Por Edgardo Mocca
Con la nota publicada en Clarín, el pasado domingo, la ex diputada Vilma
Ibarra reabre la ya muy transitada discusión sobre el progresismo y su relación
con los gobiernos kirchneristas. Utiliza como referencia y blanco principal de
sus críticas a Martín Sabbatella, de cuya conducta política extrae el ejemplo
de una claudicación: la del progresismo que “hizo silencio”, “traicionó su
historia y su identidad” y a quien “le faltó coraje” para denunciar la
“corrupción kirchnerista”. La nota está atravesada por circunstancias
témporo-espaciales muy significativas: su publicación se produce una semana
después de las elecciones primarias en las que disminuyó la fuerza electoral
oficialista, diez días antes de la audiencia pública citada por la Corte
Suprema a propósito de la ley de medios –de la que Sabbatella es la expresión
pública más directa– y en las páginas del diario Clarín.
Abstracción hecha de las descalificaciones políticas con las que
lamentablemente se cierra, el escrito resulta interesante como exposición de un
punto de vista de lo que significaría ser progresista. Su punto de vista sobre
la cuestión empieza con la sorprendente afirmación de que, después de la
elección primaria del domingo, “Elisa Carrió se presenta como líder de un
importante espacio de centroizquierda”. El verbo utilizado tiene el discreto
encanto de la ambigüedad: no “es”, sino que “se presenta”. Y en esa
presentación está marcando, según ella, una ausencia en los sectores
progresistas que apoyan al Gobierno. Larga sería la discusión sobre si hay un
ser de la política por fuera de la presentación, pero Ibarra no abre, en este
punto, ninguna discusión: se propone mostrar cómo Carrió, Macri y la izquierda
testimonial –algo así como el recorrido del arco político en toda su amplitud–
han tenido un discurso “consistente” sobre la corrupción, del que según su
autora careció el “progresismo kirchnerista”.
Un poco más cerca de un intento de definición del sujeto político cuya
identidad justifica el ataque a un sector político definido (la fuerza de
tradición de centroizquierda que forma parte del kirchnerismo), Ibarra declara
su añoranza de las voces “que hace no muchos años convocaban votos, voluntades
y militancia, con un discurso que demandaba una Justicia independiente, una
mejor redistribución del ingreso y una lucha frontal contra la corrupción, el
clientelismo y la re-reelección menemista”. Para la autora de la nota,
entonces, la cuestión principal es la relación entre lo que en los años noventa
se llamó centroizquierda o progresismo y el proceso político kirchnerista.
Efectivamente, en aquellos años –los años de la revolución neoconservadora, de
la caída del Muro de Berlín, del Consenso de Washington– la agenda central de
las fuerzas que con más energía y, en algunos casos mejor resultado electoral,
disputaban con el menemismo giraba en torno de la corrupción, los abusos
decisionistas y las estrategias de reproducción de su poder. Ni antes ni
después de su victoria electoral, esos sectores plantearon la existencia de un
proyecto de desarrollo nacional alternativo al que se desarrollaba en esos años
con todo su esplendor y toda su violencia social. Como participante activo de
aquel sector, puedo decir que la “mejor redistribución social” que el texto le
atribuye funcionaba más como señal de una lejana tradición política que como un
programa político. Claramente, y así lo demostró la experiencia de la Alianza,
la distribución regresiva y el aumento de la desigualdad no eran fenómenos
exteriores, sino puntales del programa económico y del proyecto político
vigente en esos años.
Aquella experiencia política puede ser reconocida valorativamente por su
eficacia política para enfrentar a un gobierno que avanzaba en una dirección
conservadora con apoyo social mayoritario y a favor de la instalación de un
“pensamiento único” en el país. Sin embargo, ese reconocimiento debería completarse
con el señalamiento de límites conceptuales que lo llevaron a confluir
políticamente de modo indiferenciado con quienes sustentaban un proyecto de
atropello social y vaciamiento de la política. El progresismo de entonces no
fue, de ningún modo, el ala izquierda del gobierno de la Alianza; con respeto
histórico hay que recordar que fue Raúl Alfonsín, enfrentado con la dirección
radical de entonces, quien se constituyó en uno de los más severos críticos del
proyecto de país impulsado por el menemismo y no ahorró críticas al gobierno de
la Alianza. Nada que pueda llamarse eficacia contra la corrupción estatal o
“superación del clientelismo” (cualquiera fuera la definición de tan ambiguo y
presuntuoso objetivo) fue puesto en marcha por la coalición que ganó la
elección presidencial de 1999; el vergonzoso episodio del soborno en el
tratamiento de la ley laboral en el Senado incluyó entre sus protagonistas a
algún referente de la fuerza progresista de la época.
La memoria reivindicativa que ensaya Ibarra tiene un marcado sentido
político, el de situar en un pie de igualdad al menemismo con el kirchnerismo
y, a partir de ahí, comparar el “coraje” de aquel progresismo y el “silencio”
de sus oscuros herederos oficialistas. Claro que esto no puede hacerse sin
construir un momento de ruptura entre la etapa de su propia adhesión al
oficialismo y su actual posición de impugnación. Ese parteaguas se construye a
partir del rumbo político asumido por el partido que dirige Martín Sabbatella,
cuando decidió afirmarse como fuerza componente del espacio kirchnerista. Según
la mirada del artículo, esa decisión trajo consigo el silencio de la crítica y
la pérdida de la independencia. El desarrollo de la nota permite ver que el
silencio que se cuestiona es el de no haberse sumado a las campañas
desestabilizadoras que en los últimos meses han girado en torno de muy
promocionadas denuncias de corrupción y de la cerrada resistencia de la
corporación judicial –dentro de la que hay muchos protectores de corruptos– a
un proyecto de democratización de ese poder. Lo más sugerente es que Ibarra,
igual que todos los exponentes conocidos de la vulgata clarinista, solamente
hace referencia a casos en los que las sospechas salpican más o menos cerca de
los funcionarios kirchneristas o de sus amigos. Nada de corrupción en el Poder
Judicial, entre los grandes concentradores de la propiedad de la tierra, ni en
las finanzas, ni en los multimedios. En estos discursos aparece con nitidez
cómo los temas de ética pública han dejado de ser necesariamente síntoma de
valentía y de transparencia política para pasar a ser con mucha frecuencia
instrumentos de una estrategia política. Diríamos mejor, de una estrategia
antipolítica, puesto que una vez que el antagonismo se desplaza al plano ético
quedan afuera las cuestiones del rumbo político del país, las cuestiones del
contenido del poder: solamente nos resta creer que entre los amigos o aliados
políticos actuales de Ibarra no hay políticos corruptos ni caciques
clientelistas o que los fenómenos de corrupción política serán algún día
drásticamente eliminados por apelaciones morales como las que la autora dirige
a Sabbatella y al kirchnerismo.
Una discusión más fructífera tendría que abandonar el territorio de
jueza de un tribunal moral que adopta la autora del artículo. Tendría que
preguntarse por la naturaleza de los procesos transformadores, por su historia
nacional y mundial. Tendría que pensar en los liderazgos de esos procesos, sus
alianzas, sus contradicciones, sus glorias, sus miserias y sus tragedias. Desde
Maquiavelo (¡hace quinientos años!) podríamos saber que el líder transformador
no es un reformador moral, no es un agitador de verdades sagradas ni un cultor
de los buenos modales. Que su moral tiene eje en el bien de la patria.
Podríamos saber que la política es la disputa del poder y ésta no ha sido nunca
en la historia materia de monjes ni de almas bellas. Hace falta mirar a nuestro
alrededor para saber cuán corruptos, mentirosos y clientelistas son, para las
clases dominantes de sus respectivos países, personas como Chávez, Correa, Evo
Morales e incluso Lula y Dilma en el tan envidiado Brasil. Hace falta recordar
el juicio de los contras sobre Perón y Eva Perón. Y también el juicio ético que
tenía la oligarquía argentina sobre Yrigoyen y el radicalismo transformador. O,
más cerca, la manera en que fue usada la cuestión de la corrupción en el
desgaste del gobierno de Raúl Alfonsín.
Hay un sector participante de aquellos “años dorados” del progresismo de
los noventa que ha producido un viraje en la dirección del compromiso con un
proyecto que considera profundamente transformador. Ha decidido, en
consecuencia, asumir sus problemas, vivir sus contradicciones, fundirse con él
en términos de horizonte histórico y práctica concreta. Ibarra habla en tono
crítico de lo que Sabbatella “no hizo”. Para el autor de esta nota hay algo muy
importante que no hizo: no se prestó a ser la luminaria progresista y ética del
multimedio y sus favorecedores, tarea para la que no tenía ningún antecedente
de corrupción que lo inhabilitara. Tomó una decisión política de alto riesgo
por la que parece estar dispuesto a pagar costos. Toda decisión política puede
discutirse. Sin embargo, la discusión que plantea Ibarra está cargada de los
estereotipos de la prensa dominante y, lo que es peor, se inclina a la
descalificación moral en el lugar que correspondería al debate de ideas.
Fuente: Página /12
21 de agosto de 2013
No hay comentarios:
Publicar un comentario