Hablar
de una situación de guerra, sin un conflicto bélico declarado entre Estados o
un enfrentamiento armado prolongado que involucre a la mayor parte de la
sociedad en un territorio determinado, puede parecer un exceso. Sin embargo, el
más somero relevamiento a escala mundial da cuenta de conflictos armados
catastróficos en distintos países, que tienen un común denominador: la
intervención directa o indirecta de Estados Unidos y sus socios europeos. En
todos los casos, la soberanía de los territorios involucrados queda gravemente
comprometida, la infraestructura económica de esos países es arrasada, y el
número de víctimas fatales, heridos y personas desplazadas o refugiadas alcanza
cotas incompatibles con el ideal civilizatorio pregonado por los monopolios de
la comunicación audiovisual que pretenden orientar a la opinión pública global.
Las fronteras formales entre países son a menudo irrelevantes, pues regiones
enteras son “contagiadas” por conflictos que desbordan los espacios nacionales.
Desde otro ángulo, puede advertirse que el negocio de los señores de la guerra
prospera sin problemas, y que el discurso belicista es una herramienta
afortunada siempre a mano para la dirigencia política de los países metropolitanos.
La disputa por recursos estratégicos y territorios apenas puede ser disimulada
la mayor parte de las veces. Si esto es así, entonces no resulta inapropiado
caracterizar el escenario general como una guerra neocolonial contra los
pueblos.
Aunque
la intervención imperial adquiere la máxima importancia, no es menor la
generación o agravamiento de conflictos “internos” a las sociedades
involucradas, así como el desarrollo de tensiones regionales que pueden
involucrar a dos o más países. No es una situación nueva, y puede verificarse
en toda la larga y negra historia de los colonialismos. Disputas étnicas,
religiosas, o el fracaso de las clases dirigentes para asegurar una mínima
distribución del excedente o la estabilidad de los Estados, son diferentes variantes
de las contradicciones que pueden ser aprovechadas por las potencias
imperialistas. Esas contradicciones a veces tienen un arraigo prolongado y
eventualmente antagónico en las sociedades locales, o son suscitados por el
mismo intervencionismo colonial, aunque es difícil que algo pueda ser creado
totalmente de la nada. ¿Puede trasladarse una situación así a América Latina?
Hace
algunos años, los procesos de integración y unión regional, con la gestación de
instituciones como la UNASUR y la CELAC, parecían aventar los peores temores. Y
consideramos que efectivamente ese es uno de los caminos para consolidar un
horizonte latinoamericano de estabilidad, crecimiento, distribución de la
riqueza y democracia. Sin embargo, eso no significa que cesen mágicamente las
seculares contradicciones que agitan a la región (primordialmente de clase), ni
que Estados Unidos y sus aliados renuncien al objetivo de recolonizar
integralmente el continente. El triunfo oligárquico en Brasil y Argentina, las
principales economías sudamericanas, comprometió gravemente el proyecto
autonomista y permitió una redoblada presión imperialista sobre los gobiernos
populares que siguen en pie, especialmente el venezolano. Ahora bien, ni el
proyecto neoliberal de las derechas locales ni el crecimiento del influjo
estadounidense en la región pueden asegurar hoy una etapa sostenida y estable
de dominación oligárquica. El estancamiento económico y la pauperización
general de la población alimentan las tensiones sociales y el conflicto interno.
Estados Unidos, embarcado en el neoproteccionismo y en árida disputa con Rusia
y China, no puede garantizar para esta región una “edad de oro” oligárquica. Al
contrario, el estímulo al agudizamiento de las contradicciones internas de las
sociedades latinoamericanas y a la generalización de conflictos violentos que
puedan justificar su intervención directa, es hoy su política principal. Y, en
realidad, la única que pueden desplegar. Es un coctel explosivo: unas
oligarquías rapaces que no pueden asegurar el crecimiento económico ni una
mínima distribución de la riqueza, y una potencia imperial que debe apostar al
conflicto violento y permanente para prevalecer.
En
este marco, persiguiendo una gobernabilidad que se les esfuma, las derechas
sudamericanas adoptan aceleradamente una configuración cultural guerrerista,
arte no del todo nuevo en la región y en el cual los señores de la guerra
colombianos son supremos maestros. Estamos frente a una acción criminal, que
augura lo peor. El cerco golpista al gobierno de la República Bolivariana de
Venezuela es una acción de guerra. La miríada de acontecimientos que se
desplegaron en las últimas semanas no son desconocidos para los especialistas
en la guerra de baja intensidad, pero asombran por su virulencia. El involucramiento
directo en el golpismo del actual presidente de Colombia, demuestra que la
deriva del conflicto es regional y no se detiene en tal o cual frontera
interestatal. La magnitud de asesinatos de dirigentes sociales en Colombia y el
freno criminal al proceso de Paz con las organizaciones insurgentes es otra
cara de la misma moneda. Señala algo que ya debería ser evidente: que, una vez
más, los muertos los pondremos nosotros. Estados Unidos apuesta decididamente a
la guerra civil latinoamericana. Las oligarquías locales se orientan
insensiblemente en la misma dirección. Por ese camino no habrá utopía
neoliberal ni paraíso de la economía de mercado; solo sangre y dolor. Los
movimientos nacionales y los líderes populares como Evo, Lula, Dilma, Maduro,
López Obrador, Correa y Cristina son los baluartes de la paz. Cuidémoslos.
Germán Ibañez
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