viernes, 9 de febrero de 2018

Un largo ciclo de lucha de clases


La persecución político- judicial a dirigentes políticos en Argentina, Brasil y Ecuador; la escalada represiva en nuestro país, el boicot oligárquico al proceso de Paz en Colombia a través del asesinato de dirigentes políticos y sociales, son algunos de los índices preocupantes que marcan el cuadro regional sudamericano. El cerco judicial que se ciñe sobre el ex presidente brasilero Lula (y que la derecha local quisiera replicar con Cristina Fernández aquí) demuestra que las oligarquías están prontas a vulnerar la legitimidad democrática y republicana de los regímenes políticos de los países más importantes de la región. Si se está dispuesto a cometer un atropello contra un estadista de prestigio internacional como Lula, y acabar decisivamente con la legitimidad democrática del Estado brasilero (ya herida gravemente por el golpe “institucional” contra Dilma), es prueba suficiente de la voluntad de las clases dominantes no solo de gobernar discrecionalmente sino de, eventualmente, enfrentar una marejada previsible de movilización popular.

Y es que nada de esto nace simplemente de ensayos a ciegas, o de simples apetitos de poder de tal o cual facción oligárquica (aunque esto último está de alguna manera presente). Es inevitable que la restauración conservadora, con la inclemente aplicación de políticas neoliberales, genere conflictividad social y un alza de la movilización popular. Las oligarquías tienen presente la experiencia de la década de 1990, y de los procesos políticos que condujeron a la emergencia de liderazgos de la talla de Hugo Chávez, Lula, Evo, o Néstor Kirchner. Por eso, no hay improvisación, sino la preparación sistemática por parte de las elites, para un largo ciclo de lucha de clases. La experiencia colombiana muestra un modelo posible: una elite oligárquica altamente facciosa, pero experta en la “gestión” a través de la violencia. Por una de esas tristes paradojas que a veces se verifican en Nuestra América, una probable frustración del Proceso de Paz no sería cargada enteramente a la cuenta de la oligarquía, sino que redundaría en una decepción general y una devaluación del ideal de paz. Es que los oligarcas colombianos son amos y señores de la guerra, los dueños de una configuración cultural guerrerista que atrapa la energía del país. Los insurgentes han demostrado voluntad de escapar a esa configuración guerrerista, pero eso puede frustrarse. La situación política peruana por su parte, nos muestra como un régimen republicano puede ir a los tumbos durante un largo tiempo, con presidentes que pulverizan su legitimidad y que se retiran “quemados” luego de servir a la oligarquía, pero sin que una fuerza popular pueda trastocar ese tablero. Es un espejo posible: regímenes republicanos devaluados pero con capacidad de persistir, o el manejo de la crisis hegemónica a través de la violencia.

El común denominador de todo esto: la influencia estadounidense. Esa influencia es clarísima y estructural en el área andina; solo Bolivia pudo revertirla en parte. En el litoral atlántico de Sudamérica, en Argentina y Brasil, asistimos ahora a la sombría revancha contra aquello del “No al ALCA”. La gestión de la crisis por parte de los imperialismos se hace hoy a través de la generación exponencial de conflictos internos en las áreas que se quiere someter. Resultando imposible establecer una “pax” duradera, la gestión se hace a través del conflicto y la violencia, generando escenarios de desestabilización, inventando “enemigos internos”, y eternizando el antagonismo. Por eso, las derechas locales, sus socios, procurarán arrinconar a los movimientos populares en un escenario de represión y violencia. Y para eso preparan sus herramientas represivas y el “clima” de la opinión pública.

Los líderes de la etapa anterior, figuras como Lula, Cristina o Correa, conservan el prestigio suficiente para rearticular proyectos políticos que permitan escapar a esa encerrona. Son los líderes “que supimos conseguir”, y su erosión es una maniobra interesada, que pone la lupa sobre los errores (inevitables en todo proceso político, de cualquier signo), para minar su potencial. De la inteligencia de esos líderes, y de la calidad de la movilización popular, depende todo.

 

                                                                                    Germán Ibañez  

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