En un mundo en el cual el
despliegue inclemente del imperialismo es constante, y genera resistencias
nacionales en los países dependientes o sufrimientos interminables en sus
pueblos en la ausencia de tales resistencias; en un mundo en el cual la disputa
entre las principales economías se acrecienta con su corolario de
proteccionismos renovados; en un mundo tal pues, parece obvio que la cuestión
del nacionalismo (o mejor, los nacionalismos) constituye algo medular. Sin
embargo, la obviedad se relativiza si consideramos que la ideología dominante a
nivel global, el neoliberalismo, desde hace décadas postula de manera
monolítica la caducidad de la nación y el nacionalismo. Aunque por supuesto,
ese discurso siempre ha sido una mercancía para vender en los países
periféricos, y de difícil colocación en un “Primer Mundo” con clases dirigentes
plenamente conscientes de lo que está en juego. Por otra parte, en la Argentina
la elite oligárquica ha renunciado al limitadísimo nacionalismo cultural
heredado de la etapa de los intelectuales orgánicos del siglo XIX (Mitre,
Sarmiento, Alberdi) y propone un presente permanente, sin historia y con un futuro
cuya visión se dibuja con las mismas herramientas que el marketing instrumenta
para engañar consumidores y vender cualquier cosa. Lo que queda disimulado tras
las columnas de humo neoliberales, o sacrificado sin piedad en las guerras
neocoloniales contra los pueblos, es la relación íntima entre nación y
autodeterminación. Para pensar esa relación, resulta fundamental revisitar a
las figuras clave del nacionalismo popular argentino, como Raúl Scalabrini
Ortiz.
El nacionalismo de Scalabrini
Ortiz alcanza su madurez en las décadas de 1930-40, cuando ya son firmes las
manifestaciones políticas e intelectuales del antiimperialismo latinoamericano.
Recordemos la temprana configuración antimperialista en el área de Caribe (a
fines del siglo XIX) con José Martí, el influjo de la Revolución Mexicana con
su larga estela de nacionalismo popular y agrarista, la querella intelectual
andina de los años ‘20 con figuras de la talla de José Carlos Mariátegui y
Víctor Raúl Haya de la Torre, o la polémica de éste último con el cubano Julio
Mella, sin olvidar la gesta de Sandino en Nicaragua. Y si no fuera suficiente
con estos exponentes nacionales, también los había de “importación”, con León
Trotsky pensando y escribiendo en el México de Lázaro Cárdenas.
En el arranque de los años
1930, la “década infame”, el doble impacto de la crisis económica mundial y la
restauración conservadora en Argentina, se hace sentir en los espíritus
inquietos. ¿Qué nación era posible bajo la dominación imperialista y
oligárquica? Scalabrini Ortiz va virando desde una búsqueda identitaria de los
rasgos de la nación, como la que se verifica en El hombre que está solo y espera, al estudio de los mecanismos
económicos de la sujeción colonial del país. En ese tránsito, es muy importante
su revalorización de la experiencia yrigoyenista (a la que, hasta entonces, no
se había sentido particularmente ligado) y su contacto con los herederos
antimperialistas del viejo Líder, como Arturo Jauretche y los forjistas. Con lo
cual, puede decirse que el estímulo para la elaboración de un cuerpo de ideas
alrededor del nacionalismo económico proviene de la política. Y no de cualquier política, sino de una identificada con
la tradición democrático-popular, la cual había florecido de manera exuberante y
no exenta de contradicciones en el viejo radicalismo. Son los forjistas quienes
sistematizan ese contenido democrático-popular del yrigoyenismo en el plano intelectual
y militante, incorporándole una dimensión antimperialista (aunque esto último se
reveló tarea infructuosa al interior del partido radical).
En ese contexto, Raúl
Scalabrini Ortiz propone con ellos la necesidad del estudio concreto de la
realidad económica. Esta vocación consume los días de Scalabrini Ortiz, quien
admite sacrificar otras inquietudes artísticas e intelectuales, para
consagrarse a develar los mecanismos del colonialismo de la época. Al
desarrollar este programa intelectual, Scalabrini Ortiz elabora una crítica al
capitalismo, no de manera abstracta, sino a su funcionamiento “real” en la
Argentina de las primeras décadas del siglo XX. En eso, su escritura contrasta
con otras producciones de la época, de un antiimperialismo más bien
doctrinario. Inversiones, endeudamiento, comercio, transporte, el predominio
del capital británico, todo ello pasa por su lupa. El imperialismo debe ser
estudiado en sus manifestaciones históricas y concretas, y de ese modo, aunque
evidentemente aprovecha los planteos de Lenin sobre ésta cuestión, no da
indicios de compartir para la Argentina los corolarios que el líder ruso
postulaba para la Europa de la década de 1910.
Lo que sí elabora Scalabrini
Ortiz es una agenda antagónica a la del liberalismo oligárquico. El eje medular
de esa agenda es la nacionalización económica. Con el tiempo, y especialmente
con el desarrollo de la experiencia peronista, va tomando cuerpo también una
dimensión pro industrialista. En ese camino, Scalabrini Ortiz identifica a la
nación con las potencialidades de autodeterminación política y económica del
país. Ese es el eje de su nacionalismo.
Decimos política y economía,
pues debemos recordar una vez más el impulso inicial de su interés por los
estudios económicos: el ideal democrático y el movimiento popular. Scalabrini
Ortiz se acerca a esa dimensión, la del activismo y la vocación manifiestamente
política, con cautela y reivindicando un espacio como intelectual. Pero no
reclamando un fuero específico o privilegios particulares para los “hombres de
ideas”; sino que entiende que le es necesaria cierta autonomía para observar y
pensar. Para elevarse por sobre la disputa del momento o la decisión que sí o
sí debe ponderarse en cada circunstancia, y analizar el despliegue del proceso
nacional popular desde una perspectiva de largo aliento. Scalabrini Ortiz
señalará la distancia que media entre la prédica y la realización, la autonomía
relativa de ambas dimensiones de la transformación política y social. Sin
embargo, la autonomía frente a las jefaturas políticas inmediatas y las
inevitables disputas partidarias, no lo es frente al movimiento nacional y los
objetivos permanentes de la liberación económica. Y así, aunque adhiere al
peronismo del mismo modo que reivindica retrospectivamente al yrigoyenismo, se
constituye en intelectual orgánico no
del peronismo sino del movimiento nacional en su despliegue histórico. Por
cierto, era lo suficientemente realista como para comprender que las disputas
concretas no pueden esquivarse y exigen definiciones en el momento, allí está
el sentido de su conocida referencia a la necesidad de elegir entre Perón y
Pinedo; entre el liderazgo que expresa, con aciertos y errores, las
aspiraciones de un movimiento popular realmente existente, y los personeros de
la oligarquía (que también, qué duda cabe, es “realmente existente”). Por eso,
en su búsqueda intelectual, Scalabrini Ortiz quiere alejarse de todo
doctrinarismo a priori. No reniega de la necesidad de las ideologías, pero sí
de su uso apriorístico.
Como le interesa la política y
la economía “en movimiento”, no puede menos que ocuparse de la historia.
Scalabrini Ortiz deja al respecto páginas imprescindibles, como aquellas dedicadas
al estudio de la concertación del empréstito con la casa Baring Brothers, o a
la fragmentación de la cuenca del Plata con la escisión del Uruguay. De la
máxima relevancia es su identificación del hilo conductor de los antagonismos
argentinos; es lo que sintetiza en la fórmula “las dos líneas de Mayo”. Por un
lado, la línea nacional, popular, revolucionaria, cuya raíz se encuentra en la
figura y el pensamiento del liberalismo jacobino de Mariano Moreno. Por el otro
lado, la línea colonial, elitista y autoritaria que encuentra su temprana
figura paradigmática en Bernardino Rivadavia. Como lo señalara también Arturo
Jauretche, no hay un solo liberalismo en la Argentina del siglo XIX. Del mismo
modo, no habrá un solo nacionalismo en el siglo XX.
El nacionalismo que le
interesa a Scalabrini Ortiz es democrático y es popular. Por ello, reivindica
desde temprano a la multitud. Eso es perceptible incluso en la etapa del Hombre que está solo y espera. La nación
es el proyecto de autodeterminación, y es también su sujeto histórico: el
pueblo. El temor a la multitud, a las masas, es denunciado como inherente al
pensamiento conservador, que encuentra en la participación popular la fuente de
toda anarquía y desorden social. Para Scalabrini Ortiz, la participación
popular es la clave de la estabilidad política y de viabilidad del proyecto
nacional. Hay una mirada de reconocimiento de la pluralidad, de la diversidad
étnica y cultural del pueblo en Scalabrini Ortiz. Su emblemática descripción
del 17 de octubre de 1945 es la prueba palmaria de ello. El pueblo es fuerte en
su diversidad y es el agente de las transformaciones emancipatorias. Por ello,
Scalabrini Ortiz no reconoce la viabilidad de un nacionalismo que no sea
democrático y popular. No es difícil advertir que la oligarquía y su dominación
representa la antítesis del libre despliegue del movimiento nacional y popular.
Pueblo y oligarquía (como en el libro del mismo título de Rodolfo Puiggrós)
son los términos políticos de la contradicción.
En ese terreno, Scalabrini
Ortiz no se engaña: hay que liquidar el Estado oligárquico. Advirtiendo la
secreta relación entre desnacionalización y déficit democrático, Scalabrini
Ortiz plantea la simultanea nacionalización de la sociedad civil y la
democratización de la sociedad política. Para ello, hay varias tareas. Una es
la reforma cultural; Scalabrini la concibe anclada al principio inexcusable de “volver
a la realidad”. Es decir, el conocimiento pormenorizado de la realidad
material, de las posibilidades y condicionamientos objetivos que traza la
economía. Es una crítica al espiritualismo abstracto y a cualquier
identificación de la nación con tal o cual rasgo idiosincrático. La nación está
en las materialidades de su economía, en el movimiento que apunta a la
autodeterminación o encadena a la dependencia. El primer paso de la reforma
cultural, es volcar la inteligencia argentina al estudio de esa realidad. Otra
tarea es la reforma constitucional y de las leyes. Por eso, Scalabrini será
entusiasta panegirista en la reforma constitucional de 1949. Para Scalabrini
Ortiz, la Constitución tiene que estar al servicio del desarrollo nacional y de
la distribución de la riqueza. Reprocha al texto constitucional de 1853 y al
pensamiento de Alberdi, su limitada promoción del crecimiento económico. Sin
discriminar si ese crecimiento económico favorece la autodeterminación nacional
o solo garantiza los negocios de los más poderosos y del capital extranjero, no
es posible establecer un horizonte constitucional adecuado. De allí la
irrealidad de las leyes, irrealidad para las necesidades de desarrollo
nacional, aunque, claro, máxima operatividad para los negocios extranjeros.
Scalabrini era consciente de la necesidad de establecer escrupulosa y detalladamente
aquellos principios, garantías y ejes jurídicos que permitieran sustentar la
liberación nacional. Pues de lo contrario, el mero “vacío legal” era
aprovechado por la oligarquía y el capital extranjero. Por eso aquello de
legislar explícitamente a favor de los más débiles, pues sino se legisla
implícitamente a favor de los más fuertes.
Allí debía estar el concurso
de la inteligencia nacional, que Scalabrini Ortiz juzgaba imprescindible para
alcanzar la liberación nacional. Ese programa es al que se sujetó disciplinadamente,
conducta que permitió a Juan José Hernández Arregui vislumbrar en la figura de
Raúl Scalabrini Ortiz el arquetipo del intelectual
nacional.
Germán Ibañez