Civilización y barbarie, pero al revés
Por Víctor Ego Ducrot
Periodista, escritor y profesor universitario.
Periodista, escritor y profesor universitario.
Cada día más argentinos y argentinas nos estamos dando cuenta de que los bárbaros somos los civilizados, y que aquellos, los dizques civilizados, siempre se escondieron detrás de ciertas máscaras y cortinas siniestras, las que por fin podrían caer deshilachadas.
No voy a hacer historia; sí mención de algunos recuerdos flamantes. Para qué evocar cuando los de la Mesa de Enlace le decían “puta y montonera” (vi los pasacalles y los carteles sobre la Avenida Santa Fe y en el barrio de Caballito), o cuando las señoras y señoritos vestidos de gamuza y con el acento engolado de la Recoleta la emprendían contra sus carteras o gustos a la hora de vestir. Para qué ir (no tan) lejos si en días apenas pasados (ya lo mencioné en mi texto anterior) ciertos esbirros de la palabra, como Eduardo van der Kooy, siguen insultando a la presidenta al traducir sus condiciones de liderazgo con execrables giros, como el de la gracia política de su viudez; para qué remontarnos al ayer, si la corporación mediática y los politicuchos del muy poco por ciento en las urnas pretenden hacer añicos la ley y la Constitución, procurando lo imposible, para que las elecciones de octubre próximo, al parecer de ellos, luzcan como legislativas.
¿Tienen miedo? ¿Siguen siendo destituyentes, para usar una expresión acuñada por los amigos de Carta Abierta? ¿Simplemente son torpes o mentirosos? No, lo que está sucediendo es algo más profundo, tiene más densidad y volumen histórico.
No está asegurada ni mucho menos, pero se registran numerosos indicios de que una posibilidad pueda convertirse en realidad, que una potencia derive en acto: que por primera vez en la historia de los argentinos se invierta la bestial ecuación que viene narrándonos desde fines del siglo XIX, la de “civilización y barbarie”, estampada con cemento de ideas por Domingo F. Sarmiento en su Facundo, más allá de la portentosa calidad de ese texto inclasificable, pero no fundador si le damos la diestra al recientemente fallecido David Viñas, para quien la escritura primigenia de nuestros modos de relato es El Matadero, de Esteban Echeverría, del cual el mismo Viñas concluía que el país nació de una violación.
Violación que pudo devenir como arte de multiplicación en el primero de una serie de genocidios sobre los cuales Mitre y la Academia construyeron la biblioteca de nuestra no historia: la muerte a mansalva dirigida de los afro-argentinos, que llegaron a ser casi la mitad de todos nosotros para la época en que Urquiza traicionó a Rosas; la devastación de lo que quedaba de los denominados pueblos originarios, lacerados desde la Colonia y ultimados como sangre ranquel, para que pueda nacer la Sociedad Rural Argentina; el golpe contra Yrigoyen; las matazas de la Patagonia; el oprobio de La Forestal; la década infame; el bombardeo del 16 de junio del ’55; los fusilamientos de León Suárez; las dictaduras; el holocausto del ’76 y otras vergüenzas nacionales.
No es casual, y más allá de las lúcidas, contradictorias y admirables que son muchas de las tradiciones de la ensayística argentina, como la que encarna Ezequiel Martínez Estrada, por ejemplo, no es casual que todas (o casi) sus interpretaciones hayan emergido de la Argentina dominante y reinado en forma obsesiva desde la pampa como metáfora de país; porque fue ese el país que delineó la Generación del ’80, a partir del Facundo, oligárquica y agroexportadora, tras el asesinato real y simbólico de los bárbaros en manos de los civilizados.
No es casual tampoco que aquellos hijos facundistas, y hasta algunos de nuestros ensayistas de hoy, quienes siguen siendo “civilizados” pese a sus sinceros enconos contra el paradigma sarmientino, insistan en el silenciamiento del único contemporáneo del sanjuanino (amigo, mentor político y luego traicionado por él) que recorrió (cabalgó) “la pampa real”, y escribió; y escribió, sí, que los referidos indios eran gentes civilizadas con quienes se debía comerciar y no guerrear, y que los caminos del futuro ferrocarril ya estaban trazados por sus huellas, picadas y senderos.
Me refiero a Lucio V. Mansilla y a su Excursión a los indios ranqueles, quizá la mejor crónica del periodismo argentino hasta nuestros días y el único ensayo sobre la pampa tangible y sudorosamente material (también a contramano de la que muy luego intentaría Carlos Astrada con su Metafísica…) ; y eso que se trataba (Mansilla) de un representante genuino de la generación del ’80, aunque traicionado como tal por su lucidez rebelde, por la misma lucidez y rebeldía que lo condujo a ser marginado y humillado por el propio Sarmiento, por Roca (el genocida de ranqueles) y por Carlos Pellegrini.
Conjeturo, por qué no hacerlo si buena parte del canon y de la más consagrada textualidad argentina me lo permiten, que si la rebeldía lúcida de Mansilla viviese, cabalgaría, quizá en un auto ciertamente bacán y a solas, por la pampa tangible de nuestros días, que no es la radiante de soja ni mucho menos, sino la de las barriadas populares que habitan en torno a la gran ciudad y a otras del territorio argentino, desde Tierra del Fuego hasta la quebrada; dando cuenta de que las políticas de Estado y los discursos del aluvión cultural del peronismo-kirchnerismo aparecen como la posibilidad más seria e inmediata que tuvimos y tenemos para clausurar al país de la dicotomía retrógrada de Sarmiento.
Escribiría que los sicarios de la palabra a sueldo de Magnetto y sus operadores políticos dan la misma pena (y asco) que le dieron, siendo oficial en activo y corresponsal de guerra, las decisiones políticas y militares de Mitre cuando el luego falso historiador lamía los zapatos británicos y portugueses, para destruir al país guaraní del patriota Solano López.
Y repito, con retoques. No quise hacer historia; sí mención de algunos recuerdos flamantes. Para qué recordar cuando los del “campo”, herederos de Roca y hace días un tanto boleados, la trataban de “puta y montonera”, o cuando las señoras y señoritos vestidos de gamuza y con acento engolado de la Recoleta –los que se escandalizan con el barro sucio pero descendientes culturales de aquellos ricos que Mansilla contaba, orgullosos del olor a mierda en la calles de París– la emprendían contra sus carteras o gustos a la hora de vestir. Para qué ir (no tan) lejos si en días apenas pasados ciertos esbirros de la palabra siguen insultando a la presidenta al traducir sus condiciones de liderazgo con execrables giros, como lo es el de la gracia política de su viudez; si la corporación mediática y los politicuchos de porcentajes testimoniales pretenden hacer añicos la ley y la Constitución, procurando negar lo sucedido y aquello que, si no bajamos la guardia, les sucederá en octubre.
Pero no voy a terminar con una reiteración, aunque la que leyeron en el párrafo anterior haya sido parcial. Por si no me expliqué, o no me entendí, que suele ser lo mismo, mi idea consistió en soñar que cada día más argentinos y argentinas nos estamos dando cuenta de que los bárbaros somos los civilizados, y que aquellos, los dizques civilizados, siempre se escondieron detrás de ciertas máscaras y cortinas siniestras; las que por fin podrían caer deshilachadas.
24 de agosto de 2011
Fuente: Tiempo Argentino
No hay comentarios:
Publicar un comentario