viernes, 26 de agosto de 2011

El fortalecimiento del pensamiento nacional

El fortalecimiento del pensamiento nacional

En la segunda mitad de la década de 1960, la tradición intelectual conocida como pensamiento nacional alcanzó su apogeo. Fueron los años en los cuales la obra de Arturo Jauretche, Raúl Scalabrini Ortiz, Rodolfo Puiggrós, Juan José Hernández Arregui, Jorge Abelardo Ramos, John William Cooke, y varios otros contribuía a la formación de miles de militantes. El paradigma de la liberación nacional estaba en alza, con procesos populares como la Revolución Cubana de 1959, que impactaban fuertemente en toda América Latina. Será justamente ese paradigma el que entrará en un cono de sombra en la década siguiente, con la ofensiva neocolonial que en nuestro país se cobraría miles de víctimas, desarticulando ese entramado militante en la última dictadura militar.
El primer ariete ideológico contra el pensamiento nacional (que había cuestionado exitosamente al liberalismo tradicional y el republicanismo conservador) será la Doctrina de la Seguridad Nacional y la contrainsurgencia. Por supuesto, esta ideología no podía imponerse a través de la polémica y el debate, sino que fue la clave de bóveda y justificación del exterminio dictatorial. Lo nacional desaparecía en tanto la primacía estaba situada en la lucha entre el Occidente cristiano y la barbarie colectivista. El agente “local” de la tal barbarie colectivista, que para la Doctrina de la Seguridad Nacional solo podía tener su origen en las ambiciones soviéticas, era la subversión, ambigua categoría en la que entraba desde la insurgencia revolucionaria hasta variadísimas modalidades de militancia barrial, estudiantil, sindical e intelectual. El pensamiento nacional se sustentaba en la lucha por la autodeterminación nacional, la democracia como soberanía popular y la justicia social. Todas estas cuestiones eran negadas radicalmente por la Doctrina de la Seguridad Nacional, que supeditaba la nación al “Occidente cristiano”, congelaba la soberanía popular en nombre de las jerarquías sociales y el “orden” tradicional, y visualizaba en la justicia social una consigna demagógica que abría paso al comunismo.
Sobre la base del exterminio dictatorial, que altera dramáticamente las correlaciones de fuerzas sociales y políticas en la Argentina, podrá imponerse la ideología y el proyecto neoliberal. En las décadas siguientes, de la mano del nuevo impulso del proceso de mundialización capitalista, (y con la desintegración del bloque soviético), se llegará a verdaderos extremos de fanatismo de mercado. Se prolongará entonces, en los años 1980-1990 en nuestro país una crisis del pensamiento nacional que tiene su raíz en la derrota del movimiento de liberación nacional en la década del ’70, y en el proceso de transformaciones estructurales vinculado a la agenda neoliberal y la transnacionalización imperialista llamada eufemísticamente “globalización”. Hasta la propia pertinencia de cuestiones como Estado, nación y autodeterminación serán negadas por la ideología de la globalización calificadas como enojosos arcaísmos que traban el libre desarrollo de las fuerzas del mercado. En el discurso mistificador del neoliberalismo será el “mercado”, como fuerza impersonal, el verdadero motor de la Historia (disciplinando a los díscolos Estados tanto como a los trabajadores y sus organizaciones sindicales); el mundo aparecerá como armónicamente interdependiente e integrado; la revolución tecnológica imprimirá cambios “neutros” y movilizada por su propia dinámica autónoma; el crecimiento económico disminuiría automáticamente las desigualdades sociales; y, en última instancia, pobres habrá siempre. Estos son, en apretada síntesis, los “principios” que logrará imponer en gran medida el neoliberalismo en su etapa de auge.
En ese contexto adverso (por la desintegración de las propias bases sociales internas y por la hegemonía planetaria de la ideología de la globalización) comenzará empero a reconfigurarse el pensamiento nacional. Un factor importante  es que la tradición del pensamiento nacional guarda en su memoria histórica toda una herencia de resistencia a los silenciamientos y el marginamiento. Una resistencia incluso estetizada en la prosa de “malditos” que lucharon largos años contra la corriente, como es el caso de Manuel Ugarte y Raúl Scalabrini Ortiz. Estos intelectuales tomaron nota del silenciamiento a que los condenaba la superestructura dominante, y lo asumieron como uno de los obstáculos a vencer con esfuerzo y patriotismo. La tradición del pensamiento nacional argentino, fraguada en esa escuela de la permanente prédica en condiciones de hegemonía oligárquica, tiene en sus reservas la capacidad de sobrevivir en núcleos mínimos para expandirse luego en las coyunturas favorables de ascenso del movimiento nacional. La poderosa obra de historiadores como Norberto Galasso constituirá en ese marco un puente imprescindible de recuperación y renovación del pensamiento nacional.
Aún así, es necesario tener en cuenta que el pensamiento nacional no se replegó, como podría suponerse en una mirada superficial, en la crítica ideológica, sino que en los años ’90 buscó trabajosamente la vinculación y el entronque con las organizaciones de los trabajadores, los colectivos militantes de extracción popular, y los emergentes movimientos sociales. Contribuyó a potenciarlos formando a centenares de militantes y nutriéndose asimismo de esas nuevas experiencias de las luchas populares contra el neoliberalismo. En ese cruce se renovó, y aún cuando no siempre fue posible en aquellos años realizar balances acabados, si los hubo de carácter provisorio en miles de charlas-debate, seminarios, encuentros militantes, reuniones informales, plenarios de agrupaciones, etc. A veces se subestima el nivel de discusión militante que se desarrollo en la década de 1990, en el mismo proceso de resistencia al neoliberalismo porque la experiencia de las derrotas históricas pesaba indudablemente en las conciencias militantes induciendo a cierto pesimismo. También en ámbitos universitarios y académicos (aunque muy minoritarios) persistió la presencia del pensamiento nacional, retomando críticamente la lectura de Jauretche, Scalabrini, Cooke, Puiggrós, Hernández Arregui y otros, enlazándola con diversas vertientes del pensamiento crítico latinoamericano contemporáneo y nuevas perspectivas de los estudios sociales. Por estos caminos, el pensamiento nacional continuó su “larga marcha”, y formó parte del movimiento de protesta política y social que fue creciendo con la debacle del modelo neoliberal. Se trató de una protesta nutrida por muy diversas corrientes ideológicas, políticas y sociales que no pueden reducirse al campo de influencia del pensamiento nacional, pero la presencia de éste último no fue menor, en los análisis de las salidas posibles y en la praxis de miles de militantes.
A partir de 2003, la convocatoria kirchnerista desde la memoria, la justicia y la reparación, estimuló nuevos desarrollos del pensamiento nacional, ahora en un marco en el cual un proyecto político buscaba desde el Estado superar el marasmo dejado por la crisis del neoliberalismo, retomando las mejores tradiciones de lo nacional-popular. Por supuesto, no fue un “entronque” de total inmediatez, sino que podemos decir que fue tornándose más denso y rico con el despliegue de la propuesta de Néstor Kirchner y la reconfiguración del movimiento nacional alrededor de su liderazgo. La búsqueda que iniciaba una parte de la sociedad en pos de explicaciones para la crisis del país, que apenas comenzaba a quedar atrás fue visible en cuestiones como el interés creciente por la historia argentina. Interés por el pasado de los argentinos y la lucha por la recuperación de la memoria expropiada por el genocidio y la impunidad abrieron paso a una más compleja concepción de la conciencia nacional, que no podía escindirse ahora de la justicia y la reparación. Desde allí también el pensamiento nacional ganó posiciones, retroalimentándose con ese interés social y con los nuevos debates que habilitaba el proyecto nacional del kirchnerismo. Por su parte, en su recuperación del peronismo desde las banderas históricas y los nuevos desafíos, el propio kirchnerismo abrió puertas al descongelamiento ideológico en el propio seno del movimiento peronista, que pudo reconstruir vasos comunicantes con el pensamiento nacional que habían sido segados por el menemismo y la hegemonía neoliberal.
La ofensiva destituyente contra el gobierno de Cristina Fernández de Kirchner, comandada por los monopolios de la comunicación audiovisual, las patronales agropecuarias y la derecha neoliberal, detonada con el conflicto alrededor de la resolución 125 en el año 2008, se convirtió en un nuevo jalón en la reconfiguración del movimiento nacional. El resultado de la disputa pudo plasmarse como derrota para el gobierno nacional y popular en su inmediatez, pero no cristalizó en retroceso histórico sino todo lo contrario. La fortaleza del ejecutivo nacional y el redespliegue profundo con medidas como la recuperación de los aportes previsionales, la estatización de Aerolíneas Argentinas, la Ley de Servicios de Comunicación Audiovisual y la Asignación universal por Hijo (por mencionar solo algunas de las medidas más trascendentes) dotó al kirchnerismo de rasgos aún más visibles y sólidos de movimiento nacional. Especialmente todo el proceso de debate y participación social que acompañó a lo largo del país la discusión sobre el texto del Anteproyecto (y luego Proyecto) de Ley de Servicios de Comunicación Audiovisual marcó un punto de inflexión decisivo en la “batalla de ideas”. En todas estas cuestiones está presente la materia viva del nuevo impulso del pensamiento nacional en la etapa más reciente. La formación del colectivo intelectual Carta Abierta permitió por ejemplo profundizar el debate y encuentro de distintas tradiciones del pensamiento, con un alto nivel de pluralismo. El estímulo que supusieron todas estas conquistas para el fortalecimiento de la militancia juvenil también permitió al pensamiento nacional un mayor anclaje y la interpelación de nuevos actores.
No podríamos cerrar este sucinto ensayo de explicación sin aludir también a la profundidad que va alcanzando el proceso de integración y unidad de Nuestra América, especialmente Sudamérica. El crecimiento y la densidad que van adquiriendo las relaciones en el seno del MERCOSUR son de la máxima importancia; pero sin duda la construcción en marcha de la UNASUR es lo que permite vislumbrar una nueva cristalización del viejo sueño de la Patria Grande. Es ésta otra clave distintiva del pensamiento nacional: la unidad de América Latina fue levantada como bandera política antiimperialista en la perspectiva estratégica de una revolución nacional latinoamericana, y en sus fundamentos histórico-culturales, rastreando los alcances hispanoamericanos de las campañas sanmartinianas y bolivarianas, el eclipse y desintegración de ese primer ensayo de una política de Patria Grande, y los sucesivos avatares de una idea que aunque pareció desaparecer en varios momentos, no dejó de resurgir con fuerza de la mano de los grandes intelectuales latinoamericanistas y de los procesos populares y revolucionarios. Estos son los desafíos de la hora, y por allí circulan las preocupaciones del pensamiento nacional y popular.

Germán Ibañez

El sentido común conservador de la Argentina

El sentido común conservador de la Argentina

El gran italiano Antonio Gramsci señalaba que el sentido común de una sociedad se conforma por una suerte de “decantación” de elementos de la cultura dominante que se conjugan, abigarrados, con otros provenientes de pasados tiempos históricos. Por cierto, también con aquellos elementos culturales que son producto de los propios modos de vida de las clases populares; pero cuando se trata de aquello que nace de una experiencia social (cuestión que implica un “aprendizaje” a través de la práctica, aunque no sea una experiencia sistematizada en un plano ideológico complejo), ya hablamos más bien de buen sentido. Es decir, que si el buen sentido nace de la experiencia social y de un grado, aunque sea mínimo, de reflexión propia, el sentido común es invariablemente conservador y refleja, de manera difusa, los prejuicios impuestos a una sociedad por sus clases dominantes.
En los últimos tiempos, se ha visto aflorar, nuevamente, en la Argentina visibles indicios de un sentido común conservador, especialmente en sus clases medias. Teñido a veces de un marcado antiperonismo, otras veces “antikirchnerista”, y en todo caso siempre antiplebeyo. Aunque tales prejuicios suelen dar señales de vida en todas las épocas, el conflicto con la resolución 125 en el año 2008 los exacerbó. En las siguientes líneas intentaremos rastrear su configuración histórica, sin pretender ser exhaustivos; más bien señalando ciertos procesos que fueron especialmente relevantes en el devenir de un sentido común conservador.

La conquista y los prejuicios sobre la inferioridad y “pereza” de los trabajadores y pobres

La conquista y colonización de estas tierras por los españoles estableció un sistema de dominación en el cual la noción de “raza”, como señaló Aníbal Quijano, se constituyó en un pilar esencial. Los conquistadores se impusieron violentamente sobre los pueblos originarios y desarticularon sus modos de vida, al tiempo que negaban tajantemente sus cosmovisiones. No solo eso: consideraron a los hombres y mujeres americanas (como luego a los africanos capturados para ser convertidos en esclavos) seres inferiores. Es recordada la polémica entre Juan Ginés de Sepúlveda y Bartolomé de Las Casas acerca de la “humanidad” de los habitantes originarios de América, denominados “indios” sin más. Si bien se impuso la tesis de Las Casas que reconocía la humanidad de los indios ya que poseían alma, al mismo tiempo se los consideró una suerte de “menores de edad” que debían ser tutelados por los españoles.
La relación de dominadores y dominados estuvo marcada por la violencia y la intolerancia, resultando limitados los procesos de transculturación creativa. Los indios eran simplemente inferiores y su aspecto exterior, como el de los negros, fue codificado como expresión de esa inferioridad. Es la teoría de “los colores”: los blancos son superiores, el resto de los “colores” son inferiores. La sociedad colonial fue una sociedad rigurosamente estamental, de castas. Cada casta tenía su lugar, que no podía traspasar. Curiosamente, aunque las clases dominantes coloniales sostenían su poder y riqueza sobre la base del esfuerzo y sacrificio de una enorme masa de explotados (tributarios, esclavos, trabajadores libres pobres), desarrollaron la idea de que esos trabajadores eran “perezosos”. Aquí, en el Río de la Plata, la palabra “gaucho” tuvo inicialmente un matiz peyorativo: eran los “vagos y mal entretenidos”.
Así se constituyó la mirada dominante sobre los trabajadores y los pobres en el período colonial, esa extraordinaria y bestial “acumulación originaria de trabajadores”. Los prejuicios acerca de su inferioridad (reforzados por la presunción de que había razas superiores e inferiores) y su escasa vocación por el trabajo, no desaparecieron con la Independencia, sino que se prolongaron en la nueva sociedad republicana.




La construcción de la Argentina oligárquica

Las guerras de la Independencia comenzaron siendo guerras civiles. En ellas se pusieron en juego distintos proyectos nacionales. Valga como ejemplo la diferencia de visión entre un José Artigas, caudillo popular, que se preocupó por dignificar a los trabajadores y pobres, tanto criollo –mestizos como indígenas y negros, y un Carlos Alvear, Director Supremo por un breve tiempo, que declaró que Artigas fue el primero en sacar partido político de la “brutal imbecilidad” de las clases populares. En esta segunda visión, las masas populares solo son la base de maniobra a ser instrumentada desde arriba. Parece una anticipación de la preocupación por el “clientelismo” y la “demagogia” que hoy desvela a varios operadores de los grandes monopolios de la comunicación.
Pero sin duda fue Domingo Sarmiento el gran constructor de una visión hegemónica sobre el país que se organizaba, del imaginario dominante de la Argentina moderna, impuesto a sangre y fuego por cierto. Son conocidas sus opiniones sobre los criollos, mestizos e indios. Sarmiento los consideraba biológicamente inferiores, e incapaces de progreso. Por eso aconsejó “no ahorrar sangre de gaucho”, ya que sería un buen abono para el suelo de la Patria. Esas opiniones constituyen, como señalara el cubano Roberto Fernández Retamar, prácticamente una justificación del etnocidio. Pero no solo se atacó a las “bases” de un proyecto nacional alternativo (que no eran otras que los pueblos que conformaron la actual Argentina), sino también a sus emergentes políticos e intelectuales. Si las masas eran “bárbaras”, no menos bárbaros eran sus caudillos. Bartolomé Mitre es el otro gran ideólogo de esa Argentina que se pensó moderna, progresista, civilizada, y devino finalmente oligárquica. En el relato histórico de la nacionalidad argentina que Mitre moldeó en sus trabajos (y que durante décadas fue sinónimo de “la historia argentina”), las elites esclarecidas son las constructoras del país. Elites esclarecidas en tanto europeístas, en tanto aliadas de un progreso que advenía de la mano de las ideas y el capital metropolitanos. Es por eso que Mitre afirmó que la fuerza que impulsaba el progreso argentino era el capital inglés.
Elitismo, prejuicios antipopulares y europeísmo son claves fundamentales de la ideología dominante que corona el Estado oligárquico. Ese orden político republicano pero antidemocrático, también mostrará su faz dura y excluyente frente a las oleadas inmigratorias de europeos pobres que buscarán un camino de ascenso social en la Argentina. Se va construyendo un imaginario profundamente contradictorio. Por un lado, los inmigrantes concretos, que se transforman en la fuerza de trabajo que requería la modernización oligárquica (expansión agropecuaria orientada a la exportación y pequeño puñado de “industrias”), son vistos con desconfianza en tanto muchos de ellos contribuyen a poner en pie los primeros rudimentos del movimiento obrero argentino. Pasan a ser entonces “agitadores” y elementos “indeseables”, a los cuales hay que reprimir o expulsar. En ese camino, hasta se revisa la visión del gaucho, aquel mal entretenido de los tiempos coloniales, montonero de las guerras civiles, y desheredado Martín Fierro; ahora pasa a ser el arquetipo de la nacionalidad frente al militante obrero de origen extranjero, nueva encarnación de una barbarie no prevista por Sarmiento. Pero por otro lado, también se irá estableciendo la imagen de una inmigración abstracta, idealizada, que “blanquearía” a la Argentina y permitiría seguir soñando con ser Europa en América. De allí la expresión “los argentinos descienden de los barcos”.
Por cierto, no puede de ninguna manera obviarse el fuerte impacto de esa inmigración, sobre todo en el área metropolitana y litoral de nuestro país. Lo que señalamos es otra cosa: ese imaginario contribuyó a invisibilizar a los descendientes de los pueblos originarios, a los que consideró vencidos o muertos. No serían contemporáneos de los argentinos que bajaron de los barcos, sino curiosos ancestros a los que puede visitarse en libros y museos.
Pero nos falta un punto más, una última zoncera como diría Jauretche. Sobre la base de la formidable expansión agropecuaria (hasta circa 1914) que coadyuvó a un indudable crecimiento capitalista de la Argentina de entonces, se estableció también el mito de que “el campo hizo al país”. Es comprensible que los terratenientes (y los políticos e intelectuales asociados a ellos) así lo creyeran, pues ellos eran los “dueños” del campo en tanto propietarios, y no los miles de peones y campesinos que se deslomaban en tierras ajenas o de tenencia precaria. Más difícil era que lo creyeran las capas medias que comenzaban a crecer en las ciudades, al compás de la modernización oligárquica. Allí jugó todo el influjo de esa cultura dominante que identificó transformación capitalista (en beneficio de los propietarios) con progreso de la Nación. El modelo a imitar para el incipiente empresario manufacturero o incluso los sectores más acomodados de las clases medias era el gran aristócrata terrateniente; así como para este último sus modelos se hallaban en las metrópolis. Es lo que analiza Arturo Jauretche en ese formidable libro que es El medio pelo.
De esa manera fueron acumulándose varios prejuicios: el colonialismo interno sobre los descendientes de los pueblos originarios, vencidos y considerados muertos, es decir arrancados de la contemporaneidad y arrojados al pasado; prejuicio también étnico, o “racial” como se decía entonces, sobre los morochos mestizos que conformaban una gran parte de la fuerza de trabajo y los pobres del país; prejuicio antiobrerista contra la nueva barbarie representada por el activismo sindical; prejuicio antiindustrial o al menos ausencia de una auténtica conciencia sobre el problema de la industria y sus relaciones con el desarrollo nacional, en tanto se identificaba la transformación capitalista agropecuaria con el progreso de la Nación.

El peronismo y el ascenso de la Argentina “cabecita negra”

Aunque el antiobrerismo estaba ya instalado desde antes, es la marea de los “cabecitas negras” a partir del 17 de octubre de 1945 lo que estimula ese prejuicio hasta grados insospechados. Ya a raíz de esa jornada en cierta medida fundacional del peronismo, se esbozaron los peores dicterios y calificaciones sobre las masas movilizadas. La formulación insuperable: la de “aluvión zoológico”, que retrocedía sin escalas hasta Ginés de Sepúlveda. Algunos observadores más sutiles se preguntaban de dónde habían salido esas multitudes; desorientación que revelaba la presencia difusa del prejuicio antiindustrial. La contraposición de dos Argentinas estaba ya allí latente, y el peronismo la aprovechó con habilidad contraponiendo la Nueva Argentina industrial y de la justicia social al parasitismo oligárquico del viejo país.
Fue la extraordinaria vitalidad del ascendente movimiento nacional (vitalidad alcanzada a través de importantes grados de organización, conciencia y participación popular), lo que le permitió cuestionar la hegemonía oligárquica con fórmulas sencillas pero precisas. Y no fue de lo menos importante la capacidad de “dar vuelta” expresiones teñidas de prejuicios antiplebeyos como la de cabecita negra o descamisado, que pasaron a enriquecer el lenguaje popular con resonancias de dignidad del trabajador. Pero esa presencia visible del factor plebeyo, en la política, en el discurso, en el consumo, no dejó de herir la “sensibilidad” educada en los valores oligárquicos de esa vieja Argentina, ahora denostada desde las voces oficiales. Nuevas formulaciones del sentido común conservador comenzaron a circular y afloraron en virulento antiperonismo.
Se trataba ahora de una masa, que no solo era “negra” y perezosa, como siempre, sino “soberbia” y “manipulable” al mismo tiempo. Soberbia porque cuestionaba directa o indirectamente las jerarquías sociales, el lugar de cada uno en la sociedad. Manipulable porque enfeudaba su conciencia y libertad por “un plato de lentejas”. La manifestación exterior de la soberbia era el “resentimiento” de la negrada por ser pobre y no saber salir por sí misma de esa situación. La adhesión fanática y el “amor” por el Líder vindicador y hábil titiritero era la manifestación exterior de esa condición manipulable de las masas. Esa combinación de prejuicios cristalizó en una visión distorsionada del crecimiento capitalista: el ascenso socioeconómico de los de abajo era leído como un correlativo “descenso” por las capas medias y empresariales. Tal interpretación impidió a numerosas porciones de las clases medias comprender la naturaleza del crecimiento económico de aquellos años que, a diferencia de etapas anteriores, estaba asociado a una expansión del mercado interno y del consumo popular.
También en esta etapa a la barbarie de las masas le correspondió la barbarie de sus líderes. En primer término de aquellos que directamente emergían de ellas, como los dirigentes sindicales, sobre los cuales se proyectó todas las lacras (venalidad, corrupción, autoritarismo) que el capitalismo hace crecer exuberantemente en los empresarios y políticos del sistema. Si la negrada era perezosa, los  dirigentes sindicales eran ladrones. Tal la nueva configuración del viejo prejuicio antiplebleyo, estimulado desde las clases altas y reproducido por amplios contingentes de los sectores medios. Y también se estigmatizó al máximo Líder: corrupto y demagogo, artífice de la frustración del enjundioso destino del país, y sobre todo demiurgo de la división de los “argentinos”. El hecho de que la violencia terrorista se desatara desde los sectores antiperonistas, con el demencial bombardeo a la Plaza de Mayo en 1955, no modificó sustancialmente esa opinión; a fin de cuentas, como dijera un año después un conocido dirigente de la oposición: “la letra con sangre entra”. 

La herencia de la dictadura

La política terrorista de exterminio del activismo popular y la insurgencia que la última dictadura militar desarrolló desde el Estado, marcó otro importante jalón en la imposición de un sentido común conservador en la sociedad argentina. El objetivo manifiesto de la represión era la “guerrilla” caracterizada por el régimen dictatorial y sus socios civiles (empresariales, periodísticos y eclesiásticos) como terrorista y subversiva. Sin embargo, los objetivos profundos eran más vastos.
Uno de ellos era desarticular completamente el campo del pueblo a través de la eliminación de sus dirigencias y activistas. Estos fueron estigmatizados también como subversivos o cómplices de la guerrilla. La Triple A había comenzando con esa tarea de exterminio selectivo de los militantes y referentes del campo popular, con la impunidad que garantizaba el Estado, bastante antes del asalto al poder de marzo de 1976. También puede recordarse las denuncias de un importante líder del radicalismo acerca de la “guerrilla industrial”. En el complejo período de tiempo que corre entre la muerte de Juan Perón en julio de 1974 y el zarpazo militar de marzo de 1976, el peronismo en el gobierno se desintegró en medio de enfrentamientos armados. Ese conflicto fue aprovechado por clases dominantes largamente entrenadas en aprovechar las contradicciones en el seno del pueblo. La capacidad de aprovechar las contradicciones del campo adversario es el arte más sutil de una clase o bloque de clases con potencialidad hegemónica. La burguesía argentina alcanzó así varios logros importantes. En primer término endilgarle al movimiento nacional una naturaleza facciosa, ya que el enfrentamiento era “entre ellos”, peronistas bárbaros que se mataban entre sí. En segundo término, descabezar prematuramente al campo popular, eliminando a dirigentes importantes, forzando el repliegue de otros, y estimulando el enfrentamiento unilateral en el terreno de las armas con los núcleos insurgentes.
Aquí comienza una gran victoria cultural del bloque dominante, consolidada luego por el terrorismo de Estado pos -76: el terror a la represión alimentó el rechazo a la voluntad de transformación social liberadora. Demonizados y perseguidos, diezmados en gran medida por un régimen que supo aprovechar las debilidades de sus adversarios, los militantes populares y los revolucionarios fueron castigados como encarnación de esa voluntad de transformación, del intento de poner en pie un proyecto contrahegemónico. El mensaje fue para toda la sociedad, difundiéndose el temor a los costos políticos y sociales de esa transformación. El “no te metás” fue tal vez la fórmula más gráfica del nuevo avatar del sentido común conservador. De alguna manera, los revolucionarios habían atraído sobre sí la desgracia con su ambición desmedida, con su voluntarismo. Eso debía castigarse. Los vencidos son los culpables. El desencanto pasa a ser parte de la ideología del sentido común. Un sentimiento que impone el temor y la desconfianza como reacción primaria ante cualquier voluntad concreta de transformación social liberadora. “No hagan olas”, no “crispen”, parecería ser el reclamo de grupos sociales adormecidos en ese sentido común conformista que es una herencia del Terror.

El neoliberalismo de los ´90

En rigor de verdad, el proyecto neoliberal comienza a imponerse en nuestro país con la última dictadura militar. Sin embargo, no cabe duda que los años 1990 marcaron una clara vuelta de tuerca en ese proyecto, con la cruda imposición del paquete del ajuste estructural. Las privatizaciones de activos públicos fueron una de las manifestaciones más gravosas; pero también el crecimiento sin frenos del endeudamiento externo, la apertura comercial indiscriminada, la precarización de las condiciones de empleo y trabajo, la concentración del ingreso y el aumento de la desocupación, pobreza y marginalidad de amplios contingentes populares. Ahora bien, todo esto fue posible en un marco de ofensiva cultural del proyecto neoliberal y de los intereses que expresa (la burguesía trasnacionalizada). Un vector fundamental de esta ofensiva fueron los grandes medios de comunicación impresos y audiovisuales, también ellos en proceso de concentración y privatización. Desde allí se difundió de manera repetitiva, simplista, y a veces rozando lo cínico o brutal, un vendaval de zonceras, algunas de viejo cuño y ya denunciadas por Jauretche, y otras nuevas pero que se integran en una misma cosmovisión privatista en la cual todas las cosas pueden comprarse y venderse. La lógica mercantil, connatural a la expansión capitalista, avanzó sobre nuevos territorios, con resistencias quebradas o neutralizadas por el ciclo anterior de la violencia terrorista y la desarticulación objetiva del entramado societario de los sectores populares. Así, la gestión privada se impuso como superior (más eficaz y “transparente”) que la gestión pública. Los pobres volvieron a ser considerados los artífices de su fracaso social, y la riqueza fue considerada sin más sinónimo de éxito y puerta abierta a la notoriedad pública (los “ricos y famosos”).
Podemos admitir que gran parte de este imaginario ya estaba presente en la cosmovisión liberal conservadora de las elites argentinas. Pero ahora este imaginario oligárquico se combina con una ideología del desencanto frente a la transformación colectiva, que es herencia de la instrumentación local del terrorismo de Estado en los ´70, y al mismo tiempo se integra en un fenómeno global vinculado a la derrota de los movimientos de liberación nacional y de las clases obreras metropolitanas, así como la desarticulación ingloriosa del “socialismo real”. Eric Hobsbawmn señaló, en su Historia del siglo XX, que la derrota de los movimientos obreros europeos fue, en gran medida, una derrota de conciencia. Bajar las expectativas sociales y democráticas que los pueblos impulsaban cada vez más en el ciclo de la segunda posguerra fue uno de los objetivos estratégicos buscados por las burguesías y los Estados metropolitanos. Es comprensible: la democracia real atenta contra la lógica unilateral del capital: la maximización de la ganancia. Sin embargo, era necesario un “paliativo” frente al desencanto de la transformación solidaria; el individualismo extremo, el consumismo y el hedonismo fueron ese paliativo, los nuevos valores exaltados. El hedonismo de la gratificación individual (antisolidaria) e inmediata, retroalimentó el desencanto. Es más, la vocación de transformación colectiva y progresista de lo social, paso a ser una enojosa molestia; ya que implica un compromiso más allá de la propia individualidad y una renuncia a las gratificaciones consideradas deseables por el paradigma dominante. Por supuesto, también conlleva la superación del lastre acumulado de prejuicios sociales. Quienes impulsan esa transformación colectiva y solidaria se convierten en nuevos indeseables: atentan contra el confortabilísimo desencanto.

Patear el tablero

El proyecto nacional y popular encarnado por el actual gobierno de Cristina Fernández de Kirchner ha “pateado el tablero”, incomodando a algunos con su “crispación”. Es decir, ha puesto de relieve los intereses societarios beneficiados con el desencanto y los siempre redivivos prejuicios antipopulares. Para hacerlo produjo una convocatoria pluralista y una apelación a las fuerzas de transformación liberadora latentes en el pueblo argentino. La convocatoria fue y es plural, más allá de las identidades políticas y los partidos, porque recupera las banderas que algunos dejaron caer y pone de relieve las tareas nuevas (las nuevas banderas). Allí está el secreto del movimiento nacional: su recuperación del peronismo no es en función de la liturgia vacía y los símbolos exteriores, sino de las tareas históricas: la democracia, la autodeterminación nacional y la justicia social. Y sobre todo, reactualiza esas banderas de cara a los nuevos desafíos: o acaso sería posible hoy aludir a la democracia en abstracto, sin plantearse concretamente la democratización de la palabra, la democratización de la comunicación audiovisual. Frente a esa cuestión, se levanta la tradicional zoncera de la “libertad de prensa” que ya Jauretche había desenmascarado como “libertad de empresa”. La consolidación y avance del Proyecto Nacional requiere de cada vez mayores grados de participación, organización y conciencia popular. Eso incomoda y despierta los “reflejos condicionados”, que siempre van para el lado del sentido común y los prejuicios. El trabajo colectivo de recuperación y autodeterminación nacional exige no comodidad sino esfuerzo; también la discusión y el debate; la determinación de los valores deseables para la comunidad; las ideologías y estrategias políticas que nos conduzcan a esa liberación. Y por cierto, la mística y la épica de transformación popular, siempre tan temidas por los dominadores de todas las épocas y tan ajenas al sentido común.


Germán Ibañez

Civilización y barbarie, pero al revés

Civilización y barbarie, pero al revés
Por Víctor Ego Ducrot
Periodista, escritor y profesor universitario.

Cada día más argentinos y argentinas nos estamos dando cuenta de que los bárbaros somos los civilizados, y que aquellos, los dizques civilizados, siempre se escondieron detrás de ciertas máscaras y cortinas siniestras, las que por fin podrían caer deshilachadas.
No voy a hacer historia; sí mención de algunos recuerdos flamantes. Para qué evocar cuando los de la Mesa de Enlace le decían “puta y montonera” (vi los pasacalles y los carteles sobre la Avenida Santa Fe y en el barrio de Caballito), o cuando las señoras y señoritos vestidos de gamuza y con el acento engolado de la Recoleta la emprendían contra sus carteras o gustos a la hora de vestir. Para qué ir (no tan) lejos si en días apenas pasados (ya lo mencioné en mi texto anterior) ciertos esbirros de la palabra, como Eduardo van der Kooy, siguen insultando a la presidenta al traducir sus condiciones de liderazgo con execrables giros, como el de la gracia política de su viudez; para qué remontarnos al ayer, si la corporación mediática y los politicuchos del muy poco por ciento en las urnas pretenden hacer añicos la ley y la Constitución, procurando lo imposible, para que las elecciones de octubre próximo, al parecer de ellos, luzcan como legislativas.
¿Tienen miedo? ¿Siguen siendo destituyentes, para usar una expresión acuñada por los amigos de Carta Abierta? ¿Simplemente son torpes o mentirosos? No, lo que está sucediendo es algo más profundo, tiene más densidad y volumen histórico.
No está asegurada ni mucho menos, pero se registran numerosos indicios de que una posibilidad pueda convertirse en realidad, que una potencia derive en acto: que por primera vez en la historia de los argentinos se invierta la bestial ecuación que viene narrándonos desde fines del siglo XIX, la de “civilización y barbarie”, estampada con cemento de ideas por Domingo F. Sarmiento en su Facundo, más allá de la portentosa calidad de ese texto inclasificable, pero no fundador si le damos la diestra al recientemente fallecido David Viñas, para quien la escritura primigenia de nuestros modos de relato es El Matadero, de Esteban Echeverría, del cual el mismo Viñas concluía que el país nació de una violación.
Violación que pudo devenir como arte de multiplicación en el primero de una serie de genocidios sobre los cuales Mitre y la Academia construyeron la biblioteca de nuestra no historia: la muerte a mansalva dirigida de los afro-argentinos, que llegaron a ser casi la mitad de todos nosotros para la época en que Urquiza traicionó a Rosas; la devastación de lo que quedaba de los denominados pueblos originarios, lacerados desde la Colonia y ultimados como sangre ranquel, para que pueda nacer la Sociedad Rural Argentina; el golpe contra Yrigoyen; las matazas de la Patagonia; el oprobio de La Forestal; la década infame; el bombardeo del 16 de junio del ’55; los fusilamientos de León Suárez; las dictaduras; el holocausto del ’76 y otras vergüenzas nacionales.
No es casual, y más allá de las lúcidas, contradictorias y admirables que son muchas de las tradiciones de la ensayística argentina, como la que encarna Ezequiel Martínez Estrada, por ejemplo, no es casual que todas (o casi) sus interpretaciones hayan emergido de la Argentina dominante y reinado en forma obsesiva desde  la pampa como metáfora de país; porque fue ese el país que delineó la Generación del ’80, a partir del Facundo, oligárquica y agroexportadora, tras el asesinato real y simbólico de los bárbaros en manos de los civilizados.
No es casual tampoco que aquellos hijos facundistas, y hasta algunos de nuestros ensayistas de hoy, quienes siguen siendo “civilizados” pese a sus sinceros enconos contra el paradigma sarmientino, insistan en el silenciamiento del único contemporáneo del sanjuanino (amigo, mentor político y luego traicionado por él) que recorrió (cabalgó) “la pampa real”, y escribió; y escribió, sí, que los referidos indios eran gentes civilizadas con quienes se debía comerciar y no guerrear, y que los caminos del futuro ferrocarril ya estaban trazados por sus huellas, picadas y senderos.
Me refiero a Lucio V. Mansilla y a su Excursión a los indios ranqueles, quizá la mejor crónica del periodismo argentino hasta nuestros días y el único ensayo sobre la pampa tangible y sudorosamente material (también a contramano de la que muy luego intentaría Carlos Astrada con su Metafísica…) ; y eso que se trataba (Mansilla) de un representante genuino de la generación del ’80, aunque traicionado como tal por su lucidez rebelde, por la misma lucidez y rebeldía que lo condujo a ser marginado y humillado por el propio Sarmiento, por Roca (el genocida de ranqueles) y por Carlos Pellegrini.
Conjeturo, por qué no hacerlo si buena parte del canon y de la más consagrada textualidad argentina me lo permiten, que si la rebeldía lúcida de Mansilla viviese, cabalgaría, quizá en un auto ciertamente bacán y a solas, por la pampa tangible de nuestros días, que no es la radiante de soja ni mucho menos, sino la de las barriadas populares que habitan en torno a la gran ciudad y a otras del territorio argentino, desde Tierra del Fuego hasta la quebrada; dando cuenta de que las políticas de Estado y los discursos del aluvión cultural del peronismo-kirchnerismo aparecen como la posibilidad más seria e inmediata que tuvimos y tenemos para clausurar al país de la dicotomía retrógrada de Sarmiento.
Escribiría que los sicarios de la palabra a sueldo de Magnetto y sus operadores políticos dan la misma pena (y asco) que le dieron, siendo oficial en activo y corresponsal de guerra, las decisiones políticas y militares de Mitre cuando el luego falso historiador lamía los zapatos británicos y portugueses, para destruir al país guaraní del patriota Solano López.
Y repito, con retoques. No quise hacer historia; sí mención de algunos recuerdos flamantes. Para qué recordar cuando los del “campo”, herederos de Roca y hace días un tanto boleados, la trataban de “puta y montonera”, o cuando las señoras y señoritos vestidos de gamuza y con acento engolado de la Recoleta –los que se escandalizan con el barro sucio pero descendientes culturales de aquellos ricos que Mansilla contaba, orgullosos del olor a mierda en la calles de París– la emprendían contra sus carteras o gustos a la hora de vestir. Para qué ir (no tan) lejos si en días apenas pasados ciertos esbirros de la palabra siguen insultando a la presidenta al traducir sus condiciones de liderazgo con execrables giros, como lo es el de la gracia política de su viudez; si la corporación mediática y los politicuchos de porcentajes testimoniales pretenden hacer añicos la ley y la Constitución, procurando negar lo sucedido y aquello que, si no bajamos la guardia, les sucederá en octubre.
Pero no voy a terminar con una reiteración, aunque la que leyeron en el párrafo anterior haya sido parcial. Por si no me expliqué, o no me entendí, que suele ser lo mismo, mi idea consistió en soñar que cada día más argentinos y argentinas nos estamos dando cuenta de que los bárbaros somos los civilizados, y que aquellos, los dizques civilizados, siempre se escondieron detrás de ciertas máscaras y cortinas siniestras; las que por fin podrían caer deshilachadas.
24 de agosto de 2011
Fuente: Tiempo Argentino

Jauretche y la política revolucionaria

JAURETCHE Y LA POLÍTICA REVOLUCIONARIA

Arturo Jauretche fue el más formidable escritor político de la Argentina del siglo XX. No es poco decir, por cierto. Formó parte de una pléyade notable donde se destacaron Raúl Scalabrini Ortiz, Juan José Hernández Arregui, Rodolfo Puiggrós, entre otros. Ellos realizan un planteamiento estratégico de la revolución nacional en las condiciones de un país (y un continente) sacudido por la emergencia de sucesivos movimientos nacionales. Intentaremos en este artículo hacer una breve aproximación a la concepción de Jauretche acerca de ese ardiente problema de la revolución nacional.
Indudablemente el punto de partida, como el propio Jauretche lo fincara ya en la etapa forjista, era la posición nacional. Esta implicaba una mirada “desde nosotros”, que se abriera en círculos concéntricos: Argentina, Latinoamérica, y el mundo. Y siempre en conexión con los intereses y necesidades de las masas populares. Situarse en el contexto de la Argentina como país dependiente, y romper con la mirada “universalista” (globalista) que encubría el secular predominio de los países metropolitanos. En la medida en que se abría entonces la posibilidad de “divergencias” con el enfoque metropolitano, la posición nacional se ubicaba en el campo de la contradicción y la lucha. Las elites argentinas habían identificado el interés nacional con el interés de la Europa capitalista, y luego de EEUU. Se trataba ahora de señalar que esa era una de las manifestaciones del colonialismo que reproducía la asimetría. Por lo cual, la posición nacional devenía necesariamente en anticolonialismo.
Ahora bien, la posición nacional no era sino el basamento necesario de una política nacional. Y ésta a su vez sólo puede desplegarse como expresión de una voluntad colectiva nacional –popular. Ya que no hay política nacional sin pueblo, sin un actor colectivo que la sostenga y del cual emane. No podía reducirse la política nacional a una definición doctrinaria, ni a una serie de medidas u orientación general. Tampoco podía basarse en “estados de opinión”, circunstanciales por definición. Sólo podía construirse trabajando en el seno del pueblo para suscitar esa voluntad nacional –popular. Es decir, la política nacional no se da de una vez y para siempre, ni ninguna ideología da con la clave segura de la victoria. Se trata del esfuerzo colectivo (y sostenido) de un pueblo y sus dirigencias para emancipar al país y asegurar el ascenso material y político de su gente.
La posición nacional exigía un diagnóstico claro de la situación del país, que pudiera guiar efectivamente la orientación de la política nacional. Ese “diagnóstico” es el que Jauretche elabora desde FORJA, con el invaluable aporte de Scalabrini Ortiz. En esos años madura en su concepción política la idea de que el imperialismo es el principal obstáculo para el despliegue de las plenas potencialidades de la Argentina y de Latinoamérica. A partir de allí empieza a elaborar su concepción de la revolución nacional. 
Tenemos un primer gran problema que define los contornos de la revolución nacional: la liberación del imperialismo. La conquista de la autodeterminación nacional era la base excluyente para el desarrollo de las otras tareas. En esta concepción, se trataba en principio de una revolución dentro del capitalismo. Jauretche reconocerá en Forja y la década infame su deuda con los planteos de la tradición marxista acerca del imperialismo. Pero se disociará de las conclusiones anticapitalistas últimas de esos planteos. Jauretche como pensador, sintetizará las potencialidades de un autodesarrollo capitalista, en contradicción con el status quo colonial, que se verificarán en numerosos países del arco periférico en el siglo XX. Esas tendencias se manifestaban no en la existencia de pujantes burguesías latinoamericanas, sino en la aparición de los movimientos nacionales. Estos iban, lógicamente, más allá de los intereses societarios de las burguesías; pero su orientación general apuntaba hacia la construcción de capitalismos nacionales. América Latina había comenzado tempranamente ese ciclo (que se acelera en la 2ª posguerra) con la revolución mexicana de 1910. Si se negara la existencia de esas tendencias, resultaría ininteligible gran parte del levantamiento anticolonial del siglo XX y de las revoluciones tercermundistas.
Volviendo a Jauretche es necesario añadir que en sus últimos años, y al compás de la radicalización de las luchas políticas argentinas, entreve la posibilidad de un devenir “más allá” del capitalismo de la revolución nacional. Se abstiene de abrir un juicio tajante sobre el desarrollo futuro de esa revolución y aclara que “no tiene objeciones contra el socialismo nacional, salvo que lo primero oscurezca lo segundo”. Su acercamiento a posiciones de la izquierda nacional, la jocosa expresión de “haber subido al caballo por la derecha y estar bajándolo por la izquierda”, y sobre todo su defensa del trasvasamiento generacional y el alerta a los viejos peronistas de no quedarse en “viudos tristes”, son más que indicios en esa dirección. No sería un caso aislado, y puede decirse que en las fronteras últimas del nacionalismo popular existen “vasos comunicantes” hacia posiciones proto –socialistas.
Un segundo gran problema dentro de la revolución nacional era para Jauretche la modernización con justicia social. La modernización era un objetivo fundamental para todos los movimientos de liberación nacional de la época. Puesto que la dependencia se manifestaba en la persistencia del atraso socioeconómico interno, la debilidad del desarrollo industrial, el latifundio parasitario, etc. Para las elites periféricas modernizantes o revolucionarias, los logros de los principales países industriales (o el modelo soviético, según los casos), se transformaban en los puntos de referencia.
Este problema se enlazaba con el anterior en la medida en que se suponía que el desarrollo interno permitiría ampliar el margen de autodeterminación nacional. En la etapa forjista, Jauretche y sus compañeros plantean sobre todo la recuperación de los resortes básicos de la economía: desde la gestión de la moneda, a los servicios básicos y los recursos naturales. Y convertir al Estado en un factor activo de la protección del trabajo y la producción local, mediante su participación directa en la economía y la propiedad pública. Con esto se retomaba algunos planteos intuitivos de los gobiernos yrigoyenistas, pero se iba mucho más allá. Pues el primer movimiento nacional, nacido en las coordenadas del apogeo de la Argentina –granja, no había elaborado una estrategia económica consistentemente superadora de la de la oligarquía.
En los marcos de la crisis mundial del capitalismo, y el agotamiento del modelo agro -exportador para la Argentina, se da el tránsito entre el liberalismo nacional de Yrigoyen y el nacionalismo popular que ya empiezan a desplegar los forjistas. Pero quedaba un aspecto, en una suerte de cono de sombra, que Jauretche y sus compañeros no alcanzaron a visualizar plenamente en ese periodo: un pensamiento acerca de la industrialización nacional. En efecto, los forjistas se concentran como dijimos en la recuperación de los resortes económicos. En esa década del 30, subterráneamente se iba produciendo la emergencia de un nuevo bloque social de productores nacionales: el eje obrero –industrial. Este proceso resultaría decisivo en la aparición del siguiente movimiento nacional: el peronismo.
Ya con el desarrollo de esa experiencia, y con Jauretche en una ubicación clave como la presidencia del Banco Provincia de Bs. As., don Arturo avanza en sus posiciones sobre la modernización y el autodesarrollo. Ahora sí se incorpora el problema de la industrialización. En el debate de esos años, en sintonía con la posición del primer ministro de Economía de Perón, Miguel Miranda, Jauretche se va a inclinar por una posición gradualista. Ir de la industria liviana a la pesada en un proceso gradual, en el cual la primera iría creando el mercado para la segunda. Otras miradas se orientaban en el sentido de avanzar “rápidamente” en dirección a la construcción de un sistema industrial integrado alrededor de la industria pesada. Las voces de marxistas nacionales en esos años, como Eduardo Astesano, representaban entre otros esa opinión.
Lógicamente, todo esto se complicaba con problemáticas conexas como el grado de participación del Estado, el financiamiento y la obtención de los recursos, el avance de la propiedad pública sobre la propiedad privada, la pulsión sobre los productores directos. No en forma casual aparecía entre los marxistas nacionales la idea del “sacrificio”. Avanzar en la senda de la industria pesada, aún a costa de sacrificios. Un planteo inspirado en la industrialización soviética, una idea cara al movimiento comunista, quizás porque la propia generación bolchevique había sufrido la lucha contra el zarismo, y concebido así, su propia experiencia como un sacrificio necesario en la creación de un nuevo orden social. Raúl Scalabrini Ortiz, por su parte, había contrapuesto a la idea del “sacrificio” la noción del esfuerzo colectivo de un pueblo. Una posición que parece corresponderse más con el enfoque jauretchiano sobre la industrialización.
Es necesario aclarar que no estamos abriendo un juicio de valor tajante sobre estas distintas “actitudes” frente al ritmo a imponer al proceso de industrialización. Distintas revoluciones nacionales (incluyendo aquellas que, como la china, iniciaron transiciones al socialismo) se enfrentaron a ese desafío de la modernización, identificando industrialización con emancipación. Una idea que se correspondía con la realidad agraria o minera predominante en el mundo colonial. Recurrieron como ya señalamos, al proceso metropolitano del siglo XIX y al proceso soviético como fuentes de inspiración. Pero su despliegue concreto estuvo determinado por la correlación de fuerzas internas, las tendencias políticas que dirigían los procesos de liberación, el grado de desarrollo previo, la naturaleza armada o no de los conflictos internos, las intervenciones imperiales directas, etc. Finalmente la ofensiva imperial de los años 70, el fenómeno del neocolonialismo, y el agotamiento del proceso de liberación nacional tercermundista, contribuyó a malograr mucho de lo que los pueblos periféricos habían avanzado en los años previos. Así la industrialización de esas regiones fue “recapturada” en el nuevo ciclo de mundialización del capital que se abrió en los 80. Y muchos países pasaron lisa y llanamente por fases de desindustrialización.
Pero en esas luchas de los pueblos por acceder a niveles de desarrollo y vida como los que caracterizaban a los países industrializados, se sobrepasó ampliamente el interés societario inmediato de las burguesías coloniales. Así los movimientos nacionales y sus emergentes intelectuales expresaron en grado variable ciertos “compromisos sociales” internos. Especialmente en sus figuras más avanzadas, como es el caso de Arturo Jauretche. De esa manera, no se trataba de simples proyectos de modernización que no alteraban el status quo (el desarrollismo es un buen ejemplo), sino de auténticos proyectos societarios de signo emancipador.
Difícilmente Jauretche, que traducía las tendencias al autodesarrollo de la sociedad argentina del siglo XX, pueda ser visto como el ideólogo “puro” de la burguesía nacional. Su ensayo de madurez, El medio pelo, es una de las más formidables interpretaciones acerca del fracaso de la burguesía argentina como clase nacional. Pero además el proyecto nacional defendido por Jauretche, y  traducido como revolución nacional anticolonialista, estaba guiado por otros valores que, en última instancia implicaban un recorte a la preeminencia burguesa en la comunidad nacional.
Nos estamos refiriendo a la justicia social. Jauretche había advertido en su etapa forjista que no había posible concepción nacionalista en un país sometido que no llevara hacia la idea de la justicia social. Se trata de este principio como valor societario fundante de una sociedad pacificada y emancipada. Una constante en el pensamiento nacional latinoamericano. Podría advertirse que, en el marco de la Argentina de los años 40 y 50, se trataba de algo funcional al modelo de acumulación capitalista impuesto. Es decir, una estrategia para la creación de un mercado interno que fuese la fuente de demanda, y ganancias, de la burguesía nacional. Indudablemente, esto es cierto, pero no existen demasiadas constancias de que el empresariado nacional se sintiese “cómodo” con la política social del primer peronismo. El Congreso de la Productividad del año 55 puso en evidencia de manera visible el viraje que se operaba en la burguesía nacional, en el sentido de exigir una mayor tasa de explotación del salario.
Por otra parte, la justicia social no se agotaba en la distribución del ingreso, sino que se expandía a dimensiones poco aptas para la cuantificación como la sensación de dignidad popular. Y reflejaba naturalmente el nuevo status político que habían adquirido los trabajadores en el seno de la comunidad nacional. Además, al imponer determinados compromisos sociales y limitar la tasa de explotación, la idea de la justicia social cuestionaba implícitamente la lógica inmanente del capitalismo: la maximización de la ganancia.
Un tercer problema fundamental, que se integraba en la concepción jauretchiana de la revolución nacional, era la conquista de la soberanía popular. En la obra de Jauretche se encuentran algunas de las reflexiones más avanzadas sobre la cuestión de la democracia en un país periférico. Reflexiones alejadas por cierto del formalismo de los “politicologos” atentos a las manifestaciones superficiales de los sistemas institucionales, y a la banalidad (o venalidad) de los comunicadores sociales.
Jauretche apunta al corazón de la contradicción entre “institucionalismo” y “gobierno del pueblo”. En los años cuarenta ya le había advertido a un dirigente radical que el gobierno del pueblo sin las instituciones es mejor que el gobierno de las instituciones sin el pueblo, porque si el pueblo no gobierna entonces las instituciones no son más que las alcahuetas de la entrega. Podía darse (y se daba) que un sistema institucional funcionase formalmente sin demasiadas fallas, sin que eso implicase el imperio del principio de la soberanía popular. La democracia como gobierno del pueblo no se identificaba de por sí con ningún modelo institucional predeterminado. Pero además presuponía que las decisiones fundamentales del país en cuestión se mantenían dentro de la orbita de la comunidad nacional. Y Jauretche denunciaba como el “Régimen” oligárquico y su remedo fraudulento de la década infame en realidad sustraían esas decisiones al pueblo argentino y las traspasaban al capital extranjero.
En ese sentido, la autodeterminación nacional era la base de toda democracia real. De lo contrario, lo único que podía existir era una “democracia colonial”. La lucha por la soberanía popular fue otra clave de los movimientos nacionales y revoluciones tercermundistas. Pero justamente la autodeterminación de la propia comunidad era la condición sine qua non de esa soberanía popular. La noción clásica de la democracia como gobierno del pueblo, creada en la polis ateniense, es recuperada por la Europa de la revolución burguesa. Allí comienza a desplegarse la moderna concepción del pueblo como cuerpo colectivo integrado por ciudadanos libres e iguales. Pero al menos en las revoluciones que sirvieron como modelos a las siguientes, se trataba de sociedades autodeterminadas o en tren de serlo. Es decir, no existía un poder “extraño” que arrebatara a la propia comunidad nacional su soberanía esencial. Los límites eran los que imponía la civilización del capital a la Modernidad: la contradicción entre la igualdad formal de los ciudadanos y la desigualdad real determinada por la división clasista.
Pero ¿qué sucedía al trasladarse esa noción moderna de la democracia al mundo colonial y dependiente? ¿Qué pasaba en sociedades nacidas de la conquista y colonización, donde poderes extraños se sobreponían a la propia comunidad nacional? Sociedades cuyos habitantes incluso eran juzgados como poco capaces para autodeterminarse (cuando no como seres inferiores). Si nos limitamos a las semicolonias o países formalmente independientes del siglo XX, y excluimos a las colonias directas o donde imperan sistemas tipo apartheid, nos encontramos con que el drenaje de excedente hacia las metrópolis ya condiciona la posibilidad misma de pactos democráticos internos. La instauración del sistema democrático representativo burgués al estilo occidental allí donde era posible, se revelaba “poroso” frente a las sugestiones del capital imperialista e “impermeable” frente a las demandas de los pueblos. Esto obviamente no significaba renunciar a la democracia, ni sentenciaba per se al modelo representativo. Sino la idea de que la conquista de la autodeterminación nacional por la acción de los pueblos era el contenido real de la democracia en el mundo periférico. Y combinado con el principio de la justicia social, apuntaba a un horizonte de ciudadanía social, superadora del individualismo burgués.
Este conjunto de problemáticas no agota por supuesto el cúmulo de tareas de la revolución nacional. Pero nos da una aproximación a cómo Jauretche visualizaba ese proceso. Aproximarse a ese horizonte implicaba necesariamente la construcción de una herramienta estratégica. Ésta era para Jauretche el frente nacional. Sin entrar en la historia de este concepto, nos referimos a una coalición policlasista en la que se produce la convergencia de distintos sectores oprimidos o perjudicados por el colonialismo. En la Argentina del siglo XX, esa “convergencia” se había producido como movimientos nacionales (el yrigoyenismo y el peronismo) en los que una identidad política y el liderazgo personalista se convertían en los polos aglutinantes. Esa era la realidad que Jauretche tenía bajo sus ojos.
Convertido en “hombre –puente” entre ambos movimientos, Jauretche pudo distinguir como pocos entre lo sustancial de esos procesos y sus manifestaciones contingentes. La apariencia caótica de la superficie, y las mezquindades inevitables que toda política constructiva acarrea no lo confundieron, y por eso apuntó siempre al núcleo emancipador que esas experiencias populares albergaban. Por eso, más de una vez entró en colisión con las dirigencias circunstanciales y la burocracia política del peronismo. Pero se concibió siempre a sí mismo como un hombre del movimiento nacional, atendiendo a que se trataba de experiencias vitales del pueblo argentino.
En relación a los actores concretos que integraban dicho movimiento nacional, va madurando en Jauretche la idea de que es el eje burguesía nacional /clase obrera (es decir, los productores nacionales) el núcleo fundamental de la coalición policlasista. A la que se le añaden las clases medias y las fracciones nacionales de las fuerzas armadas. Sin la unidad de todos los sectores oprimidos por el imperialismo de la comunidad nacional no podría alcanzarse la victoria por sobre este último. En esas décadas se discutía fuertemente acerca de la “hegemonía” en el frente antiimperialista. Es decir, que clase social debía conducir la lucha por la liberación nacional. Y Jauretche no podía ser ajeno a ese debate.
En su concepción de la unidad antiimperialista Jauretche ponía reparos a los planteos de la hegemonía proletaria, a los que veía como susceptibles de desplazar la política antiimperialista hacia el puro clasismo. Sin embargo, como anotamos, también era conciente de la escasa capacidad hegemónica de la burguesía industrial, enfeudada a la cosmovisión oligárquica. En nuestra opinión, en estos “dilemas” no debemos ver una incapacidad de Jauretche para dar una respuesta satisfactoria, sino las dificultades de la propia realidad argentina para alcanzar una resolución superadora a las contradicciones en el seno del pueblo.
Esa defensa de sus últimos años de los jóvenes y el “trasvasamiento generacional” (al tiempo que criticaba la estrategia armada de la guerrilla), y sus divergencias de siempre con los burócratas y oportunistas de la política, lo distancian de cualquier ubicación como “ideólogo burgués” por no haber sostenido la hegemonía proletaria. En la tradición del nacionalismo latinoamericano, Jauretche se convierte en un emergente político –intelectual de un pueblo en tren de emancipación. A ese conjunto humano sirvió con dedicación quien desdeñara los fueros de “intelectual” y prefiriera considerarse a sí mismo solo un hombre con ideas nacionales.

Germán Ibañez
Diciembre de 2005

Integración y unidad en Latinoamérica

Integración y unidad en Latinoamérica

Frecuentemente, cuando en los debates o la bibliografía especializada se alude a la cuestión de la integración, está implícito un paradigma que hace de la economía la fuerza motriz fundamental del acercamiento entre los países. Al menos era así hasta hace algunos años atrás. Repasemos. En el período de auge del desarrollismo y el cepalismo, la idea de la integración económica de los países latinoamericanos cobra cierta fuerza. Subyacía a esas posiciones una visión modernizadora, en la cual la industrialización y la complementación eran vistas como elementos sustanciales en la superación del “subdesarrollo”. Aunque la inversión de capital extranjero y la reproducción de esquemas metropolitanos eran claves fundamentales de esa visión modernizadora, puede también advertirse un énfasis industrialista y un cierto rol activo del Estado. En el vendaval neoliberal que azotó a nuestras tierras desde la década de 1970 estas últimas cuestiones se atenúan hasta casi desaparecer, estableciéndose la “idolatría del mercado” (léase los actores económicos más concentrados y trasnacionalizados) y condenando al arcón de los recuerdos las nociones de soberanía estatal e independencia económica. Aún así no desapareció del todo la preocupación por la integración económica, pero fue reducida a una proyección guiada por los intereses de los actores económicos más poderosos y dinámicos. En pleno auge neoliberal, se establecieron los acuerdos que dieron origen al MERCOSUR, a partir del Tratado de Asunción (1991) entre Brasil, Argentina, Uruguay y Paraguay, luego modificados parcialmente con el protocolo de Ouro Preto (1994). No se evidenciaba todavía una clara visión estratégica de la integración económica de Sudamérica como clave de la recuperación de capacidad de autodeterminación nacional. Sin embargo, con esa paradoja, se dio el puntapié inicial del acercamiento entre Argentina y Brasil, proceso fundamental del actual proceso de conformación de un bloque político –económico –cultural sudamericano.
¿Qué pasó? El principio del siglo XXI evidenció las grietas que se abrían en el modelo neoliberal. El crecimiento exponencial del endeudamiento externo, la destrucción de tejidos productivos y sociales, la precarización laboral y el aumento de la pobreza y la miseria de los pueblos condujo a una grave crisis política de gobiernos identificados con el neoliberalismo. De la mano del protagonismo de movimientos sociales, insurrecciones populares y nuevos emergentes políticos, se configuró un nuevo escenario en la región. Una serie de gobiernos sudamericanos cuestionaron, con mayor o menor grado de profundidad, ese paradigma neoliberal, y trazaron una perspectiva diferente de la integración, concebida ahora como proceso que conduce no solo a mayores niveles de actividad económica sino a recobrar autonomía política. Más aún, recuperaron una proyección de unión, cuyas raíces se remontan a la etapa de las independencias. En este proyecto, que es el que guía la construcción de UNASUR, ya no es la economía sino la política la que está en el puesto de comando. 
Estamos ahora frente a una perspectiva en la cual la recuperación de los proyectos de Patria Grande de los Libertadores (especialmente visible en el ALBA, pero con gran poder de irradiación al resto de los países), y del ABC del primer peronismo habilitan a pensar en una integración superadora del economicismo. O tal vez sería mejor decir unión. Desde luego, es azaroso el camino de un camino de tal envergadura y se presentan, a poco andar, importantes desafíos. Sin pretensiones de ser exhaustivos mencionaremos algunos de esos desafíos. Existen grandes asimetrías económicas y sociales en la región, tanto entre países como dentro de cada uno de ellos. Esto dificulta una integración más rápida y sobre todo tiende a marginar a las regiones o sectores más atrasados frente a los más dinámicos. El puro “mercado” no resolverá estas asimetrías, con las que conviviremos largo tiempo, y una vez más la política y la perspectiva estratégica de Patria Grande deben estar en el puesto de comando. El proyecto del Banco del Sur, para atender los problemas de financiamiento de la región, es una interesante iniciativa a la que habrá que potenciar. Otra cuestión fundamental es la divergencia de miradas y proyectos políticos que evidencia nuestra realidad latinoamericana. Pervive en una serie de gobiernos el modelo neoliberal; Perú y Colombia son los más importantes ejemplos, especialmente la última, que es el más importante aliado de los EEUU en Sudamérica. Por su parte, Argentina y Brasil constituyen el eje vertebral del proceso de integración económica y, con los gobiernos de Kirchner y Lula se dinamizó el MERCOSUR, y se puso de relieve esa perspectiva política dirigida a ampliar el margen de autodeterminación nacional a la que aludíamos más arriba. Y finalmente, los países del ALBA destacan la necesidad de un intercambio igualitario, de un entronque cultural más profundo e incluso habilitan discusiones en torno al socialismo. La UNASUR ha tenido un debut auspicioso a la hora de buscar la convergencia de visiones y dotar a la voluntad política de construir un bloque político –económico –cultural de un instrumento potente y flexible. La desaparición física de Néstor Kirchner, su primer secretario general y claro exponente de la línea de autodeterminación, abre un nuevo desafío, que es el de asegurar esa orientación. Habrá que hacer política, de la grande, de aquella que está al servicio de los pueblos y de la construcción de naciones soberanas.

Germán Ibañez