jueves, 21 de febrero de 2019

Raúl Scalabrini Ortiz y el nacionalismo popular


En un mundo en el cual el despliegue inclemente del imperialismo es constante, y genera resistencias nacionales en los países dependientes o sufrimientos interminables en sus pueblos en la ausencia de tales resistencias; en un mundo en el cual la disputa entre las principales economías se acrecienta con su corolario de proteccionismos renovados; en un mundo tal pues, parece obvio que la cuestión del nacionalismo (o mejor, los nacionalismos) constituye algo medular. Sin embargo, la obviedad se relativiza si consideramos que la ideología dominante a nivel global, el neoliberalismo, desde hace décadas postula de manera monolítica la caducidad de la nación y el nacionalismo. Aunque por supuesto, ese discurso siempre ha sido una mercancía para vender en los países periféricos, y de difícil colocación en un “Primer Mundo” con clases dirigentes plenamente conscientes de lo que está en juego. Por otra parte, en la Argentina la elite oligárquica ha renunciado al limitadísimo nacionalismo cultural heredado de la etapa de los intelectuales orgánicos del siglo XIX (Mitre, Sarmiento, Alberdi) y propone un presente permanente, sin historia y con un futuro cuya visión se dibuja con las mismas herramientas que el marketing instrumenta para engañar consumidores y vender cualquier cosa. Lo que queda disimulado tras las columnas de humo neoliberales, o sacrificado sin piedad en las guerras neocoloniales contra los pueblos, es la relación íntima entre nación y autodeterminación. Para pensar esa relación, resulta fundamental revisitar a las figuras clave del nacionalismo popular argentino, como Raúl Scalabrini Ortiz.
El nacionalismo de Scalabrini Ortiz alcanza su madurez en las décadas de 1930-40, cuando ya son firmes las manifestaciones políticas e intelectuales del antiimperialismo latinoamericano. Recordemos la temprana configuración antimperialista en el área de Caribe (a fines del siglo XIX) con José Martí, el influjo de la Revolución Mexicana con su larga estela de nacionalismo popular y agrarista, la querella intelectual andina de los años ‘20 con figuras de la talla de José Carlos Mariátegui y Víctor Raúl Haya de la Torre, o la polémica de éste último con el cubano Julio Mella, sin olvidar la gesta de Sandino en Nicaragua. Y si no fuera suficiente con estos exponentes nacionales, también los había de “importación”, con León Trotsky pensando y escribiendo en el México de Lázaro Cárdenas.
En el arranque de los años 1930, la “década infame”, el doble impacto de la crisis económica mundial y la restauración conservadora en Argentina, se hace sentir en los espíritus inquietos. ¿Qué nación era posible bajo la dominación imperialista y oligárquica? Scalabrini Ortiz va virando desde una búsqueda identitaria de los rasgos de la nación, como la que se verifica en El hombre que está solo y espera, al estudio de los mecanismos económicos de la sujeción colonial del país. En ese tránsito, es muy importante su revalorización de la experiencia yrigoyenista (a la que, hasta entonces, no se había sentido particularmente ligado) y su contacto con los herederos antimperialistas del viejo Líder, como Arturo Jauretche y los forjistas. Con lo cual, puede decirse que el estímulo para la elaboración de un cuerpo de ideas alrededor del nacionalismo económico proviene de la política. Y no de cualquier política, sino de una identificada con la tradición democrático-popular, la cual había florecido de manera exuberante y no exenta de contradicciones en el viejo radicalismo. Son los forjistas quienes sistematizan ese contenido democrático-popular del yrigoyenismo en el plano intelectual y militante, incorporándole una dimensión antimperialista (aunque esto último se reveló tarea infructuosa al interior del partido radical).
En ese contexto, Raúl Scalabrini Ortiz propone con ellos la necesidad del estudio concreto de la realidad económica. Esta vocación consume los días de Scalabrini Ortiz, quien admite sacrificar otras inquietudes artísticas e intelectuales, para consagrarse a develar los mecanismos del colonialismo de la época. Al desarrollar este programa intelectual, Scalabrini Ortiz elabora una crítica al capitalismo, no de manera abstracta, sino a su funcionamiento “real” en la Argentina de las primeras décadas del siglo XX. En eso, su escritura contrasta con otras producciones de la época, de un antiimperialismo más bien doctrinario. Inversiones, endeudamiento, comercio, transporte, el predominio del capital británico, todo ello pasa por su lupa. El imperialismo debe ser estudiado en sus manifestaciones históricas y concretas, y de ese modo, aunque evidentemente aprovecha los planteos de Lenin sobre ésta cuestión, no da indicios de compartir para la Argentina los corolarios que el líder ruso postulaba para la Europa de la década de 1910.
Lo que sí elabora Scalabrini Ortiz es una agenda antagónica a la del liberalismo oligárquico. El eje medular de esa agenda es la nacionalización económica. Con el tiempo, y especialmente con el desarrollo de la experiencia peronista, va tomando cuerpo también una dimensión pro industrialista. En ese camino, Scalabrini Ortiz identifica a la nación con las potencialidades de autodeterminación política y económica del país. Ese es el eje de su nacionalismo.
Decimos política y economía, pues debemos recordar una vez más el impulso inicial de su interés por los estudios económicos: el ideal democrático y el movimiento popular. Scalabrini Ortiz se acerca a esa dimensión, la del activismo y la vocación manifiestamente política, con cautela y reivindicando un espacio como intelectual. Pero no reclamando un fuero específico o privilegios particulares para los “hombres de ideas”; sino que entiende que le es necesaria cierta autonomía para observar y pensar. Para elevarse por sobre la disputa del momento o la decisión que sí o sí debe ponderarse en cada circunstancia, y analizar el despliegue del proceso nacional popular desde una perspectiva de largo aliento. Scalabrini Ortiz señalará la distancia que media entre la prédica y la realización, la autonomía relativa de ambas dimensiones de la transformación política y social. Sin embargo, la autonomía frente a las jefaturas políticas inmediatas y las inevitables disputas partidarias, no lo es frente al movimiento nacional y los objetivos permanentes de la liberación económica. Y así, aunque adhiere al peronismo del mismo modo que reivindica retrospectivamente al yrigoyenismo, se constituye en intelectual orgánico no del peronismo sino del movimiento nacional en su despliegue histórico. Por cierto, era lo suficientemente realista como para comprender que las disputas concretas no pueden esquivarse y exigen definiciones en el momento, allí está el sentido de su conocida referencia a la necesidad de elegir entre Perón y Pinedo; entre el liderazgo que expresa, con aciertos y errores, las aspiraciones de un movimiento popular realmente existente, y los personeros de la oligarquía (que también, qué duda cabe, es “realmente existente”). Por eso, en su búsqueda intelectual, Scalabrini Ortiz quiere alejarse de todo doctrinarismo a priori. No reniega de la necesidad de las ideologías, pero sí de su uso apriorístico.
Como le interesa la política y la economía “en movimiento”, no puede menos que ocuparse de la historia. Scalabrini Ortiz deja al respecto páginas imprescindibles, como aquellas dedicadas al estudio de la concertación del empréstito con la casa Baring Brothers, o a la fragmentación de la cuenca del Plata con la escisión del Uruguay. De la máxima relevancia es su identificación del hilo conductor de los antagonismos argentinos; es lo que sintetiza en la fórmula “las dos líneas de Mayo”. Por un lado, la línea nacional, popular, revolucionaria, cuya raíz se encuentra en la figura y el pensamiento del liberalismo jacobino de Mariano Moreno. Por el otro lado, la línea colonial, elitista y autoritaria que encuentra su temprana figura paradigmática en Bernardino Rivadavia. Como lo señalara también Arturo Jauretche, no hay un solo liberalismo en la Argentina del siglo XIX. Del mismo modo, no habrá un solo nacionalismo en el siglo XX.
El nacionalismo que le interesa a Scalabrini Ortiz es democrático y es popular. Por ello, reivindica desde temprano a la multitud. Eso es perceptible incluso en la etapa del Hombre que está solo y espera. La nación es el proyecto de autodeterminación, y es también su sujeto histórico: el pueblo. El temor a la multitud, a las masas, es denunciado como inherente al pensamiento conservador, que encuentra en la participación popular la fuente de toda anarquía y desorden social. Para Scalabrini Ortiz, la participación popular es la clave de la estabilidad política y de viabilidad del proyecto nacional. Hay una mirada de reconocimiento de la pluralidad, de la diversidad étnica y cultural del pueblo en Scalabrini Ortiz. Su emblemática descripción del 17 de octubre de 1945 es la prueba palmaria de ello. El pueblo es fuerte en su diversidad y es el agente de las transformaciones emancipatorias. Por ello, Scalabrini Ortiz no reconoce la viabilidad de un nacionalismo que no sea democrático y popular. No es difícil advertir que la oligarquía y su dominación representa la antítesis del libre despliegue del movimiento nacional y popular. Pueblo y oligarquía (como en el libro del mismo título de Rodolfo Puiggrós) son los términos políticos de la contradicción.
En ese terreno, Scalabrini Ortiz no se engaña: hay que liquidar el Estado oligárquico. Advirtiendo la secreta relación entre desnacionalización y déficit democrático, Scalabrini Ortiz plantea la simultanea nacionalización de la sociedad civil y la democratización de la sociedad política. Para ello, hay varias tareas. Una es la reforma cultural; Scalabrini la concibe anclada al principio inexcusable de “volver a la realidad”. Es decir, el conocimiento pormenorizado de la realidad material, de las posibilidades y condicionamientos objetivos que traza la economía. Es una crítica al espiritualismo abstracto y a cualquier identificación de la nación con tal o cual rasgo idiosincrático. La nación está en las materialidades de su economía, en el movimiento que apunta a la autodeterminación o encadena a la dependencia. El primer paso de la reforma cultural, es volcar la inteligencia argentina al estudio de esa realidad. Otra tarea es la reforma constitucional y de las leyes. Por eso, Scalabrini será entusiasta panegirista en la reforma constitucional de 1949. Para Scalabrini Ortiz, la Constitución tiene que estar al servicio del desarrollo nacional y de la distribución de la riqueza. Reprocha al texto constitucional de 1853 y al pensamiento de Alberdi, su limitada promoción del crecimiento económico. Sin discriminar si ese crecimiento económico favorece la autodeterminación nacional o solo garantiza los negocios de los más poderosos y del capital extranjero, no es posible establecer un horizonte constitucional adecuado. De allí la irrealidad de las leyes, irrealidad para las necesidades de desarrollo nacional, aunque, claro, máxima operatividad para los negocios extranjeros. Scalabrini era consciente de la necesidad de establecer escrupulosa y detalladamente aquellos principios, garantías y ejes jurídicos que permitieran sustentar la liberación nacional. Pues de lo contrario, el mero “vacío legal” era aprovechado por la oligarquía y el capital extranjero. Por eso aquello de legislar explícitamente a favor de los más débiles, pues sino se legisla implícitamente a favor de los más fuertes.
Allí debía estar el concurso de la inteligencia nacional, que Scalabrini Ortiz juzgaba imprescindible para alcanzar la liberación nacional. Ese programa es al que se sujetó disciplinadamente, conducta que permitió a Juan José Hernández Arregui vislumbrar en la figura de Raúl Scalabrini Ortiz el arquetipo del intelectual nacional.

Germán Ibañez

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