Las Fuerzas Armadas de Bolivia anuncian la
realización de “acciones conjuntas” con la policía de ese país para reprimir a
quienes protestan contra el golpe de Estado oligárquico que derrocó al
Presidente Evo Morales. Así comienza la contrarrevolución. Son ellos, y el
resto de los sectores coaligados en el golpismo, los que decretan el tiempo de
la acción directa. Sus acciones carecen completamente de legitimidad y solo
pueden asentarse en la fuerza represiva, la intimidación y un retroceso
colectivo que, de concretarse, justificaría plenamente el término que
utilizamos: contrarrevolución.
Para triunfar, tan profunda deberá ser esa
contrarrevolución que no podrá sostenerse solo en el marketing neoliberal al
uso que campeó en amplias comarcas de Latinoamérica. De allí la manipulación de
símbolos religiosos, que quieren retrotraer la cultura democrática construida
por el pueblo boliviano a la metafísica de la etapa colonial. Esa metafísica
sancionó el orden jerárquico y estamental impuesto a partir de la Conquista.
Por cierto, no fueron pocas las contradicciones y ambigüedades que en su
momento agitaron a las mejores inteligencias de la escolástica de la época, en
España y América. Pero eso fue parte de los dilemas internos a la cultura de
los colonizadores. Para los conquistados el dilema era acatar o morir; resistir
si se podía, o cómo sobrevivir si no.
Si en Bolivia la revolución democrática y
popular de Evo asentó sus mejores logros en las profundas raíces de la
tradición de los movimientos indígenas, campesinos y obreros, la
contrarrevolución en marcha tiene también antiguas raíces. Por eso, quiere
retrotraer la sociabilidad y la cultura de la nueva Bolivia plurinacional a un
orden estamental caduco. Un orden jerárquico en el cual el “indio” es solo mano
de obra, con sus culturas e identidades asoladas. Va de suyo que con sus
derechos y nivel de vida destruidos también.
Con ese programa, que las apelaciones a la “paz”
y la “democracia” no pueden ocultar, la violencia represiva es inevitable. No
hay nada superador a lo construido por el MAS de Evo Morales para ofrecer: ni
en el terreno de la participación democrática popular, ni en el de la gestión
de la economía nacional, ni en el del nivel de vida y los derechos sociales alcanzados.
Y mucho menos en el terreno de la ambiciosa construcción política y de una
República plurinacional, que articulara nacionalidad estatal con nacionalidades culturales. En lugar de
eso: la “humillación del indio”, única manera de reducirlo nuevamente a la
conformidad. Por eso, la violencia represiva es el verdadero programa de los
golpistas, su santo y seña, la fe que esconden tras símbolos religiosos en los
que no creen.
El golpe de Estado se ha concretado, por ahora.
Pero no está claro que esa contrarrevolución vaya a triunfar. Evo Morales y
Álvaro García Linera se han revelado en estos años como líderes excepcionales e
inteligencias preclaras; existe en Bolivia un pueblo consciente de sus derechos
y de las conquistas alcanzadas; la pobreza conceptual y la violencia represiva
de los golpistas no parecen la mejor carta de presentación para “seducir” a la
opinión pública mundial. En todo caso, las cartas se jugarán también más allá
de la geografía de Bolivia, en una escena regional más vasta. De allí la
necesidad absoluta de la solidaridad con Evo y el pueblo boliviano, y
consolidar en nuestra Patria el rumbo nacional-popular con el gobierno de
Alberto Fernández.
Germán Ibañez
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