La
expresión “populismo” es, desde hace tiempo, un ariete para la descalificación
de los proyectos políticos nacionales y populares de América Latina. Se trata
de un uso ampliamente extendido en los más superficiales debates televisivos y
en la prensa monopólica. Guarda muy escasa relación con la “larga discusión”
académica sobre los populismos; discusión en la se verificaban diferentes
miradas, desde aquellas visiones estructurales que hacían centro en los
procesos de industrialización en distintos países de Latinoamérica en el siglo
XX, hasta los aportes de la teoría política. Aunque en esas tradiciones
académicas no era infrecuente una visión crítica sobre los populismos, e
incluso ciertas resonancias despectivas, no se las puede comparar con la
banalización derechista hoy imperante en los monopolios de la comunicación
audiovisual. En su momento, Nicolás Casullo (Populismo, el regreso del fantasma) registraba en la tradición
crítica de estudios sobre el populismo un espíritu progresista y aún de
izquierda: una crítica dogmática muchas veces e “iluminista”, pero en búsqueda,
de algún modo, de las clases subalternas. Con la crisis y desmoronamiento de
las izquierdas, también fenece en gran medida esa tradición crítica del
populismo, añade Casullo. Por cierto, en la perspectiva del autor que
mencionamos, los populismos “hacen la historia de una conciencia popular
latinoamericana ya innegociable”, y son desde el ángulo de los sectores
populares una experiencia efectivamente democratizadora. Asimismo, la obra de
Ernesto Laclau, ampliamente conocida, así como sus intervenciones en el debate
político en los años previos a su fallecimiento, exploran la relación entre
populismo, sujeto popular y democracia, y se desmarca clarísimamente de las
visiones conservadoras y banales, instaladas como estrategia discursiva por las
derechas contemporáneas.
Ahora
bien, aunque desde la “academia” se ha considerado al peronismo como una
encarnación paradigmática del fenómeno populista, lo cierto es que más allá de
un uso incidental del término aquí o allá, dicho movimiento político no se ha caracterizado
a sí mismo como “populista”. Siempre ha optado por presentarse como un
movimiento nacional, o nacional y popular; también como partido político, en el
sentido más convencional y extendido de la expresión. De hecho, las querellas
han sido largas en el peronismo en relación a su amplio cauce “movimientista” y
la relación con el Partido Justicialista, que cobra primacía en ciertas
circunstancias y la pierde en otras. La extendida base territorial y sindical
del peronismo, la infinidad de agrupaciones vinculadas a tal o cual referente,
la laxitud con que a veces se anuncia o postula la adscripción a la “identidad”
peronista, han permitido una relación instrumental con su configuración
partidaria oficial. Sin embargo, no debería perderse de vista que desde 1983 en
adelante, con la relativa estabilidad del régimen electoral y representativo,
el peronismo “político” ha asentado una preeminencia sobre las otras
configuraciones del “movimiento”. Sus cuadros políticos (partidarios) han
estado presentes y liderado todas las coaliciones electorales y de gobierno
hasta la fecha; manifestándose eso sí, el episódico reclamo de otras fracciones
del movimiento (especialmente la sindical) en pos de una mayor participación. Este
amplio juego entre un partido flexible, pero del cual provienen gran parte de
los cuadros dirigentes en las contiendas electorales y en la gestión
gubernamental a todo nivel (local, provincial y nacional), y una amplia base
territorial y sindical, es lo que ha sostenido esa configuración “movimientista”
del peronismo. Las agrupaciones o cambiantes coaliciones de dirigentes, son las
que encarnan la articulación entre los diferentes planos del peronismo. Cuando
hablamos de articulación, no excluimos la presencia de contradicciones,
conflictos y tensiones. Una de las tensiones más recurrentes es la que se
manifiesta episódicamente, con la voluntad de la “rama sindical” (vale decir,
sectores de ella o dirigentes provenientes de corrientes sindicales) de
alcanzar mayor presencia en las coaliciones electorales y de gobierno. En
tiempos históricamente recientes, el kirchnerismo amplió ese juego al
incorporar referentes del movimiento social (territorial, de Derechos Humanos,
etc.). No se trata de una contradicción antagónica per se, sino que en el
cambiante juego de la política puede permanecer larvada, o decantar ya sea en
conflictividad debilitante, o en “tensión creativa” (según la estupenda
expresión de Álvaro García Linera) que apuntale la movilización y vitalidad del
movimiento.
De
todas formas, la caracterización del peronismo como movimiento nacional va más allá de lo arriba mencionado en cuanto a
su configuración “movimientista” y el cambiante juego de sus distintas
fracciones. Tiene que ver con la mirada aportada históricamente por el llamado pensamiento nacional. En la Argentina,
el pensamiento nacional, como variante de una tradición latinoamericanista y
emancipatoria ampliamente extendida en el continente, ha estado estrechamente
asociado al peronismo, pero ciertamente lo precede (recordemos FORJA y el
pasado yrigoyenista de Arturo Jauretche, por ejemplo) y se manifiesta también
en la izquierda, de la cual provinieron figuras paradigmáticas como Rodolfo
Puiggrós o Jorge Abelardo Ramos. El propio Juan Perón que, entre otras cosas,
también fue un intelectual, mantuvo una fuerte afinidad con el pensamiento
nacional, como testimonia su relación con Raúl Scalabrini Ortiz, Juan José
Hernández Arregui, y otros.
Desde
el mirador que aporta la tradición del pensamiento nacional, la cuestión del movimiento
nacional está vinculada a una serie de problemas: la autodeterminación
nacional, y la movilización de distintas clases y sectores sociales, en
particular los explotados y trabajadores. La problemática de la
autodeterminación y la soberanía es medular en la tradición del pensamiento
nacional, así como en la interpretación que contribuyó a sentar sobre la
relevancia del peronismo en la historia y la política del país. De ese modo, la
cuestión nacional (por usar una expresión
paradigmática también del marxismo) es entendida como lucha por la
autodeterminación, como política tendencialmente antiimperialista. Desde esa
clave se leyó la emergencia del peronismo en la década de 1940, y su
caracterización como movimiento nacional. Y desde ese mismo mirador, se criticó
y descalificó a los avatares del peronismo que se alejaron de la cuestión de la
autodeterminación nacional (muy especialmente el menemismo, pero en general
todas las variantes liberales que aparecieron a lo largo de las décadas). De
hecho, en la década de 1990, en la prolongada experiencia del menemismo, se
planteó la posibilidad de la definitiva declinación del peronismo en tanto
movimiento nacional, con un ojo puesto en la deriva conservadora de la UCR
desde 1930, la llamada “alvearización”. Por lo cual, la caracterización del
peronismo como movimiento nacional no se ha referido peculiarmente a su juego “movimientista”,
sino a su vínculo o no con la lucha por la autodeterminación. El otro problema
es el de la movilización popular. En la tradición del pensamiento nacional, la
lucha por la soberanía política y económica de la nación, se presenta asociada
al ideal de justicia social. Dicho de otro modo, los proyectos políticos que
apuntaron a la autodeterminación del país, lo hicieron movilizando a un
variable conglomerado de clases y grupos sociales, incorporando consignas de
orden reivindicativo. Volviendo un poco a los vasos comunicantes con el
marxismo: la cuestión social ha sido el motor de la cuestión nacional. En
perspectiva estratégica, eso fue presentado en el siglo XX por los referentes
del pensamiento nacional como el “frente nacional”, el “frente antiimperialista”,
o el “movimiento de liberación nacional”; expresiones en alguna medida
intercambiables entre sí, pero que también denotan en su formulación una mayor
o menor afinidad con cuestiones planteadas por el marxismo. El aspecto más “espinoso”
de todo esto, ha sido, no la presencia y encuadre de las masas laboriosas, sino
de los grupos sociales caracterizados sumariamente como burguesía nacional. Sobre este problema se concitó una de las más
persistentes preocupaciones del pensamiento nacional (a despecho de una mirada
un tanto más idílica de la “comunidad organizada), y se produjeron páginas
notables, como por ejemplo El medio pelo
de Arturo Jauretche. Es un plano donde
existieron vasos comunicantes con otras miradas políticas (aunque disímiles
respuestas) como fue el caso del desarrollismo de la segunda mitad de la década
de 1950. También con enfoques estructurales, o de la sociología académica (en
broma Jauretche se definía como “parasociólogo”). Y por cierto con el marxismo
del siglo XX, como es el caso de los planteos acerca de las contradicciones en el seno del pueblo. Es decir, que el
pensamiento nacional relevó el carácter policlasista del peronismo como
movimiento nacional; y advirtió allí una fuente de sus potencialidades para
desplegarse como política de autodeterminación, tanto como una fractura interna
amenazante. Dicha paradoja es lo que se llama una contradicción interna. Es la política y la historia concreta, lo
que hacen los hombres y las mujeres en las circunstancias estructurales que les
toca vivir, lo que condiciona la deriva hacia el antagonismo o estimula las “tensiones
creativas” que impulsan hacia adelante. Allí se encuentra el secreto de la
persistente aleación nacional y popular.
Germán Ibañez
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