sábado, 23 de febrero de 2019

La guerra civil latinoamericana


Hablar de una situación de guerra, sin un conflicto bélico declarado entre Estados o un enfrentamiento armado prolongado que involucre a la mayor parte de la sociedad en un territorio determinado, puede parecer un exceso. Sin embargo, el más somero relevamiento a escala mundial da cuenta de conflictos armados catastróficos en distintos países, que tienen un común denominador: la intervención directa o indirecta de Estados Unidos y sus socios europeos. En todos los casos, la soberanía de los territorios involucrados queda gravemente comprometida, la infraestructura económica de esos países es arrasada, y el número de víctimas fatales, heridos y personas desplazadas o refugiadas alcanza cotas incompatibles con el ideal civilizatorio pregonado por los monopolios de la comunicación audiovisual que pretenden orientar a la opinión pública global. Las fronteras formales entre países son a menudo irrelevantes, pues regiones enteras son “contagiadas” por conflictos que desbordan los espacios nacionales. Desde otro ángulo, puede advertirse que el negocio de los señores de la guerra prospera sin problemas, y que el discurso belicista es una herramienta afortunada siempre a mano para la dirigencia política de los países metropolitanos. La disputa por recursos estratégicos y territorios apenas puede ser disimulada la mayor parte de las veces. Si esto es así, entonces no resulta inapropiado caracterizar el escenario general como una guerra neocolonial contra los pueblos.
Aunque la intervención imperial adquiere la máxima importancia, no es menor la generación o agravamiento de conflictos “internos” a las sociedades involucradas, así como el desarrollo de tensiones regionales que pueden involucrar a dos o más países. No es una situación nueva, y puede verificarse en toda la larga y negra historia de los colonialismos. Disputas étnicas, religiosas, o el fracaso de las clases dirigentes para asegurar una mínima distribución del excedente o la estabilidad de los Estados, son diferentes variantes de las contradicciones que pueden ser aprovechadas por las potencias imperialistas. Esas contradicciones a veces tienen un arraigo prolongado y eventualmente antagónico en las sociedades locales, o son suscitados por el mismo intervencionismo colonial, aunque es difícil que algo pueda ser creado totalmente de la nada. ¿Puede trasladarse una situación así a América Latina?
Hace algunos años, los procesos de integración y unión regional, con la gestación de instituciones como la UNASUR y la CELAC, parecían aventar los peores temores. Y consideramos que efectivamente ese es uno de los caminos para consolidar un horizonte latinoamericano de estabilidad, crecimiento, distribución de la riqueza y democracia. Sin embargo, eso no significa que cesen mágicamente las seculares contradicciones que agitan a la región (primordialmente de clase), ni que Estados Unidos y sus aliados renuncien al objetivo de recolonizar integralmente el continente. El triunfo oligárquico en Brasil y Argentina, las principales economías sudamericanas, comprometió gravemente el proyecto autonomista y permitió una redoblada presión imperialista sobre los gobiernos populares que siguen en pie, especialmente el venezolano. Ahora bien, ni el proyecto neoliberal de las derechas locales ni el crecimiento del influjo estadounidense en la región pueden asegurar hoy una etapa sostenida y estable de dominación oligárquica. El estancamiento económico y la pauperización general de la población alimentan las tensiones sociales y el conflicto interno. Estados Unidos, embarcado en el neoproteccionismo y en árida disputa con Rusia y China, no puede garantizar para esta región una “edad de oro” oligárquica. Al contrario, el estímulo al agudizamiento de las contradicciones internas de las sociedades latinoamericanas y a la generalización de conflictos violentos que puedan justificar su intervención directa, es hoy su política principal. Y, en realidad, la única que pueden desplegar. Es un coctel explosivo: unas oligarquías rapaces que no pueden asegurar el crecimiento económico ni una mínima distribución de la riqueza, y una potencia imperial que debe apostar al conflicto violento y permanente para prevalecer.
En este marco, persiguiendo una gobernabilidad que se les esfuma, las derechas sudamericanas adoptan aceleradamente una configuración cultural guerrerista, arte no del todo nuevo en la región y en el cual los señores de la guerra colombianos son supremos maestros. Estamos frente a una acción criminal, que augura lo peor. El cerco golpista al gobierno de la República Bolivariana de Venezuela es una acción de guerra. La miríada de acontecimientos que se desplegaron en las últimas semanas no son desconocidos para los especialistas en la guerra de baja intensidad, pero asombran por su virulencia. El involucramiento directo en el golpismo del actual presidente de Colombia, demuestra que la deriva del conflicto es regional y no se detiene en tal o cual frontera interestatal. La magnitud de asesinatos de dirigentes sociales en Colombia y el freno criminal al proceso de Paz con las organizaciones insurgentes es otra cara de la misma moneda. Señala algo que ya debería ser evidente: que, una vez más, los muertos los pondremos nosotros. Estados Unidos apuesta decididamente a la guerra civil latinoamericana. Las oligarquías locales se orientan insensiblemente en la misma dirección. Por ese camino no habrá utopía neoliberal ni paraíso de la economía de mercado; solo sangre y dolor. Los movimientos nacionales y los líderes populares como Evo, Lula, Dilma, Maduro, López Obrador, Correa y Cristina son los baluartes de la paz. Cuidémoslos.

Germán Ibañez

jueves, 21 de febrero de 2019

Raúl Scalabrini Ortiz y el nacionalismo popular


En un mundo en el cual el despliegue inclemente del imperialismo es constante, y genera resistencias nacionales en los países dependientes o sufrimientos interminables en sus pueblos en la ausencia de tales resistencias; en un mundo en el cual la disputa entre las principales economías se acrecienta con su corolario de proteccionismos renovados; en un mundo tal pues, parece obvio que la cuestión del nacionalismo (o mejor, los nacionalismos) constituye algo medular. Sin embargo, la obviedad se relativiza si consideramos que la ideología dominante a nivel global, el neoliberalismo, desde hace décadas postula de manera monolítica la caducidad de la nación y el nacionalismo. Aunque por supuesto, ese discurso siempre ha sido una mercancía para vender en los países periféricos, y de difícil colocación en un “Primer Mundo” con clases dirigentes plenamente conscientes de lo que está en juego. Por otra parte, en la Argentina la elite oligárquica ha renunciado al limitadísimo nacionalismo cultural heredado de la etapa de los intelectuales orgánicos del siglo XIX (Mitre, Sarmiento, Alberdi) y propone un presente permanente, sin historia y con un futuro cuya visión se dibuja con las mismas herramientas que el marketing instrumenta para engañar consumidores y vender cualquier cosa. Lo que queda disimulado tras las columnas de humo neoliberales, o sacrificado sin piedad en las guerras neocoloniales contra los pueblos, es la relación íntima entre nación y autodeterminación. Para pensar esa relación, resulta fundamental revisitar a las figuras clave del nacionalismo popular argentino, como Raúl Scalabrini Ortiz.
El nacionalismo de Scalabrini Ortiz alcanza su madurez en las décadas de 1930-40, cuando ya son firmes las manifestaciones políticas e intelectuales del antiimperialismo latinoamericano. Recordemos la temprana configuración antimperialista en el área de Caribe (a fines del siglo XIX) con José Martí, el influjo de la Revolución Mexicana con su larga estela de nacionalismo popular y agrarista, la querella intelectual andina de los años ‘20 con figuras de la talla de José Carlos Mariátegui y Víctor Raúl Haya de la Torre, o la polémica de éste último con el cubano Julio Mella, sin olvidar la gesta de Sandino en Nicaragua. Y si no fuera suficiente con estos exponentes nacionales, también los había de “importación”, con León Trotsky pensando y escribiendo en el México de Lázaro Cárdenas.
En el arranque de los años 1930, la “década infame”, el doble impacto de la crisis económica mundial y la restauración conservadora en Argentina, se hace sentir en los espíritus inquietos. ¿Qué nación era posible bajo la dominación imperialista y oligárquica? Scalabrini Ortiz va virando desde una búsqueda identitaria de los rasgos de la nación, como la que se verifica en El hombre que está solo y espera, al estudio de los mecanismos económicos de la sujeción colonial del país. En ese tránsito, es muy importante su revalorización de la experiencia yrigoyenista (a la que, hasta entonces, no se había sentido particularmente ligado) y su contacto con los herederos antimperialistas del viejo Líder, como Arturo Jauretche y los forjistas. Con lo cual, puede decirse que el estímulo para la elaboración de un cuerpo de ideas alrededor del nacionalismo económico proviene de la política. Y no de cualquier política, sino de una identificada con la tradición democrático-popular, la cual había florecido de manera exuberante y no exenta de contradicciones en el viejo radicalismo. Son los forjistas quienes sistematizan ese contenido democrático-popular del yrigoyenismo en el plano intelectual y militante, incorporándole una dimensión antimperialista (aunque esto último se reveló tarea infructuosa al interior del partido radical).
En ese contexto, Raúl Scalabrini Ortiz propone con ellos la necesidad del estudio concreto de la realidad económica. Esta vocación consume los días de Scalabrini Ortiz, quien admite sacrificar otras inquietudes artísticas e intelectuales, para consagrarse a develar los mecanismos del colonialismo de la época. Al desarrollar este programa intelectual, Scalabrini Ortiz elabora una crítica al capitalismo, no de manera abstracta, sino a su funcionamiento “real” en la Argentina de las primeras décadas del siglo XX. En eso, su escritura contrasta con otras producciones de la época, de un antiimperialismo más bien doctrinario. Inversiones, endeudamiento, comercio, transporte, el predominio del capital británico, todo ello pasa por su lupa. El imperialismo debe ser estudiado en sus manifestaciones históricas y concretas, y de ese modo, aunque evidentemente aprovecha los planteos de Lenin sobre ésta cuestión, no da indicios de compartir para la Argentina los corolarios que el líder ruso postulaba para la Europa de la década de 1910.
Lo que sí elabora Scalabrini Ortiz es una agenda antagónica a la del liberalismo oligárquico. El eje medular de esa agenda es la nacionalización económica. Con el tiempo, y especialmente con el desarrollo de la experiencia peronista, va tomando cuerpo también una dimensión pro industrialista. En ese camino, Scalabrini Ortiz identifica a la nación con las potencialidades de autodeterminación política y económica del país. Ese es el eje de su nacionalismo.
Decimos política y economía, pues debemos recordar una vez más el impulso inicial de su interés por los estudios económicos: el ideal democrático y el movimiento popular. Scalabrini Ortiz se acerca a esa dimensión, la del activismo y la vocación manifiestamente política, con cautela y reivindicando un espacio como intelectual. Pero no reclamando un fuero específico o privilegios particulares para los “hombres de ideas”; sino que entiende que le es necesaria cierta autonomía para observar y pensar. Para elevarse por sobre la disputa del momento o la decisión que sí o sí debe ponderarse en cada circunstancia, y analizar el despliegue del proceso nacional popular desde una perspectiva de largo aliento. Scalabrini Ortiz señalará la distancia que media entre la prédica y la realización, la autonomía relativa de ambas dimensiones de la transformación política y social. Sin embargo, la autonomía frente a las jefaturas políticas inmediatas y las inevitables disputas partidarias, no lo es frente al movimiento nacional y los objetivos permanentes de la liberación económica. Y así, aunque adhiere al peronismo del mismo modo que reivindica retrospectivamente al yrigoyenismo, se constituye en intelectual orgánico no del peronismo sino del movimiento nacional en su despliegue histórico. Por cierto, era lo suficientemente realista como para comprender que las disputas concretas no pueden esquivarse y exigen definiciones en el momento, allí está el sentido de su conocida referencia a la necesidad de elegir entre Perón y Pinedo; entre el liderazgo que expresa, con aciertos y errores, las aspiraciones de un movimiento popular realmente existente, y los personeros de la oligarquía (que también, qué duda cabe, es “realmente existente”). Por eso, en su búsqueda intelectual, Scalabrini Ortiz quiere alejarse de todo doctrinarismo a priori. No reniega de la necesidad de las ideologías, pero sí de su uso apriorístico.
Como le interesa la política y la economía “en movimiento”, no puede menos que ocuparse de la historia. Scalabrini Ortiz deja al respecto páginas imprescindibles, como aquellas dedicadas al estudio de la concertación del empréstito con la casa Baring Brothers, o a la fragmentación de la cuenca del Plata con la escisión del Uruguay. De la máxima relevancia es su identificación del hilo conductor de los antagonismos argentinos; es lo que sintetiza en la fórmula “las dos líneas de Mayo”. Por un lado, la línea nacional, popular, revolucionaria, cuya raíz se encuentra en la figura y el pensamiento del liberalismo jacobino de Mariano Moreno. Por el otro lado, la línea colonial, elitista y autoritaria que encuentra su temprana figura paradigmática en Bernardino Rivadavia. Como lo señalara también Arturo Jauretche, no hay un solo liberalismo en la Argentina del siglo XIX. Del mismo modo, no habrá un solo nacionalismo en el siglo XX.
El nacionalismo que le interesa a Scalabrini Ortiz es democrático y es popular. Por ello, reivindica desde temprano a la multitud. Eso es perceptible incluso en la etapa del Hombre que está solo y espera. La nación es el proyecto de autodeterminación, y es también su sujeto histórico: el pueblo. El temor a la multitud, a las masas, es denunciado como inherente al pensamiento conservador, que encuentra en la participación popular la fuente de toda anarquía y desorden social. Para Scalabrini Ortiz, la participación popular es la clave de la estabilidad política y de viabilidad del proyecto nacional. Hay una mirada de reconocimiento de la pluralidad, de la diversidad étnica y cultural del pueblo en Scalabrini Ortiz. Su emblemática descripción del 17 de octubre de 1945 es la prueba palmaria de ello. El pueblo es fuerte en su diversidad y es el agente de las transformaciones emancipatorias. Por ello, Scalabrini Ortiz no reconoce la viabilidad de un nacionalismo que no sea democrático y popular. No es difícil advertir que la oligarquía y su dominación representa la antítesis del libre despliegue del movimiento nacional y popular. Pueblo y oligarquía (como en el libro del mismo título de Rodolfo Puiggrós) son los términos políticos de la contradicción.
En ese terreno, Scalabrini Ortiz no se engaña: hay que liquidar el Estado oligárquico. Advirtiendo la secreta relación entre desnacionalización y déficit democrático, Scalabrini Ortiz plantea la simultanea nacionalización de la sociedad civil y la democratización de la sociedad política. Para ello, hay varias tareas. Una es la reforma cultural; Scalabrini la concibe anclada al principio inexcusable de “volver a la realidad”. Es decir, el conocimiento pormenorizado de la realidad material, de las posibilidades y condicionamientos objetivos que traza la economía. Es una crítica al espiritualismo abstracto y a cualquier identificación de la nación con tal o cual rasgo idiosincrático. La nación está en las materialidades de su economía, en el movimiento que apunta a la autodeterminación o encadena a la dependencia. El primer paso de la reforma cultural, es volcar la inteligencia argentina al estudio de esa realidad. Otra tarea es la reforma constitucional y de las leyes. Por eso, Scalabrini será entusiasta panegirista en la reforma constitucional de 1949. Para Scalabrini Ortiz, la Constitución tiene que estar al servicio del desarrollo nacional y de la distribución de la riqueza. Reprocha al texto constitucional de 1853 y al pensamiento de Alberdi, su limitada promoción del crecimiento económico. Sin discriminar si ese crecimiento económico favorece la autodeterminación nacional o solo garantiza los negocios de los más poderosos y del capital extranjero, no es posible establecer un horizonte constitucional adecuado. De allí la irrealidad de las leyes, irrealidad para las necesidades de desarrollo nacional, aunque, claro, máxima operatividad para los negocios extranjeros. Scalabrini era consciente de la necesidad de establecer escrupulosa y detalladamente aquellos principios, garantías y ejes jurídicos que permitieran sustentar la liberación nacional. Pues de lo contrario, el mero “vacío legal” era aprovechado por la oligarquía y el capital extranjero. Por eso aquello de legislar explícitamente a favor de los más débiles, pues sino se legisla implícitamente a favor de los más fuertes.
Allí debía estar el concurso de la inteligencia nacional, que Scalabrini Ortiz juzgaba imprescindible para alcanzar la liberación nacional. Ese programa es al que se sujetó disciplinadamente, conducta que permitió a Juan José Hernández Arregui vislumbrar en la figura de Raúl Scalabrini Ortiz el arquetipo del intelectual nacional.

Germán Ibañez

miércoles, 13 de febrero de 2019

El núcleo duro de la convicción


La disputa por el sentido no se da solo en torno a la veracidad y calidad de la información, la versatilidad a la hora de argumentar, y la sistematicidad de las ideologías. Todo ello es muy importante, pero opera sobre el trasfondo de una historia cultural cuyo arraigo puede ser muy profundo. Esa historia cultural va conformando un imaginario social, que nunca es unívoco y expresa hondas contradicciones. En ese plano de la vida colectiva se consolidan o se erosionan convicciones, y se estimulan sensibilidades diversas. La dimensión de los sentimientos es muy fuerte, y se anuda a los valores que incorporamos y recreamos en la vida en común. Lo que se medita y pondera, de manera sistemática o no, va junto a lo que se siente “en las entrañas”, aquello que nos apasiona o nos deja fríos. Razón y prejuicio conviven, muchas veces sin beneficio de inventario.
Este plano puede conocerse y estudiarse, lo cual resulta muy necesario en la lucha política y social que hoy se vive en la Argentina. En el choque de argumentaciones, el “triunfo de la Razón” parece estar ausente y no se arriba a síntesis. En parte ello es así porque se desconoce o subestima la dimensión de los valores y convicciones. Nos seduce o persuade aquello que a priori parece coincidir con los valores que se sustenta. Aquí no nos referimos a esos discursos superficiales que a veces de manera ingenua y otras veces de modo malicioso, apelan a los “altos valores” que supuestamente nos comprometen a todos. Hablamos de aquello que nos coloca en un lado de la trinchera. Estamos con la igualdad o no. Nos moviliza la reivindicación colectiva o nos convence la superioridad de unos y la inferioridad de otros. En la vida política eventualmente hay que generar consensos, articular diferencias, convocar a moros y a cristianos. Pero en la lucha ideológica no vale la pena engañarse: la fractura es muy profunda y el antagonismo es estimulado cotidianamente por la ideología de la dominación.
Allí se encuentra una raíz del éxito de las argumentaciones banales que se reproducen día a día a través de los monopolios de la comunicación audiovisual y del discurso oligárquico. Van derecho al lecho profundo de prejuicios y rechazo visceral al otro que conforma una cara del imaginario colectivo. Eso se percibe también cuando, en el intercambio con compatriotas que sostienen al gobierno de Cambiemos, retroceden ante argumentaciones que dan cuenta de la magnitud del desastre económico y social. Pero no entregan el núcleo íntimo de su convicción.
No es una fatalidad insalvable, pero sí un plano muy raizal de la disputa política actual. El sustrato del proyecto nacional-popular, la solvencia de las argumentaciones, la densidad de la propuesta ideológica, se sostienen también en convicciones, que habitan asimismo el imaginario colectivo en árida disputa con los prejuicios y los valores de la dominación. La soberanía y la igualdad no son de los menos importantes. Son valores irrenunciables, y si faltan o se debilitan, también pasa lo mismo con las construcciones políticas o ideológicas que quieran erigirse para contraponerlas a la hegemonía oligárquica. No se trata de un sectarismo ideológico, sino del basamento de una política. La apertura a las diferencias y la conducción de un conjunto no idéntico de intereses no nace del eclecticismo ni del escepticismo. Comprender las razones del otro e interpelarlo no suponen neutralidad ni equidistancia en la secular disputa entre igualdad y desigualdad, entre soberanía o dependencia. Para desarmar la trama de la dominación no alcanza con responder las mentiras que se vierten a repetición. Hay que ir a la raíz profunda de los sentimientos y las convicciones que nos unen o nos separan.

Germán Ibañez

martes, 12 de febrero de 2019

Manuel Ugarte, antiimperialismo y democracia


La actual avanzada imperialista sobre la República Bolivariana de Venezuela tiene como excusa la “democracia”. No es una novedad, pues la manipulación de la idea democrática es una habitual bandera del intervencionismo estadounidense, en varias regiones del globo. Lo cierto es que los regímenes políticos de los países que tienen la desgracia de caer bajo la mirada de los gobiernos de Estados Unidos son diversos. En el caso de la Venezuela de Maduro, no hay ningún índice objetivo que permita dudar de la calidad democrática del régimen imperante. Pero lógicamente, esto no es algo que pueda disuadir la intentona golpista, porque de manera subyacente se verifican las cuestiones que realmente interesan al imperio, y que se manifiestan recurrentemente en el largo historial de agresiones contra los pueblos.
Una de esas cuestiones, que Estados Unidos no siempre tiene la habilidad (o el deseo) de ocultar es la existencia en el territorio agredido de recursos económicos estratégicos. Es el caso del petróleo. Pero otro asunto fundamental es la independencia y autodeterminación del país en cuestión. El no alineamiento automático con los dictados del Norte, y la búsqueda de una estrategia autonómica de inserción y despliegue internacional; esa fue suprema herejía de la Revolución Bolivariana en los tiempos de Chávez. La lucha por la autodeterminación es el terreno primordial de la puja por construir un orden mundial más igualitario, y es también el escenario concreto de la democracia posible. De allí los ingentes esfuerzos para tergiversar esta problemática, para “secuestrar” la cuestión democrática y disociarla de la autodeterminación nacional. Cuando el paradigma imperialista de la democracia se impone, no importa cual partido gobierna un país ni la calidad institucional, pues las decisiones estratégicas, aquellas que deberían ser emanación de la soberanía popular, se toman realmente en el Norte, en ámbitos opacos y blindados a la voluntad de los pueblos.
Para reflexionar sobre esto, resulta de suma importancia el rescate del pensamiento de Manuel Ugarte, intelectual argentino que en las primeras décadas del siglo XX estableció con suma precisión la relación entre autodeterminación y democracia. Ugarte fue expresión de una tradición socialista y nacionalista latinoamericana, muy débil aún en los primeros tramos del siglo XX, que comienza a desmarcarse de una simple imitación del ideario socialista europeo en pos de una reflexión propia, asentada en el conocimiento de la historia y la realidad del continente. Ese camino original, como el que emprenderá también el peruano José Carlos Mariátegui, llevará a Ugarte a preocuparse por la raíz nacional de una política emancipadora. No bastaba con estar a tono con las ideas progresistas de su tiempo, sino que era necesario superar cualquier cosmopolitismo para integrar las enseñanzas que pudieran derivarse de la experiencia internacional con las necesidades concretas de los países latinoamericanos.
Ugarte representa una generación intelectual que transita una escenario internacional y de importante intercambio cultural, como fue la generación del 900, a la que supo rendir homenaje. Pero esa experiencia internacional aporta insumos para fortalecer una búsqueda que es profundamente nacional. Por esa vía se va destilando la aleación entre modernismo, socialismo, nacionalismo latinoamericano; y no resulta curioso que, siguiendo ese camino, Ugarte llegara a la reivindicación de Bolívar.
Especialmente relevante para lo que nos interesa es la concepción de patriotismo latinoamericanista que va construyendo Ugarte, su afirmación de la cuestión nacional. Esto lo llevará a chocar con sus camaradas del socialismo argentino, posicionados en un paradigma cosmopolita, y finalmente a abandonar el Partido Socialista. Se va afirmando en Ugarte una concepción nacionalista, sustentada en la centralidad de la autodeterminación nacional para cualquier política posible e imaginable en esas coordenadas históricas. El nacionalismo de Ugarte explícitamente abjuraba del nacionalismo expansionista de los países imperialistas. Y mantenía una vocación de reivindicación social al anudar la defensa de los países oprimidos con la defensa de los “débiles” y explotados al interior de la comunidad nacional. Del mismo modo, el campo de extensión de la construcción nacional se extendía al conjunto de Latinoamérica, trascendiendo las fronteras de los países.
Ugarte se posiciona como un intelectual moderno, y le presta toda su atención a las campañas ideológicas y a la disputa por la opinión pública del continente. En ese plan, desarrolla una gira latinoamericanista en 1910, y expone sus ideas en una serie de libros como El porvenir de la América Española, Mi campaña hispanoamericana, o El destino de un continente. Su pensamiento va desarrollando lo que, siguiendo a Jauretche, podríamos llamar una posición nacional. En ella se conjugan el ideal de un socialismo que debe ser nacional o no es tal, la reivindicación de un revisionismo histórico, la promoción del nacionalismo económico y la industrialización, la afirmación principista de la democracia y la soberanía popular.
El ideal latinoamericanista se afirmaba en una historia compartida, que Ugarte se ocupaba de resaltar, y en el protagonismo a lo largo del tiempo, de las masas populares. Así, Ugarte destacará el rol de los caudillos populares en el siglo XIX, y de manera perspicaz postulará un vínculo profundo entre el carácter emancipador de las luchas populares latinoamericanas y las causas progresistas en otras regiones del mundo. Así dirá de las montoneras: “Esos gauchos bravos habían nacido en momentos en que Europa ardía en la llama de la Revolución y a medio siglo de distancia, con las modificaciones fundamentales que imponía la atmósfera, sintetizaban de una manera confusa en el Mundo Nuevo el esfuerzo de los de abajo contra los de arriba. No eran instrumento de la barbarie. Eran producto de una democracia tumultuosa en pugna con los grupos directores”.  Este es un primer elemento fundamental: la democracia se vincula con “los de abajo”, la participación popular aún tumultuaria, el ideal de igualdad.
El otro elemento fundamental es la autodeterminación económica. Ugarte era firme partidario de la industrialización. En 1916 dirá: “La Argentina será industrial o no cumplirá sus destinos”. Pero el campo de la afirmación económica no se circunscribirá al interior de los países, sino que se concretará en la unidad del continente. Ugarte partía de la convicción de que la escala realmente viable del desarrollo económico era el conjunto del continente y no podía confinarse al interior del mercado de cada país. Y tenía plena conciencia de que una proyección de tal calibre, encontraría una enconada oposición en los intereses imperialistas de los Estados Unidos. De allí que no pudiera disociarse autodeterminación de antiimperialismo, ni tampoco democracia de movilización popular.
Ese es el paradigma latinoamericanista de la democracia, nacionalismo que no se encierra en sí mismo, sino que es solidario con todas las causas liberadoras del mundo. Resulta evidente que un ideal así rebasa el institucionalismo y cualquier concepción puramente procedimental de la democracia, y se desborda en una dimensión utópica. Ugarte no pensaba otra cosa: “La democracia es una fuerza activa, viviente, creadora, reformadora, revolucionaria, que hasta hoy estuvo helada en los textos y dormida en los comités. Esa fuerza hay que llevarla a las calles, a las leyes, a la realidad futura de la colectividad. Porque la función de la democracia no es ornamentar debates, ni reclutar tropas para salvar a la oligarquía, sino combatir el privilegio, forjando modalidades nuevas, para hacer, con hombres nuevos, una vida nueva”. Que así sea.

Germán Ibañez

martes, 5 de febrero de 2019

Una herejía del movimiento nacional


El movimiento nacional-popular es pródigo en herejías. Esto es, en cuestionamientos de aquello naturalizado por los regímenes de dominación. Las acciones populares contestatarias son expresión de conflictos socioeconómicos, disputas de poder, emergencia de proyectos políticos y liderazgos alternativos a la elite dominante, y no de una naturaleza “rebelde” inmanente a la condición popular. La conmoción que expresan los movimientos nacional-populares en su etapa de ascenso en relación al orden “tradicional” (aquel instituido por las elites económica y políticamente dominantes hasta entonces) es profunda e integral, pues las sociedades no están compuestas de compartimientos estancos. Así, una modificación en la distribución del ingreso altera las relaciones sociales y la percepción que las clases tienen de su realidad y de aquello que es posible “alcanzar”. A su modo, reduccionista y brutal, la oligarquía siempre lo ha entrevisto y se ha opuesto a los más tímidos proyectos reformistas, anticipándose a posibles derivas de profundización de los movimientos populares. Si en las sociedades contemporáneas la riqueza es la base del poder, alterando la distribución de la riqueza se crean las condiciones para el cuestionamiento de las relaciones de poder. Por eso, si es cierto que un nudo medular de las querellas históricas se establece en torno a la distribución social de la riqueza y el acceso a los recursos estratégicos, también lo es que otro plano esencial e inescindible del anterior es la modificación de las relaciones entre las clases sociales y la disputa por el poder: quién manda y quién obedece.
En estas líneas no vamos a hacer un listado exhaustivo de tales desafíos al statu quo, porque nos excede y exigiría un cuidado ejercicio de contextualización histórica. Nos concentraremos en una cuestión, que está relacionada con lo enunciado más arriba. Es la herejía primordial, que entendemos echa luz sobre la frontal negativa de la oligarquía y el bloque social que ella dirige, a aceptar los más moderados proyectos de distribución progresiva de la riqueza. En la experiencia histórica argentina, hasta la fecha, la distribución progresista de la riqueza, la cristalización de formas de “justicia social”, se ha verificado por la imposición de “pactos sociales” en etapas de crecimiento económico. Muchas veces se ha ponderado aquello de las condiciones favorables, ya sea en la coyuntura de la inmediata segunda posguerra o con el “viento de cola” de los años posteriores a 2003. Pero lo cierto es que las condiciones efectivamente fueron favorables en la medida en que existió una voluntad política dirigida a la reparación social. De lo contrario, las famosas condiciones favorables no habrían sido tales. El establecimiento de los compromisos sociales, vía voluntad gubernamental apoyada en movilización o formas de participación popular (y siempre a posteriori de una grave crisis política previa de la hegemonía oligárquica), no fue empero peculiarmente gravoso para las clases propietarias, en la medida en que no se basó en expropiaciones contundentes. Por el contrario, se advierte un mejoramiento general, aunque por supuesto no exento de desigualdades o inequidades. Sin embargo, ese mejoramiento general fue malamente tolerado en la etapa de ascenso del ciclo económico, y desmontado por la elite oligárquica en cuanto aparecen las primeras dificultades.
Aunque lógicamente puede comprenderse el recrudecimiento de los antagonismos sociales y de la lucha por el ingreso nacional en cuanto el crecimiento del excedente económico comienza a entrar en una meseta o se ve gravemente comprometido, lo que hay que explicar en realidad es la oposición general al compromiso con la justicia social. Porque esa oposición se manifiesta larvada o abierta en todo momento, incluso los de auge económico, y deviene revancha clasista cuando el movimiento nacional se topa con dificultades.
Lo que se impugna no es solo la distribución de la riqueza, sino la idea y realidad del “ascenso de los de abajo”. Ese ascenso es irritativo, aunque no se base en ciclos de expropiación de las clases propietarias, no solo por la presumible codicia de no querer repartir ni un peso, sino especialmente porque tiene a establecer como justo y legítimo el paradigma de la igualdad social. Y en la Argentina eso es delicado por partida doble. Porque por un lado la desigualdad es consustancial al funcionamiento de la moderna economía capitalista, especialmente en su formato neoliberal. Y porque por otro lado la cosmovisión oligárquica dominante es todavía tributaria de un patrón señorial establecido en la etapa colonial. La alteración del orden estamental y clasista en la sociedad colonial era suprema aberración. Cualquier modificación suponía una probable ruptura de la deferencia de los de abajo para con los de arriba, y eso comprometía la estabilidad del conjunto. La “chusma plebeya”, los “cabecita negra”, los “choriplaneros” amenazan esa idea y realidad del orden jerárquico. Y lo hacen porque plantean empíricamente un esquema alternativo de estabilidad social: la igualdad. Alternativo y viable.
Entonces, en perspectiva histórica, lo que está en juego no es solo la masa del excedente económico, sino la dirección del conjunto del bloque social y los valores en los cuales edificar la construcción nacional. En una sociedad bombardeada por el prejuicio social de que el negro y el pobre deben permanecer abajo, se percibe pese a todo, la suprema herejía del empoderamiento popular. Que es poder, porque la distribución de riquezas se ha hecho mediante la expansión de derechos. Eso es decisión y participación. Lo contrario a la concentración de poder. Y porque apunta al corazón del imaginario, cuestión medular de los valores y las expectativas acerca de lo bueno y deseable para regir la vida colectiva. El imaginario es central para entender un esquema de dominación o, a la inversa, una convivencia pacificada en torno a la igualdad y la democracia. Si descuidáramos este plano determinante del imaginario, no podríamos comprender la “solidaridad” de tantos con el disciplinamiento social. Aún vive el imaginario colonial, de un orden jerárquico y brutal; orden en el cual aquellos que se mueven son rápidamente “vueltos a su lugar”. El imaginario antagónico, jalonado por los avances y retrocesos de los movimientos nacionales y populares, es el del ascenso colectivo y la justicia social. Nunca se da espontáneamente. Solo se ha verificado con liderazgo e ideología. Es entonces, cuando se concreta la herejía.

Germán Ibañez

viernes, 1 de febrero de 2019

Economía y cultura


Es tan grande la debacle producida por la política económica del gobierno oligárquico argentino, que cabe la pregunta de por qué no redunda tal situación en un descrédito completo del actual elenco gubernamental. Por cierto, que prácticamente cualquier sondeo de opinión hoy día pone de relieve la preocupación y escepticismo de una parte sustancial de la ciudadanía argentina frente al panorama económico. Y que merced a ello, ha crecido el rechazo a la figura presidencial y aún la decepción de votantes de Cambiemos. Pero ello no implica un derrumbe inminente del gobierno oligárquico, y el año electoral en curso reserva aún variadas incógnitas.
¿Será que importan también otras cosas? Evidentemente. Volviendo al mecanismo de los sondeos de opinión, estos pueden mostrar una suerte de ranking simplificado, pero no necesariamente amañado, de temas que “preocupan”. Y así suele aparecer la inseguridad, la corrupción, la salud, etc., en orden variable. Son herramientas para establecer un diagnóstico sociológico, para operar políticamente, para manipular, depende el uso de los actores que los instrumentan y la calidad técnica de la encuesta, así como el contexto político inmediato. En todo caso, insistimos: hoy día la preocupación económica crece, pese a las previsibles maniobras del gobierno por tergiversar el diagnóstico sobre la marcha del país, y adjudicar el deterioro económico a variados factores, con especial predilección por la figura de la ex Presidenta Cristina Fernández de Kirchner.
Aunque es de suma importancia el combate cotidiano entre la información veraz y la manipulación política, nos interesa ahora ir a otro plano, de más largo aliento, en el terreno de las configuraciones culturales que sobreviven largo tiempo. A fin de cuentas, la querella cotidiana no opera en el vacío, sino en una historia cultural concreta. De lo contrario, el factor económico actuaría con la inmediatez de un dispositivo explosivo.
La ponderación de un estado de situación se hace con arreglo a una escala de valores, pues la economía no es solo suma y resta, sino construcción de sentido. Y la escala de valores es la que impone la oligarquía. Sí, la expresión es “imponer”. Que otra cosa que imposición es la historia de persecuciones, violencias y descrédito que han sufrido los hombres y mujeres de los movimientos populares argentinos a lo largo de la historia. Y es imposición porque su sentido profundo, más allá de las formas, es asegurar el establecimiento de un determinado orden societario.
El éxito o el fracaso económico se “miden” en relación a un orden social, a una jerarquía clasista. En las etapas de ascenso del movimiento nacional-popular, en los años ’40 del siglo XX, o a partir de los primeros años del siglo XXI, el reparto de los ingresos resultantes de la expansión económica alcanzó a la mayoría de la comunidad nacional. Aun así, numerosos sectores, objetivamente beneficiados, se sintieron “agraviados” y colaboraron en la cancelación de dichas experiencias políticas. ¿Por qué?
Numerosos observadores, comenzando por el viejo Jauretche, señalaron que lo que “dolía” a esos sectores no era el hostigamiento económico (no verificado) por parte de los gobiernos populares, sino el “acortamiento” de las brechas sociales. Es que el orden social importa. Pero no se trata de un orden cualesquiera, sino uno jalonado de asimetrías, de desigualdades, de violencias, de privaciones para unos y privilegios para otros. El ascenso de “los de abajo” altera ese orden. No necesariamente afecta los ingresos o los monopolios alcanzados por “los de arriba”, pero sí produce una crisis de deferencia. El que está abajo, debe permanecer abajo, y cualquier “escalera” (laboral, educativa o política) es peligrosa y se busca desmontarla.
Se trata de una configuración cultural muy antigua, pues su raíz no se remonta a la oposición oligárquica a los movimientos populares del siglo XX y XXI, sino que hay que buscarla en la sociedad colonial. Es entonces cuando se estableció un patrón señorial que determina quién manda y quién obedece y que asocia la estabilidad del orden al congelamiento de las jerarquías entre las clases y grupos sociales. La burguesía argentina gusta de presumir de modernidad, pero parece añorar el tiempo de conquistadores, encomenderos y virreyes.
Las movilizaciones populares, y los proyectos políticos asentados en ellas, han fincado a su vez la estabilidad y ponderación del orden social en la justicia redistributiva y en la ampliación de la esfera democrática de la vida colectiva. Es decir, en ese caso el “orden” no está atado a las jerarquías inconmovibles, sino vinculado dinámicamente a la justicia y a la igualdad.
Es por ello, que la importancia del factor económico no se sopesa en un gabinete aséptico repleto de estadísticas, sino en el trajinado escenario de las diputas culturales y políticas de la Argentina. Con arreglo a una escala de valores que legitima la desigualdad y abjura de los intentos de superarla vía política es que cobran verisimilitud argumentaciones como las que venimos padeciendo desde hace tres años, desde las usinas gubernamentales. La mayoría no resiste el menor análisis, pero su fortaleza no está en sus virtudes expresivas intrínsecas, sino en su anudamiento con una historia de degradación cultural. La querella igualdad versus desigualdad es antigua y, en los momentos críticos, vale más que cualquier encuesta.
Germán Ibañez