La actual avanzada imperialista sobre la
República Bolivariana de Venezuela tiene como excusa la “democracia”. No es una
novedad, pues la manipulación de la idea democrática es una habitual bandera
del intervencionismo estadounidense, en varias regiones del globo. Lo cierto es
que los regímenes políticos de los países que tienen la desgracia de caer bajo
la mirada de los gobiernos de Estados Unidos son diversos. En el caso de la
Venezuela de Maduro, no hay ningún índice objetivo que permita dudar de la
calidad democrática del régimen imperante. Pero lógicamente, esto no es algo
que pueda disuadir la intentona golpista, porque de manera subyacente se
verifican las cuestiones que realmente interesan al imperio, y que se
manifiestan recurrentemente en el largo historial de agresiones contra los
pueblos.
Una de esas cuestiones, que Estados Unidos no
siempre tiene la habilidad (o el deseo) de ocultar es la existencia en el
territorio agredido de recursos económicos estratégicos. Es el caso del
petróleo. Pero otro asunto fundamental es la independencia y autodeterminación del
país en cuestión. El no alineamiento automático con los dictados del Norte, y
la búsqueda de una estrategia autonómica de inserción y despliegue
internacional; esa fue suprema herejía de la Revolución Bolivariana en los
tiempos de Chávez. La lucha por la autodeterminación es el terreno primordial
de la puja por construir un orden mundial más igualitario, y es también el
escenario concreto de la democracia
posible. De allí los ingentes esfuerzos para tergiversar esta problemática,
para “secuestrar” la cuestión democrática y disociarla de la autodeterminación
nacional. Cuando el paradigma imperialista de la democracia se impone, no
importa cual partido gobierna un país ni la calidad institucional, pues las
decisiones estratégicas, aquellas que deberían ser emanación de la soberanía popular,
se toman realmente en el Norte, en ámbitos opacos y blindados a la voluntad de
los pueblos.
Para reflexionar sobre esto, resulta de suma
importancia el rescate del pensamiento de Manuel Ugarte, intelectual argentino
que en las primeras décadas del siglo XX estableció con suma precisión la
relación entre autodeterminación y democracia. Ugarte fue expresión de una
tradición socialista y nacionalista latinoamericana, muy débil aún en los
primeros tramos del siglo XX, que comienza a desmarcarse de una simple
imitación del ideario socialista europeo en pos de una reflexión propia,
asentada en el conocimiento de la historia y la realidad del continente. Ese
camino original, como el que emprenderá también el peruano José Carlos
Mariátegui, llevará a Ugarte a preocuparse por la raíz nacional de una política
emancipadora. No bastaba con estar a tono con las ideas progresistas de su
tiempo, sino que era necesario superar cualquier cosmopolitismo para integrar
las enseñanzas que pudieran derivarse de la experiencia internacional con las
necesidades concretas de los países latinoamericanos.
Ugarte representa una generación intelectual
que transita una escenario internacional y de importante intercambio cultural,
como fue la generación del 900, a la
que supo rendir homenaje. Pero esa experiencia internacional aporta insumos
para fortalecer una búsqueda que es profundamente nacional. Por esa vía se va
destilando la aleación entre modernismo, socialismo, nacionalismo
latinoamericano; y no resulta curioso que, siguiendo ese camino, Ugarte llegara
a la reivindicación de Bolívar.
Especialmente relevante para lo que nos
interesa es la concepción de patriotismo latinoamericanista que va construyendo
Ugarte, su afirmación de la cuestión
nacional. Esto lo llevará a chocar con sus camaradas del socialismo
argentino, posicionados en un paradigma cosmopolita, y finalmente a abandonar
el Partido Socialista. Se va afirmando en Ugarte una concepción nacionalista,
sustentada en la centralidad de la autodeterminación nacional para cualquier
política posible e imaginable en esas coordenadas históricas. El nacionalismo
de Ugarte explícitamente abjuraba del nacionalismo expansionista de los países
imperialistas. Y mantenía una vocación de reivindicación social al anudar la
defensa de los países oprimidos con la defensa de los “débiles” y explotados al
interior de la comunidad nacional. Del mismo modo, el campo de extensión de la
construcción nacional se extendía al conjunto de Latinoamérica, trascendiendo
las fronteras de los países.
Ugarte se posiciona como un intelectual
moderno, y le presta toda su atención a las campañas ideológicas y a la disputa
por la opinión pública del continente. En ese plan, desarrolla una gira
latinoamericanista en 1910, y expone sus ideas en una serie de libros como El porvenir de la América Española, Mi campaña hispanoamericana, o El destino de un continente. Su
pensamiento va desarrollando lo que, siguiendo a Jauretche, podríamos llamar
una posición nacional. En ella se
conjugan el ideal de un socialismo que debe ser nacional o no es tal, la
reivindicación de un revisionismo histórico, la promoción del nacionalismo
económico y la industrialización, la afirmación principista de la democracia y
la soberanía popular.
El ideal latinoamericanista se afirmaba en una
historia compartida, que Ugarte se ocupaba de resaltar, y en el protagonismo a
lo largo del tiempo, de las masas populares. Así, Ugarte destacará el rol de
los caudillos populares en el siglo XIX, y de manera perspicaz postulará un
vínculo profundo entre el carácter emancipador de las luchas populares
latinoamericanas y las causas progresistas en otras regiones del mundo. Así
dirá de las montoneras: “Esos gauchos bravos habían nacido en momentos en que
Europa ardía en la llama de la Revolución y a medio siglo de distancia, con las
modificaciones fundamentales que imponía la atmósfera, sintetizaban de una
manera confusa en el Mundo Nuevo el esfuerzo de los de abajo contra los de
arriba. No eran instrumento de la barbarie. Eran producto de una democracia
tumultuosa en pugna con los grupos directores”.
Este es un primer elemento fundamental: la democracia se vincula con “los
de abajo”, la participación popular aún tumultuaria, el ideal de igualdad.
El otro elemento fundamental es la
autodeterminación económica. Ugarte era firme partidario de la
industrialización. En 1916 dirá: “La Argentina será industrial o no cumplirá
sus destinos”. Pero el campo de la afirmación económica no se circunscribirá al
interior de los países, sino que se concretará en la unidad del continente.
Ugarte partía de la convicción de que la escala realmente viable del desarrollo
económico era el conjunto del continente y no podía confinarse al interior del
mercado de cada país. Y tenía plena conciencia de que una proyección de tal
calibre, encontraría una enconada oposición en los intereses imperialistas de
los Estados Unidos. De allí que no pudiera disociarse autodeterminación de
antiimperialismo, ni tampoco democracia de movilización popular.
Ese es el paradigma latinoamericanista de la
democracia, nacionalismo que no se encierra en sí mismo, sino que es solidario
con todas las causas liberadoras del mundo. Resulta evidente que un ideal así
rebasa el institucionalismo y cualquier concepción puramente procedimental de
la democracia, y se desborda en una dimensión utópica. Ugarte no pensaba otra
cosa: “La democracia es una fuerza activa, viviente, creadora, reformadora,
revolucionaria, que hasta hoy estuvo helada en los textos y dormida en los
comités. Esa fuerza hay que llevarla a las calles, a las leyes, a la realidad
futura de la colectividad. Porque la función de la democracia no es ornamentar
debates, ni reclutar tropas para salvar a la oligarquía, sino combatir el
privilegio, forjando modalidades nuevas, para hacer, con hombres nuevos, una
vida nueva”. Que así sea.
Germán Ibañez
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