viernes, 26 de agosto de 2011

El sentido común conservador de la Argentina

El sentido común conservador de la Argentina

El gran italiano Antonio Gramsci señalaba que el sentido común de una sociedad se conforma por una suerte de “decantación” de elementos de la cultura dominante que se conjugan, abigarrados, con otros provenientes de pasados tiempos históricos. Por cierto, también con aquellos elementos culturales que son producto de los propios modos de vida de las clases populares; pero cuando se trata de aquello que nace de una experiencia social (cuestión que implica un “aprendizaje” a través de la práctica, aunque no sea una experiencia sistematizada en un plano ideológico complejo), ya hablamos más bien de buen sentido. Es decir, que si el buen sentido nace de la experiencia social y de un grado, aunque sea mínimo, de reflexión propia, el sentido común es invariablemente conservador y refleja, de manera difusa, los prejuicios impuestos a una sociedad por sus clases dominantes.
En los últimos tiempos, se ha visto aflorar, nuevamente, en la Argentina visibles indicios de un sentido común conservador, especialmente en sus clases medias. Teñido a veces de un marcado antiperonismo, otras veces “antikirchnerista”, y en todo caso siempre antiplebeyo. Aunque tales prejuicios suelen dar señales de vida en todas las épocas, el conflicto con la resolución 125 en el año 2008 los exacerbó. En las siguientes líneas intentaremos rastrear su configuración histórica, sin pretender ser exhaustivos; más bien señalando ciertos procesos que fueron especialmente relevantes en el devenir de un sentido común conservador.

La conquista y los prejuicios sobre la inferioridad y “pereza” de los trabajadores y pobres

La conquista y colonización de estas tierras por los españoles estableció un sistema de dominación en el cual la noción de “raza”, como señaló Aníbal Quijano, se constituyó en un pilar esencial. Los conquistadores se impusieron violentamente sobre los pueblos originarios y desarticularon sus modos de vida, al tiempo que negaban tajantemente sus cosmovisiones. No solo eso: consideraron a los hombres y mujeres americanas (como luego a los africanos capturados para ser convertidos en esclavos) seres inferiores. Es recordada la polémica entre Juan Ginés de Sepúlveda y Bartolomé de Las Casas acerca de la “humanidad” de los habitantes originarios de América, denominados “indios” sin más. Si bien se impuso la tesis de Las Casas que reconocía la humanidad de los indios ya que poseían alma, al mismo tiempo se los consideró una suerte de “menores de edad” que debían ser tutelados por los españoles.
La relación de dominadores y dominados estuvo marcada por la violencia y la intolerancia, resultando limitados los procesos de transculturación creativa. Los indios eran simplemente inferiores y su aspecto exterior, como el de los negros, fue codificado como expresión de esa inferioridad. Es la teoría de “los colores”: los blancos son superiores, el resto de los “colores” son inferiores. La sociedad colonial fue una sociedad rigurosamente estamental, de castas. Cada casta tenía su lugar, que no podía traspasar. Curiosamente, aunque las clases dominantes coloniales sostenían su poder y riqueza sobre la base del esfuerzo y sacrificio de una enorme masa de explotados (tributarios, esclavos, trabajadores libres pobres), desarrollaron la idea de que esos trabajadores eran “perezosos”. Aquí, en el Río de la Plata, la palabra “gaucho” tuvo inicialmente un matiz peyorativo: eran los “vagos y mal entretenidos”.
Así se constituyó la mirada dominante sobre los trabajadores y los pobres en el período colonial, esa extraordinaria y bestial “acumulación originaria de trabajadores”. Los prejuicios acerca de su inferioridad (reforzados por la presunción de que había razas superiores e inferiores) y su escasa vocación por el trabajo, no desaparecieron con la Independencia, sino que se prolongaron en la nueva sociedad republicana.




La construcción de la Argentina oligárquica

Las guerras de la Independencia comenzaron siendo guerras civiles. En ellas se pusieron en juego distintos proyectos nacionales. Valga como ejemplo la diferencia de visión entre un José Artigas, caudillo popular, que se preocupó por dignificar a los trabajadores y pobres, tanto criollo –mestizos como indígenas y negros, y un Carlos Alvear, Director Supremo por un breve tiempo, que declaró que Artigas fue el primero en sacar partido político de la “brutal imbecilidad” de las clases populares. En esta segunda visión, las masas populares solo son la base de maniobra a ser instrumentada desde arriba. Parece una anticipación de la preocupación por el “clientelismo” y la “demagogia” que hoy desvela a varios operadores de los grandes monopolios de la comunicación.
Pero sin duda fue Domingo Sarmiento el gran constructor de una visión hegemónica sobre el país que se organizaba, del imaginario dominante de la Argentina moderna, impuesto a sangre y fuego por cierto. Son conocidas sus opiniones sobre los criollos, mestizos e indios. Sarmiento los consideraba biológicamente inferiores, e incapaces de progreso. Por eso aconsejó “no ahorrar sangre de gaucho”, ya que sería un buen abono para el suelo de la Patria. Esas opiniones constituyen, como señalara el cubano Roberto Fernández Retamar, prácticamente una justificación del etnocidio. Pero no solo se atacó a las “bases” de un proyecto nacional alternativo (que no eran otras que los pueblos que conformaron la actual Argentina), sino también a sus emergentes políticos e intelectuales. Si las masas eran “bárbaras”, no menos bárbaros eran sus caudillos. Bartolomé Mitre es el otro gran ideólogo de esa Argentina que se pensó moderna, progresista, civilizada, y devino finalmente oligárquica. En el relato histórico de la nacionalidad argentina que Mitre moldeó en sus trabajos (y que durante décadas fue sinónimo de “la historia argentina”), las elites esclarecidas son las constructoras del país. Elites esclarecidas en tanto europeístas, en tanto aliadas de un progreso que advenía de la mano de las ideas y el capital metropolitanos. Es por eso que Mitre afirmó que la fuerza que impulsaba el progreso argentino era el capital inglés.
Elitismo, prejuicios antipopulares y europeísmo son claves fundamentales de la ideología dominante que corona el Estado oligárquico. Ese orden político republicano pero antidemocrático, también mostrará su faz dura y excluyente frente a las oleadas inmigratorias de europeos pobres que buscarán un camino de ascenso social en la Argentina. Se va construyendo un imaginario profundamente contradictorio. Por un lado, los inmigrantes concretos, que se transforman en la fuerza de trabajo que requería la modernización oligárquica (expansión agropecuaria orientada a la exportación y pequeño puñado de “industrias”), son vistos con desconfianza en tanto muchos de ellos contribuyen a poner en pie los primeros rudimentos del movimiento obrero argentino. Pasan a ser entonces “agitadores” y elementos “indeseables”, a los cuales hay que reprimir o expulsar. En ese camino, hasta se revisa la visión del gaucho, aquel mal entretenido de los tiempos coloniales, montonero de las guerras civiles, y desheredado Martín Fierro; ahora pasa a ser el arquetipo de la nacionalidad frente al militante obrero de origen extranjero, nueva encarnación de una barbarie no prevista por Sarmiento. Pero por otro lado, también se irá estableciendo la imagen de una inmigración abstracta, idealizada, que “blanquearía” a la Argentina y permitiría seguir soñando con ser Europa en América. De allí la expresión “los argentinos descienden de los barcos”.
Por cierto, no puede de ninguna manera obviarse el fuerte impacto de esa inmigración, sobre todo en el área metropolitana y litoral de nuestro país. Lo que señalamos es otra cosa: ese imaginario contribuyó a invisibilizar a los descendientes de los pueblos originarios, a los que consideró vencidos o muertos. No serían contemporáneos de los argentinos que bajaron de los barcos, sino curiosos ancestros a los que puede visitarse en libros y museos.
Pero nos falta un punto más, una última zoncera como diría Jauretche. Sobre la base de la formidable expansión agropecuaria (hasta circa 1914) que coadyuvó a un indudable crecimiento capitalista de la Argentina de entonces, se estableció también el mito de que “el campo hizo al país”. Es comprensible que los terratenientes (y los políticos e intelectuales asociados a ellos) así lo creyeran, pues ellos eran los “dueños” del campo en tanto propietarios, y no los miles de peones y campesinos que se deslomaban en tierras ajenas o de tenencia precaria. Más difícil era que lo creyeran las capas medias que comenzaban a crecer en las ciudades, al compás de la modernización oligárquica. Allí jugó todo el influjo de esa cultura dominante que identificó transformación capitalista (en beneficio de los propietarios) con progreso de la Nación. El modelo a imitar para el incipiente empresario manufacturero o incluso los sectores más acomodados de las clases medias era el gran aristócrata terrateniente; así como para este último sus modelos se hallaban en las metrópolis. Es lo que analiza Arturo Jauretche en ese formidable libro que es El medio pelo.
De esa manera fueron acumulándose varios prejuicios: el colonialismo interno sobre los descendientes de los pueblos originarios, vencidos y considerados muertos, es decir arrancados de la contemporaneidad y arrojados al pasado; prejuicio también étnico, o “racial” como se decía entonces, sobre los morochos mestizos que conformaban una gran parte de la fuerza de trabajo y los pobres del país; prejuicio antiobrerista contra la nueva barbarie representada por el activismo sindical; prejuicio antiindustrial o al menos ausencia de una auténtica conciencia sobre el problema de la industria y sus relaciones con el desarrollo nacional, en tanto se identificaba la transformación capitalista agropecuaria con el progreso de la Nación.

El peronismo y el ascenso de la Argentina “cabecita negra”

Aunque el antiobrerismo estaba ya instalado desde antes, es la marea de los “cabecitas negras” a partir del 17 de octubre de 1945 lo que estimula ese prejuicio hasta grados insospechados. Ya a raíz de esa jornada en cierta medida fundacional del peronismo, se esbozaron los peores dicterios y calificaciones sobre las masas movilizadas. La formulación insuperable: la de “aluvión zoológico”, que retrocedía sin escalas hasta Ginés de Sepúlveda. Algunos observadores más sutiles se preguntaban de dónde habían salido esas multitudes; desorientación que revelaba la presencia difusa del prejuicio antiindustrial. La contraposición de dos Argentinas estaba ya allí latente, y el peronismo la aprovechó con habilidad contraponiendo la Nueva Argentina industrial y de la justicia social al parasitismo oligárquico del viejo país.
Fue la extraordinaria vitalidad del ascendente movimiento nacional (vitalidad alcanzada a través de importantes grados de organización, conciencia y participación popular), lo que le permitió cuestionar la hegemonía oligárquica con fórmulas sencillas pero precisas. Y no fue de lo menos importante la capacidad de “dar vuelta” expresiones teñidas de prejuicios antiplebeyos como la de cabecita negra o descamisado, que pasaron a enriquecer el lenguaje popular con resonancias de dignidad del trabajador. Pero esa presencia visible del factor plebeyo, en la política, en el discurso, en el consumo, no dejó de herir la “sensibilidad” educada en los valores oligárquicos de esa vieja Argentina, ahora denostada desde las voces oficiales. Nuevas formulaciones del sentido común conservador comenzaron a circular y afloraron en virulento antiperonismo.
Se trataba ahora de una masa, que no solo era “negra” y perezosa, como siempre, sino “soberbia” y “manipulable” al mismo tiempo. Soberbia porque cuestionaba directa o indirectamente las jerarquías sociales, el lugar de cada uno en la sociedad. Manipulable porque enfeudaba su conciencia y libertad por “un plato de lentejas”. La manifestación exterior de la soberbia era el “resentimiento” de la negrada por ser pobre y no saber salir por sí misma de esa situación. La adhesión fanática y el “amor” por el Líder vindicador y hábil titiritero era la manifestación exterior de esa condición manipulable de las masas. Esa combinación de prejuicios cristalizó en una visión distorsionada del crecimiento capitalista: el ascenso socioeconómico de los de abajo era leído como un correlativo “descenso” por las capas medias y empresariales. Tal interpretación impidió a numerosas porciones de las clases medias comprender la naturaleza del crecimiento económico de aquellos años que, a diferencia de etapas anteriores, estaba asociado a una expansión del mercado interno y del consumo popular.
También en esta etapa a la barbarie de las masas le correspondió la barbarie de sus líderes. En primer término de aquellos que directamente emergían de ellas, como los dirigentes sindicales, sobre los cuales se proyectó todas las lacras (venalidad, corrupción, autoritarismo) que el capitalismo hace crecer exuberantemente en los empresarios y políticos del sistema. Si la negrada era perezosa, los  dirigentes sindicales eran ladrones. Tal la nueva configuración del viejo prejuicio antiplebleyo, estimulado desde las clases altas y reproducido por amplios contingentes de los sectores medios. Y también se estigmatizó al máximo Líder: corrupto y demagogo, artífice de la frustración del enjundioso destino del país, y sobre todo demiurgo de la división de los “argentinos”. El hecho de que la violencia terrorista se desatara desde los sectores antiperonistas, con el demencial bombardeo a la Plaza de Mayo en 1955, no modificó sustancialmente esa opinión; a fin de cuentas, como dijera un año después un conocido dirigente de la oposición: “la letra con sangre entra”. 

La herencia de la dictadura

La política terrorista de exterminio del activismo popular y la insurgencia que la última dictadura militar desarrolló desde el Estado, marcó otro importante jalón en la imposición de un sentido común conservador en la sociedad argentina. El objetivo manifiesto de la represión era la “guerrilla” caracterizada por el régimen dictatorial y sus socios civiles (empresariales, periodísticos y eclesiásticos) como terrorista y subversiva. Sin embargo, los objetivos profundos eran más vastos.
Uno de ellos era desarticular completamente el campo del pueblo a través de la eliminación de sus dirigencias y activistas. Estos fueron estigmatizados también como subversivos o cómplices de la guerrilla. La Triple A había comenzando con esa tarea de exterminio selectivo de los militantes y referentes del campo popular, con la impunidad que garantizaba el Estado, bastante antes del asalto al poder de marzo de 1976. También puede recordarse las denuncias de un importante líder del radicalismo acerca de la “guerrilla industrial”. En el complejo período de tiempo que corre entre la muerte de Juan Perón en julio de 1974 y el zarpazo militar de marzo de 1976, el peronismo en el gobierno se desintegró en medio de enfrentamientos armados. Ese conflicto fue aprovechado por clases dominantes largamente entrenadas en aprovechar las contradicciones en el seno del pueblo. La capacidad de aprovechar las contradicciones del campo adversario es el arte más sutil de una clase o bloque de clases con potencialidad hegemónica. La burguesía argentina alcanzó así varios logros importantes. En primer término endilgarle al movimiento nacional una naturaleza facciosa, ya que el enfrentamiento era “entre ellos”, peronistas bárbaros que se mataban entre sí. En segundo término, descabezar prematuramente al campo popular, eliminando a dirigentes importantes, forzando el repliegue de otros, y estimulando el enfrentamiento unilateral en el terreno de las armas con los núcleos insurgentes.
Aquí comienza una gran victoria cultural del bloque dominante, consolidada luego por el terrorismo de Estado pos -76: el terror a la represión alimentó el rechazo a la voluntad de transformación social liberadora. Demonizados y perseguidos, diezmados en gran medida por un régimen que supo aprovechar las debilidades de sus adversarios, los militantes populares y los revolucionarios fueron castigados como encarnación de esa voluntad de transformación, del intento de poner en pie un proyecto contrahegemónico. El mensaje fue para toda la sociedad, difundiéndose el temor a los costos políticos y sociales de esa transformación. El “no te metás” fue tal vez la fórmula más gráfica del nuevo avatar del sentido común conservador. De alguna manera, los revolucionarios habían atraído sobre sí la desgracia con su ambición desmedida, con su voluntarismo. Eso debía castigarse. Los vencidos son los culpables. El desencanto pasa a ser parte de la ideología del sentido común. Un sentimiento que impone el temor y la desconfianza como reacción primaria ante cualquier voluntad concreta de transformación social liberadora. “No hagan olas”, no “crispen”, parecería ser el reclamo de grupos sociales adormecidos en ese sentido común conformista que es una herencia del Terror.

El neoliberalismo de los ´90

En rigor de verdad, el proyecto neoliberal comienza a imponerse en nuestro país con la última dictadura militar. Sin embargo, no cabe duda que los años 1990 marcaron una clara vuelta de tuerca en ese proyecto, con la cruda imposición del paquete del ajuste estructural. Las privatizaciones de activos públicos fueron una de las manifestaciones más gravosas; pero también el crecimiento sin frenos del endeudamiento externo, la apertura comercial indiscriminada, la precarización de las condiciones de empleo y trabajo, la concentración del ingreso y el aumento de la desocupación, pobreza y marginalidad de amplios contingentes populares. Ahora bien, todo esto fue posible en un marco de ofensiva cultural del proyecto neoliberal y de los intereses que expresa (la burguesía trasnacionalizada). Un vector fundamental de esta ofensiva fueron los grandes medios de comunicación impresos y audiovisuales, también ellos en proceso de concentración y privatización. Desde allí se difundió de manera repetitiva, simplista, y a veces rozando lo cínico o brutal, un vendaval de zonceras, algunas de viejo cuño y ya denunciadas por Jauretche, y otras nuevas pero que se integran en una misma cosmovisión privatista en la cual todas las cosas pueden comprarse y venderse. La lógica mercantil, connatural a la expansión capitalista, avanzó sobre nuevos territorios, con resistencias quebradas o neutralizadas por el ciclo anterior de la violencia terrorista y la desarticulación objetiva del entramado societario de los sectores populares. Así, la gestión privada se impuso como superior (más eficaz y “transparente”) que la gestión pública. Los pobres volvieron a ser considerados los artífices de su fracaso social, y la riqueza fue considerada sin más sinónimo de éxito y puerta abierta a la notoriedad pública (los “ricos y famosos”).
Podemos admitir que gran parte de este imaginario ya estaba presente en la cosmovisión liberal conservadora de las elites argentinas. Pero ahora este imaginario oligárquico se combina con una ideología del desencanto frente a la transformación colectiva, que es herencia de la instrumentación local del terrorismo de Estado en los ´70, y al mismo tiempo se integra en un fenómeno global vinculado a la derrota de los movimientos de liberación nacional y de las clases obreras metropolitanas, así como la desarticulación ingloriosa del “socialismo real”. Eric Hobsbawmn señaló, en su Historia del siglo XX, que la derrota de los movimientos obreros europeos fue, en gran medida, una derrota de conciencia. Bajar las expectativas sociales y democráticas que los pueblos impulsaban cada vez más en el ciclo de la segunda posguerra fue uno de los objetivos estratégicos buscados por las burguesías y los Estados metropolitanos. Es comprensible: la democracia real atenta contra la lógica unilateral del capital: la maximización de la ganancia. Sin embargo, era necesario un “paliativo” frente al desencanto de la transformación solidaria; el individualismo extremo, el consumismo y el hedonismo fueron ese paliativo, los nuevos valores exaltados. El hedonismo de la gratificación individual (antisolidaria) e inmediata, retroalimentó el desencanto. Es más, la vocación de transformación colectiva y progresista de lo social, paso a ser una enojosa molestia; ya que implica un compromiso más allá de la propia individualidad y una renuncia a las gratificaciones consideradas deseables por el paradigma dominante. Por supuesto, también conlleva la superación del lastre acumulado de prejuicios sociales. Quienes impulsan esa transformación colectiva y solidaria se convierten en nuevos indeseables: atentan contra el confortabilísimo desencanto.

Patear el tablero

El proyecto nacional y popular encarnado por el actual gobierno de Cristina Fernández de Kirchner ha “pateado el tablero”, incomodando a algunos con su “crispación”. Es decir, ha puesto de relieve los intereses societarios beneficiados con el desencanto y los siempre redivivos prejuicios antipopulares. Para hacerlo produjo una convocatoria pluralista y una apelación a las fuerzas de transformación liberadora latentes en el pueblo argentino. La convocatoria fue y es plural, más allá de las identidades políticas y los partidos, porque recupera las banderas que algunos dejaron caer y pone de relieve las tareas nuevas (las nuevas banderas). Allí está el secreto del movimiento nacional: su recuperación del peronismo no es en función de la liturgia vacía y los símbolos exteriores, sino de las tareas históricas: la democracia, la autodeterminación nacional y la justicia social. Y sobre todo, reactualiza esas banderas de cara a los nuevos desafíos: o acaso sería posible hoy aludir a la democracia en abstracto, sin plantearse concretamente la democratización de la palabra, la democratización de la comunicación audiovisual. Frente a esa cuestión, se levanta la tradicional zoncera de la “libertad de prensa” que ya Jauretche había desenmascarado como “libertad de empresa”. La consolidación y avance del Proyecto Nacional requiere de cada vez mayores grados de participación, organización y conciencia popular. Eso incomoda y despierta los “reflejos condicionados”, que siempre van para el lado del sentido común y los prejuicios. El trabajo colectivo de recuperación y autodeterminación nacional exige no comodidad sino esfuerzo; también la discusión y el debate; la determinación de los valores deseables para la comunidad; las ideologías y estrategias políticas que nos conduzcan a esa liberación. Y por cierto, la mística y la épica de transformación popular, siempre tan temidas por los dominadores de todas las épocas y tan ajenas al sentido común.


Germán Ibañez

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