domingo, 18 de febrero de 2018

Nacional y Popular


La expresión “populismo” es, desde hace tiempo, un ariete para la descalificación de los proyectos políticos nacionales y populares de América Latina. Se trata de un uso ampliamente extendido en los más superficiales debates televisivos y en la prensa monopólica. Guarda muy escasa relación con la “larga discusión” académica sobre los populismos; discusión en la se verificaban diferentes miradas, desde aquellas visiones estructurales que hacían centro en los procesos de industrialización en distintos países de Latinoamérica en el siglo XX, hasta los aportes de la teoría política. Aunque en esas tradiciones académicas no era infrecuente una visión crítica sobre los populismos, e incluso ciertas resonancias despectivas, no se las puede comparar con la banalización derechista hoy imperante en los monopolios de la comunicación audiovisual. En su momento, Nicolás Casullo (Populismo, el regreso del fantasma) registraba en la tradición crítica de estudios sobre el populismo un espíritu progresista y aún de izquierda: una crítica dogmática muchas veces e “iluminista”, pero en búsqueda, de algún modo, de las clases subalternas. Con la crisis y desmoronamiento de las izquierdas, también fenece en gran medida esa tradición crítica del populismo, añade Casullo. Por cierto, en la perspectiva del autor que mencionamos, los populismos “hacen la historia de una conciencia popular latinoamericana ya innegociable”, y son desde el ángulo de los sectores populares una experiencia efectivamente democratizadora. Asimismo, la obra de Ernesto Laclau, ampliamente conocida, así como sus intervenciones en el debate político en los años previos a su fallecimiento, exploran la relación entre populismo, sujeto popular y democracia, y se desmarca clarísimamente de las visiones conservadoras y banales, instaladas como estrategia discursiva por las derechas contemporáneas.

Ahora bien, aunque desde la “academia” se ha considerado al peronismo como una encarnación paradigmática del fenómeno populista, lo cierto es que más allá de un uso incidental del término aquí o allá, dicho movimiento político no se ha caracterizado a sí mismo como “populista”. Siempre ha optado por presentarse como un movimiento nacional, o nacional y popular; también como partido político, en el sentido más convencional y extendido de la expresión. De hecho, las querellas han sido largas en el peronismo en relación a su amplio cauce “movimientista” y la relación con el Partido Justicialista, que cobra primacía en ciertas circunstancias y la pierde en otras. La extendida base territorial y sindical del peronismo, la infinidad de agrupaciones vinculadas a tal o cual referente, la laxitud con que a veces se anuncia o postula la adscripción a la “identidad” peronista, han permitido una relación instrumental con su configuración partidaria oficial. Sin embargo, no debería perderse de vista que desde 1983 en adelante, con la relativa estabilidad del régimen electoral y representativo, el peronismo “político” ha asentado una preeminencia sobre las otras configuraciones del “movimiento”. Sus cuadros políticos (partidarios) han estado presentes y liderado todas las coaliciones electorales y de gobierno hasta la fecha; manifestándose eso sí, el episódico reclamo de otras fracciones del movimiento (especialmente la sindical) en pos de una mayor participación. Este amplio juego entre un partido flexible, pero del cual provienen gran parte de los cuadros dirigentes en las contiendas electorales y en la gestión gubernamental a todo nivel (local, provincial y nacional), y una amplia base territorial y sindical, es lo que ha sostenido esa configuración “movimientista” del peronismo. Las agrupaciones o cambiantes coaliciones de dirigentes, son las que encarnan la articulación entre los diferentes planos del peronismo. Cuando hablamos de articulación, no excluimos la presencia de contradicciones, conflictos y tensiones. Una de las tensiones más recurrentes es la que se manifiesta episódicamente, con la voluntad de la “rama sindical” (vale decir, sectores de ella o dirigentes provenientes de corrientes sindicales) de alcanzar mayor presencia en las coaliciones electorales y de gobierno. En tiempos históricamente recientes, el kirchnerismo amplió ese juego al incorporar referentes del movimiento social (territorial, de Derechos Humanos, etc.). No se trata de una contradicción antagónica per se, sino que en el cambiante juego de la política puede permanecer larvada, o decantar ya sea en conflictividad debilitante, o en “tensión creativa” (según la estupenda expresión de Álvaro García Linera) que apuntale la movilización y vitalidad del movimiento.

De todas formas, la caracterización del peronismo como movimiento nacional va más allá de lo arriba mencionado en cuanto a su configuración “movimientista” y el cambiante juego de sus distintas fracciones. Tiene que ver con la mirada aportada históricamente por el llamado pensamiento nacional. En la Argentina, el pensamiento nacional, como variante de una tradición latinoamericanista y emancipatoria ampliamente extendida en el continente, ha estado estrechamente asociado al peronismo, pero ciertamente lo precede (recordemos FORJA y el pasado yrigoyenista de Arturo Jauretche, por ejemplo) y se manifiesta también en la izquierda, de la cual provinieron figuras paradigmáticas como Rodolfo Puiggrós o Jorge Abelardo Ramos. El propio Juan Perón que, entre otras cosas, también fue un intelectual, mantuvo una fuerte afinidad con el pensamiento nacional, como testimonia su relación con Raúl Scalabrini Ortiz, Juan José Hernández Arregui, y otros.

Desde el mirador que aporta la tradición del pensamiento nacional, la cuestión del movimiento nacional está vinculada a una serie de problemas: la autodeterminación nacional, y la movilización de distintas clases y sectores sociales, en particular los explotados y trabajadores. La problemática de la autodeterminación y la soberanía es medular en la tradición del pensamiento nacional, así como en la interpretación que contribuyó a sentar sobre la relevancia del peronismo en la historia y la política del país. De ese modo, la cuestión nacional (por usar una expresión paradigmática también del marxismo) es entendida como lucha por la autodeterminación, como política tendencialmente antiimperialista. Desde esa clave se leyó la emergencia del peronismo en la década de 1940, y su caracterización como movimiento nacional. Y desde ese mismo mirador, se criticó y descalificó a los avatares del peronismo que se alejaron de la cuestión de la autodeterminación nacional (muy especialmente el menemismo, pero en general todas las variantes liberales que aparecieron a lo largo de las décadas). De hecho, en la década de 1990, en la prolongada experiencia del menemismo, se planteó la posibilidad de la definitiva declinación del peronismo en tanto movimiento nacional, con un ojo puesto en la deriva conservadora de la UCR desde 1930, la llamada “alvearización”. Por lo cual, la caracterización del peronismo como movimiento nacional no se ha referido peculiarmente a su juego “movimientista”, sino a su vínculo o no con la lucha por la autodeterminación. El otro problema es el de la movilización popular. En la tradición del pensamiento nacional, la lucha por la soberanía política y económica de la nación, se presenta asociada al ideal de justicia social. Dicho de otro modo, los proyectos políticos que apuntaron a la autodeterminación del país, lo hicieron movilizando a un variable conglomerado de clases y grupos sociales, incorporando consignas de orden reivindicativo. Volviendo un poco a los vasos comunicantes con el marxismo: la cuestión social ha sido el motor de la cuestión nacional. En perspectiva estratégica, eso fue presentado en el siglo XX por los referentes del pensamiento nacional como el “frente nacional”, el “frente antiimperialista”, o el “movimiento de liberación nacional”; expresiones en alguna medida intercambiables entre sí, pero que también denotan en su formulación una mayor o menor afinidad con cuestiones planteadas por el marxismo. El aspecto más “espinoso” de todo esto, ha sido, no la presencia y encuadre de las masas laboriosas, sino de los grupos sociales caracterizados sumariamente como burguesía nacional. Sobre este problema se concitó una de las más persistentes preocupaciones del pensamiento nacional (a despecho de una mirada un tanto más idílica de la “comunidad organizada), y se produjeron páginas notables, como por ejemplo El medio pelo de Arturo Jauretche.  Es un plano donde existieron vasos comunicantes con otras miradas políticas (aunque disímiles respuestas) como fue el caso del desarrollismo de la segunda mitad de la década de 1950. También con enfoques estructurales, o de la sociología académica (en broma Jauretche se definía como “parasociólogo”). Y por cierto con el marxismo del siglo XX, como es el caso de los planteos acerca de las contradicciones en el seno del pueblo. Es decir, que el pensamiento nacional relevó el carácter policlasista del peronismo como movimiento nacional; y advirtió allí una fuente de sus potencialidades para desplegarse como política de autodeterminación, tanto como una fractura interna amenazante. Dicha paradoja es lo que se llama una contradicción interna. Es la política y la historia concreta, lo que hacen los hombres y las mujeres en las circunstancias estructurales que les toca vivir, lo que condiciona la deriva hacia el antagonismo o estimula las “tensiones creativas” que impulsan hacia adelante. Allí se encuentra el secreto de la persistente aleación nacional y popular.

 

Germán Ibañez

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