Hoy, como
ayer, los líderes y estadistas populares de América Latina son objeto del
ataque persistente de las derechas y oligarquías. Más allá de lo obvio, que es
atacar al referente del adversario, importa detenerse un poco en algunos rasgos
de esas persistentes campañas de descrédito.
Una clave
recurrente se verifica en una cierta lectura culturalista, que quiere vincular lo
latinoamericano y su política con
ciertos rasgos idiosincráticos que se atribuyen a las poblaciones locales. Es
también una lectura clasista, porque serían específicamente los sectores
populares aquellos portadores de una visión irracionalista y emocional de la
política. Desde esa postura ideológica, las clases populares de estas regiones
serían afectas a los personalismos, y depositarían su confianza en líderes
carismáticos. Queda sin explicar la emergencia de los grandes liderazgos del
siglo XX en Asia y África, a menos que la explicación idiosincrática se
universalice, y entonces no sería una tara específicamente latinoamericana. ¿Y
cómo enfocar desde ese ángulo a los eminentes líderes del mundo imperialista,
de Woodrow Wilson a Churchill? Evidentemente hay liderazgos de “primera” y de “segunda”,
coincidentes con la clasificación que hacen las burguesías imperialistas de
aquellos países de “primera” y de “segunda”. Los británicos que se galvanizaron
con Churchill serían más racionales que los argentinos que encumbraron a Perón.
La explicación idiosincrática tiene su raíz en lo que Jauretche llamaba la
zoncera madre: civilización o barbarie.
En la medida en que el parte aguas es el
colonialismo, “caen en la volteada” todos aquellos líderes que, en mayor o
menor medida, representaron tendencias hacia la autodeterminación nacional o la
autonomía de los pueblos sometidos y los países dependientes. Con el tiempo, se
despliega una operación hegemónica paralela que es la “relectura” de algunos
liderazgos del pasado. Relectura que expurga cuidadosamente cualquier rasgo
anticolonialista, y ofrece edulcoradas biografías. Es lo que ha sucedido con
destacados líderes anticolonialistas como Gandhi, convirtiendo así en una
suerte de “gurú” espiritual a uno de los constructores de la independencia de
la India. Lo mismo, aprovechan los límites con que a veces se topan los
movimientos anticoloniales, cuando no logran acabar con los contrafuertes
estratégicos de la dominación. Es lo que sucedió en Sudáfrica, que no logró
salir de la órbita de las políticas neoliberales con el fin del Apartheid, y
por eso un destacado líder anticolonial como Nelson Mandela es “reivindicado”
por ciertas lecturas de derecha. Pero lo que se glorifica en esa lectura no es
la talla inmensa y no deslucida de Mandela, sino la frustración de una fuerza
política luchadora durante décadas, que desde el gobierno debió establecer
gravosos compromisos y no logró desmontar la fortaleza económica de los
descendientes de los colonizadores europeos.
Otra clave que
aparece en reiteradas oportunidades es de carácter “intelectualista”. Pero
arranca de un profundo prejuicio, que alimenta equívoco tras equívoco a lo
largo de las décadas. Se confunde, interesadamente por cierto, las tradiciones
letradas elitistas con la cultura en general. Los sectores populares serían
ignorantes y por lo tanto, eligen “burros” o se dejan engañar. Lo cierto es
que, un cuidadoso relevamiento de las biografías de muchos de los grandes líderes
populares latinoamericanos nos mostraría una formación letrada y aún erudita. Y
eso incluso si nos ciñéramos a una estrecha concepción de lo intelectual, como
sinónimo de la formación letrada, especialmente humanista, de tal o cual
persona. Pero desde Gramsci en adelante, sabemos que el fenómeno intelectual es
mucho más que eso.
Puede tomarse
el caso de Juan Perón, por ejemplo. Escribió mucho, sus piezas oratorias
combinan resonancias del habla popular con referencias más librescas. La
experiencia dramática del exilio supuso empero un contacto mucho más directo
con los grandes problemas internacionales de su época. De ello dan cuenta sus
libros, sus artículos circunstanciales para enorme cantidad de publicaciones,
su correspondencia. La excelente biografía escrita por Norberto Galasso, nos revela
un Perón atento a la lectura cotidiana de diarios y revistas políticas, con una
rutina de escritura casi permanente, informado de los procesos revolucionarios
del mundo dependiente, como la China de Mao por ejemplo. Eso solo nos mostraría
un “intelectual” en el sentido más lineal del término. Pero más importante aún
fue su rol intelectual en tanto dirigente político de masas. Construyó “ideas-fuerza”,
que alimentaron el ideario de su movimiento y sirvieron para construir una
mirada sobre el mundo y guiar la praxis de miles de militantes y simpatizantes
a lo largo del tiempo. Es un ideario que guarda correspondencia con las líneas
maestras del nacionalismo popular latinoamericano del siglo XX, aunque las
referencias y las fuentes del pensamiento de Perón son muy variadas, como
muestra el trabajo de Carlos Piñeyra Iñiguez. Aún así, los detractores de la
figura de Perón, e incluso algunos adherentes, construyeron la figura de un político
eminentemente pragmático, desinteresado de las cuestiones ideológicas.
Otra operación
omnipresente de las derechas políticas, mediáticas e intelectuales, es la
construcción de una imagen de “venalidad” de los dirigentes populares. Las
elites oligárquicas, afincadas en el crudo mundo de los negocios que quieren
monopolizado solo por ellos y sus socios internacionales, encuentran grato el
acusar a otros de aquello que practican cotidianamente. El núcleo duro de esa
construcción es la “moralina” (Jorge Enea Spilimbergo), que agita como gran
fantasma la corrupción. Una mirada descontextualizada sobre la corrupción que,
al tiempo que alimenta patrañas varias, indemostrables aunque generen procesos
judiciales. El foco se pone en la demonización del sujeto en cuestión, en base
a presunciones, falsas acusaciones, y su relacionamiento arbitrario con
episodios protagonizados por otros que, aunque puedan ser ciertos, no son
prueba de un plan sistemático o de una asociación para cometer un ilícito.
Mientras tanto, queda en un cono de sombra la conexión de la corrupción
estructural con los programas económicos que apuntan al saqueo de lo público y
a la concentración de la riqueza. Y se naturaliza la “opacidad” de lo privado,
terreno de la ley de la selva donde nada es censurable, mientras que lo público
queda sospechado y en el banquillo de los acusados. El ataque a los líderes y estadistas
populares se combina con el ataque a lo público, justamente por la estrecha
correlación que ha existido históricamente entre los movimientos populares al
acceder al gobierno y la promoción de formas de economía pública y social, para
alcanzar el objetivo de conciliar crecimiento económico con distribución
progresista de la riqueza. En tanto los proyectos oligárquicos impulsan el
privatismo y la monopolización de las llaves económicas de los países en manos
de las elites. No es casual la persecución judicial y la estigmatización de
referentes del kirchnerismo, al tiempo que se desguaza la capacidad del Estado
argentino de incidir en el desarrollo, y se transfiere activos y recursos a los
“privados” (cuando se dice privados, léase empresas monopólicas o testaferros
de encumbrados agentes gubernamentales).
Lo hasta aquí
reseñado, sin pretensiones de ser un abordaje exhaustivo, permite identificar
las grandes líneas de la calumnia histórica contra los líderes populares.
Desandar ese camino, requiere una crítica al colonialismo y al clasismo de las
oligarquías latinoamericanas, a su pretensión de monopolizar el acceso a los
recursos estratégicos a costa del bienestar de las mayorías. También a una
mirada reduccionista de los procesos intelectuales, que los reducen a la
tradición letrada conservadora, e inhiben el reconocimiento de los aportes de
las culturas populares a la construcción de la democracia y la autodeterminación;
aportes rescatados y sintetizados muchas veces por los líderes populares que
supimos conseguir.
Germán Ibañez
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