martes, 5 de febrero de 2019

Una herejía del movimiento nacional


El movimiento nacional-popular es pródigo en herejías. Esto es, en cuestionamientos de aquello naturalizado por los regímenes de dominación. Las acciones populares contestatarias son expresión de conflictos socioeconómicos, disputas de poder, emergencia de proyectos políticos y liderazgos alternativos a la elite dominante, y no de una naturaleza “rebelde” inmanente a la condición popular. La conmoción que expresan los movimientos nacional-populares en su etapa de ascenso en relación al orden “tradicional” (aquel instituido por las elites económica y políticamente dominantes hasta entonces) es profunda e integral, pues las sociedades no están compuestas de compartimientos estancos. Así, una modificación en la distribución del ingreso altera las relaciones sociales y la percepción que las clases tienen de su realidad y de aquello que es posible “alcanzar”. A su modo, reduccionista y brutal, la oligarquía siempre lo ha entrevisto y se ha opuesto a los más tímidos proyectos reformistas, anticipándose a posibles derivas de profundización de los movimientos populares. Si en las sociedades contemporáneas la riqueza es la base del poder, alterando la distribución de la riqueza se crean las condiciones para el cuestionamiento de las relaciones de poder. Por eso, si es cierto que un nudo medular de las querellas históricas se establece en torno a la distribución social de la riqueza y el acceso a los recursos estratégicos, también lo es que otro plano esencial e inescindible del anterior es la modificación de las relaciones entre las clases sociales y la disputa por el poder: quién manda y quién obedece.
En estas líneas no vamos a hacer un listado exhaustivo de tales desafíos al statu quo, porque nos excede y exigiría un cuidado ejercicio de contextualización histórica. Nos concentraremos en una cuestión, que está relacionada con lo enunciado más arriba. Es la herejía primordial, que entendemos echa luz sobre la frontal negativa de la oligarquía y el bloque social que ella dirige, a aceptar los más moderados proyectos de distribución progresiva de la riqueza. En la experiencia histórica argentina, hasta la fecha, la distribución progresista de la riqueza, la cristalización de formas de “justicia social”, se ha verificado por la imposición de “pactos sociales” en etapas de crecimiento económico. Muchas veces se ha ponderado aquello de las condiciones favorables, ya sea en la coyuntura de la inmediata segunda posguerra o con el “viento de cola” de los años posteriores a 2003. Pero lo cierto es que las condiciones efectivamente fueron favorables en la medida en que existió una voluntad política dirigida a la reparación social. De lo contrario, las famosas condiciones favorables no habrían sido tales. El establecimiento de los compromisos sociales, vía voluntad gubernamental apoyada en movilización o formas de participación popular (y siempre a posteriori de una grave crisis política previa de la hegemonía oligárquica), no fue empero peculiarmente gravoso para las clases propietarias, en la medida en que no se basó en expropiaciones contundentes. Por el contrario, se advierte un mejoramiento general, aunque por supuesto no exento de desigualdades o inequidades. Sin embargo, ese mejoramiento general fue malamente tolerado en la etapa de ascenso del ciclo económico, y desmontado por la elite oligárquica en cuanto aparecen las primeras dificultades.
Aunque lógicamente puede comprenderse el recrudecimiento de los antagonismos sociales y de la lucha por el ingreso nacional en cuanto el crecimiento del excedente económico comienza a entrar en una meseta o se ve gravemente comprometido, lo que hay que explicar en realidad es la oposición general al compromiso con la justicia social. Porque esa oposición se manifiesta larvada o abierta en todo momento, incluso los de auge económico, y deviene revancha clasista cuando el movimiento nacional se topa con dificultades.
Lo que se impugna no es solo la distribución de la riqueza, sino la idea y realidad del “ascenso de los de abajo”. Ese ascenso es irritativo, aunque no se base en ciclos de expropiación de las clases propietarias, no solo por la presumible codicia de no querer repartir ni un peso, sino especialmente porque tiene a establecer como justo y legítimo el paradigma de la igualdad social. Y en la Argentina eso es delicado por partida doble. Porque por un lado la desigualdad es consustancial al funcionamiento de la moderna economía capitalista, especialmente en su formato neoliberal. Y porque por otro lado la cosmovisión oligárquica dominante es todavía tributaria de un patrón señorial establecido en la etapa colonial. La alteración del orden estamental y clasista en la sociedad colonial era suprema aberración. Cualquier modificación suponía una probable ruptura de la deferencia de los de abajo para con los de arriba, y eso comprometía la estabilidad del conjunto. La “chusma plebeya”, los “cabecita negra”, los “choriplaneros” amenazan esa idea y realidad del orden jerárquico. Y lo hacen porque plantean empíricamente un esquema alternativo de estabilidad social: la igualdad. Alternativo y viable.
Entonces, en perspectiva histórica, lo que está en juego no es solo la masa del excedente económico, sino la dirección del conjunto del bloque social y los valores en los cuales edificar la construcción nacional. En una sociedad bombardeada por el prejuicio social de que el negro y el pobre deben permanecer abajo, se percibe pese a todo, la suprema herejía del empoderamiento popular. Que es poder, porque la distribución de riquezas se ha hecho mediante la expansión de derechos. Eso es decisión y participación. Lo contrario a la concentración de poder. Y porque apunta al corazón del imaginario, cuestión medular de los valores y las expectativas acerca de lo bueno y deseable para regir la vida colectiva. El imaginario es central para entender un esquema de dominación o, a la inversa, una convivencia pacificada en torno a la igualdad y la democracia. Si descuidáramos este plano determinante del imaginario, no podríamos comprender la “solidaridad” de tantos con el disciplinamiento social. Aún vive el imaginario colonial, de un orden jerárquico y brutal; orden en el cual aquellos que se mueven son rápidamente “vueltos a su lugar”. El imaginario antagónico, jalonado por los avances y retrocesos de los movimientos nacionales y populares, es el del ascenso colectivo y la justicia social. Nunca se da espontáneamente. Solo se ha verificado con liderazgo e ideología. Es entonces, cuando se concreta la herejía.

Germán Ibañez

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