El escenario después de las
primarias y rumbo a las elecciones de octubre
Mirar el laberinto
Opinión
Por Esteban De Gori *
Sólo restan dos meses para las próximas elecciones, y no sería muy
recomendable insistir en el análisis de los discursos mediáticos y mucho menos
en que aparezca una “perla” que demuestre lo que algún candidato es o expresa.
Todo se encuentra en la escena. El tiempo no juega a favor del oficialismo, y
esperar algún “milagro” no es recomendable para aquellos que se toman en serio
la política. Entonces, lo importante –ahora mismo– es el territorio, pero no
sólo el jurisdiccional, sino el territorio de las pasiones y de los deseos de
los diversos grupos sociales. Un territorio que no es estático, sino que es
producto de la época, de los aportes culturales del Gobierno y de sus
contrincantes. Cada subjetividad es un “campo de batallas y de tensiones” que
hay que mirar con cuidado para no encerrarse en un laberinto. En este sentido,
la política puede develarse como el arte de lo posible o de la transformación,
pero en este momento tendría que volverse un “arte del contacto”. Uno que no
sea un contacto delivery, ya que la adhesión no se provoca dejando un papel
para que alguien lo lea.
La política no es sólo una cuestión de comunicación, sino la
preocupación intelectual y militante por construir e interpretar ese contacto
social, es decir, cómo interpretar ese campo de batallas y tensiones que
habitan en la subjetividad del “otro” y las maneras en que los candidatos y
otros actores (empresariales, mediáticos, etc.) han intervenido sobre éste. El
kirchnerismo está ante el drama de su propia construcción, es decir, ante sus
consecuencias no deseadas. Ha impulsado el consumo en todas las clases sociales
y el bienestar social, incluso ha creado y ampliado una clase media, pero con
ello ha forjado un conjunto de deseos aspiracionales que confrontan con los
sacrificios que el kirchnerismo exige a las clases medias, como el “cepo al dólar”,
o la precariedad que se suscita con la inflación y el “impuesto a la ganancias”
entre los sectores populares. Ninguna perspectiva del bien común, ni apelación
épica, resiste ante el desencantamiento, y ello se debe a que la vida cotidiana
es el entramado más vital de los imaginarios sobre el presente y el futuro.
Pero ese imaginario no está sólo condicionado por lo económico, sino por las
interpretaciones que se construyen sobre éste y sobre las representaciones que
están vinculadas con el futuro. El bienestar económico no crea legitimidad
duradera por sí mismo, sólo provoca adhesiones fluctuantes, signo propio de
esta época. Asumir el drama del otro para hacer política es inevitable. En este
sentido, el kirchnerismo sólo puede persistir si construye huellas y
efectividades en el “otro cotidiano” y no piensa que la economía y algunos
programas de gobierno lo hacen todo al modo de una maquinaria de la adhesión.
El consumismo –potenciado en estas épocas– alienta en sí mismo una
utopía progresiva y se lleva mal con los sacrificios y con todas aquellas
políticas que sean entendidas o traducidas como una interrupción del mismo. Por
lo tanto, la reivindicación del consumo en todas sus variantes también
introdujo al oficialismo en un gran dilema. Luego, existen otros, como el haber
apelado a la construcción generacional, pero no tener referentes que podrían
encargarse de una sucesión presidencial. Es decir, se erosionó la idea de
continuidad. El otro dilema es haber descentralizado el poder de las
gobernaciones en mano de los intendentes, pero no se ha descentralizado el
“arte del contacto”, sólo se lo ha dejado pragmáticamente a estos últimos,
condición que les permite migrar con cierto poder a otros destinos. El
massismo, además de presentarse como el “ejército de desencantados” que asumen
una mirada racional sobre lo bueno y lo malo y “una continuidad en otros
términos”, tuvo una lectura y una estrategia sobre los cambios –nacionales y
mundiales– operados en las clases medias y sobre las posibles necesidades que
comienzan a presentarse en los imaginarios populares. Comprendió las lecturas
que se hicieron contra los gobiernos progresistas en la región y sus
viabilidades. También se apoyó en una estrategia mediática que ha tenido cierta
efectividad y que se sostiene sobre el “morbo social que supone la corrupción”.
El massismo disputó y apeló a una clase media fortalecida y creada por el
gobierno nacional que está más cerca de cierta felicidad cultural que propone
la imagen bucólica “del río, sus barquitos y de los patrulleros dando vueltas”
que de una felicidad que parece acosada por los “problemas” que provoca la
política. La propuesta abstracta de “una vida tranquila” –y de la cual se
sustrae todo esfuerzo del hacer político– parece ser mejor recreada por el massismo
que por aquellos que realizan un reconocimiento realista del conflicto como
forma de alcanzarla. El massismo, al corriente de las culturas líquidas,
propone una virtual “continuidad apacible” y el kirchnerismo, “la fragilidad
que supone la realidad”. Ante ello, al kirchnerismo no le queda como única
opción el “seguidismo a la opinión pública” ni mucho menos la subordinación a
corporaciones o a dirigentes que “huelen sangre”, sino introducir desde los
territorios subjetivos los reclamos y deseos de sectores medios y populares en
una práctica política que articule una propuesta reformista con una astucia
pragmática.
* Investigador Conicet/IIGG, profesor Idaes/Unsam.
Qué votamos cuando votamos
Opinión
Por Roberto Follari *
Encuesta postelectoral: un candidato al cual le fue muy bien en Mendoza
fue votado sólo por un 18 por ciento de sus seguidores “por sus proyectos”. En
cambio, casi el 50 por ciento lo votó “porque me gusta”. Es decir, se lo eligió
como se elige una bebida cuando nos sentamos en un bar, o como se elige el
color de una prenda a comprar: lo que me gusta, simplemente. Son tiempos
posmodernos los que vivimos. De cultura visual, fragmentaria, vertiginosa. De
estimulación permanente por TV, celulares e Internet, y de mínimo espacio para
el ensimismamiento y el pensar. Tiempos de apuro permanente e inmotivado. De
tal manera, nos han convencido de que elegir gobernantes se parece a elegir
productos de mercado. Simpatía, sonrisas, “ser buenos”. Tanto así ha sido que
en esta campaña algunos candidatos parecía que, más que ofrecerse para cargos
políticos, lo estuvieran haciendo para competir con el Papa en imagen de
bonhomía y amor a todos.
Poco importa que, en muchos casos, tal simpatía sea un producto
propagandístico, demagógico y falso. O que sea auténtica simpatía de alguien
que sea parecido a uno y a los muchachos del café, cuando para gobernar se
necesita alguien que no se parezca a uno, que sepa hacer lo que uno no saber
hacer: ser legislador activo y eficiente, o ser capaz de sostener una gestión
ejecutiva y firme.
Se juega el futuro de la Argentina en cada elección. No es para
resolverlo en términos de “me gusta/no me gusta”, en términos de si las
personas son soberbias o humildes, charlatanas o calladas, simpáticas o
antipáticas. Lo que se juega en la política no son cuestiones psicológicas y
personales, son proyectos colectivos. Es –sobre todo– si la política
predominará sobre la economía, por ejemplo, o si las políticas de mercado libre
son lo que conviene, al estilo de cuando estuvo Cavallo en el ministerio; si
habrá disminución de la desocupación, o si la desocupación regresa a los
niveles de Menem y De la Rúa; si los conflictos sociales se arreglan con
represión sistemática o si se sostiene tolerancia ante la protesta; si los
crímenes de la dictadura volverán a la impunidad o se resolverán por vía de la
Justicia; si cobramos a fin de mes, o volvemos a tiempos de cobrar más allá del
día 5; si cobramos en moneda efectiva, o nos gusta el Lecop y el festival de bonos;
si preferimos una política internacional autónoma o las relaciones carnales con
los dominadores; si queremos seguir exigiendo por Malvinas o les mandamos
regalitos de Winnie Pooh a los kelpers, como se hacía hace algo más de una
década. En fin, se juega, además, que haya gobiernos sólidos como para no
caerse al poco tiempo de iniciados, o si apostamos a la inestabilidad
institucional que afecta todas las funciones sociales y económicas: al ahorro,
la inversión, las compras y el consumo en general.
Eso se juega. No tiene nada que ver la simpatía personal, la gente que
“me gusta”. Alguien puede ser soberbio y buen gobernante, humilde y pésimo
político. La política no es una continuidad simple de las cualidades de
relaciones cotidianas, de amistad o de familia. Si me subo a un avión, no me
interesa que el piloto sea simpático, no me pregunto si “me gusta”: la cuestión
es que el avión no se caiga, que ese hombre sepa pilotear. Todo lo demás está
de sobra.
Es lo mismo a la hora de la política y del gobierno. Necesitamos quien
sepa gobernar, lo cual nunca es sólo una cualidad personal: es de partido y
agrupación política, de equipos de gobierno, de fuerza suficiente para sostener
la gobernabilidad. Es cuestión de programas y proyectos. Haber votado a un candidato
porque “me gusta” es una importante liviandad, que podría pagarse muy caro: un
país de nuevo como en 2001, ingobernable, empobrecido, asfixiado por la deuda
externa, de consulados repletos de gente que quiere irse, no es algo que
alguien pudiera querer. Y para ello hay que buscar proyectos, capacidad de
gobierno, sustento para sostenerse en el gobierno. Volver a los gobiernos/flan
no puede hacerle bien a la Argentina. Tampoco tener legislaturas paralizantes o
viscosas, donde nadie sabe qué votará cada uno, pues muchos no tienen programa
ni exhiben ideología.
El país merece más que la indiferencia de votar por caras lindas,
sonrisas simpáticas y declaraciones bonachonas de ocasión. Se requiere mostrar
que se puede y se sabe gobernar. Es en torno de esto que elegimos, no de un
concurso de “quién es el mejor muchacho de la cuadra”.
* Doctor en Filosofía, profesor de la Universidad Nacional de Cuyo.
Fuente: Página
/12
26 de agosto de 2013
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