martes, 14 de septiembre de 2021

Germán Ibáñez: Roca, Rosas y la cuestión indígena

Germán Ibáñez: Roca, Rosas y la cuestión indígena: Por Santiago Asorey El historiador Germán Ibáñez, ex Rector Organizador del IUNMa, y actualmente docente en Historia Argentina de la Facultad de Periodismo y Comunicación Social de la UNLP, conversó con AGENCIA PACO URONDO sobre sobre las figuras históricas de Julio Argentino Roca y Juan Manuel de Rosas. Además, ahondó en los debates del revisionismo y analizó aspectos de la obra de Jorge Abelardo Ramos.

miércoles, 22 de enero de 2020

Lenin, el pueblo y la autodeterminación nacional


A lo largo del siglo XX se constituyó con fuerza el paradigma de la liberación nacional como respuesta histórica de los pueblos de las periferias a los desafíos suscitados por las crisis de la dominación imperialista. La construcción de la nación a través de la movilización de las masas populares fue el eje central. Movimientos nacionales, partidos antiimperialistas, revueltas populares, corrientes de izquierda, líderes de masas, intelectuales revolucionarios, fueron expresiones de ese complejo y heterogéneo horizonte de la liberación nacional. Entre las referencias ineludibles de ese proceso se ubicó la experiencia de la Revolución Rusa de 1917 y la obra político-intelectual de Lenin. Por cierto, existieron expresiones no marxistas, y en ocasiones abiertamente anticomunistas, del paradigma de la liberación nacional. Diversos idearios nacionalistas se desarrollaron en estrecha vinculación con los movimientos concretos de cada región o país, sin vinculación en apariencia con las tesis marxistas, o a veces en contrapunto polémico con algunas de ellas. Otras veces desde los mismos movimientos nacionalistas se generaron fracciones de izquierda, como fue frecuente en Latinoamérica, especialmente después de la Revolución Cubana. El fenómeno de la Guerra Fría en la segunda mitad del siglo XX y los dispositivos contrainsurgentes instrumentados contra la rebelión de los pueblos contribuyeron a nublar las raíces comunes (la crisis del ordenamiento imperial del mundo) del proceso revolucionario ruso de los años 1905-1917 y las revoluciones de las periferias (luego llamadas tercermundistas). Asimismo, corrientes izquierdistas de todo el mundo tendieron a acentuar el ideario internacionalista y anti burgués que se asociaba a la Revolución Rusa, desestimando la centralidad que la problemática de la autodeterminación nacional y la formación de vastas coaliciones populares tuvieron de hecho en el amplio arco de la revolución anticolonial. Por todo ello, puede resultar útil reseñar brevemente algunos puntos relevantes del pensamiento de Lenin acerca de la “revolución nacional” y la constitución del sujeto “pueblo”.
Entre 1905 y 1917 Lenin desarrolla muchos puntos de un pensamiento vinculado a la revolución en los países “atrasados” y más concretamente con la cuestión de la autodeterminación nacional. Para ello debemos ubicar a Lenin como socialista de un “imperio”, la Rusia de los zares, que sin embargo es periférico respecto de los centros capitalistas de Europa. Por ello, le preocupará especialmente los condicionamientos negativos que, según entiende, suponen tanto el escaso y desigual desarrollo industrial-capitalista como la dominación autocrática zarista. También adquirirá suma relevancia a sus ojos la opresión de “minorías nacionales” por parte de la autocracia.  Reflexionará sobre estas cuestiones tanto a la luz de la propia experiencia, especialmente la Revolución de 1905, sin la cual no se entiende el desarrollo peculiar de la socialdemocracia rusa en sus diversas vertientes, como de la aparición de escritos críticos sobre el “imperialismo” (como el trabajo del británico Hobson). Pueden advertirse dos desafíos centrales en la concepción que desarrolla de la autodeterminación nacional: 1) la superación del atraso interno y 2) el anticolonialismo.

La caracterización y las tareas de la revolución en condiciones de atraso socio-económico

El atraso económico se definía por las insuficiencias del desarrollo capitalista, en perspectiva comparativa con los centros industriales. Este fenómeno era claramente percibido por los socialistas del imperio ruso a principios del siglo XX. Dejamos por ahora de lado las discusiones acerca de cómo y por qué la transformación capitalista a escala mundial generaba desarrollo en un polo y atraso en el otro. En el plano que nos interesa comentar, importa señalar que para Lenin una revolución se define por las tareas que debe encarar. Allí donde no existen las “condiciones” que Marx había postulado necesarias para la transformación socialista, la naturaleza de las tareas era democrático-burguesa. Nos referimos a cuestiones como la reforma agraria, la remoción de trabas precapitalistas a la expansión industrial, la modernización y democratización del Estado, la independencia nacional.
Lenin advierte que esta revolución es, sociológicamente, burguesa[i]. Pero su grado de profundidad y su radicalidad está en relación directa con el grado de participación autónoma del factor popular[ii]. En ese sentido es una revolución democrática y popular, como la caracterizarán los comunistas chinos décadas después[iii]. En la era del imperialismo ya no puede contarse con un protagonismo burgués absoluto. Sin embargo, la burguesía periférica existe y no podía obviarse. Los trabajadores por tanto deben participar de la revolución democrática, asegurando su carácter popular y su progresividad histórica, y no aislarse de los procesos políticos concretos con pretextos “antiburgueses”. Claro que en su movilización es menester procurar la conquista de su autonomía como clase y disputar la hegemonía a la burguesía, aliado al que hay que vigilar “como a un enemigo”[iv].
En la lectura de los años previos a la Revolución de 1917 se trataba entonces de impulsar una revolución popular con hegemonía de la clase obrera; el objetivo era establecer un nuevo régimen político, una democracia revolucionaria, bajo la cual, se advertía, continuaban imperando las condiciones de una economía capitalista. Es un rumbo que solo podía sostenerse en una articulación policlasista como base social, verificable también en la composición gubernamental compleja de una democracia revolucionaria. Allí está la noción de pueblo de Lenin, que se refiere a la articulación de clases. Es “pueblo” la clase obrera, los campesinos, los sectores medios (urbanos y rurales)[v]. Como base social de un régimen político de nuevo tipo, el pueblo altera la composición de clase del viejo Estado; la democracia popular ya no un es un simple Estado burgués, sino que debe ser juzgada como etapa en el camino de una más profunda transformación socialista.
El protagonismo popular en la revolución democrática estaba por otra parte dictada por la “incapacidad” de la burguesía periférica de llevar hasta el fin la lucha contra el “antiguo régimen”. En todo caso, la burguesía impulsaría el proceso solo hasta el punto en que alcanza su preeminencia societaria. Queda latente en este planteo la posibilidad de una “revolución interrumpida”. Por el contrario, la estrategia para alcanzar la hegemonía popular era la plena participación de las masas en la lucha nacional y democrática. La “deserción” de los socialistas de esas luchas, con cualquier pretexto anti burgués o sectario, no protegería la pureza de la clase obrera, sino que inhibiría su ascenso hegemónico. Que la revolución democrática y popular fuera sociológicamente burguesa no podía ser una excusa, pues solo la participación popular permitiría crear condiciones para ir más allá. Es decir, no existía horizonte socialista al margen de la participación popular en los amplios movimientos nacionales y democráticos.

La revolución anticolonial y los movimientos nacionales de las periferias

Lenin proyecta su mirada más allá de los límites de la patria rusa y de las formaciones nacionales, sobre la base de que el capitalismo es un sistema mundial imperialista. De acuerdo a su influyente escrito, El imperialismo, etapa superior del capitalismo, con las transformaciones económicas de las últimas décadas del siglo XIX, el mundo se ha dividido en países opresores y países oprimidos, A Lenin le interesa sobre todo sopesar con claridad los cambios principalmente en las economías metropolitanas, pues de ese modo busca explicarse el creciente conservadurismo de las clases obreras europeas a comienzos del siglo XX. En todo caso, la explotación de la fuerza de trabajo de las regiones coloniales y de sus ingentes recursos y riquezas, permiten “atenuar” las contradicciones de clase internas a las formaciones sociales metropolitanas y generan la aparición de una suerte de “aristocracia obrera” que logra sortear la sobreexplotación típica de la época previa, de ascenso de la civilización industrial. La explotación colonial es, por tanto, la base material del reformismo metropolitano y de su democracia.
Para la actualización de la lucha revolucionaria no había por ello otro camino que avanzar en medio de las crisis imperialistas (que Lenin consideraba inmanentes al sistema, con su secuela de guerras y conmociones sociales). Es, claramente, la generalización del análisis que Marx había hecho sobre la lucha revolucionaria irlandesa y la perspectiva socialista en Inglaterra en la década de 1870: solo la “emancipación” de la colonia genera condiciones para la lucha revolucionaria en la metrópoli. Aunque concentrado en la perspectiva de una revolución socialista metropolitana, Lenin abre una vía de reflexión sobre el movimiento anticolonial de las periferias. Línea de pensamiento estratégica que se ahondará luego de 1917, y que en realidad será lo más influyente del leninismo entre los movimientos revolucionarios de Asia, África y América Latina en las décadas subsiguientes. La expresión “la cadena se rompe por el eslabón más débil” quedará como una sumarísima síntesis del punto de partida de su mirada sobre la revolución anti imperialista.  
De especial importancia es su escrito El derecho de las naciones a la autodeterminación (1914). Allí avanza en su caracterización de los movimientos nacionales, como vectores de la transformación capitalista y la fundación de Estados modernos. Hay dos dimensiones en el despliegue de los movimientos nacionales. Una dimensión es la económica, que coincide con el proceso de transformación capitalista nacional y remoción de las trabas remanentes de viejas relaciones sociales. En este plano el movimiento nacional es el camino al desarrollo de un capitalismo nacional. No hay otro; el capitalismo nacional no se genera “espontáneamente” en las periferias ni es el resultado del interés inmediato de las burguesías coloniales. Se asocia a vastos ciclos de movilización popular y conmoción social. La otra dimensión es cultural: el movimiento nacional se vincula también al alcance de una lengua común, que asegure la comunicación y entendimiento entre los sujetos. En cierto modo, destaca la cuestión lingüística dentro de una trama cultural mayor[vi].
Aunque estos factores eran elementos fundamentales del proceso nacionalitario, éste no podía asegurarse sino desde una voluntad política. El concepto de autodeterminación alcanza su plenitud a través de la política, de la acción consciente de fuerzas sociales y dirigencias. El apoyo decidido a la autodeterminación debe ser el eje de la causa popular, y los socialistas no pueden escindirse de él. Si la burguesía local apoya o dirige al movimiento nacional, eso no puede ser motivo para que los socialistas se nieguen a apoyarlo: “En el nacionalismo burgués de cualquier nación oprimida hay un contenido democrático general contra la opresión y a este contenido le prestamos un apoyo incondicional”[vii].
La importancia de la cuestión nacional no hará sino crecer, y Lenin señalará reiteradamente que es la clave revolucionaria: “En Oriente, Asia y África, este movimiento pertenece al porvenir”. La liberación nacional, como la revolución democrática, se desplegaba sobre una historia caracterizada por la expansión capitalista, pero no se congelaba allí. Lenin no pensaba que la revolución anticolonial fuera a producir nuevas versiones de cristalizados regímenes burgueses a imagen y semejanza de las metrópolis. Por el contrario, se avanzaría hacia otro tipo de formas sociales. Se trataba, más que de la estabilización de las burguesías coloniales, de “abrir un camino propio” a los trabajadores.  
Ese era el contenido esencial del movimiento de liberación nacional, cuyas formas exteriores no podían ser sino tan variadas como la vida histórica de las diferentes sociedades. Lenin advierte esto, y por eso afirma que por su contenido es revolucionario, aunque las formas exteriores fueran reformistas o burguesas. Cualquier prescindencia de los socialistas con respecto al movimiento nacional por el hecho de que este se manifestara con formas exteriores burguesas, constituía un grave error. En Balance de una discusión sobre el derecho de las naciones a la autodeterminación, Lenin estudia estos problemas en relación al caso irlandés. Allí pasa revista a variadísimos episodios y formas de lucha que no ofrecen la imagen prístina de un enfrentamiento de una clase frente a otra. Por el contrario, las diversas formas de lucha, los encuadramientos organizativos, las distintas clases sociales participantes, se integran y forman parte de una revolución social compleja; es imposible pensar en un alineamiento puramente clasista de los sujetos, claramente delimitados entre sí. Todos los procesos nacional-populares son contradictorios y polifacéticos: “Quien espera una revolución social ‘pura’ no llegará a verla jamás”[viii].
En 1917 se introducirán nuevos elementos, pues a partir del derrumbe del zarismo y del desencadenamiento de un nuevo ciclo revolucionario popular en Rusia, Lenin se pronuncia por una caracterización socialista de la revolución (Tesis de Abril). Considerará irremisible el derrumbe del régimen burgués y factible asentar un nuevo sistema en las formas de poder popular que parecían desplegarse en los concejos obreros y campesinos. La emergencia de formas de poder popular por un lado y la desarticulación política de la burguesía rusa por el otro lo indujeron en lo inmediato a un excesivo optimismo en cuanto a la posibilidad de avanzar rápidamente al socialismo y en la extensión geográfica de la estela de la revolución al menos a Europa occidental. Por ello revisará en parte sus formulaciones anteriores, postulando que la forma específica del régimen revolucionario que amanecía en Rusia (el “poder soviético”) y la contingente estructura organizativa madurada en la lucha contra el zarismo (el “bolchevismo”, ahora denominado partido comunista) eran rápidamente generalizables. En todo caso, los revolucionarios de cada región deberían indagar acerca de sus concreciones nacionales.
La esperanza de una revolución socialista extendida a Occidente en plazo fulminante y de una también veloz construcción nacional del socialismo se revelará infundada. Lenin llegó a percibir esas dificultades, revisando una vez más sus diagnósticos y promoviendo readecuaciones importantes. Prestó nueva atención al movimiento antiimperialista que podía generarse en Asia, revalorizando la revolución anticolonial como eje fundamental de la era de masas contemporánea. No revisó su rígida confianza en el modelo bolchevique como matriz de organización revolucionaria generalizable a otras experiencias nacionales, aunque desarrolló una serie de polémicas con lo que entendía constituía una imitación infantil o una desviación “izquierdista”. Más significativa fue su propuesta de mantener y ampliar la alianza “nacional-popular”, por un plazo largo. Defendió la articulación de la economía capitalista urbana con el mundo campesino, con una realidad policlasista de trabajadores sin tierra, de medianos campesinos y aún de propietarios acomodados. Eso estuvo en la base de la Nueva Política Económica. No se trataba de “ir más despacio” en la vía del socialismo, sino de una revisión más profunda: ir en otra dirección a lo que se había hecho hasta entonces, en el clímax de la guerra civil y de las esperanzas revolucionarias. Asentar un nuevo rumbo, azaroso sin duda, en una coalición nacional-popular, y mantenerlo por un plazo prolongado.

Germán Ibañez


[i] Wolfgang Küttler: “Sobre el concepto de revolución burguesa y revolución democrático burguesa en Lenin”, en Manfred Kossok y otros: Las revoluciones burguesas; Barcelona; Editorial Crítica; 1983; pp. 225-226
[ii] Vladimir I. Lenin: “Dos tácticas de la socialdemocracia en la revolución democrática”; Buenos Aires; Editorial Anteo; 1986
[iii] Samir Amin: La Revolución de Octubre cien años después; Madrid; El Viejo Topo; 2017; p. 17
[iv] Vladimir I. Lenin: “Dos tácticas…”; op. cit.; p. 105
[v] Ibíd.; p. 63
[vi] Vladimir I. Lenin: “El derecho de las naciones a la autodeterminación”, en La política nacional y el internacionalismo proletario; Buenos Aires; Editorial Anteo; 1974; p. 9
[vii] Ibíd.; p. 30
[viii] Vladimir I. Lenin: “Balance de una discusión sobre el derecho de las naciones a la autodeterminación”, en La política nacional…; op. cit.; p. 146

domingo, 12 de enero de 2020

Profundizar el debate


Se acepta comúnmente que el mejor despliegue de los procesos políticos populares exige la “profundización del debate”, aunque lógicamente pueda haber discrepancias en cuanto a sus contenidos concretos, modalidades y oportunidad. A veces se entiende como una discusión interna al propio movimiento popular, caracterizando tareas y problemas, definiendo prioridades, señalando inconsistencias o errores. Pero la profundización del debate incluye también la crítica a la configuración cultural dominante, al campo antagónico al movimiento nacional-popular. En ese plano, profundizar el debate es parte de la batalla cultural o la construcción de hegemonía sobre el conjunto del bloque social. Esto último parece lo prioritario en momentos como los actuales, puesto que no puede presumirse que la oligarquía esté derrotada.
Lo que ha sido derrotada es una administración gubernamental particularmente funesta, encarnada en Mauricio Macri; pero las bases del bloque dominante permanecen sólidas. Por el contrario, las bases sociales del proyecto nacional-popular vienen de una etapa de disgregación caracterizada por la desindustrialización, el crecimiento de la pobreza y el desempleo, el endeudamiento, la destrucción del sistema de ciencia y tecnología, y otros problemas igualmente gravosos. Asimismo, el contexto regional y global presenta complicaciones, con gobiernos de derecha enseñoreados en varios países latinoamericanos y con la eventualidad de un recrudecimiento del conflicto en Medio Oriente merced a la agresión imperialista de EEUU.
En atención a estas cuestiones, profundizar el debate tiene que ver con el análisis y la crítica a las derechas locales, regionales y globales, a sus estrategias destituyentes, a la construcción de sentidos conservadores que promueven, a sus bases de sustentación (que van mucho más allá de los partidos y referentes visibles). Es necesario ver todo esto en sus manifestaciones contemporáneas, pero también en sus raíces históricas. En nuestro país, la eficacia pasada de la propuesta neoliberal, pretendidamente moderna y “sin compromisos” con el pasado, se asentó en realidad sobre una trama cultural de larga data, construida en prolongados ciclos de luchas de clases y enfrentamientos políticos.
En esa puja secular, los ideólogos del bloque oligárquico elaboraron la idea de la barbarie del otro. Arturo Jauretche y otros pensadores nacionales desmontaron magistralmente esta configuración cultural, pero eso no significó que fuera superada por la sociedad argentina. La palabra “barbarie” puede que no aparezca literalmente pues los más connotados referentes de la derecha neoliberal de hoy parecen preferir un lenguaje más procaz, y en todo caso no pueden alardear de la erudición de los padres fundadores del liberalismo conservador argentino. Pero la idea sigue presente, con nuevas formas. El corazón de la disputa es la negativa del sujeto popular a acomodarse a los sucesivos esquemas de sobreexplotación, marginalidad y subordinación. De allí el “encono” que generó en la oligarquía el primer peronismo, en la medida en que disputó la distribución del excedente económico, la conducción del proyecto nacional-estatal, y sobre todo expresó una ruptura de las formas tradicionales de la deferencia. Esto último generó una herida narcisista en el bloque oligárquico, que no se ha cerrado y que se reactualiza con cada nueva cristalización del proyecto nacional-popular. Como la feroz simplificación del debate forma parte de las estrategias de dominación contemporánea, los operadores mentales del neoliberalismo han comprimido este complejo proceso histórico cultural en la expresión “la grieta”.
Por ello, “salir de la grieta” implica retomar críticamente los términos de una disputa histórica, reconstruir su genealogía, apuntalar la construcción popular que concretamente establece la vía de superación a través de la redistribución progresiva de la riqueza, la construcción de soberanía estatal-nacional, y la democratización del poder. Profundizar el debate significa pues asumir la dimensión histórica del conflicto social y la lucha por el poder, desmontando la construcción de sentido conservadora. Ir más allá de la polémica del día, y construir progresivamente las bases ideales de la hegemonía popular.

Germán Ibañez

domingo, 29 de diciembre de 2019

Entre la ideología y el imaginario


En la Argentina, y de modo más general en toda la región latinoamericana, se verifica hoy una dura disputa entre el neoliberalismo y proyectos posneoliberales (en la expresión de Emir Sader). A esos proyectos posneoliberales podemos llamarlos también nacional-populares, en la medida en que no hay modo de sustentar un rumbo superador del neoliberalismo sin reivindicar mayores grados de autodeterminación para los países y sin variables grados de organización y movilización popular. La lucha política es una escena fundamental, con las formas democráticas e institucionales que mayormente tratan de consolidar los movimientos populares de la región, pero también lamentablemente debe tomarse nota de la creciente recurrencia a la acción directa represiva instrumentada por los bloques oligárquicos, incluyendo la práctica del asesinato político que alcanza el paroxismo en Colombia. En la Argentina, donde el movimiento nacional accede al gobierno a través de procesos de unidad política con liderazgo, parece claro que un escenario fundamental de la disputa se deslizará hacia la llamada “batalla cultural”, con un bloque oligárquico duramente acantonado y que conserva importantes resortes de poder.  
Evidentemente, esa “batalla cultural” no es un episodio único, o algo que comienza súbitamente ahora. Es parte de nuestra historia, un proceso prolongado jalonado de debates y polémicas intelectuales, competencia entre diversas tradiciones de pensamiento, proyectos de educación y comunicación, adaptación del influjo modernizador proveniente de otras partes del mundo, asimilación de la experiencia (propia y ajena), lentísima transformación de los imaginarios nacionales, despliegue de repertorios de prácticas dotadas de un alto valor simbólico. Es la historia cultural del país en su movimiento real, alejada de las imágenes cristalizadas de un patrimonio que sería igualmente compartido y serenamente ponderado por todos y todas los argentinos y argentinas. Es lucha de clases y construcción nacional de la única manera que se ha dado: a través de la disputa de proyectos de país.
Es imposible abarcar íntegramente ese movimiento pues, en última instancia, la trama cultural está presente en toda la vida colectiva. Y además se vincula a tramas mayores, de alcance regional y mundial. Pero puede hacerse algunas precisiones. En el plano de la disputa ideológica, del enfrentamiento entre visiones del mundo que poseen cierta sistematicidad y cuyos agentes intelectuales son conscientes asimismo de la historicidad de la lucha, no presenta ventaja evidente la confusión de posiciones o la búsqueda de un “justo medio”. La lucha contra la configuración cultural oligárquica debe ser llevada adelante hasta el final, desmontando sus núcleos más sólidos. Una cosa es el terreno de la política, que impone alianzas y, a veces, compromisos más o menos gravosos, y otra cosa es la lucha de ideas. La confusión de ambas dimensiones en aras de un consenso imaginario es una manifestación de la configuración cultural oligárquica que encuentra allí una manera de hacer valer su hegemonía. Esta cuestión tampoco tiene que ser confundida con las formas del debate. Profundizar el debate, no es sinónimo de posiciones extremas, rispidez afectada en la polémica, grandilocuencia o búsqueda permanente del antagonismo. Es identificar las contradicciones y buscar vías de superación. Para esta tarea, el movimiento nacional en la Argentina no está precisamente mal provisto. La tradición del pensamiento nacional y de diversas formas del pensamiento crítico es fuerte.
Más insidiosa es la lucha en el profundo campo del imaginario. Allí donde no hay trincheras tan claramente delimitadas, cada una con sus banderas. El prejuicio irracional que se hace carne es una de sus manifestaciones más complejas. El temor y el odio a los otros, la naturalización de la desigualdad. La agresión como “reflejo condicionado”. No sería del todo arbitrario decir que en el imaginario nacional la más dura disputa es en torno a la igualdad. Pero no se trata de la querella entre distintas filosofías de lo social, sino de una lucha cuerpo a cuerpo, a veces directamente con el que está al lado. Aquí se amasa el consentimiento a las más crudas formas de violencia, a la exclusión, a la explotación, que tiene como sostenedores a quienes también son víctimas de las estructuras del privilegio oligárquico. Aquello que parece darse de narices con la Razón y con todas las conquistas democráticas de la modernidad, e incluso de los propios avances de lo nacional-popular, tiene empero carácter de clara evidencia para muchos: el otro es diferente, peor e inferior. En ese terreno empieza la lucha por la legitimación de la política social, del rol del Estado, de la reparación colectiva, en suma: de la justicia social.
En el plano de la disputa ideológica del más alto nivel, la sistematicidad, la continuidad de proyectos educativos, científicos e intelectuales, la rigurosidad conceptual, parecen los ejes fundamentales. En el plano de la disputa por el imaginario lo anterior sigue siendo de la máxima relevancia, pero también el entramado organizativo territorial y sindical, la convivencia cotidiana, el diálogo, la riqueza de los vasos comunicantes entre las culturas militantes y las amplias culturas populares. La comunicación popular puede ser un articulador de esos planos de la trama cultural. Tanto en los contenidos que comparte y construye como en enraizamiento local, en cercanía con los sujetos sociales. Pese a las urgencias, es una tarea de largo plazo, que en todo caso se da en la inmediatez del día a día mientras se proyecta en una historicidad posible, la de la liberación. Acá no se corta el nudo gordiano de un solo tajo, hay que desanudarlo trabajosamente entre todos y todas.

Germán Ibañez

martes, 17 de diciembre de 2019

John William Cooke: una política para la construcción nacional, una política para la revolución


En la intensa vida política de John William Cooke, pueden advertirse etapas relacionadas con los contextos en los que actuó, pero también un hilo conductor que vincula la construcción de la Nación con la revolución. Por esto último, puede parecer arbitrario disociar la construcción de un proyecto nacional de una política revolucionaria. En efecto, toda revolución supone una construcción, aunque frecuentemente precedida de una fase de desintegración del viejo orden (de su régimen político, de sus estructuras de privilegio, de sus configuraciones culturales cristalizadas). La división entre una política para la construcción nacional y una política para la revolución es, por tanto, meramente analítica, para señalar énfasis diferenciados en dos momentos de la trayectoria de Cooke: la etapa del primer peronismo, y la etapa que se abre con la “resistencia”.
Cuando hablamos de revolución también se imponen algunas aclaraciones. Tempranamente, ya en su rol de diputado peronista a partir de 1946, John William Cooke empieza a concebir la política desplegada por el movimiento nacional como una revolución. En su concepción, se trataba de una revolución nacional, por la autodeterminación. Puede advertirse la defensa de esta concepción tanto en varias de sus intervenciones parlamentarias, como luego en artículos aparecidos en la publicación que dirigirá en los años ’50: De Frente. La caracterización de la revolución como nacional no significaba que se circunscribiera solo a la Argentina; John William Cooke consideraba que la política peronista podía convertirse en un ejemplo para Latinoamérica. Hablaba por lo tanto, de una revolución desde Argentina para la región. Clarísimamente la revolución nacional tenía un componente social, evidenciado en la primacía que el peronismo concedía al principio de la justicia social. Será el contenido social de la revolución una de las cuestiones primordiales que Cooke profundizará en una nueva etapa de su trayecto político e intelectual, a partir del derrocamiento de Perón y el inicio de la “resistencia”, y también del influjo poderoso de la Revolución Cubana de 1959. Cooke comenzará a postular entonces la necesidad de una revolución social que vaya más allá del capitalismo. Ahora piensa esa revolución desde Argentina y desde Cuba, para todo el continente. El elemento común que une estas dos etapas es la convicción de Cooke de que la unión latinoamericana es siempre una tarea de la política. No desdeñaba las consideraciones económicas (que siempre estudió) ni tampoco la importancia de los factores histórico-culturales, como los que sopesó Juan José Hernández Arregui en Qué es el ser nacional; pero John William Cooke claramente vinculaba la unión a una voluntad política revolucionaria, con organización popular y liderazgo.
Ahora, deteniéndonos un poco más en la etapa del primer peronismo (1945-55), podemos identificar ciertos factores resaltados en la política para la construcción nacional que esboza Cooke. Como diputado, participa de una trama institucional que es la de un Estado representativo, cuestión que no cambia con la reforma constitucional de 1949. Estado, democracia y liderazgo son factores dinámicos que Cooke pondera por entonces para pensar el despliegue del proyecto de construcción nacional con justicia social. La valoración de la democracia y el pluralismo, así como de los debates internos al movimiento nacional, son resaltados explícitamente por Cooke En el Parlamento, Cooke había hecho gala de su criterio independiente, aun siendo uno de los principales oradores del peronismo, y en todo caso, la fundamentación económica, historiográfica y cultural de muchas de sus alocuciones es notable. El Estado de régimen democrático es entonces el mejor escenario que concibe para el desarrollo del proyecto nacional. Pero también piensa en la sociedad civil, en la “opinión”. La publicación que dirigirá luego de dejar la Cámara de Diputados, De Frente, es claramente oficialista pero conservando una perspectiva independiente y reflejando también la visión de la oposición. La dimensión de la comunicación es central para Cooke, con un diseño moderno para su publicación y en todo caso una mirada diferente a la del también oficialista diario Democracia, más vertical con la orientación política gubernamental. El otro factor esencial es el liderazgo. Cooke no solo adhiere a Perón, sino que advierte que sin un claro liderazgo no hay grandes posibilidades de consolidar un rumbo nacional-popular. No confunde por eso mismo, los rasgos exteriores del personalismo, con la dimensión sociohistórica del liderazgo. En cambio, sí se preocupa por polemizar con aquellos sectores que comienza a visualizar como una burocracia adosada al personalismo, y por lo tanto pobre intérprete de la dimensión profunda del liderazgo gubernamental.
John William Cooke demuestra en ese período una formación ideológica heterodoxa, pero que se vertebra alrededor de un eje central: el peronismo como nacionalismo popular. En ese sentido, se mueve dentro de las coordenadas generales del movimiento nacional de entonces, con una solvencia intelectual notable y un compromiso con el debate interno y el pluralismo superior al promedio.
En general, la etapa de la biografía política e intelectual de John William Cooke más visitada es la que se inicia en 1955. Está marcada, de alguna manera, por el tránsito de la “resistencia peronista” a una nueva concepción de la revolución. Una política para la revolución. Elaborada en la militancia, en la lucha política, en la escritura constante, en la actividad abierta como en la cárcel o en la clandestinidad. Y con el influjo del proceso revolucionario cubano, al que Cooke adherirá sin retaceos y lo marcará profundamente. Algunas claves fundamentales en su concepción política de esta etapa: protagonismo de las masas populares, organización revolucionaria, liderazgo. Desplazado violentamente del Estado, el dinamismo del movimiento nacional para Cooke pasa a estar en la movilización de las masas populares. Concibe progresivamente la idea de un frente de clases revolucionario, con la centralidad de la clase obrera pero aglutinando a otros sectores, Y, cada vez más, descree de la posibilidad de replicar la convergencia de los años 1940 con la burguesía. Aun cuando pondera en todo momento la creatividad de las masas y el potencial que anida en la miríada de acciones colectivas, progresivamente insiste cada vez más en la necesidad de una organización política revolucionaria. No hay política insurreccional, piensa, sin una vanguardia política de nuevo tipo. Esta idea va madurando, y se advierte en los primeros tramos de su correspondencia con Perón, aun antes de residir en Cuba y conocer de primera mano esa experiencia revolucionaria. Como muchos revolucionarios latinoamericanos de entonces, Cooke no puede escapar a la fascinación que genera la Isla revolucionaria. Traba allí relación con el Che, además, y es imposible no pensar en la fuerte impresión que le causa dicho líder revolucionario. Pero, como ya dijimos, su elaboración sobre la política insurreccional, el protagonismo de las masas y la necesidad de la organización revolucionaria, comienza antes de su estancia en Cuba, y está siempre apoyada en minuciosas referencias a la realidad política argentina. Muy especialmente, un nuevo giro de tuerca de su mirada hacia el interior del movimiento nacional, de sus potencialidades y sobre todo sus contradicciones internas.
En el centro de esas preocupaciones está, una vez más, la cuestión del liderazgo. La figura de Perón es la referencia ineludible para Cooke. No lo considera un elemento accesorio sino medular en la ecuación revolucionaria. John William Cooke nunca dejará de reconocer en Perón el otro gran factor de la lucha revolucionaria y una articulación imprescindible. Pero al mismo tiempo considera necesario discutir con él. La interpelación política e ideológica que le dirige es entre pares. Cooke entiende que la participación en la lucha, la solidez de la fundamentación de una posición política, la profundización en el debate ideológico, habilita plenamente a la crítica y la discusión, incluso con el Líder.   
En su labor revolucionaria, la escritura es la herramienta fundamental. Otra vez la dimensión de la comunicación, de un modo diferente a la etapa de la revista De Frente. Primordialmente hay que tener en cuenta su frondosa Correspondencia con Perón, que se conoció después. Y la gran cantidad de artículos y escritos militantes fundamentales como Peronismo y revolución (publicado originalmente como El peronismo y el golpe de Estado. Informe a las bases). La inquietud recurrente de su prosa carente de eufemismos es la necesidad de profundizar: en el estudio de la realidad, en la difusión de la información, en la precisión conceptual, en el diagnóstico político, en el qué hacer. Ya no hay concesiones casi a otras cosmovisiones, pues considera que a un proceso revolucionario corresponde una ideología revolucionaria, y que el liberalismo ha caducado en su progresividad histórica. En todo caso, la compulsa de diferentes visiones, la polémica ideológica, alumbrará las respuestas necesarias. La libertad de pensamiento es ahora entendida como compromiso con la dura disputa de tradiciones de pensamiento, sin falsas ceremonias que para él ya solo representan la pervivencia de la cultura oligárquica.
Su elaboración ideológica de esta etapa, puede merecer una vez más la caracterización de heterodoxa. Pero ya sin compromisos con el liberalismo. Y sobre todo, avanzando en una redefinición fundamental del nacionalismo popular de los años ’40 y ‘50 en dirección a lo que comenzó a denominarse en esa época nacionalismo popular revolucionario. La clave fundamental: la adscripción a un marxismo tamizado por la experiencia cubana. Una síntesis original, un tanto diferente a la propuesta por Juan José Hernández Arregui, de socialismo y peronismo. Derrotero parecido al que va arribando también Rodolfo Puiggrós, cuando distingue entre teoría revolucionaria como concepción crítica de la realidad, e ideología como elaboración histórica de una experiencia popular. Está claro que la articulación azarosa de estos planos está fincada en la construcción de la organización política revolucionaria. La relación entre una tal organización y el liderazgo de Perón es una cuestión que Cooke no alcanzó a resolver, falleciendo a una edad temprana en 1968.
En el contexto actual de nuestro país, con el auspicioso retorno del movimiento nacional al gobierno, resulta tentador evocar al Cooke de la política como construcción nacional, con su énfasis en el rol dirigente del Estado, su pluralismo, su apuesta por una comunicación crítica y abierta. Y entendemos que tal recuperación de Cooke no es nada arbitraria. Pero a la luz del completo cuadro regional, con el derrocamiento del gobierno popular de Evo en Bolivia, la represión de la movilización popular en Chile, el cerco sobre Venezuela, el parate al proceso de paz en Colombia con la práctica del asesinato político como sello inconfundible de los señores de la guerra colombianos, no podríamos descartar sin más al Cooke de la política para la revolución. Especialmente su énfasis en la profundización política e ideológica. Las oligarquías y el imperialismo están demostrando que no dudarán en la acción directa, instrumentando a las fuerzas de seguridad y, eventualmente, a las fuerzas armadas. Cuidar la construcción democrática y nacional en paz, exigirá organización popular y claridad total.

Germán Ibañez

jueves, 28 de noviembre de 2019

Conciencia industrial, hegemonía y movimiento nacional


En un excelente artículo publicado en Página /12 del día 23 de noviembre de 2019, Mario Rapoport señala las inconsistencias del diagnóstico neoliberal acerca de la “decadencia” argentina y lo arbitrario de cargar las tintas exclusivamente sobre el peronismo o el “populismo”. Particularmente interesante es su afirmación de que “lo que Argentina no tuvo es una clase dirigente identificada con el desarrollo industrial”. Preocupaciones similares han animado importantes discusiones tanto en la ensayística política como en la historiografía económica hasta la actualidad. Retomando de modo libre y sin pretensiones de exhaustividad algunas de esas discusiones, pueden hacerse las siguientes observaciones.
Una pregunta posible es si con la expresión “clase dirigente” hay que referirse al estamento de las dirigencias políticas de los variados partidos, o a una clase social, en este caso la burguesía industrial. Esta última posibilidad nos parece más fecunda. En este tema se ha dado el cruce, a lo largo de décadas, del pensamiento nacional, de la crítica de izquierdas y también de lo mejor de la historiografía académica. No parece en duda la presencia en nuestro país de empresarios industriales de variado porte, vinculados al mercado interno. A lo largo del tiempo, como es lógico, se han revelado cambios en la importancia relativa de su aporte a la producción total, así como en sus relaciones con las otras fracciones de las clases propietarias argentinas, con el capital extranjero y con el Estado. Menos evidente ha sido si tal fracción del empresariado constituyó algo así como una burguesía nacional, portadora de un proyecto diferente al de los sectores más poderosos de los industriales o a la llamada “oligarquía”. Esto ha sido una preocupación presente por ejemplo en el libro El medio pelo de Jauretche. Otra pregunta es hasta dónde los planteos a lo largo del tiempo de entidades como la Unión Industrial Argentina (UIA) han superado la defensa de intereses corporativos para convertirse en eje articulador de un proyecto nacional. Al mismo tiempo, también puede formularse el interrogante de si la raíz de este fenómeno es nacional o debe comprenderse en escala latinoamericana o incluso al nivel del sistema capitalista mundial. En este plano, la pregunta planteada apunta a las vicisitudes de las relaciones entre transformación capitalista y descolonización.
Aquí, creemos, está uno de los nudos del problema: el colonialismo. La transformación capitalista de la Argentina, librada a las “espontáneas fuerzas del mercado” ha generado variadas formas de dependencia. Y en efecto, desde temprano sus agentes locales han asumido la bandera del libre comercio y la asociación subordinada con el capital extranjero. Recordemos la frase de Bartolomé Mitre: “Señores, cuál es la fuerza que impulsa nuestro progreso: es el capital inglés”. La frase aludida no quería ser mera descripción sino la justificación de un rumbo determinado desde la política. Por cierto, al decir “rumbo determinado desde la política” corremos el riesgo de formular un delicado eufemismo. El período gubernamental de Bartolomé Mitre es el de una brutal guerra civil, con su manifestación más gravosa: el aniquilamiento del Paraguay independiente. La peculiar vía de transformación capitalista dependiente en la cuenca del Plata no se impuso por obra y gracia de impersonales fuerzas de mercado, sino a través de la violencia armada, la lucha política y la disputa hegemónica.
En este punto, se hace presente la dinámica del enfrentamiento entre clases y bloques de clases sociales, y las implicancias, potencialmente catastróficas, de la ausencia o debilidad de una “burguesía nacional” o de una clase dirigente con conciencia industrial. Las aspiraciones a un desarrollo industrial autónomo no han podido sino suscitarse en contrapunto polémico con la tradición oligárquica que tuvo en Mitre uno de sus intelectuales orgánicos. Otra forma de decirlo es que el autodesarrollo nacional ha tenido a lo largo de la historia un variable componente anti oligárquico y anti colonialista, y que fue asumido exponentes intelectuales y movimientos políticos que representaron “algo más” que los intereses de una burguesía industrial.  En ese ir más allá se constituyeron los movimientos nacionales como el peronismo, integrando demandas populares en un proyecto de desarrollo (capitalista) nacional.
El movimiento nacional ha sustituido, en los hechos, a “una clase dirigente identificada con el desarrollo industrial”, pero de un modo que implicó una importante torsión a la lógica de la transformación capitalista dependiente comandada por la oligarquía. Dicha torsión no es solo económica, sino también político-cultural, imponiendo mediante la movilización popular una modernización real que impugnó la configuración cultural señorial que pervivía (pervive aun) en aleación con la transformación capitalista dependiente. En este punto, el problema de si un grupo o una clase es realmente dirigente se torna fundamental. Es la cuestión gramsciana de la hegemonía. El proyecto oligárquico se impuso originalmente mediante la violencia armada, pero eso no significa que no haya construido una hegemonía.  Aunque al hablar de hegemonía se priorice comúnmente factores de índole ideológico-cultural, es cierto que su base no puede sino asentarse en lo económico. La renta agraria diferencial primero y el agronegocio enlazado al capital financiero después son sólidos pilares de la construcción hegemónica oligárquica. Frente a ellos, una concepción corporativa o economicista de la industria no tiene nada que hacer; de allí que la UIA no haya sido nunca contestaría (ni siquiera competidora) frente a la oligarquía. La masa crítica que aportó el movimiento nacional para la disputa hegemónica estuvo en la movilización /organización popular, enlazando la expansión industrial con la soberanía y con la distribución de la riqueza. Autodeterminación nacional, participación popular y justicia social son elementos clave de un proyecto industrial, sin los cuales más temprano o más tarde rendiría armas frente al “capitalismo normal” comandado por la oligarquía. Por lo cual afirmamos que no hay clase dirigente con conciencia industrial al margen del movimiento nacional.

Germán Ibañez