia como soberanía popular, en oposición al republicanismo formal de liberalismo oligárquico; un rol más activo del Estado en la economía; la propiedad pública sobre los recursos estratégicos (YPF); una mayor sensibilidad social, aunque insistimos que en este punto el yrigoyenismo desnudó sus más severas inconsistencias.
En el seno de ese movimiento nacional plebeyo pero aún enfrascado en las claves del liberalismo nacional decimonónico, se destaca por su modernidad antiimperialista Manuel Ortiz Pereyra. Él profundizará en los ejes más arriba señalados, y también compartirá inevitablemente alguna de las inconsistencias del radicalismo de su época
Un elemento clave es su reivindicación de la soberanía popular como una conquista “revolucionaria”, ganada por el radicalismo en los episodios insurreccionales de 1893 y 1905). Es decir, la democracia no desciende de los cielos, legada por los padres fundadores del Estado oligárquico (que no dudaban de la conveniencia de “postergar” la participación ciudadana como establece la formula alberdiana de la República posible). El pueblo es el sujeto de su propia “redención”, término este último caro al radicalismo de entonces, pero que devela una raíz posible del “solo el pueblo salvará al pueblo” de décadas posteriores.
El protagonismo popular no es solo aquel del inmediato presente, sino una recurrente de la historia argentina, piensa Ortiz Pereyra. Pero el estudio de esa historia, le revela otro protagonista, solo que esta vez antagónico a sus ideales de redención nacional: el colonialismo. Manuel Ortiz Pereyra alerta sobre una línea histórica de colonialismo, a contrapelo de una historia “oficial” que establecía la independencia del país, de una vez y para siempre, en 1816. El colonialismo resultó más pertinaz que la simple sujeción a la Corona ibérica: la independencia de España no se tradujo en la emancipación económica y cultural del país. En El SOS de mi pueblo dirá: “Por una circunstancia ocasional de la Historia de Europa, nuestra emancipación política fue un acontecimiento improvisado. La idea y la acción libertadoras surgieron en virtud de que la madre patria zozobraba entre el peligro de ser conquistada por Francia y el desfallecimiento de su reyecía corrupta y sin capacidad para el gobierno de América… Los Gobiernos de la Gran Bretaña nos brindaron el honor de su amistad, ayudándonos a independizarnos de España y asegurándonos nuestra emancipación de cualquier tutela que no fuera la suya, en lo económico”. La subordinación económica a Inglaterra fue desde entonces una realidad, que continuó en la era de la organización nacional y del “progreso” de finales del siglo XIX. Anticipando a Scalabrini Ortiz, Manuel Ortiz Pereyra sindica a los británicos como los verdaderos directores de la vida económica nacional, que orientan en función de sus intereses.
Sin dejar de destacar esa centralidad del fenómeno colonialista en su faceta económica, Ortiz Pereyra llama la atención sobre otra arista del problema: el colonialismo cultural. La economía se asienta en la cultura, y ambas son coloniales. Para denunciar ese colonialismo cultural, Ortiz Pereyra recurre a una prosa popular que es antecesora de la escritura jauretcheana. Así desarrolla la fórmula de los “aforismos sin sentido”, de notoria afinidad con las zonceras criticadas por Jauretche años después. Algunos es esos axiomas eran: “América para la humanidad”, “Debemos ahorrar sobre el hambre y la sed de los argentinos”, “Comprar a quien nos compra”, “El Estado es mal administrador”. Este último se ha resistido a abandonar el imaginario de los argentinos; era tan funesto entonces como ahora.
El desafío de encarar la emancipación económica y cultural suponía atender, simultáneamente, a las dos dimensiones del fenómeno colonialista. Puntualmente, la independencia económica es postulada por Ortiz Pereyra como una “tercera emancipación”. La primera fue la independencia de España; la segunda la democratización del Estado con el yrigoyenismo; la tercera deberá ser la plena emancipación económica del país. Desde ese mirador, el nacionalismo no pasa por la liturgia patriótica, sino por la conquista de la autodeterminación nacional. En su prédica, Ortiz Pereyra denuncia los nudos estratégicos controlados por el capital extranjero: los transportes y la comercialización. A través de esos nudos, el capital extranjero se apropia de una parte del excedente creado por los productores locales. Cuando Ortiz Pereyra piensa en esos productores, identifica a segmentos como los chacareros o incluso los trabajadores, pero no aparece la burguesía industrial. Como sucedía en general con la UCR de esa época, no hay en Ortiz Pereyra una reflexión sistemática sobre la industrialización.
Para cuestionar el colonialismo económico, Ortiz Pereyra recurre en ocasiones a los aforismos sin sentido y al humor, como en la anécdota del “chico de la bicicleta”, que informaba las cotizaciones bursátiles y desnudaba la fachada de solvencia informativa imparcial construida por la prensa de entonces. Y es que el plano de la construcción de sentidos, del imaginario, de la cultura, resultaba esencial. Aquí Ortiz Pereyra propone una verdadera batalla: por un pensamiento científico y una idea “activa” en la construcción del conocimiento. Se trata de una crítica al pensamiento especulativo y a la tradicional cultura de la imitación de cuño oligárquico. El colonialismo cultural se caracterizaba por la aceptación de todo lo europeo como superior a lo americano, y su corolario: el calco y la copia.
En esa lucha, es fundamental el aporte de los artistas e intelectuales. El verdadero artista cumple una alta función social, más allá del simple entretenimiento. En la lucha anticolonial se requiere un intelectual comprometido, y va aquí otra configuración cultural perdurable, que eclosionaría con fuerza mucho después. Dirá: “Cuando la patria se ve invadida por ideas y por capitalistas extranjeros que la sojuzgan, esos intelectuales deben empuñar sus más bruñidas armas para repeler tan enorme agresión. La patria debe gobernarse por si misma en lo económico y en lo cultural, como se gobierna libremente en lo político”. El país colonial, con sus límites, no ofrece, por otro lado, plenas oportunidades de realización para los artistas y escritores, salvo una minoría que logra integrar la superestructura. En ese sentido, hay una identidad sustancial entre desarrollo nacional y cultura nacional. Las alternativas eran de hierro: la inacción (el intelectual como peso muerto) o la vocación política: “En tales condiciones, esos literatos, a secas, resultan un peso muerto para la sociedad. No hacen política a pesar de que la política en una democracia incipiente como la nuestra, sería la más justa aplicación de las nobles actividades de los idealistas”. Más duras son sus palabras para con los intelectuales oligárquicos. A ellos los llama los “descuidistas del pensamiento”: distraen la atención de las personas mientras las empresas extranjeras les vacían los bolsillos.
Tal vez lo más sugerente de esa filiación del nacionalismo popular en la matriz de los grandes movimientos nacionales sea la mirada hacia el propio interior, para echar luz sobre las tensiones internas, las contradicciones. Ortiz Pereyra reconoce la naturaleza socio-histórica del personalismo yrigoyenista: también indaga sobre sus límites. Lejos de la diatriba histórica de la oligarquía contra el “caudillismo”, presunta expresión de la barbarie de las masas, Ortiz Pereyra se pregunta acerca del fenómeno del liderazgo. Sostendrá que: “El pueblo es personalista, no porque la persona de Yrigoyen le agrade o le desagrade, ya que apenas la conoce, sino porque esa persona es una Idea, la Idea misma de la Reparación, alzada por Yrigoyen hasta las alturas de un verdadero apostolado”. Hay una relación entre liderazgo y capacidad de presentar una perspectiva a la vez utópica y asequible, de interpelar intereses e ideales. El liderazgo personalista expresa demandas sociales profundas, por lo tanto, no está fuera de la historia, y muta. Con cierta capacidad profética, Ortiz Pereyra dirá: “Para reemplazar a Yrigoyen como ídolo popular será preciso que aparezca en el escenario de la República un argentino capaz de redimir al pueblo de su esclavitud económica, como él fue capaz de redimirlo de la esclavatura política y como la Revolución de Mayo lo redimió de España”. La construcción del liderazgo no es capricho, ni tampoco el resultado lineal de las dotes personales de un dirigente político; es expresión de hondas necesidades históricas y sociales. Ello explica su perdurabilidad una vez que cristaliza, pero no está salvo por ello del “vendaval de la historia”. Ortiz Pereyra pensaba en la autocrítica política e ideológica, no para liquidar la herencia sino para ir más allá. Aquí está su más fina contribución a la tradición del nacionalismo democrático y popular.

Germán Ibañez

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