sábado, 23 de febrero de 2019

La guerra civil latinoamericana


Hablar de una situación de guerra, sin un conflicto bélico declarado entre Estados o un enfrentamiento armado prolongado que involucre a la mayor parte de la sociedad en un territorio determinado, puede parecer un exceso. Sin embargo, el más somero relevamiento a escala mundial da cuenta de conflictos armados catastróficos en distintos países, que tienen un común denominador: la intervención directa o indirecta de Estados Unidos y sus socios europeos. En todos los casos, la soberanía de los territorios involucrados queda gravemente comprometida, la infraestructura económica de esos países es arrasada, y el número de víctimas fatales, heridos y personas desplazadas o refugiadas alcanza cotas incompatibles con el ideal civilizatorio pregonado por los monopolios de la comunicación audiovisual que pretenden orientar a la opinión pública global. Las fronteras formales entre países son a menudo irrelevantes, pues regiones enteras son “contagiadas” por conflictos que desbordan los espacios nacionales. Desde otro ángulo, puede advertirse que el negocio de los señores de la guerra prospera sin problemas, y que el discurso belicista es una herramienta afortunada siempre a mano para la dirigencia política de los países metropolitanos. La disputa por recursos estratégicos y territorios apenas puede ser disimulada la mayor parte de las veces. Si esto es así, entonces no resulta inapropiado caracterizar el escenario general como una guerra neocolonial contra los pueblos.
Aunque la intervención imperial adquiere la máxima importancia, no es menor la generación o agravamiento de conflictos “internos” a las sociedades involucradas, así como el desarrollo de tensiones regionales que pueden involucrar a dos o más países. No es una situación nueva, y puede verificarse en toda la larga y negra historia de los colonialismos. Disputas étnicas, religiosas, o el fracaso de las clases dirigentes para asegurar una mínima distribución del excedente o la estabilidad de los Estados, son diferentes variantes de las contradicciones que pueden ser aprovechadas por las potencias imperialistas. Esas contradicciones a veces tienen un arraigo prolongado y eventualmente antagónico en las sociedades locales, o son suscitados por el mismo intervencionismo colonial, aunque es difícil que algo pueda ser creado totalmente de la nada. ¿Puede trasladarse una situación así a América Latina?
Hace algunos años, los procesos de integración y unión regional, con la gestación de instituciones como la UNASUR y la CELAC, parecían aventar los peores temores. Y consideramos que efectivamente ese es uno de los caminos para consolidar un horizonte latinoamericano de estabilidad, crecimiento, distribución de la riqueza y democracia. Sin embargo, eso no significa que cesen mágicamente las seculares contradicciones que agitan a la región (primordialmente de clase), ni que Estados Unidos y sus aliados renuncien al objetivo de recolonizar integralmente el continente. El triunfo oligárquico en Brasil y Argentina, las principales economías sudamericanas, comprometió gravemente el proyecto autonomista y permitió una redoblada presión imperialista sobre los gobiernos populares que siguen en pie, especialmente el venezolano. Ahora bien, ni el proyecto neoliberal de las derechas locales ni el crecimiento del influjo estadounidense en la región pueden asegurar hoy una etapa sostenida y estable de dominación oligárquica. El estancamiento económico y la pauperización general de la población alimentan las tensiones sociales y el conflicto interno. Estados Unidos, embarcado en el neoproteccionismo y en árida disputa con Rusia y China, no puede garantizar para esta región una “edad de oro” oligárquica. Al contrario, el estímulo al agudizamiento de las contradicciones internas de las sociedades latinoamericanas y a la generalización de conflictos violentos que puedan justificar su intervención directa, es hoy su política principal. Y, en realidad, la única que pueden desplegar. Es un coctel explosivo: unas oligarquías rapaces que no pueden asegurar el crecimiento económico ni una mínima distribución de la riqueza, y una potencia imperial que debe apostar al conflicto violento y permanente para prevalecer.
En este marco, persiguiendo una gobernabilidad que se les esfuma, las derechas sudamericanas adoptan aceleradamente una configuración cultural guerrerista, arte no del todo nuevo en la región y en el cual los señores de la guerra colombianos son supremos maestros. Estamos frente a una acción criminal, que augura lo peor. El cerco golpista al gobierno de la República Bolivariana de Venezuela es una acción de guerra. La miríada de acontecimientos que se desplegaron en las últimas semanas no son desconocidos para los especialistas en la guerra de baja intensidad, pero asombran por su virulencia. El involucramiento directo en el golpismo del actual presidente de Colombia, demuestra que la deriva del conflicto es regional y no se detiene en tal o cual frontera interestatal. La magnitud de asesinatos de dirigentes sociales en Colombia y el freno criminal al proceso de Paz con las organizaciones insurgentes es otra cara de la misma moneda. Señala algo que ya debería ser evidente: que, una vez más, los muertos los pondremos nosotros. Estados Unidos apuesta decididamente a la guerra civil latinoamericana. Las oligarquías locales se orientan insensiblemente en la misma dirección. Por ese camino no habrá utopía neoliberal ni paraíso de la economía de mercado; solo sangre y dolor. Los movimientos nacionales y los líderes populares como Evo, Lula, Dilma, Maduro, López Obrador, Correa y Cristina son los baluartes de la paz. Cuidémoslos.

Germán Ibañez

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