El movimiento nacional-popular es pródigo en
herejías. Esto es, en cuestionamientos de aquello naturalizado por los
regímenes de dominación. Las acciones populares contestatarias son expresión de
conflictos socioeconómicos, disputas de poder, emergencia de proyectos
políticos y liderazgos alternativos a la elite dominante, y no de una
naturaleza “rebelde” inmanente a la condición popular. La conmoción que
expresan los movimientos nacional-populares en su etapa de ascenso en relación
al orden “tradicional” (aquel instituido por las elites económica y
políticamente dominantes hasta entonces) es profunda e integral, pues las
sociedades no están compuestas de compartimientos estancos. Así, una
modificación en la distribución del ingreso altera las relaciones sociales y la
percepción que las clases tienen de su realidad y de aquello que es posible
“alcanzar”. A su modo, reduccionista y brutal, la oligarquía siempre lo ha entrevisto
y se ha opuesto a los más tímidos proyectos reformistas, anticipándose a
posibles derivas de profundización de los movimientos populares. Si en las
sociedades contemporáneas la riqueza es la base del poder, alterando la
distribución de la riqueza se crean las condiciones para el cuestionamiento de
las relaciones de poder. Por eso, si es cierto que un nudo medular de las
querellas históricas se establece en torno a la distribución social de la
riqueza y el acceso a los recursos estratégicos, también lo es que otro plano
esencial e inescindible del anterior es la modificación de las relaciones entre
las clases sociales y la disputa por el poder: quién manda y quién obedece.
En estas líneas no vamos a hacer un listado
exhaustivo de tales desafíos al statu quo, porque nos excede y exigiría un
cuidado ejercicio de contextualización histórica. Nos concentraremos en una
cuestión, que está relacionada con lo enunciado más arriba. Es la herejía
primordial, que entendemos echa luz sobre la frontal negativa de la oligarquía
y el bloque social que ella dirige, a aceptar los más moderados proyectos de
distribución progresiva de la riqueza. En la experiencia histórica argentina,
hasta la fecha, la distribución progresista de la riqueza, la cristalización de
formas de “justicia social”, se ha verificado por la imposición de “pactos
sociales” en etapas de crecimiento económico. Muchas veces se ha ponderado
aquello de las condiciones favorables, ya sea en la coyuntura de la inmediata
segunda posguerra o con el “viento de cola” de los años posteriores a 2003.
Pero lo cierto es que las condiciones efectivamente fueron favorables en la
medida en que existió una voluntad política dirigida a la reparación social. De
lo contrario, las famosas condiciones favorables no habrían sido tales. El
establecimiento de los compromisos sociales, vía voluntad gubernamental apoyada
en movilización o formas de participación popular (y siempre a posteriori de
una grave crisis política previa de la hegemonía oligárquica), no fue empero
peculiarmente gravoso para las clases propietarias, en la medida en que no se
basó en expropiaciones contundentes. Por el contrario, se advierte un
mejoramiento general, aunque por supuesto no exento de desigualdades o
inequidades. Sin embargo, ese mejoramiento general fue malamente tolerado en la
etapa de ascenso del ciclo económico, y desmontado por la elite oligárquica en
cuanto aparecen las primeras dificultades.
Aunque lógicamente puede comprenderse el
recrudecimiento de los antagonismos sociales y de la lucha por el ingreso
nacional en cuanto el crecimiento del excedente económico comienza a entrar en
una meseta o se ve gravemente comprometido, lo que hay que explicar en realidad
es la oposición general al compromiso con la justicia social. Porque esa oposición
se manifiesta larvada o abierta en todo momento, incluso los de auge económico,
y deviene revancha clasista cuando el movimiento nacional se topa con
dificultades.
Lo que se impugna no es solo la distribución de
la riqueza, sino la idea y realidad del “ascenso de los de abajo”. Ese ascenso
es irritativo, aunque no se base en ciclos de expropiación de las clases
propietarias, no solo por la presumible codicia de no querer repartir ni un
peso, sino especialmente porque tiene a establecer como justo y legítimo el
paradigma de la igualdad social. Y en
la Argentina eso es delicado por partida doble. Porque por un lado la
desigualdad es consustancial al funcionamiento de la moderna economía
capitalista, especialmente en su formato neoliberal. Y porque por otro lado la
cosmovisión oligárquica dominante es todavía tributaria de un patrón señorial
establecido en la etapa colonial. La alteración del orden estamental y clasista
en la sociedad colonial era suprema aberración. Cualquier modificación suponía
una probable ruptura de la deferencia de los de abajo para con los de arriba, y
eso comprometía la estabilidad del conjunto. La “chusma plebeya”, los “cabecita
negra”, los “choriplaneros” amenazan esa idea y realidad del orden jerárquico.
Y lo hacen porque plantean empíricamente un esquema alternativo de estabilidad
social: la igualdad. Alternativo y
viable.
Entonces, en perspectiva histórica, lo que está
en juego no es solo la masa del excedente económico, sino la dirección del
conjunto del bloque social y los valores en los cuales edificar la construcción
nacional. En una sociedad bombardeada por el prejuicio social de que el negro y
el pobre deben permanecer abajo, se percibe pese a todo, la suprema herejía del
empoderamiento popular. Que es poder, porque la distribución de riquezas se ha
hecho mediante la expansión de derechos. Eso es decisión y participación. Lo
contrario a la concentración de poder. Y porque apunta al corazón del
imaginario, cuestión medular de los valores y las expectativas acerca de lo
bueno y deseable para regir la vida colectiva. El imaginario es central para
entender un esquema de dominación o, a la inversa, una convivencia pacificada
en torno a la igualdad y la democracia. Si descuidáramos este plano
determinante del imaginario, no podríamos comprender la “solidaridad” de tantos
con el disciplinamiento social. Aún vive el imaginario colonial, de un orden
jerárquico y brutal; orden en el cual aquellos que se mueven son rápidamente “vueltos
a su lugar”. El imaginario antagónico, jalonado por los avances y retrocesos de
los movimientos nacionales y populares, es el del ascenso colectivo y la justicia
social. Nunca se da espontáneamente. Solo se ha verificado con liderazgo e
ideología. Es entonces, cuando se concreta la herejía.
Germán Ibañez
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