La
actual oleada neoliberal en Sudamérica, especialmente en Argentina y Brasil
donde quedó trunco el ciclo nacional-popular, implicó de hecho que las
cuestiones del desarrollo y la autodeterminación quedaran radiadas de la agenda
pública. No debe perderse de vista algo central: se trata de una
contrarrevolución oligárquica que nace de los intereses y del poderío de los
actores económicos más concentrados. La discusión sobre los errores cometidos o
las inconsistencias de la construcción política popular es medular, pero no
debe nublar lo anterior. A lo largo del siglo XX, y en lo que va de este siglo
XXI, se han enfrentado en la arena política y económica distintas coaliciones
de productores nacionales con las fracciones más encumbradas de las clases
poseedoras. Antagonizaron en torno a diferentes proyectos de transformación
económica-social y de dirección política del Estado. En un polo, se apuntaba a
promover un capitalismo nacional, a través de la protección del trabajo y la
producción local. En el otro polo, se quería potenciar la expansión capitalista
mediante el control monopólico de los recursos estratégicos y la asociación
(asimétrica y subordinada) con los grandes centros económicos metropolitanos.
En cierta medida, se trata de dos vías de crecimiento capitalista, pero muy
diferentes entre sí. Y claramente, crecimiento no significa per se desarrollo ni tampoco autodeterminación; por eso, es
importante ocuparse de esas cuestiones.
La
expansión capitalista es, primordialmente, un proceso global. Ha estado marcada,
a lo largo de los siglos, por la asimetría y la polarización. Es lo mismo que
decir que el colonialismo no es una mera excrecencia sino una manifestación de
su más íntima naturaleza. Los límites a esa dinámica depredadora, los rumbos
alternativos, han estado asociados a los
proyectos populares, a las revoluciones sociales, a la emergencia de
círculos intelectuales y políticos nacionales
con capacidad de liderazgo de sus sociedades. Por eso, los intereses
conservadores siempre han buscado la destrucción tanto de los entramados
organizativos populares, como la desacreditación de las elites
nacional-populares y los grandes líderes políticos de los países dependientes. Es
la pugna entre la continuidad de un mundo imperialista, o la construcción de
uno nuevo desde los intereses de los pueblos del Sur y los trabajadores de
todos lados. En esa pugna, se planteó históricamente la cuestión del desarrollo
y la autodeterminación. Por lo tanto, lo primero que queremos señalar es que el
desarrollo y la autodeterminación nacional no son el resultado inmanente de la
transformación capitalista, sino de las resistencias a las formas coloniales con
que se ha presentado históricamente esa expansión, desde los centros hacia las
regiones que fueron convertidas en periferias.
Una
precisión que es necesario hacer es que el desarrollo
y la autodeterminación son fenómenos relacionados
entre sí en la historia concreta de las sociedades, pero no sinónimos. En la
América Latina del siglo XX, la problemática del desarrollo, como vía
alternativa de transformación económica-social al eterno status de países
agro-mineros legado por los regímenes oligárquicos decimonónicos, fue asumida
en ocasiones por elites modernizantes, intelectuales o políticas. Tal el caso
de la CEPAL, o del desarrollismo en Argentina. El compromiso de esas elites
modernizantes con la llamada “cuestión social” fue variable, y en general,
bajo. Aún así, su diagnóstico y propuestas partían de la convicción de que la
transformación capitalista, tal como se daba “espontáneamente”, no conducía al
desarrollo sino a la pervivencia del carácter primario y periférico de las economías
de la región. Por lo tanto, había que incidir a través del control del Estado,
alterando políticamente el curso de
la transformación capitalista, para alcanzar metas de desarrollo que achicaran
la brecha con los principales países
del mundo. La promoción de la industrialización aparecía como la principal
herramienta. Si nos referimos ahora a la cuestión de la autodeterminación,
podemos decir que apareció vinculada más frecuentemente a los movimientos
nacional-populares y de izquierda. Expresiones como “independencia económica” y
“liberación nacional” tradujeron el objetivo histórico de conciliar
modernización con antiimperialismo. Y sobre todo, con el compromiso con la
cuestión social y democratización del Estado. En Argentina, el ideal de
autodeterminación nacional está presente desde las primeras décadas del siglo
XX, por ejemplo en la figura de Manuel Ugarte, o en la prédica forjista. Pero
será con el peronismo de la década de 1940 cuando se encarne en un movimiento
político de masas y en una voluntad estatal. Lo hará con la peculiaridad de
poner al “mismo nivel” los objetivos de independencia económica y justicia
social.
Es
interesante ver, a posteriori del derrocamiento de Perón, los cruces entre la
ideología del desarrollo asumida por el frondicismo, y el paradigma de la
liberación nacional representado por el peronismo. Más allá de las
convergencias políticas meramente circunstanciales, como la que se expresó en
el famoso pacto Perón /Frondizi, había vasos comunicantes entre ambas
experiencias. Muy especialmente, la crítica a un status puramente agropecuario
para el destino de la economía nacional, y el énfasis en la industrialización a
la cual se le atribuían amplias virtudes, no solo para la modernización del país,
sino para el incremento de su autodeterminación e independencia en el concierto
internacional. Pero también había clarísimas diferencias, que alejaron ambos
caminos. El peronismo era un movimiento popular, de perfil obrerista y plebeyo;
el desarrollismo podía convivir tranquilamente con la represión y el Plan
Conintes. En la propuesta económica ya se revelaban también diferencias
sustanciales. En el peronismo, el énfasis industrialista buscaba un compromiso
con la distribución progresista de la riqueza, y concebía a la inversión
pública y a la promoción del capital privado nacional como los motores del desarrollo.
En tanto que el desarrollismo postulaba que la distribución de la riqueza debía
supeditarse a las metas de desarrollo, y la inversión extranjera direccionada a
mejorar la dotación industrial del país era considerada la herramienta
fundamental para romper el cerco de una economía dominantemente agro-pastoril.
La
oligarquía argentina toleró malamente ambos paradigmas. Pues aunque en el siglo
XX se consolidó una poderosa fracción industrial, que se asoció e incluso
subordinó a las fracciones agropecuarias y comerciales, dicha “burguesía”
replicó los patrones señoriales de la configuración cultural oligárquica y se
acopló a las lógicas del sistema capitalista “realmente existente”
(imperialista). La concreción más trágica de ello, fue el proyecto económico de
la dictadura cívico-militar iniciada en 1976, que promovió la reconversión de
la economía argentina a través del aperturismo extremo, el endeudamiento externo,
y la primacía del sector financiero en el bloque de las clases dominantes. A
tal punto, que se canceló ex profeso cualquier perspectiva de desarrollo
industrial, incluso en las muy moderadas propuestas del desarrollismo. La
ideología de la liberación nacional fue considerada directamente como un
enemigo de la dominación oligárquica, y se buscó su destrucción, en sus
vertientes peronistas e izquierdistas, a través de la eliminación física de sus
entramados militantes.
Solo
a posteriori de la debacle, en el año 2001, del modelo neoliberal de primacía
de la valorización financiera legado por la dictadura, volvieron a la agenda
política del país las cuestiones del desarrollo y la autodeterminación, de la
mano del kirchnerismo. Por ello, fue hostilizado por la oligarquía y la derecha
neoliberal, política y mediática. En su momento, se generaron discusiones
acerca de cómo caracterizar su proyecto económico. Y así aparecieron
aproximaciones tentativas como las de “neo desarrollismo” o “desarrollismo de
izquierda”, sobre todo a la luz de la comparación con experiencias aliadas pero
radicales (caso Venezuela o Bolivia). Sin embargo, difícilmente pueden
compatibilizarse el horizonte democratista (incluso principista, en este plano)
del kirchnerismo, su compromiso con la distribución progresista del ingreso y
la expansión de derechos sociales, su búsqueda de autodeterminación nacional a
través del desendeudamiento y la reorientación de la estrategia de inserción
internacional (privilegiando la integración regional, y alejándose del influjo
estadounidense) con aquello que conocimos en nuestro país con el nombre de “desarrollismo”.
Si es cierto que el ideal modernizador y el énfasis en el “desarrollo”
estuvieron presentes; pero también el primer peronismo fue sensible a estas
cuestiones. Lo que permaneció “resistente” a la nueva orientación económica
post 2003, fue el núcleo duro del bloque oligárquico, principal actor de la
reciente restauración conservadora. Esa oligarquía volvió a postular como “desviación”
aberrante de la lógica virtuosa del mercado, cualquier énfasis en el desarrollo
que fuera más allá de la mera retórica, pues el uso de esa palabra es tolerado,
siempre y cuando esté disociada de una práctica concreta. En cuanto a la
búsqueda de la autodeterminación nacional, el anatema es más taxativo: eso es “populismo”.
Desarrollo
y autodeterminación no tienen una relación “fácil”. Aparecen como “desviación”,
moderada o radical, de la lógica polarizante de la expansión capitalista.
Suponen una voluntad política de alterar esa lógica, y reorientarla. Solo
pueden sostenerse con la construcción de un poder político democrático fuerte.
Y con un compromiso igualmente sólido con la justicia social. Es la política (democrática e igualitarista)
en el puesto de comando.
Germán Ibañez
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