viernes, 26 de agosto de 2011

Jauretche y la política revolucionaria

JAURETCHE Y LA POLÍTICA REVOLUCIONARIA

Arturo Jauretche fue el más formidable escritor político de la Argentina del siglo XX. No es poco decir, por cierto. Formó parte de una pléyade notable donde se destacaron Raúl Scalabrini Ortiz, Juan José Hernández Arregui, Rodolfo Puiggrós, entre otros. Ellos realizan un planteamiento estratégico de la revolución nacional en las condiciones de un país (y un continente) sacudido por la emergencia de sucesivos movimientos nacionales. Intentaremos en este artículo hacer una breve aproximación a la concepción de Jauretche acerca de ese ardiente problema de la revolución nacional.
Indudablemente el punto de partida, como el propio Jauretche lo fincara ya en la etapa forjista, era la posición nacional. Esta implicaba una mirada “desde nosotros”, que se abriera en círculos concéntricos: Argentina, Latinoamérica, y el mundo. Y siempre en conexión con los intereses y necesidades de las masas populares. Situarse en el contexto de la Argentina como país dependiente, y romper con la mirada “universalista” (globalista) que encubría el secular predominio de los países metropolitanos. En la medida en que se abría entonces la posibilidad de “divergencias” con el enfoque metropolitano, la posición nacional se ubicaba en el campo de la contradicción y la lucha. Las elites argentinas habían identificado el interés nacional con el interés de la Europa capitalista, y luego de EEUU. Se trataba ahora de señalar que esa era una de las manifestaciones del colonialismo que reproducía la asimetría. Por lo cual, la posición nacional devenía necesariamente en anticolonialismo.
Ahora bien, la posición nacional no era sino el basamento necesario de una política nacional. Y ésta a su vez sólo puede desplegarse como expresión de una voluntad colectiva nacional –popular. Ya que no hay política nacional sin pueblo, sin un actor colectivo que la sostenga y del cual emane. No podía reducirse la política nacional a una definición doctrinaria, ni a una serie de medidas u orientación general. Tampoco podía basarse en “estados de opinión”, circunstanciales por definición. Sólo podía construirse trabajando en el seno del pueblo para suscitar esa voluntad nacional –popular. Es decir, la política nacional no se da de una vez y para siempre, ni ninguna ideología da con la clave segura de la victoria. Se trata del esfuerzo colectivo (y sostenido) de un pueblo y sus dirigencias para emancipar al país y asegurar el ascenso material y político de su gente.
La posición nacional exigía un diagnóstico claro de la situación del país, que pudiera guiar efectivamente la orientación de la política nacional. Ese “diagnóstico” es el que Jauretche elabora desde FORJA, con el invaluable aporte de Scalabrini Ortiz. En esos años madura en su concepción política la idea de que el imperialismo es el principal obstáculo para el despliegue de las plenas potencialidades de la Argentina y de Latinoamérica. A partir de allí empieza a elaborar su concepción de la revolución nacional. 
Tenemos un primer gran problema que define los contornos de la revolución nacional: la liberación del imperialismo. La conquista de la autodeterminación nacional era la base excluyente para el desarrollo de las otras tareas. En esta concepción, se trataba en principio de una revolución dentro del capitalismo. Jauretche reconocerá en Forja y la década infame su deuda con los planteos de la tradición marxista acerca del imperialismo. Pero se disociará de las conclusiones anticapitalistas últimas de esos planteos. Jauretche como pensador, sintetizará las potencialidades de un autodesarrollo capitalista, en contradicción con el status quo colonial, que se verificarán en numerosos países del arco periférico en el siglo XX. Esas tendencias se manifestaban no en la existencia de pujantes burguesías latinoamericanas, sino en la aparición de los movimientos nacionales. Estos iban, lógicamente, más allá de los intereses societarios de las burguesías; pero su orientación general apuntaba hacia la construcción de capitalismos nacionales. América Latina había comenzado tempranamente ese ciclo (que se acelera en la 2ª posguerra) con la revolución mexicana de 1910. Si se negara la existencia de esas tendencias, resultaría ininteligible gran parte del levantamiento anticolonial del siglo XX y de las revoluciones tercermundistas.
Volviendo a Jauretche es necesario añadir que en sus últimos años, y al compás de la radicalización de las luchas políticas argentinas, entreve la posibilidad de un devenir “más allá” del capitalismo de la revolución nacional. Se abstiene de abrir un juicio tajante sobre el desarrollo futuro de esa revolución y aclara que “no tiene objeciones contra el socialismo nacional, salvo que lo primero oscurezca lo segundo”. Su acercamiento a posiciones de la izquierda nacional, la jocosa expresión de “haber subido al caballo por la derecha y estar bajándolo por la izquierda”, y sobre todo su defensa del trasvasamiento generacional y el alerta a los viejos peronistas de no quedarse en “viudos tristes”, son más que indicios en esa dirección. No sería un caso aislado, y puede decirse que en las fronteras últimas del nacionalismo popular existen “vasos comunicantes” hacia posiciones proto –socialistas.
Un segundo gran problema dentro de la revolución nacional era para Jauretche la modernización con justicia social. La modernización era un objetivo fundamental para todos los movimientos de liberación nacional de la época. Puesto que la dependencia se manifestaba en la persistencia del atraso socioeconómico interno, la debilidad del desarrollo industrial, el latifundio parasitario, etc. Para las elites periféricas modernizantes o revolucionarias, los logros de los principales países industriales (o el modelo soviético, según los casos), se transformaban en los puntos de referencia.
Este problema se enlazaba con el anterior en la medida en que se suponía que el desarrollo interno permitiría ampliar el margen de autodeterminación nacional. En la etapa forjista, Jauretche y sus compañeros plantean sobre todo la recuperación de los resortes básicos de la economía: desde la gestión de la moneda, a los servicios básicos y los recursos naturales. Y convertir al Estado en un factor activo de la protección del trabajo y la producción local, mediante su participación directa en la economía y la propiedad pública. Con esto se retomaba algunos planteos intuitivos de los gobiernos yrigoyenistas, pero se iba mucho más allá. Pues el primer movimiento nacional, nacido en las coordenadas del apogeo de la Argentina –granja, no había elaborado una estrategia económica consistentemente superadora de la de la oligarquía.
En los marcos de la crisis mundial del capitalismo, y el agotamiento del modelo agro -exportador para la Argentina, se da el tránsito entre el liberalismo nacional de Yrigoyen y el nacionalismo popular que ya empiezan a desplegar los forjistas. Pero quedaba un aspecto, en una suerte de cono de sombra, que Jauretche y sus compañeros no alcanzaron a visualizar plenamente en ese periodo: un pensamiento acerca de la industrialización nacional. En efecto, los forjistas se concentran como dijimos en la recuperación de los resortes económicos. En esa década del 30, subterráneamente se iba produciendo la emergencia de un nuevo bloque social de productores nacionales: el eje obrero –industrial. Este proceso resultaría decisivo en la aparición del siguiente movimiento nacional: el peronismo.
Ya con el desarrollo de esa experiencia, y con Jauretche en una ubicación clave como la presidencia del Banco Provincia de Bs. As., don Arturo avanza en sus posiciones sobre la modernización y el autodesarrollo. Ahora sí se incorpora el problema de la industrialización. En el debate de esos años, en sintonía con la posición del primer ministro de Economía de Perón, Miguel Miranda, Jauretche se va a inclinar por una posición gradualista. Ir de la industria liviana a la pesada en un proceso gradual, en el cual la primera iría creando el mercado para la segunda. Otras miradas se orientaban en el sentido de avanzar “rápidamente” en dirección a la construcción de un sistema industrial integrado alrededor de la industria pesada. Las voces de marxistas nacionales en esos años, como Eduardo Astesano, representaban entre otros esa opinión.
Lógicamente, todo esto se complicaba con problemáticas conexas como el grado de participación del Estado, el financiamiento y la obtención de los recursos, el avance de la propiedad pública sobre la propiedad privada, la pulsión sobre los productores directos. No en forma casual aparecía entre los marxistas nacionales la idea del “sacrificio”. Avanzar en la senda de la industria pesada, aún a costa de sacrificios. Un planteo inspirado en la industrialización soviética, una idea cara al movimiento comunista, quizás porque la propia generación bolchevique había sufrido la lucha contra el zarismo, y concebido así, su propia experiencia como un sacrificio necesario en la creación de un nuevo orden social. Raúl Scalabrini Ortiz, por su parte, había contrapuesto a la idea del “sacrificio” la noción del esfuerzo colectivo de un pueblo. Una posición que parece corresponderse más con el enfoque jauretchiano sobre la industrialización.
Es necesario aclarar que no estamos abriendo un juicio de valor tajante sobre estas distintas “actitudes” frente al ritmo a imponer al proceso de industrialización. Distintas revoluciones nacionales (incluyendo aquellas que, como la china, iniciaron transiciones al socialismo) se enfrentaron a ese desafío de la modernización, identificando industrialización con emancipación. Una idea que se correspondía con la realidad agraria o minera predominante en el mundo colonial. Recurrieron como ya señalamos, al proceso metropolitano del siglo XIX y al proceso soviético como fuentes de inspiración. Pero su despliegue concreto estuvo determinado por la correlación de fuerzas internas, las tendencias políticas que dirigían los procesos de liberación, el grado de desarrollo previo, la naturaleza armada o no de los conflictos internos, las intervenciones imperiales directas, etc. Finalmente la ofensiva imperial de los años 70, el fenómeno del neocolonialismo, y el agotamiento del proceso de liberación nacional tercermundista, contribuyó a malograr mucho de lo que los pueblos periféricos habían avanzado en los años previos. Así la industrialización de esas regiones fue “recapturada” en el nuevo ciclo de mundialización del capital que se abrió en los 80. Y muchos países pasaron lisa y llanamente por fases de desindustrialización.
Pero en esas luchas de los pueblos por acceder a niveles de desarrollo y vida como los que caracterizaban a los países industrializados, se sobrepasó ampliamente el interés societario inmediato de las burguesías coloniales. Así los movimientos nacionales y sus emergentes intelectuales expresaron en grado variable ciertos “compromisos sociales” internos. Especialmente en sus figuras más avanzadas, como es el caso de Arturo Jauretche. De esa manera, no se trataba de simples proyectos de modernización que no alteraban el status quo (el desarrollismo es un buen ejemplo), sino de auténticos proyectos societarios de signo emancipador.
Difícilmente Jauretche, que traducía las tendencias al autodesarrollo de la sociedad argentina del siglo XX, pueda ser visto como el ideólogo “puro” de la burguesía nacional. Su ensayo de madurez, El medio pelo, es una de las más formidables interpretaciones acerca del fracaso de la burguesía argentina como clase nacional. Pero además el proyecto nacional defendido por Jauretche, y  traducido como revolución nacional anticolonialista, estaba guiado por otros valores que, en última instancia implicaban un recorte a la preeminencia burguesa en la comunidad nacional.
Nos estamos refiriendo a la justicia social. Jauretche había advertido en su etapa forjista que no había posible concepción nacionalista en un país sometido que no llevara hacia la idea de la justicia social. Se trata de este principio como valor societario fundante de una sociedad pacificada y emancipada. Una constante en el pensamiento nacional latinoamericano. Podría advertirse que, en el marco de la Argentina de los años 40 y 50, se trataba de algo funcional al modelo de acumulación capitalista impuesto. Es decir, una estrategia para la creación de un mercado interno que fuese la fuente de demanda, y ganancias, de la burguesía nacional. Indudablemente, esto es cierto, pero no existen demasiadas constancias de que el empresariado nacional se sintiese “cómodo” con la política social del primer peronismo. El Congreso de la Productividad del año 55 puso en evidencia de manera visible el viraje que se operaba en la burguesía nacional, en el sentido de exigir una mayor tasa de explotación del salario.
Por otra parte, la justicia social no se agotaba en la distribución del ingreso, sino que se expandía a dimensiones poco aptas para la cuantificación como la sensación de dignidad popular. Y reflejaba naturalmente el nuevo status político que habían adquirido los trabajadores en el seno de la comunidad nacional. Además, al imponer determinados compromisos sociales y limitar la tasa de explotación, la idea de la justicia social cuestionaba implícitamente la lógica inmanente del capitalismo: la maximización de la ganancia.
Un tercer problema fundamental, que se integraba en la concepción jauretchiana de la revolución nacional, era la conquista de la soberanía popular. En la obra de Jauretche se encuentran algunas de las reflexiones más avanzadas sobre la cuestión de la democracia en un país periférico. Reflexiones alejadas por cierto del formalismo de los “politicologos” atentos a las manifestaciones superficiales de los sistemas institucionales, y a la banalidad (o venalidad) de los comunicadores sociales.
Jauretche apunta al corazón de la contradicción entre “institucionalismo” y “gobierno del pueblo”. En los años cuarenta ya le había advertido a un dirigente radical que el gobierno del pueblo sin las instituciones es mejor que el gobierno de las instituciones sin el pueblo, porque si el pueblo no gobierna entonces las instituciones no son más que las alcahuetas de la entrega. Podía darse (y se daba) que un sistema institucional funcionase formalmente sin demasiadas fallas, sin que eso implicase el imperio del principio de la soberanía popular. La democracia como gobierno del pueblo no se identificaba de por sí con ningún modelo institucional predeterminado. Pero además presuponía que las decisiones fundamentales del país en cuestión se mantenían dentro de la orbita de la comunidad nacional. Y Jauretche denunciaba como el “Régimen” oligárquico y su remedo fraudulento de la década infame en realidad sustraían esas decisiones al pueblo argentino y las traspasaban al capital extranjero.
En ese sentido, la autodeterminación nacional era la base de toda democracia real. De lo contrario, lo único que podía existir era una “democracia colonial”. La lucha por la soberanía popular fue otra clave de los movimientos nacionales y revoluciones tercermundistas. Pero justamente la autodeterminación de la propia comunidad era la condición sine qua non de esa soberanía popular. La noción clásica de la democracia como gobierno del pueblo, creada en la polis ateniense, es recuperada por la Europa de la revolución burguesa. Allí comienza a desplegarse la moderna concepción del pueblo como cuerpo colectivo integrado por ciudadanos libres e iguales. Pero al menos en las revoluciones que sirvieron como modelos a las siguientes, se trataba de sociedades autodeterminadas o en tren de serlo. Es decir, no existía un poder “extraño” que arrebatara a la propia comunidad nacional su soberanía esencial. Los límites eran los que imponía la civilización del capital a la Modernidad: la contradicción entre la igualdad formal de los ciudadanos y la desigualdad real determinada por la división clasista.
Pero ¿qué sucedía al trasladarse esa noción moderna de la democracia al mundo colonial y dependiente? ¿Qué pasaba en sociedades nacidas de la conquista y colonización, donde poderes extraños se sobreponían a la propia comunidad nacional? Sociedades cuyos habitantes incluso eran juzgados como poco capaces para autodeterminarse (cuando no como seres inferiores). Si nos limitamos a las semicolonias o países formalmente independientes del siglo XX, y excluimos a las colonias directas o donde imperan sistemas tipo apartheid, nos encontramos con que el drenaje de excedente hacia las metrópolis ya condiciona la posibilidad misma de pactos democráticos internos. La instauración del sistema democrático representativo burgués al estilo occidental allí donde era posible, se revelaba “poroso” frente a las sugestiones del capital imperialista e “impermeable” frente a las demandas de los pueblos. Esto obviamente no significaba renunciar a la democracia, ni sentenciaba per se al modelo representativo. Sino la idea de que la conquista de la autodeterminación nacional por la acción de los pueblos era el contenido real de la democracia en el mundo periférico. Y combinado con el principio de la justicia social, apuntaba a un horizonte de ciudadanía social, superadora del individualismo burgués.
Este conjunto de problemáticas no agota por supuesto el cúmulo de tareas de la revolución nacional. Pero nos da una aproximación a cómo Jauretche visualizaba ese proceso. Aproximarse a ese horizonte implicaba necesariamente la construcción de una herramienta estratégica. Ésta era para Jauretche el frente nacional. Sin entrar en la historia de este concepto, nos referimos a una coalición policlasista en la que se produce la convergencia de distintos sectores oprimidos o perjudicados por el colonialismo. En la Argentina del siglo XX, esa “convergencia” se había producido como movimientos nacionales (el yrigoyenismo y el peronismo) en los que una identidad política y el liderazgo personalista se convertían en los polos aglutinantes. Esa era la realidad que Jauretche tenía bajo sus ojos.
Convertido en “hombre –puente” entre ambos movimientos, Jauretche pudo distinguir como pocos entre lo sustancial de esos procesos y sus manifestaciones contingentes. La apariencia caótica de la superficie, y las mezquindades inevitables que toda política constructiva acarrea no lo confundieron, y por eso apuntó siempre al núcleo emancipador que esas experiencias populares albergaban. Por eso, más de una vez entró en colisión con las dirigencias circunstanciales y la burocracia política del peronismo. Pero se concibió siempre a sí mismo como un hombre del movimiento nacional, atendiendo a que se trataba de experiencias vitales del pueblo argentino.
En relación a los actores concretos que integraban dicho movimiento nacional, va madurando en Jauretche la idea de que es el eje burguesía nacional /clase obrera (es decir, los productores nacionales) el núcleo fundamental de la coalición policlasista. A la que se le añaden las clases medias y las fracciones nacionales de las fuerzas armadas. Sin la unidad de todos los sectores oprimidos por el imperialismo de la comunidad nacional no podría alcanzarse la victoria por sobre este último. En esas décadas se discutía fuertemente acerca de la “hegemonía” en el frente antiimperialista. Es decir, que clase social debía conducir la lucha por la liberación nacional. Y Jauretche no podía ser ajeno a ese debate.
En su concepción de la unidad antiimperialista Jauretche ponía reparos a los planteos de la hegemonía proletaria, a los que veía como susceptibles de desplazar la política antiimperialista hacia el puro clasismo. Sin embargo, como anotamos, también era conciente de la escasa capacidad hegemónica de la burguesía industrial, enfeudada a la cosmovisión oligárquica. En nuestra opinión, en estos “dilemas” no debemos ver una incapacidad de Jauretche para dar una respuesta satisfactoria, sino las dificultades de la propia realidad argentina para alcanzar una resolución superadora a las contradicciones en el seno del pueblo.
Esa defensa de sus últimos años de los jóvenes y el “trasvasamiento generacional” (al tiempo que criticaba la estrategia armada de la guerrilla), y sus divergencias de siempre con los burócratas y oportunistas de la política, lo distancian de cualquier ubicación como “ideólogo burgués” por no haber sostenido la hegemonía proletaria. En la tradición del nacionalismo latinoamericano, Jauretche se convierte en un emergente político –intelectual de un pueblo en tren de emancipación. A ese conjunto humano sirvió con dedicación quien desdeñara los fueros de “intelectual” y prefiriera considerarse a sí mismo solo un hombre con ideas nacionales.

Germán Ibañez
Diciembre de 2005

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