domingo, 18 de febrero de 2018

Nacional y Popular


La expresión “populismo” es, desde hace tiempo, un ariete para la descalificación de los proyectos políticos nacionales y populares de América Latina. Se trata de un uso ampliamente extendido en los más superficiales debates televisivos y en la prensa monopólica. Guarda muy escasa relación con la “larga discusión” académica sobre los populismos; discusión en la se verificaban diferentes miradas, desde aquellas visiones estructurales que hacían centro en los procesos de industrialización en distintos países de Latinoamérica en el siglo XX, hasta los aportes de la teoría política. Aunque en esas tradiciones académicas no era infrecuente una visión crítica sobre los populismos, e incluso ciertas resonancias despectivas, no se las puede comparar con la banalización derechista hoy imperante en los monopolios de la comunicación audiovisual. En su momento, Nicolás Casullo (Populismo, el regreso del fantasma) registraba en la tradición crítica de estudios sobre el populismo un espíritu progresista y aún de izquierda: una crítica dogmática muchas veces e “iluminista”, pero en búsqueda, de algún modo, de las clases subalternas. Con la crisis y desmoronamiento de las izquierdas, también fenece en gran medida esa tradición crítica del populismo, añade Casullo. Por cierto, en la perspectiva del autor que mencionamos, los populismos “hacen la historia de una conciencia popular latinoamericana ya innegociable”, y son desde el ángulo de los sectores populares una experiencia efectivamente democratizadora. Asimismo, la obra de Ernesto Laclau, ampliamente conocida, así como sus intervenciones en el debate político en los años previos a su fallecimiento, exploran la relación entre populismo, sujeto popular y democracia, y se desmarca clarísimamente de las visiones conservadoras y banales, instaladas como estrategia discursiva por las derechas contemporáneas.

Ahora bien, aunque desde la “academia” se ha considerado al peronismo como una encarnación paradigmática del fenómeno populista, lo cierto es que más allá de un uso incidental del término aquí o allá, dicho movimiento político no se ha caracterizado a sí mismo como “populista”. Siempre ha optado por presentarse como un movimiento nacional, o nacional y popular; también como partido político, en el sentido más convencional y extendido de la expresión. De hecho, las querellas han sido largas en el peronismo en relación a su amplio cauce “movimientista” y la relación con el Partido Justicialista, que cobra primacía en ciertas circunstancias y la pierde en otras. La extendida base territorial y sindical del peronismo, la infinidad de agrupaciones vinculadas a tal o cual referente, la laxitud con que a veces se anuncia o postula la adscripción a la “identidad” peronista, han permitido una relación instrumental con su configuración partidaria oficial. Sin embargo, no debería perderse de vista que desde 1983 en adelante, con la relativa estabilidad del régimen electoral y representativo, el peronismo “político” ha asentado una preeminencia sobre las otras configuraciones del “movimiento”. Sus cuadros políticos (partidarios) han estado presentes y liderado todas las coaliciones electorales y de gobierno hasta la fecha; manifestándose eso sí, el episódico reclamo de otras fracciones del movimiento (especialmente la sindical) en pos de una mayor participación. Este amplio juego entre un partido flexible, pero del cual provienen gran parte de los cuadros dirigentes en las contiendas electorales y en la gestión gubernamental a todo nivel (local, provincial y nacional), y una amplia base territorial y sindical, es lo que ha sostenido esa configuración “movimientista” del peronismo. Las agrupaciones o cambiantes coaliciones de dirigentes, son las que encarnan la articulación entre los diferentes planos del peronismo. Cuando hablamos de articulación, no excluimos la presencia de contradicciones, conflictos y tensiones. Una de las tensiones más recurrentes es la que se manifiesta episódicamente, con la voluntad de la “rama sindical” (vale decir, sectores de ella o dirigentes provenientes de corrientes sindicales) de alcanzar mayor presencia en las coaliciones electorales y de gobierno. En tiempos históricamente recientes, el kirchnerismo amplió ese juego al incorporar referentes del movimiento social (territorial, de Derechos Humanos, etc.). No se trata de una contradicción antagónica per se, sino que en el cambiante juego de la política puede permanecer larvada, o decantar ya sea en conflictividad debilitante, o en “tensión creativa” (según la estupenda expresión de Álvaro García Linera) que apuntale la movilización y vitalidad del movimiento.

De todas formas, la caracterización del peronismo como movimiento nacional va más allá de lo arriba mencionado en cuanto a su configuración “movimientista” y el cambiante juego de sus distintas fracciones. Tiene que ver con la mirada aportada históricamente por el llamado pensamiento nacional. En la Argentina, el pensamiento nacional, como variante de una tradición latinoamericanista y emancipatoria ampliamente extendida en el continente, ha estado estrechamente asociado al peronismo, pero ciertamente lo precede (recordemos FORJA y el pasado yrigoyenista de Arturo Jauretche, por ejemplo) y se manifiesta también en la izquierda, de la cual provinieron figuras paradigmáticas como Rodolfo Puiggrós o Jorge Abelardo Ramos. El propio Juan Perón que, entre otras cosas, también fue un intelectual, mantuvo una fuerte afinidad con el pensamiento nacional, como testimonia su relación con Raúl Scalabrini Ortiz, Juan José Hernández Arregui, y otros.

Desde el mirador que aporta la tradición del pensamiento nacional, la cuestión del movimiento nacional está vinculada a una serie de problemas: la autodeterminación nacional, y la movilización de distintas clases y sectores sociales, en particular los explotados y trabajadores. La problemática de la autodeterminación y la soberanía es medular en la tradición del pensamiento nacional, así como en la interpretación que contribuyó a sentar sobre la relevancia del peronismo en la historia y la política del país. De ese modo, la cuestión nacional (por usar una expresión paradigmática también del marxismo) es entendida como lucha por la autodeterminación, como política tendencialmente antiimperialista. Desde esa clave se leyó la emergencia del peronismo en la década de 1940, y su caracterización como movimiento nacional. Y desde ese mismo mirador, se criticó y descalificó a los avatares del peronismo que se alejaron de la cuestión de la autodeterminación nacional (muy especialmente el menemismo, pero en general todas las variantes liberales que aparecieron a lo largo de las décadas). De hecho, en la década de 1990, en la prolongada experiencia del menemismo, se planteó la posibilidad de la definitiva declinación del peronismo en tanto movimiento nacional, con un ojo puesto en la deriva conservadora de la UCR desde 1930, la llamada “alvearización”. Por lo cual, la caracterización del peronismo como movimiento nacional no se ha referido peculiarmente a su juego “movimientista”, sino a su vínculo o no con la lucha por la autodeterminación. El otro problema es el de la movilización popular. En la tradición del pensamiento nacional, la lucha por la soberanía política y económica de la nación, se presenta asociada al ideal de justicia social. Dicho de otro modo, los proyectos políticos que apuntaron a la autodeterminación del país, lo hicieron movilizando a un variable conglomerado de clases y grupos sociales, incorporando consignas de orden reivindicativo. Volviendo un poco a los vasos comunicantes con el marxismo: la cuestión social ha sido el motor de la cuestión nacional. En perspectiva estratégica, eso fue presentado en el siglo XX por los referentes del pensamiento nacional como el “frente nacional”, el “frente antiimperialista”, o el “movimiento de liberación nacional”; expresiones en alguna medida intercambiables entre sí, pero que también denotan en su formulación una mayor o menor afinidad con cuestiones planteadas por el marxismo. El aspecto más “espinoso” de todo esto, ha sido, no la presencia y encuadre de las masas laboriosas, sino de los grupos sociales caracterizados sumariamente como burguesía nacional. Sobre este problema se concitó una de las más persistentes preocupaciones del pensamiento nacional (a despecho de una mirada un tanto más idílica de la “comunidad organizada), y se produjeron páginas notables, como por ejemplo El medio pelo de Arturo Jauretche.  Es un plano donde existieron vasos comunicantes con otras miradas políticas (aunque disímiles respuestas) como fue el caso del desarrollismo de la segunda mitad de la década de 1950. También con enfoques estructurales, o de la sociología académica (en broma Jauretche se definía como “parasociólogo”). Y por cierto con el marxismo del siglo XX, como es el caso de los planteos acerca de las contradicciones en el seno del pueblo. Es decir, que el pensamiento nacional relevó el carácter policlasista del peronismo como movimiento nacional; y advirtió allí una fuente de sus potencialidades para desplegarse como política de autodeterminación, tanto como una fractura interna amenazante. Dicha paradoja es lo que se llama una contradicción interna. Es la política y la historia concreta, lo que hacen los hombres y las mujeres en las circunstancias estructurales que les toca vivir, lo que condiciona la deriva hacia el antagonismo o estimula las “tensiones creativas” que impulsan hacia adelante. Allí se encuentra el secreto de la persistente aleación nacional y popular.

 

Germán Ibañez

sábado, 10 de febrero de 2018

Los liderazgos populares


Hoy, como ayer, los líderes y estadistas populares de América Latina son objeto del ataque persistente de las derechas y oligarquías. Más allá de lo obvio, que es atacar al referente del adversario, importa detenerse un poco en algunos rasgos de esas persistentes campañas de descrédito.

Una clave recurrente se verifica en una cierta lectura culturalista, que quiere vincular lo latinoamericano y  su política con ciertos rasgos idiosincráticos que se atribuyen a las poblaciones locales. Es también una lectura clasista, porque serían específicamente los sectores populares aquellos portadores de una visión irracionalista y emocional de la política. Desde esa postura ideológica, las clases populares de estas regiones serían afectas a los personalismos, y depositarían su confianza en líderes carismáticos. Queda sin explicar la emergencia de los grandes liderazgos del siglo XX en Asia y África, a menos que la explicación idiosincrática se universalice, y entonces no sería una tara específicamente latinoamericana. ¿Y cómo enfocar desde ese ángulo a los eminentes líderes del mundo imperialista, de Woodrow Wilson a Churchill? Evidentemente hay liderazgos de “primera” y de “segunda”, coincidentes con la clasificación que hacen las burguesías imperialistas de aquellos países de “primera” y de “segunda”. Los británicos que se galvanizaron con Churchill serían más racionales que los argentinos que encumbraron a Perón. La explicación idiosincrática tiene su raíz en lo que Jauretche llamaba la zoncera madre: civilización o barbarie.

 En la medida en que el parte aguas es el colonialismo, “caen en la volteada” todos aquellos líderes que, en mayor o menor medida, representaron tendencias hacia la autodeterminación nacional o la autonomía de los pueblos sometidos y los países dependientes. Con el tiempo, se despliega una operación hegemónica paralela que es la “relectura” de algunos liderazgos del pasado. Relectura que expurga cuidadosamente cualquier rasgo anticolonialista, y ofrece edulcoradas biografías. Es lo que ha sucedido con destacados líderes anticolonialistas como Gandhi, convirtiendo así en una suerte de “gurú” espiritual a uno de los constructores de la independencia de la India. Lo mismo, aprovechan los límites con que a veces se topan los movimientos anticoloniales, cuando no logran acabar con los contrafuertes estratégicos de la dominación. Es lo que sucedió en Sudáfrica, que no logró salir de la órbita de las políticas neoliberales con el fin del Apartheid, y por eso un destacado líder anticolonial como Nelson Mandela es “reivindicado” por ciertas lecturas de derecha. Pero lo que se glorifica en esa lectura no es la talla inmensa y no deslucida de Mandela, sino la frustración de una fuerza política luchadora durante décadas, que desde el gobierno debió establecer gravosos compromisos y no logró desmontar la fortaleza económica de los descendientes de los colonizadores europeos.

Otra clave que aparece en reiteradas oportunidades es de carácter “intelectualista”. Pero arranca de un profundo prejuicio, que alimenta equívoco tras equívoco a lo largo de las décadas. Se confunde, interesadamente por cierto, las tradiciones letradas elitistas con la cultura en general. Los sectores populares serían ignorantes y por lo tanto, eligen “burros” o se dejan engañar. Lo cierto es que, un cuidadoso relevamiento de las biografías de muchos de los grandes líderes populares latinoamericanos nos mostraría una formación letrada y aún erudita. Y eso incluso si nos ciñéramos a una estrecha concepción de lo intelectual, como sinónimo de la formación letrada, especialmente humanista, de tal o cual persona. Pero desde Gramsci en adelante, sabemos que el fenómeno intelectual es mucho más que eso.

Puede tomarse el caso de Juan Perón, por ejemplo. Escribió mucho, sus piezas oratorias combinan resonancias del habla popular con referencias más librescas. La experiencia dramática del exilio supuso empero un contacto mucho más directo con los grandes problemas internacionales de su época. De ello dan cuenta sus libros, sus artículos circunstanciales para enorme cantidad de publicaciones, su correspondencia. La excelente biografía escrita por Norberto Galasso, nos revela un Perón atento a la lectura cotidiana de diarios y revistas políticas, con una rutina de escritura casi permanente, informado de los procesos revolucionarios del mundo dependiente, como la China de Mao por ejemplo. Eso solo nos mostraría un “intelectual” en el sentido más lineal del término. Pero más importante aún fue su rol intelectual en tanto dirigente político de masas. Construyó “ideas-fuerza”, que alimentaron el ideario de su movimiento y sirvieron para construir una mirada sobre el mundo y guiar la praxis de miles de militantes y simpatizantes a lo largo del tiempo. Es un ideario que guarda correspondencia con las líneas maestras del nacionalismo popular latinoamericano del siglo XX, aunque las referencias y las fuentes del pensamiento de Perón son muy variadas, como muestra el trabajo de Carlos Piñeyra Iñiguez. Aún así, los detractores de la figura de Perón, e incluso algunos adherentes, construyeron la figura de un político eminentemente pragmático, desinteresado de las cuestiones ideológicas.  

Otra operación omnipresente de las derechas políticas, mediáticas e intelectuales, es la construcción de una imagen de “venalidad” de los dirigentes populares. Las elites oligárquicas, afincadas en el crudo mundo de los negocios que quieren monopolizado solo por ellos y sus socios internacionales, encuentran grato el acusar a otros de aquello que practican cotidianamente. El núcleo duro de esa construcción es la “moralina” (Jorge Enea Spilimbergo), que agita como gran fantasma la corrupción. Una mirada descontextualizada sobre la corrupción que, al tiempo que alimenta patrañas varias, indemostrables aunque generen procesos judiciales. El foco se pone en la demonización del sujeto en cuestión, en base a presunciones, falsas acusaciones, y su relacionamiento arbitrario con episodios protagonizados por otros que, aunque puedan ser ciertos, no son prueba de un plan sistemático o de una asociación para cometer un ilícito. Mientras tanto, queda en un cono de sombra la conexión de la corrupción estructural con los programas económicos que apuntan al saqueo de lo público y a la concentración de la riqueza. Y se naturaliza la “opacidad” de lo privado, terreno de la ley de la selva donde nada es censurable, mientras que lo público queda sospechado y en el banquillo de los acusados. El ataque a los líderes y estadistas populares se combina con el ataque a lo público, justamente por la estrecha correlación que ha existido históricamente entre los movimientos populares al acceder al gobierno y la promoción de formas de economía pública y social, para alcanzar el objetivo de conciliar crecimiento económico con distribución progresista de la riqueza. En tanto los proyectos oligárquicos impulsan el privatismo y la monopolización de las llaves económicas de los países en manos de las elites. No es casual la persecución judicial y la estigmatización de referentes del kirchnerismo, al tiempo que se desguaza la capacidad del Estado argentino de incidir en el desarrollo, y se transfiere activos y recursos a los “privados” (cuando se dice privados, léase empresas monopólicas o testaferros de encumbrados agentes gubernamentales).

Lo hasta aquí reseñado, sin pretensiones de ser un abordaje exhaustivo, permite identificar las grandes líneas de la calumnia histórica contra los líderes populares. Desandar ese camino, requiere una crítica al colonialismo y al clasismo de las oligarquías latinoamericanas, a su pretensión de monopolizar el acceso a los recursos estratégicos a costa del bienestar de las mayorías. También a una mirada reduccionista de los procesos intelectuales, que los reducen a la tradición letrada conservadora, e inhiben el reconocimiento de los aportes de las culturas populares a la construcción de la democracia y la autodeterminación; aportes rescatados y sintetizados muchas veces por los líderes populares que supimos conseguir.

 

                                                                                Germán Ibañez

viernes, 9 de febrero de 2018

Un largo ciclo de lucha de clases


La persecución político- judicial a dirigentes políticos en Argentina, Brasil y Ecuador; la escalada represiva en nuestro país, el boicot oligárquico al proceso de Paz en Colombia a través del asesinato de dirigentes políticos y sociales, son algunos de los índices preocupantes que marcan el cuadro regional sudamericano. El cerco judicial que se ciñe sobre el ex presidente brasilero Lula (y que la derecha local quisiera replicar con Cristina Fernández aquí) demuestra que las oligarquías están prontas a vulnerar la legitimidad democrática y republicana de los regímenes políticos de los países más importantes de la región. Si se está dispuesto a cometer un atropello contra un estadista de prestigio internacional como Lula, y acabar decisivamente con la legitimidad democrática del Estado brasilero (ya herida gravemente por el golpe “institucional” contra Dilma), es prueba suficiente de la voluntad de las clases dominantes no solo de gobernar discrecionalmente sino de, eventualmente, enfrentar una marejada previsible de movilización popular.

Y es que nada de esto nace simplemente de ensayos a ciegas, o de simples apetitos de poder de tal o cual facción oligárquica (aunque esto último está de alguna manera presente). Es inevitable que la restauración conservadora, con la inclemente aplicación de políticas neoliberales, genere conflictividad social y un alza de la movilización popular. Las oligarquías tienen presente la experiencia de la década de 1990, y de los procesos políticos que condujeron a la emergencia de liderazgos de la talla de Hugo Chávez, Lula, Evo, o Néstor Kirchner. Por eso, no hay improvisación, sino la preparación sistemática por parte de las elites, para un largo ciclo de lucha de clases. La experiencia colombiana muestra un modelo posible: una elite oligárquica altamente facciosa, pero experta en la “gestión” a través de la violencia. Por una de esas tristes paradojas que a veces se verifican en Nuestra América, una probable frustración del Proceso de Paz no sería cargada enteramente a la cuenta de la oligarquía, sino que redundaría en una decepción general y una devaluación del ideal de paz. Es que los oligarcas colombianos son amos y señores de la guerra, los dueños de una configuración cultural guerrerista que atrapa la energía del país. Los insurgentes han demostrado voluntad de escapar a esa configuración guerrerista, pero eso puede frustrarse. La situación política peruana por su parte, nos muestra como un régimen republicano puede ir a los tumbos durante un largo tiempo, con presidentes que pulverizan su legitimidad y que se retiran “quemados” luego de servir a la oligarquía, pero sin que una fuerza popular pueda trastocar ese tablero. Es un espejo posible: regímenes republicanos devaluados pero con capacidad de persistir, o el manejo de la crisis hegemónica a través de la violencia.

El común denominador de todo esto: la influencia estadounidense. Esa influencia es clarísima y estructural en el área andina; solo Bolivia pudo revertirla en parte. En el litoral atlántico de Sudamérica, en Argentina y Brasil, asistimos ahora a la sombría revancha contra aquello del “No al ALCA”. La gestión de la crisis por parte de los imperialismos se hace hoy a través de la generación exponencial de conflictos internos en las áreas que se quiere someter. Resultando imposible establecer una “pax” duradera, la gestión se hace a través del conflicto y la violencia, generando escenarios de desestabilización, inventando “enemigos internos”, y eternizando el antagonismo. Por eso, las derechas locales, sus socios, procurarán arrinconar a los movimientos populares en un escenario de represión y violencia. Y para eso preparan sus herramientas represivas y el “clima” de la opinión pública.

Los líderes de la etapa anterior, figuras como Lula, Cristina o Correa, conservan el prestigio suficiente para rearticular proyectos políticos que permitan escapar a esa encerrona. Son los líderes “que supimos conseguir”, y su erosión es una maniobra interesada, que pone la lupa sobre los errores (inevitables en todo proceso político, de cualquier signo), para minar su potencial. De la inteligencia de esos líderes, y de la calidad de la movilización popular, depende todo.

 

                                                                                    Germán Ibañez  

jueves, 1 de febrero de 2018

La unidad del peronismo


En los últimos tiempos, las referencias a la “unidad del peronismo”, especialmente de cara a las elecciones del año 2019, se han vuelta cada vez más frecuentes. También las declaraciones de dirigentes al respecto, las reuniones (y convocatorias a reuniones) para ello, y un cierto número de informaciones de diverso valor. No es una completa novedad en la historia del peronismo, pues a lo largo de las décadas, las divisiones internas, la competencia entre dirigentes, las luchas de facciones, han sido frecuentes. Cuestión que por cierto no es privativa del peronismo, sino que el más somero relevamiento de la experiencia nacional e internacional nos mostraría numerosos ejemplos. En todo caso, cierto rasgo distintivo del peronismo es la posibilidad siempre presente de la apelación a la “identidad” política como puente (nunca dinamitado del todo) para las “reunificaciones”, circunstanciales o no. Lo que en estas líneas nos interesará, no serán las diferencias motivadas en contingencias más o menos acotadas, propias de las disputas entre dirigentes por la primacía en la dirección política o por espacios de poder. Nos concentraremos en lo que entendemos, son una serie de cuestiones medulares que, en cierta medida, también trascienden al peronismo de hoy e interpelan a otras formaciones partidarias, porque están en el centro de la querella política nacional.

Una de esas cuestiones es el posicionamiento con respecto de los gobiernos kirchneristas, que se prolonga naturalmente en las especulaciones sobre el presente y futuro del espacio político liderado por Cristina Fernández de Kirchner. Este es un problema medular, no una cuestión circunstancial. Las divisiones o desgajamientos de sectores peronistas con respecto a los gobiernos de Néstor y Cristina se fueron produciendo a lo largo del tiempo a medida que se profundizaba la disputa con distintas corporaciones económicas o sectores de la oligarquía. Los gobiernos kirchneristas fueron precisando un perfil centroizquierdista, reivindicando la militancia de los años 1970, y estableciendo una alianza sólida y perdurable con la mayor parte de los organismos de Derechos Humanos. En ese camino, recuperaron ejes vertebradores del primer peronismo, incorporando nuevas “banderas” como la lucha por la democratización de la comunicación audiovisual. Estimularon la emergencia de nuevas camadas militantes, especialmente juveniles, así como se abrieron espacios a dirigentes que provenían de los llamados movimientos sociales. También se apeló a la convocatoria de hombres y mujeres de otras identidades políticas, fundamentando ese llamado en la existencia de un sustrato “progresista” común, que así lo habilitaba. En el terreno internacional, la Argentina se alineó con el “cambio de época” (tal la expresión del ex presidente ecuatoriano Rafael Correa), alejándose de Estados Unidos y estableciendo una alianza con el Brasil de Lula y la Venezuela de Chávez. Desde allí se desplegó una política favorable a los procesos de integración/unión regional y a la construcción de un eje Sur-Sur. Se apuntó al desendeudamiento del país, a la recuperación del desarrollo como eje de la política económica, buscando con conciliar expansión de la actividad con distribución progresista del ingreso. Se expandió el universo de derechos sociales, con cuestiones relevantes como el Matrimonio Igualitario. Configuró una experiencia favorable a los trabajadores, con puentes con el mundo sindical, sin tener el perfil obrerista del peronismo de los años 1940. Fueron gobiernos polemistas, un poco por vocación propia y por el estilo de liderazgo y dotes intelectuales de Néstor y Cristina, otro poco obligados por las circunstancias de un asedio mediático permanente.

En todos estos planos pueden relevarse aciertos e inconsistencias, pero claramente establecieron un parte aguas, no solo con otros partidos, sino con las vertientes conservadoras y liberales del propio peronismo. La cercanía de Néstor y Cristina con los movimientos de Derechos Humanos, con el mandatario venezolano Hugo Chávez, y muy especialmente la progresiva disputa con las corporaciones agropecuarias y los monopolios de la comunicación audiovisual, definieron esa situación. Así se fueron desgajando sectores que luego nutrieron al Frente Renovador, por ejemplo. Entendemos que todo esto son problemas fundamentales, expresión de contradicciones económicas, políticas e ideológicas de la formación social argentina contemporánea, y no fruto de ningún faccionalismo. De allí las dificultades reales de transitar un camino de convergencia entre esos núcleos del peronismo no kirchnerista y el espacio que conduce hoy Cristina. No se trata de la larga lista de agravios, reales o supuestos, cometidos por el núcleo duro K contra otros espacios justicialistas, como pretendieron ciertas crónicas periodísticas menores. Ni siquiera, el “rechazo” al estilo personalista y soberbio de Cristina, pues eso es más una invención de Clarín que una querella real. En un extremo de este parte aguas, la contradicción parece antagónica. Puede ser el caso del gobernador Urtubey, que explicita una mayor afinidad con el macrismo que con Cristina Fernández. Con otros espacios del peronismo no kirchnerista, las contradicciones no necesariamente alimentarán un renovado antagonismo, y el panorama permanece más incierto.

Otra de las cuestiones fueron los desgajamientos originados en problemas políticos que si bien pueden ser relevantes, no se asentaban necesariamente en contradicciones medulares como las anteriormente reseñadas. Es el caso de las disputas y el alejamiento, luego de las elecciones de 2011, de sectores sindicales. Repetimos aquí que los gobiernos kirchneristas fueron clarísimamente favorables a los asalariados y los trabajadores, así como contribuyeron a la inserción laboral y al aseguramiento de un piso de ingresos o servicios sociales, de los sectores más empobrecidos de la sociedad argentina, herederos de los condenados por la contrarrevolución menemista. En estos terrenos, se apeló naturalmente a la tradición del peronismo como “partido del pueblo”, resultando inconsistentes los reproches de que el gobierno kirchnerista no era suficientemente “peronista”. Distintas son las discusiones sobre los errores que se pudieron cometer o “hasta dónde se llegó”, siempre sobre la base de la honestidad intelectual.

Desde otro ángulo, también es cierto que los gobiernos kirchneristas no fueron expresión de un “laborismo”, es decir, de un partido de base sindical, ni se replicaron los rasgos eminentemente obreristas del primer peronismo. En este terreno, entendemos que esa situación no fue de todas formas, una completa novedad en la historia del peronismo. Para empezar, el peronismo, en sentido estricto, no fue un laborismo, y la suerte del partido homónimo en 1946 es un claro ejemplo. La alianza sólida establecida por Perón con los sindicatos en el ascenso de su proyecto político, no excluyó tensiones y disputas de poder. En el exilio posterior a su derrocamiento, las disputas por el control del movimiento justicialista fueron incluso más agudas, como grafica el serio desafío que supuso el dirigente metalúrgico Augusto Vandor para el liderazgo de Perón en cierto tramo de la década de 1960. En los años ’80, el sindicalismo peronista tuvo una notoria presencia política, y un referente relevante como Saúl Ubaldini. Pero al mismo tiempo, fue cobrando primacía, en el seno del movimiento, el peronismo político y territorial. Esto es así, en la medida en que, con el retorno de la democracia, los recursos económicos y políticos con los que podían contar gobernadores, intendentes y legisladores, les dio una ventaja clara. La debacle de la hiperinflación y la reconversión neoliberal de los ‘90 supuso asimismo una seria derrota de la clase obrera. El peronismo “político” mantuvo desde entonces una posición dominante sobre el movimiento.

Nada de esto implica desconocer la importancia del movimiento sindical argentino, el más importante de la región, ni el rol fundamental de sus vertientes combativas en la lucha contra el ajuste neoliberal en los ’90 y en el comienzo del nuevo siglo. Con la política económica y social del kirchnerismo, el peso estructural del sindicalismo volvió a fortalecerse. Por eso hablamos de una contradicción no antagónica, que no nace de agudas divergencias sociales sino que es eminentemente política. Y por lo tanto, susceptible de ser tratada “correctamente”, parafraseando al gran Mao. Esa realidad de verifica claramente hoy, y entendemos puede ser uno de los ejes fructíferos de la convergencia peronista que se postula.

Por cierto, que la articulación de la movilización sindical y protesta social con la oposición política al macrismo excede al eje peronista /kirchnerista. Involucra necesariamente a hombres y mujeres de otras extracciones partidarias o simpatías políticas. Y esto nos lleva a una última cuestión: el carácter y profundidad de la oposición que los distintos sectores políticos están dispuestos a asumir frente al gobierno oligárquico de Cambiemos. Esto es algo que impacta al interior del peronismo, con una cierta autonomía de la lectura que los distintos actores hagan de la experiencia kirchnerista. Una posible manera de encararlo, puede quedar expresada en los vehementes reproches de la diputada Soria a los gobernadores justicialistas, en la ocasión del tratamiento por la Cámara de Diputados del proyecto de saqueo a los jubilados impulsado por el presidente Macri. Pero distinta es la situación con los sectores del peronismo no kirchnerista, que se opusieron a la aprobación de ese proyecto de ley. Allí ya no se trata de la lectura que haga ese peronismo sobre el kirchnerismo pasado, sino de la voluntad de llegar a un entronque con el kirchnerismo presente. Algo parecido puede decirse de otros espacios no peronistas. Hasta dónde está dispuesto a llegarse en la articulación opositora a Cambiemos. Si la operación ideológica de demonizar al kirchnerismo y a la persona de Cristina Fernández continúa siendo “comprada” (con evidente mala fe) por el peronismo no kirchnerista, la hegemonía política de Cambiemos tendrá mayores posibilidades de sostenerse, pese a su reciente resquebrajamiento. Sin atención a la cuestión fundamental de una oposición clara al proyecto oligárquico, no habrá que preocuparse por una “unidad” cosmética o meramente circunstancial del peronismo, simplemente porque no se dará; mucho menos con otros segmentos partidarios. En cambio, la articulación de la movilización social, de la construcción que pueden aportar los sectores más consecuentes del sindicalismo, con una agenda clara de oposición como la que expresa el peronismo kirchnerista, puede resultar un centro de gravedad que resulte sólido para encarar aquello que es mentado con la expresión “unidad del peronismo”.

 

                                                                       Germán Ibañez

El ataque antisindical


De la mano de la política oligárquica del actual gobierno nacional se verifica un recrudecimiento de la persecución política, ideológica y judicial, que vienen sufriendo extendidos segmentos de lo que, por comodidad, podríamos llamar “oposición” al macrismo. Ahora, esos ataques gubernamentales se orientan claramente hacia las organizaciones gremiales de los trabajadores (en la jerga oficialista: las mafias sindicales). Esto no solo por motivos coyunturales (las áridas discusiones paritarias), sino por cuestiones estratégicas para el proyecto derechista en el gobierno.

En ese plano, se desnuda completamente la falacia modernizante que esgrime el macrismo, y asoma a la superficie el carácter señorial-oligárquico de la política en curso. El discurso modernizante está presente desde siempre en las distintas cristalizaciones históricas de la dominación oligárquica en la Argentina. Pero en la realidad de los hechos, la “modernización” siempre se detuvo allí donde se afectaba los intereses señoriales largamente imbricados con la transformación capitalista extrovertida y dependiente. Por eso, la explotación de la mano de obra rural sigue siendo uno de los nudos del abuso patronal y aún de las rémoras de formas de trabajo forzado o no remunerado.

La emergencia de movimientos campesinos, sindicales y políticos de las clases trabajadoras en todo el mundo también es expresión de una modernidad, vista desde abajo y desde el Sur. A menos que se considere que la modernidad se reduce a los planes “sugeridos” (impuestos) por el FMI y los foros empresariales pro globalización. El triunfo de  las fuerzas sociales, económicas y políticas asociadas a lo que el FMI representa, exige la derrota de las clases obreras, de los campesinos, y de los segmentos productivos y empresariales vinculados a los mercados internos. En nuestro país lo hemos visto en el ’55, en el ’76, en los ’90. Y nuevamente ahora.

En nuestro país, por el peso y la centralidad adquirida por los sindicatos de trabajadores urbanos en la década de 1940, el ataque antisindical es una forma recurrente de las ofensivas oligárquicas. En otros países, la represión a los movimientos campesinos y de trabajadores rurales representa, en esencia, lo mismo. Pero no se ataca solamente a los asalariados, ni a sus organizaciones gremiales, sino que a través de esa ofensiva antisindical, se busca el aplastamiento de todo el conglomerado policlasista mercado-internista, competidor de las clases oligárquicas cada vez que se abre una ventana histórica. El nudo de esa competencia es el control del Estado.

La represión, el ataque gubernamental, la persecución judicial, todas ellas son formas privilegiadas y recurrentes de las ofensivas antisindicales. Pero no solamente se trata de “acción directa”, sino también de una construcción hegemónica que alimenta antiguos prejuicios antipopulares y que busca ahondar las contradicciones internas del bloque popular. En primer término, el debilitamiento o fragmentación de toda convergencia policlasista mercado-internista. El control de la política es la herramienta primordial para ello: estimulando la especulación y los circuitos financieros vinculados a la burguesía trasnacional, o fomentando la producción interna y la protección del trabajo local. En función de ello, ciertos segmentos de las clases propietarias locales (la “burguesía nacional”, en el lenguaje de la mejor ensayística política del siglo XX) se decantarán en una u otra dirección. Se acoplarán al bloque oligárquico, sobreviviendo como clase social pero licuando activos y debilitando su arraigo productivo; o confluirán en un bloque productivista basado en la expansión del consumo popular y el crecimiento del mercado interno. No se trata de libres y sesudas elecciones individuales, sino de procesos vinculados a las luchas de clases, las disputas por la dirección de la política económica, y los “vaivenes” del mercado mundial (la lucha de clases a escala global).

En segundo término, se trata de debilitar al máximo a las propias expresiones gremiales y políticas de los asalariados. De “trabajar” sus contradicciones internas con vistas al triunfo del faccionalismo y la desunión permanente. En ese terreno, el ataque a las llamadas “mafias” sindicales adquiere todo su sentido claramente pro oligárquico. No hay que confundir la profunda tradición histórica, crítica y antiburocrática, que emerge en ciertos recodos álgidos de las luchas populares argentinas (el proyecto de la CGT de los Argentinos, por ejemplo); y que en todo caso es un rico pliegue interno de la Historia de las clases populares, con las operaciones ideológicas de la derecha política y mediática. En esas operaciones conservadoras se revela no solo la vieja lógica del “divide y reinarás”, sino también su carácter señorial y oligárquico: los trabajadores deben obedecer, los espacios laborales son de pura productividad. Una productividad cuya dirección y ritmo fija solo la parte empleadora, sin atisbo de negociación alguna. Y aclarando que acá debemos leer productividad, en el reducídisimo sentido de incremento del esfuerzo de los trabajadores por menos remuneración.

Por supuesto, las contradicciones en el campo de los trabajadores y del pueblo son reales, y condicionan el despliegue de los proyectos políticos de raíz popular. Esas contradicciones tienen su historia también. Por ejemplo, en el terreno específicamente sindical, la tensión entre una orientación confrontativa y la búsqueda de escenarios de negociación es permanente. Las fuerzas que se disputan la arena contemporánea están hegemonizadas por la burguesía trasnacional, verdadera mandante de la oligarquía argentina. Y en ese sentido, la apelación al Estado, al rol arbitral que debería sostener (si es verdaderamente un Estado “moderno”) y la búsqueda de interlocutores con los cuales se pueda dialogar, es una práctica que aparece en el repertorio de las organizaciones sindicales, aún antes del ascenso del peronismo a mediados del siglo XX. Demonizarla per se, puede ser expresión de un cierto voluntarismo. En el otro plano de la contradicción, no solo se ha presentado históricamente la experiencia de los ciclos combativos y de ascenso de la protesta obrera y popular, sino también la participación de los trabajadores en movimientos políticos como el peronismo y el kirchnerismo que operaron privilegiadamente en la disputa por el control del Estado y la orientación de la política económica. Esa articulación, de lo social y lo político, potenció siempre la convergencia policlasista de orientación mercado-internista. Puede ser una clave hoy, frente al caos social y económico generado por la política oligárquica.

 

                                                                             Germán Ibañez

martes, 23 de enero de 2018

La contrarrevolución burguesa, que es oligárquica


En las regiones periféricas del mundo, el capitalismo “normal” ha sido el capitalismo dependiente. Colonialismo y capitalismo han estado asociados desde el inicio, incrementando las asimetrías globales en la distribución del ingreso, y en la brecha de productividades. Por ello, la sobreexplotación laboral es la norma típica en las periferias, “compensando” malamente la brecha de productividad que la revolución científico-tecnológica sigue agrandando. En América Latina, la conquista ibérica impuso formas de trabajo forzado y un tipo de estructura socieconómica señorial, que no fue desintegrada completamente por la descomposición del viejo sistema colonial y la transformación capitalista decimonónica. Esas “huellas” de larga duración configuraron rasgos señoriales (a veces llamados feudales) en las prácticas e imaginarios de las clases propietarias en países como Argentina. A despecho de la “modernidad” buscada y proclamada una y otra vez por los intelectuales orgánicos de la derecha, a lo largo del tiempo esas prácticas pervivieron, en la medida en que eran funcionales al mantenimiento de altos grados de explotación de la fuerza de trabajo. Al mismo tiempo, fue cristalizando un carácter preeminentemente extrovertido de la economía, subordinada en su crecimiento a las necesidades metropolitanas.

La intransigencia patronal frente a los reclamos laborales, el ataque a las formas de organización sindical, la reproducción de prejuicios antipopulares apenas renovados en sus argumentaciones, es expresión de esa configuración cultural señorial. Muy especialmente atacada es la idea misma de negociación o acuerdo en los ámbitos de trabajo. El trabajador debería obedecer sin más, como en las viejas unidades productivas de la época colonial. No casualmente, en el trabajo rural y en el trabajo doméstico esas pervivencias son más acentuadas, con las formas de una servidumbre personal casi sin atenuantes en muchos casos. Cuando los gobiernos son “solidarios” con esa orientación antipopular, el bloque dominante aparece casi como inexpugnable. A su vez, los sindicatos han intentado desde los inicios morigerar ese cuadro altamente desfavorable no solo desde la protesta, sino a veces mediante la búsqueda de escenarios de negociación o de “interlocutores” permeables. Asimismo han contribuido a sustentar proyectos políticos de base popular, como el peronismo, a través de lo cuales incidir en la democratización del Estado y la distribución progresista de la riqueza.  

Fueron los movimientos populares los que erosionaron las bases señoriales del capitalismo periférico, y al hacerlo, impulsaron un “ajuste” inverso: de los intereses del capital financiero o las metrópolis dominantes, a las necesidades del desarrollo nacional. Así se delineó el carácter atípico de la transformación capitalista argentina en las etapas del primer peronismo y del kirchnerismo. Es que torcer aunque fuera mínimamente la lógica del crecimiento asimétrico y subordinado hacia fuera, implicó la movilización de importantes contingentes populares, que planteaban perentoriamente, consignas de tipo democráticas y distribucionistas. Así se vio un crecimiento capitalista, con primacía del mercado interno y expansión de derechos y conquistas sociales. Por supuesto, el énfasis modernizador estuvo siempre presente en esas experiencias nacional-populares, pero con rasgos particulares: la reivindicación del rol del Estado en el desarrollo económico, el ideal industrialista, la inversión en ciencia y tecnología, la búsqueda de una mayor autonomía a la hora de trazar las estrategias de inserción internacional, y en los momentos de mayor avance, el anudamiento de alianzas con otros países del Sur. Pero sobre todo, y especialmente desde el ángulo de los sectores populares que adhirieron a los movimientos nacionales, se concibió la “modernidad” directamente relacionada con la mejora del ingreso y de las condiciones de trabajo, y la expansión de derechos sociales. Y por lo tanto, se concibió como rezagos oligárquicos antimodernos, el autoritarismo patronal y cualquier forma de sobreexplotación laboral. En ese cruce se han dado y se dan gran parte de las disputas históricas entre los bloques dominantes y los movimientos populares.

La brecha en el despliegue de los proyectos nacional-populares ha aparecido cuando se avizoran dificultades en el capitalismo “atípico”, obligado a complejos compromisos sociales en la medida en que debe conjugar crecimiento económico con justicia social. Dificultades que pueden estar relacionadas con un empeoramiento del contexto económico internacional y subsiguiente caída del poder de compra de las exportaciones. Pero muy especialmente con una realidad que nos acompaña hace tiempo: la fuga de la inversión. La “renuencia” (para utilizar una palabra delicada) de la oligarquía argentina a invertir, se extiende a otras fracciones de las clases propietarias (lo que supo analizar en su momento Jauretche en “El Medio Pelo”). Sin esos recursos, evadidos, resulta muy complicado seguir compatibilizando crecimiento y distribución.

Allí comienza la presión para “normalizar” el capitalismo, para tornar verosímil un diagnóstico en el cual los avances populares se convierten en la causa del estancamiento nacional. Y queda en un cono de sombra la brutal fuga de las inversiones que es la causa más profunda de la ralentización del crecimiento. Ni hace falta detenerse en argumentaciones menores de las derechas, como que la fuga del capital es por culpa de la desconfianza que le generan los “populismos”, porque bajo el actual gobierno oligárquico el drenaje se profundizó aún más, rotas todas las regulaciones y controles estatales para contener la inversión territorializada. La máxima operación ideológica es presentar, revestida de “modernidad” la vieja configuración señorial-oligárquica para regir el mundo del trabajo. Y convertir los derechos sociales, y aún la misma organización sectorial de los trabajadores en antiguallas o lastres populistas.

Ocultan también que la vieja sociedad señorial-oligárquica se sostuvo en base a la violencia. Y en eso están nuevamente las derechas, en su afán de “normalizar” el capitalismo: una verdadera (contra) revolución burguesa, que es oligárquica.

 

                                                                                      Germán Ibañez

viernes, 19 de enero de 2018

Violencia imperial /violencia oligárquica


La experiencia de los años 2003 a 2015 en la Argentina, de despliegue del proyecto nacional popular, puso de relieve la importancia de los procesos de integración /unión regional para la sustentabilidad de los avances populares locales. Especialmente desde las jornadas del No al Alca en 2005, quedó claro el arco de alianzas con algunos gobiernos sudamericanos. Esta situación, de enorme trascendencia, llevó naturalmente a que el interés se concentrara en ciertos países como Brasil y Venezuela, también Bolivia y Ecuador, que eran junto a nuestro país actores relevantes del proceso de construcción regional. Así creció la atención sobre el MERCOSUR, y luego sobre realidades más recientes como UNASUR o la CELAC. Por lo mismo, quedó en un segundo plano la información y la reflexión sobre la experiencia contemporánea de otros países latinoamericanos, donde la influencia estadounidense era más palmaria, como es el caso de México y Colombia. El relevamiento más superficial de la situación de dichos países mostraría que la violencia es la principal herramienta de gestión del conflicto social y político, de desarticulación de los bloques populares, y de apuntalamiento de una precaria hegemonía de sus respectivas oligarquías.

Hoy, con el impasse del proceso de integración /unión autonómica de Sudamericana, merced al ascenso de gobiernos ultra conservadores y aliados de EEUU en Argentina y Brasil, se manifiesta en toda su importancia la cuestión de la violencia oligárquica como mecanismo principalísimo de gestión del conflicto. En este plano se solapan, solidariamente, las necesidades estratégicas de la supremacía estadounidense con los intereses inmediatos de control político sobre las poblaciones de las derechas de la región. Por supuesto, nada de esto es una novedad, y basta recordar la etapa de la Guerra Fría y la Doctrina de la Seguridad Nacional en la segunda mitad del siglo XX, en sus estragos en la región. Pero vale la pena pasar revista a algunas características de este problema, en su configuración actual.

En primer lugar, que la gestión de la crisis a nivel global, por parte del imperialismo, está asociada a la sucesión de conflictos armados y “anarquía” de regiones enteras del globo, como es el caso de Medio Oriente. EEUU no ha podido concretar de otro modo su ambición de erigirse en potencia única y “gendarme del mundo”. La financierización permanente de la economía genera constantes turbulencias, y es causa y consecuencia de la imposibilidad de desplegar un largo ciclo de crecimiento y desarrollo económico como en la segunda posguerra. Las guerras de baja intensidad (son de “baja” intensidad en su caracterización, para las poblaciones que las sufren, la intensidad es altísima), y el estímulo constante al antagonismo armado para “resolver” tensiones étnicas, sociales, o regionales, aparece como la estrategia más visible de la gestión de la crisis capitalista contemporánea, como señala entre otros el economista egipcio Samir Amin. En nuestro continente, no es casualidad que los países fundamentales del redespliegue estadounidense, los aludidos Colombia y México, revelan índices altísimos de violencia política, represión estatal y paraestatal, y conflictos armados. La ingeniería diseñada para explotar tensiones étnicas o disputas regionales, es visible asimismo en otros países, especialmente del mundo andino. Por ejemplo, para crear problemas al proceso nacional popular boliviano. Insumos para establecer un escenario de antagonismo entre los Estados argentino y chileno con las comunidades mapuche también provienen del Norte imperial, claro que en este punto no podríamos desconocer los aportes de “cosecha propia” de las oligarquías locales, y sus personeros gubernamentales e intelectuales más nefastos.

Y es que, en segundo lugar, hay que detenerse en la configuración local de la dominación oligárquica, que ha desplegado largos ciclos de violencia política, tanto en la etapa de la consolidación de los Estados, como frente al desafío de los diferentes movimientos políticos y sociales que plantearon en el siglo XX la democratización de dichos Estados y la distribución progresista de la riqueza. La demonización del adversario, cuando no la lisa y llana “creación de un enemigo interno”, ha sido y es una operación hegemónica fundamental, para apuntalar las crudas y violentas formas de la subalternización del otro.

Exacerbar el antagonismo como estrategia de gestión política es hoy una de las herramientas fundamentales de la dominación oligárquica, plenamente convergente con el influjo colonial del Norte. El conflicto es inmanente a las sociedades contemporáneas; conflictos de clase, nacionales, étnicos, de género, etarios, etc. Pero no todos ellos devienen  necesariamente en antagonismo. Es decir, en enfrentamiento puro y duro. Manejar el escenario del antagonismo, es por eso una de las modalidades más importantes de los gobiernos de derecha latinoamericanos. En su manifestación  más “ideal” sería la capacidad de persuadir a la opinión pública de cuál conflicto es antagónico y “por qué” en cada momento. La operación hegemónica tiene más posibilidades de concretarse, allí donde se apoya en alguna vieja configuración de prejuicios conservadores. Por ejemplo, con las comunidades mapuche, a las que es posible violentar apelando a la larga sombra de la dicotomía civilización o barbarie. Viejos prejuicios tornan más verosímiles las precarias especulaciones sobre una organización “terrorista” indígena.

Pero también, los horizontes más amplios de la protesta social, la movilización popular, o aún la organización sectorial (como sería el caso de los sindicatos), son objeto de similares operaciones hegemónicas de demonización. La recurrencia y agravamiento de estos fenómenos debe alertar, si es que no faltaran situaciones más gravosas como los asesinatos de Santiago Maldonado y Rafael Nahuel, y las represiones a las movilizaciones en la ciudad de Buenos Aires el pasado mes de diciembre, de cual es el horizonte político de mediano plazo que pretende instalar el gobierno de Cambiemos. Puede advertirse los signos probables de un largo ciclo de antagonismo y “gestión” violenta del mismo. De ahí la importancia de prestar atención a la historia reciente de Colombia y México. La naturalización del antagonismo y la violencia es buscada por la derecha contemporánea como herramienta de gestión fundamental, frente a crisis sociales, laborales y de dirección política que no podrán solucionar. En las sociedades de hoy, existen tensiones y contradicciones; saber distinguir cuáles son realmente antagónicas y cuáles son los escenarios fabricados por la derecha, es el principio para evitar la encerrona violenta que prepara la oligarquía.

 

                                                                                                                    Germán Ibañez