domingo, 29 de diciembre de 2019

Entre la ideología y el imaginario


En la Argentina, y de modo más general en toda la región latinoamericana, se verifica hoy una dura disputa entre el neoliberalismo y proyectos posneoliberales (en la expresión de Emir Sader). A esos proyectos posneoliberales podemos llamarlos también nacional-populares, en la medida en que no hay modo de sustentar un rumbo superador del neoliberalismo sin reivindicar mayores grados de autodeterminación para los países y sin variables grados de organización y movilización popular. La lucha política es una escena fundamental, con las formas democráticas e institucionales que mayormente tratan de consolidar los movimientos populares de la región, pero también lamentablemente debe tomarse nota de la creciente recurrencia a la acción directa represiva instrumentada por los bloques oligárquicos, incluyendo la práctica del asesinato político que alcanza el paroxismo en Colombia. En la Argentina, donde el movimiento nacional accede al gobierno a través de procesos de unidad política con liderazgo, parece claro que un escenario fundamental de la disputa se deslizará hacia la llamada “batalla cultural”, con un bloque oligárquico duramente acantonado y que conserva importantes resortes de poder.  
Evidentemente, esa “batalla cultural” no es un episodio único, o algo que comienza súbitamente ahora. Es parte de nuestra historia, un proceso prolongado jalonado de debates y polémicas intelectuales, competencia entre diversas tradiciones de pensamiento, proyectos de educación y comunicación, adaptación del influjo modernizador proveniente de otras partes del mundo, asimilación de la experiencia (propia y ajena), lentísima transformación de los imaginarios nacionales, despliegue de repertorios de prácticas dotadas de un alto valor simbólico. Es la historia cultural del país en su movimiento real, alejada de las imágenes cristalizadas de un patrimonio que sería igualmente compartido y serenamente ponderado por todos y todas los argentinos y argentinas. Es lucha de clases y construcción nacional de la única manera que se ha dado: a través de la disputa de proyectos de país.
Es imposible abarcar íntegramente ese movimiento pues, en última instancia, la trama cultural está presente en toda la vida colectiva. Y además se vincula a tramas mayores, de alcance regional y mundial. Pero puede hacerse algunas precisiones. En el plano de la disputa ideológica, del enfrentamiento entre visiones del mundo que poseen cierta sistematicidad y cuyos agentes intelectuales son conscientes asimismo de la historicidad de la lucha, no presenta ventaja evidente la confusión de posiciones o la búsqueda de un “justo medio”. La lucha contra la configuración cultural oligárquica debe ser llevada adelante hasta el final, desmontando sus núcleos más sólidos. Una cosa es el terreno de la política, que impone alianzas y, a veces, compromisos más o menos gravosos, y otra cosa es la lucha de ideas. La confusión de ambas dimensiones en aras de un consenso imaginario es una manifestación de la configuración cultural oligárquica que encuentra allí una manera de hacer valer su hegemonía. Esta cuestión tampoco tiene que ser confundida con las formas del debate. Profundizar el debate, no es sinónimo de posiciones extremas, rispidez afectada en la polémica, grandilocuencia o búsqueda permanente del antagonismo. Es identificar las contradicciones y buscar vías de superación. Para esta tarea, el movimiento nacional en la Argentina no está precisamente mal provisto. La tradición del pensamiento nacional y de diversas formas del pensamiento crítico es fuerte.
Más insidiosa es la lucha en el profundo campo del imaginario. Allí donde no hay trincheras tan claramente delimitadas, cada una con sus banderas. El prejuicio irracional que se hace carne es una de sus manifestaciones más complejas. El temor y el odio a los otros, la naturalización de la desigualdad. La agresión como “reflejo condicionado”. No sería del todo arbitrario decir que en el imaginario nacional la más dura disputa es en torno a la igualdad. Pero no se trata de la querella entre distintas filosofías de lo social, sino de una lucha cuerpo a cuerpo, a veces directamente con el que está al lado. Aquí se amasa el consentimiento a las más crudas formas de violencia, a la exclusión, a la explotación, que tiene como sostenedores a quienes también son víctimas de las estructuras del privilegio oligárquico. Aquello que parece darse de narices con la Razón y con todas las conquistas democráticas de la modernidad, e incluso de los propios avances de lo nacional-popular, tiene empero carácter de clara evidencia para muchos: el otro es diferente, peor e inferior. En ese terreno empieza la lucha por la legitimación de la política social, del rol del Estado, de la reparación colectiva, en suma: de la justicia social.
En el plano de la disputa ideológica del más alto nivel, la sistematicidad, la continuidad de proyectos educativos, científicos e intelectuales, la rigurosidad conceptual, parecen los ejes fundamentales. En el plano de la disputa por el imaginario lo anterior sigue siendo de la máxima relevancia, pero también el entramado organizativo territorial y sindical, la convivencia cotidiana, el diálogo, la riqueza de los vasos comunicantes entre las culturas militantes y las amplias culturas populares. La comunicación popular puede ser un articulador de esos planos de la trama cultural. Tanto en los contenidos que comparte y construye como en enraizamiento local, en cercanía con los sujetos sociales. Pese a las urgencias, es una tarea de largo plazo, que en todo caso se da en la inmediatez del día a día mientras se proyecta en una historicidad posible, la de la liberación. Acá no se corta el nudo gordiano de un solo tajo, hay que desanudarlo trabajosamente entre todos y todas.

Germán Ibañez

martes, 17 de diciembre de 2019

John William Cooke: una política para la construcción nacional, una política para la revolución


En la intensa vida política de John William Cooke, pueden advertirse etapas relacionadas con los contextos en los que actuó, pero también un hilo conductor que vincula la construcción de la Nación con la revolución. Por esto último, puede parecer arbitrario disociar la construcción de un proyecto nacional de una política revolucionaria. En efecto, toda revolución supone una construcción, aunque frecuentemente precedida de una fase de desintegración del viejo orden (de su régimen político, de sus estructuras de privilegio, de sus configuraciones culturales cristalizadas). La división entre una política para la construcción nacional y una política para la revolución es, por tanto, meramente analítica, para señalar énfasis diferenciados en dos momentos de la trayectoria de Cooke: la etapa del primer peronismo, y la etapa que se abre con la “resistencia”.
Cuando hablamos de revolución también se imponen algunas aclaraciones. Tempranamente, ya en su rol de diputado peronista a partir de 1946, John William Cooke empieza a concebir la política desplegada por el movimiento nacional como una revolución. En su concepción, se trataba de una revolución nacional, por la autodeterminación. Puede advertirse la defensa de esta concepción tanto en varias de sus intervenciones parlamentarias, como luego en artículos aparecidos en la publicación que dirigirá en los años ’50: De Frente. La caracterización de la revolución como nacional no significaba que se circunscribiera solo a la Argentina; John William Cooke consideraba que la política peronista podía convertirse en un ejemplo para Latinoamérica. Hablaba por lo tanto, de una revolución desde Argentina para la región. Clarísimamente la revolución nacional tenía un componente social, evidenciado en la primacía que el peronismo concedía al principio de la justicia social. Será el contenido social de la revolución una de las cuestiones primordiales que Cooke profundizará en una nueva etapa de su trayecto político e intelectual, a partir del derrocamiento de Perón y el inicio de la “resistencia”, y también del influjo poderoso de la Revolución Cubana de 1959. Cooke comenzará a postular entonces la necesidad de una revolución social que vaya más allá del capitalismo. Ahora piensa esa revolución desde Argentina y desde Cuba, para todo el continente. El elemento común que une estas dos etapas es la convicción de Cooke de que la unión latinoamericana es siempre una tarea de la política. No desdeñaba las consideraciones económicas (que siempre estudió) ni tampoco la importancia de los factores histórico-culturales, como los que sopesó Juan José Hernández Arregui en Qué es el ser nacional; pero John William Cooke claramente vinculaba la unión a una voluntad política revolucionaria, con organización popular y liderazgo.
Ahora, deteniéndonos un poco más en la etapa del primer peronismo (1945-55), podemos identificar ciertos factores resaltados en la política para la construcción nacional que esboza Cooke. Como diputado, participa de una trama institucional que es la de un Estado representativo, cuestión que no cambia con la reforma constitucional de 1949. Estado, democracia y liderazgo son factores dinámicos que Cooke pondera por entonces para pensar el despliegue del proyecto de construcción nacional con justicia social. La valoración de la democracia y el pluralismo, así como de los debates internos al movimiento nacional, son resaltados explícitamente por Cooke En el Parlamento, Cooke había hecho gala de su criterio independiente, aun siendo uno de los principales oradores del peronismo, y en todo caso, la fundamentación económica, historiográfica y cultural de muchas de sus alocuciones es notable. El Estado de régimen democrático es entonces el mejor escenario que concibe para el desarrollo del proyecto nacional. Pero también piensa en la sociedad civil, en la “opinión”. La publicación que dirigirá luego de dejar la Cámara de Diputados, De Frente, es claramente oficialista pero conservando una perspectiva independiente y reflejando también la visión de la oposición. La dimensión de la comunicación es central para Cooke, con un diseño moderno para su publicación y en todo caso una mirada diferente a la del también oficialista diario Democracia, más vertical con la orientación política gubernamental. El otro factor esencial es el liderazgo. Cooke no solo adhiere a Perón, sino que advierte que sin un claro liderazgo no hay grandes posibilidades de consolidar un rumbo nacional-popular. No confunde por eso mismo, los rasgos exteriores del personalismo, con la dimensión sociohistórica del liderazgo. En cambio, sí se preocupa por polemizar con aquellos sectores que comienza a visualizar como una burocracia adosada al personalismo, y por lo tanto pobre intérprete de la dimensión profunda del liderazgo gubernamental.
John William Cooke demuestra en ese período una formación ideológica heterodoxa, pero que se vertebra alrededor de un eje central: el peronismo como nacionalismo popular. En ese sentido, se mueve dentro de las coordenadas generales del movimiento nacional de entonces, con una solvencia intelectual notable y un compromiso con el debate interno y el pluralismo superior al promedio.
En general, la etapa de la biografía política e intelectual de John William Cooke más visitada es la que se inicia en 1955. Está marcada, de alguna manera, por el tránsito de la “resistencia peronista” a una nueva concepción de la revolución. Una política para la revolución. Elaborada en la militancia, en la lucha política, en la escritura constante, en la actividad abierta como en la cárcel o en la clandestinidad. Y con el influjo del proceso revolucionario cubano, al que Cooke adherirá sin retaceos y lo marcará profundamente. Algunas claves fundamentales en su concepción política de esta etapa: protagonismo de las masas populares, organización revolucionaria, liderazgo. Desplazado violentamente del Estado, el dinamismo del movimiento nacional para Cooke pasa a estar en la movilización de las masas populares. Concibe progresivamente la idea de un frente de clases revolucionario, con la centralidad de la clase obrera pero aglutinando a otros sectores, Y, cada vez más, descree de la posibilidad de replicar la convergencia de los años 1940 con la burguesía. Aun cuando pondera en todo momento la creatividad de las masas y el potencial que anida en la miríada de acciones colectivas, progresivamente insiste cada vez más en la necesidad de una organización política revolucionaria. No hay política insurreccional, piensa, sin una vanguardia política de nuevo tipo. Esta idea va madurando, y se advierte en los primeros tramos de su correspondencia con Perón, aun antes de residir en Cuba y conocer de primera mano esa experiencia revolucionaria. Como muchos revolucionarios latinoamericanos de entonces, Cooke no puede escapar a la fascinación que genera la Isla revolucionaria. Traba allí relación con el Che, además, y es imposible no pensar en la fuerte impresión que le causa dicho líder revolucionario. Pero, como ya dijimos, su elaboración sobre la política insurreccional, el protagonismo de las masas y la necesidad de la organización revolucionaria, comienza antes de su estancia en Cuba, y está siempre apoyada en minuciosas referencias a la realidad política argentina. Muy especialmente, un nuevo giro de tuerca de su mirada hacia el interior del movimiento nacional, de sus potencialidades y sobre todo sus contradicciones internas.
En el centro de esas preocupaciones está, una vez más, la cuestión del liderazgo. La figura de Perón es la referencia ineludible para Cooke. No lo considera un elemento accesorio sino medular en la ecuación revolucionaria. John William Cooke nunca dejará de reconocer en Perón el otro gran factor de la lucha revolucionaria y una articulación imprescindible. Pero al mismo tiempo considera necesario discutir con él. La interpelación política e ideológica que le dirige es entre pares. Cooke entiende que la participación en la lucha, la solidez de la fundamentación de una posición política, la profundización en el debate ideológico, habilita plenamente a la crítica y la discusión, incluso con el Líder.   
En su labor revolucionaria, la escritura es la herramienta fundamental. Otra vez la dimensión de la comunicación, de un modo diferente a la etapa de la revista De Frente. Primordialmente hay que tener en cuenta su frondosa Correspondencia con Perón, que se conoció después. Y la gran cantidad de artículos y escritos militantes fundamentales como Peronismo y revolución (publicado originalmente como El peronismo y el golpe de Estado. Informe a las bases). La inquietud recurrente de su prosa carente de eufemismos es la necesidad de profundizar: en el estudio de la realidad, en la difusión de la información, en la precisión conceptual, en el diagnóstico político, en el qué hacer. Ya no hay concesiones casi a otras cosmovisiones, pues considera que a un proceso revolucionario corresponde una ideología revolucionaria, y que el liberalismo ha caducado en su progresividad histórica. En todo caso, la compulsa de diferentes visiones, la polémica ideológica, alumbrará las respuestas necesarias. La libertad de pensamiento es ahora entendida como compromiso con la dura disputa de tradiciones de pensamiento, sin falsas ceremonias que para él ya solo representan la pervivencia de la cultura oligárquica.
Su elaboración ideológica de esta etapa, puede merecer una vez más la caracterización de heterodoxa. Pero ya sin compromisos con el liberalismo. Y sobre todo, avanzando en una redefinición fundamental del nacionalismo popular de los años ’40 y ‘50 en dirección a lo que comenzó a denominarse en esa época nacionalismo popular revolucionario. La clave fundamental: la adscripción a un marxismo tamizado por la experiencia cubana. Una síntesis original, un tanto diferente a la propuesta por Juan José Hernández Arregui, de socialismo y peronismo. Derrotero parecido al que va arribando también Rodolfo Puiggrós, cuando distingue entre teoría revolucionaria como concepción crítica de la realidad, e ideología como elaboración histórica de una experiencia popular. Está claro que la articulación azarosa de estos planos está fincada en la construcción de la organización política revolucionaria. La relación entre una tal organización y el liderazgo de Perón es una cuestión que Cooke no alcanzó a resolver, falleciendo a una edad temprana en 1968.
En el contexto actual de nuestro país, con el auspicioso retorno del movimiento nacional al gobierno, resulta tentador evocar al Cooke de la política como construcción nacional, con su énfasis en el rol dirigente del Estado, su pluralismo, su apuesta por una comunicación crítica y abierta. Y entendemos que tal recuperación de Cooke no es nada arbitraria. Pero a la luz del completo cuadro regional, con el derrocamiento del gobierno popular de Evo en Bolivia, la represión de la movilización popular en Chile, el cerco sobre Venezuela, el parate al proceso de paz en Colombia con la práctica del asesinato político como sello inconfundible de los señores de la guerra colombianos, no podríamos descartar sin más al Cooke de la política para la revolución. Especialmente su énfasis en la profundización política e ideológica. Las oligarquías y el imperialismo están demostrando que no dudarán en la acción directa, instrumentando a las fuerzas de seguridad y, eventualmente, a las fuerzas armadas. Cuidar la construcción democrática y nacional en paz, exigirá organización popular y claridad total.

Germán Ibañez

jueves, 28 de noviembre de 2019

Conciencia industrial, hegemonía y movimiento nacional


En un excelente artículo publicado en Página /12 del día 23 de noviembre de 2019, Mario Rapoport señala las inconsistencias del diagnóstico neoliberal acerca de la “decadencia” argentina y lo arbitrario de cargar las tintas exclusivamente sobre el peronismo o el “populismo”. Particularmente interesante es su afirmación de que “lo que Argentina no tuvo es una clase dirigente identificada con el desarrollo industrial”. Preocupaciones similares han animado importantes discusiones tanto en la ensayística política como en la historiografía económica hasta la actualidad. Retomando de modo libre y sin pretensiones de exhaustividad algunas de esas discusiones, pueden hacerse las siguientes observaciones.
Una pregunta posible es si con la expresión “clase dirigente” hay que referirse al estamento de las dirigencias políticas de los variados partidos, o a una clase social, en este caso la burguesía industrial. Esta última posibilidad nos parece más fecunda. En este tema se ha dado el cruce, a lo largo de décadas, del pensamiento nacional, de la crítica de izquierdas y también de lo mejor de la historiografía académica. No parece en duda la presencia en nuestro país de empresarios industriales de variado porte, vinculados al mercado interno. A lo largo del tiempo, como es lógico, se han revelado cambios en la importancia relativa de su aporte a la producción total, así como en sus relaciones con las otras fracciones de las clases propietarias argentinas, con el capital extranjero y con el Estado. Menos evidente ha sido si tal fracción del empresariado constituyó algo así como una burguesía nacional, portadora de un proyecto diferente al de los sectores más poderosos de los industriales o a la llamada “oligarquía”. Esto ha sido una preocupación presente por ejemplo en el libro El medio pelo de Jauretche. Otra pregunta es hasta dónde los planteos a lo largo del tiempo de entidades como la Unión Industrial Argentina (UIA) han superado la defensa de intereses corporativos para convertirse en eje articulador de un proyecto nacional. Al mismo tiempo, también puede formularse el interrogante de si la raíz de este fenómeno es nacional o debe comprenderse en escala latinoamericana o incluso al nivel del sistema capitalista mundial. En este plano, la pregunta planteada apunta a las vicisitudes de las relaciones entre transformación capitalista y descolonización.
Aquí, creemos, está uno de los nudos del problema: el colonialismo. La transformación capitalista de la Argentina, librada a las “espontáneas fuerzas del mercado” ha generado variadas formas de dependencia. Y en efecto, desde temprano sus agentes locales han asumido la bandera del libre comercio y la asociación subordinada con el capital extranjero. Recordemos la frase de Bartolomé Mitre: “Señores, cuál es la fuerza que impulsa nuestro progreso: es el capital inglés”. La frase aludida no quería ser mera descripción sino la justificación de un rumbo determinado desde la política. Por cierto, al decir “rumbo determinado desde la política” corremos el riesgo de formular un delicado eufemismo. El período gubernamental de Bartolomé Mitre es el de una brutal guerra civil, con su manifestación más gravosa: el aniquilamiento del Paraguay independiente. La peculiar vía de transformación capitalista dependiente en la cuenca del Plata no se impuso por obra y gracia de impersonales fuerzas de mercado, sino a través de la violencia armada, la lucha política y la disputa hegemónica.
En este punto, se hace presente la dinámica del enfrentamiento entre clases y bloques de clases sociales, y las implicancias, potencialmente catastróficas, de la ausencia o debilidad de una “burguesía nacional” o de una clase dirigente con conciencia industrial. Las aspiraciones a un desarrollo industrial autónomo no han podido sino suscitarse en contrapunto polémico con la tradición oligárquica que tuvo en Mitre uno de sus intelectuales orgánicos. Otra forma de decirlo es que el autodesarrollo nacional ha tenido a lo largo de la historia un variable componente anti oligárquico y anti colonialista, y que fue asumido exponentes intelectuales y movimientos políticos que representaron “algo más” que los intereses de una burguesía industrial.  En ese ir más allá se constituyeron los movimientos nacionales como el peronismo, integrando demandas populares en un proyecto de desarrollo (capitalista) nacional.
El movimiento nacional ha sustituido, en los hechos, a “una clase dirigente identificada con el desarrollo industrial”, pero de un modo que implicó una importante torsión a la lógica de la transformación capitalista dependiente comandada por la oligarquía. Dicha torsión no es solo económica, sino también político-cultural, imponiendo mediante la movilización popular una modernización real que impugnó la configuración cultural señorial que pervivía (pervive aun) en aleación con la transformación capitalista dependiente. En este punto, el problema de si un grupo o una clase es realmente dirigente se torna fundamental. Es la cuestión gramsciana de la hegemonía. El proyecto oligárquico se impuso originalmente mediante la violencia armada, pero eso no significa que no haya construido una hegemonía.  Aunque al hablar de hegemonía se priorice comúnmente factores de índole ideológico-cultural, es cierto que su base no puede sino asentarse en lo económico. La renta agraria diferencial primero y el agronegocio enlazado al capital financiero después son sólidos pilares de la construcción hegemónica oligárquica. Frente a ellos, una concepción corporativa o economicista de la industria no tiene nada que hacer; de allí que la UIA no haya sido nunca contestaría (ni siquiera competidora) frente a la oligarquía. La masa crítica que aportó el movimiento nacional para la disputa hegemónica estuvo en la movilización /organización popular, enlazando la expansión industrial con la soberanía y con la distribución de la riqueza. Autodeterminación nacional, participación popular y justicia social son elementos clave de un proyecto industrial, sin los cuales más temprano o más tarde rendiría armas frente al “capitalismo normal” comandado por la oligarquía. Por lo cual afirmamos que no hay clase dirigente con conciencia industrial al margen del movimiento nacional.

Germán Ibañez

lunes, 11 de noviembre de 2019

Del golpe de Estado a la contrarrevolución


Las Fuerzas Armadas de Bolivia anuncian la realización de “acciones conjuntas” con la policía de ese país para reprimir a quienes protestan contra el golpe de Estado oligárquico que derrocó al Presidente Evo Morales. Así comienza la contrarrevolución. Son ellos, y el resto de los sectores coaligados en el golpismo, los que decretan el tiempo de la acción directa. Sus acciones carecen completamente de legitimidad y solo pueden asentarse en la fuerza represiva, la intimidación y un retroceso colectivo que, de concretarse, justificaría plenamente el término que utilizamos: contrarrevolución.
Para triunfar, tan profunda deberá ser esa contrarrevolución que no podrá sostenerse solo en el marketing neoliberal al uso que campeó en amplias comarcas de Latinoamérica. De allí la manipulación de símbolos religiosos, que quieren retrotraer la cultura democrática construida por el pueblo boliviano a la metafísica de la etapa colonial. Esa metafísica sancionó el orden jerárquico y estamental impuesto a partir de la Conquista. Por cierto, no fueron pocas las contradicciones y ambigüedades que en su momento agitaron a las mejores inteligencias de la escolástica de la época, en España y América. Pero eso fue parte de los dilemas internos a la cultura de los colonizadores. Para los conquistados el dilema era acatar o morir; resistir si se podía, o cómo sobrevivir si no.
Si en Bolivia la revolución democrática y popular de Evo asentó sus mejores logros en las profundas raíces de la tradición de los movimientos indígenas, campesinos y obreros, la contrarrevolución en marcha tiene también antiguas raíces. Por eso, quiere retrotraer la sociabilidad y la cultura de la nueva Bolivia plurinacional a un orden estamental caduco. Un orden jerárquico en el cual el “indio” es solo mano de obra, con sus culturas e identidades asoladas. Va de suyo que con sus derechos y nivel de vida destruidos también.
Con ese programa, que las apelaciones a la “paz” y la “democracia” no pueden ocultar, la violencia represiva es inevitable. No hay nada superador a lo construido por el MAS de Evo Morales para ofrecer: ni en el terreno de la participación democrática popular, ni en el de la gestión de la economía nacional, ni en el del nivel de vida y los derechos sociales alcanzados. Y mucho menos en el terreno de la ambiciosa construcción política y de una República plurinacional, que articulara nacionalidad estatal con nacionalidades culturales. En lugar de eso: la “humillación del indio”, única manera de reducirlo nuevamente a la conformidad. Por eso, la violencia represiva es el verdadero programa de los golpistas, su santo y seña, la fe que esconden tras símbolos religiosos en los que no creen.
El golpe de Estado se ha concretado, por ahora. Pero no está claro que esa contrarrevolución vaya a triunfar. Evo Morales y Álvaro García Linera se han revelado en estos años como líderes excepcionales e inteligencias preclaras; existe en Bolivia un pueblo consciente de sus derechos y de las conquistas alcanzadas; la pobreza conceptual y la violencia represiva de los golpistas no parecen la mejor carta de presentación para “seducir” a la opinión pública mundial. En todo caso, las cartas se jugarán también más allá de la geografía de Bolivia, en una escena regional más vasta. De allí la necesidad absoluta de la solidaridad con Evo y el pueblo boliviano, y consolidar en nuestra Patria el rumbo nacional-popular con el gobierno de Alberto Fernández.

Germán Ibañez

viernes, 8 de noviembre de 2019

Raíces de la violencia oligárquica


La acción destituyente que despliega en estos días la derecha boliviana con el fin de acabar con el ciclo nacional-popular, es portadora de una enorme carga simbólica que hunde sus raíces en el pasado colonial. Por cierto, también se perciben las herramientas “modernas” proporcionadas por las usinas imperialistas para la galvanización de acciones destituyentes en contra de gobiernos populares y la conmoción y manipulación de la opinión pública, combinando la acción directa, con apelaciones a la democracia y la unidad nacional. Lo nuevo y lo viejo. No debe sorprender, oligarquía e imperialismo nunca han desdeñado colaborar. La acción directa violenta va de la mano con apelaciones al “consenso”, mientras se proyecta la fuente de todos los males en un antagonista (el movimiento popular) con el cual no hay dialogo posible.
No esperemos en esta ocasión, encontrar un alto grado de coherencia y sofisticación en la derecha boliviana, están tratando de aprovechar lo que entienden es una oportunidad. Pero sobre todo no pueden evitar que, por debajo de los discursos amañados, aflore el contenido simbólico (racista y oligárquico) de las prácticas que instrumentan. Ese es el verdadero mensaje, el que apela al imaginario de raíz colonial, a un sentido común sedimentado a lo largo de ciclos. Puede convenirse que, la mayor parte del tiempo, las poblaciones experimentan y recrean un orden social que se explica en el marco de ese sentido común conservador. Solo en momentos de aguda confrontación política e ideológica se “rasga” esa malla imaginaria y otros valores e ideas, contestatarios frente a las dominaciones y desigualdades, cubren la escena posibilitando una nueva hegemonía popular. Pero esa posibilidad solo se torna realidad si la ecuación se completa con ideología, organización popular y liderazgo. El Vicepresidente de Bolivia, Álvaro García Linera, ha llamado la atención en más de una oportunidad acerca del fenómeno de la recaptura del sentido común por parte de los viejos valores conservadores, una vez que cesa el momento más álgido de la movilización popular, incluso cuando se han alcanzado y consolidado reivindicaciones sociales largamente reclamadas. Por eso, García Linera señala que una correcta gestión económica por parte de los gobiernos populares es imprescindible pero insuficiente: si no se trabaja en pos de nuevos valores solidarios, participativos y democráticos, las viejas ideas “vuelven” por sus fueros.
Las viejas ideas, la vieja cultura, se asienta sobre siglos de explotación de indios y pobres. Esos sentidos están engarzados a relaciones sociales de subordinación que solo en tiempos recientes han comenzado a ser conmovidos. Forman la trama imaginaria de la sociedad, y se expresan en prácticas simbólicas que buscan, todo el tiempo, reforzar o reconstituir las desigualdades sociales legadas por el viejo colonialismo. En el paroxismo violento e irracional, tanto como en el frío y afectado desdén, aflora la misma expresión: “indio de mierda”. La diferencia está, apenas, en el tono de voz.
Nada es más difícil que desarmar esa trama. La disputa ideológica con más alto nivel de complejidad y sistematicidad es solo un plano del antagonismo. En ese plano se enfrentan, haciendo una sumarísima caracterización, una ideología nacionalista popular de izquierda con el neoliberalismo. Pero evidentemente, la querella no se reduce a eso. A fin de cuentas, para sus enemigos, Evo Morales no es un “Presidente nacionalista e izquierdista de mierda” sino un “indio de mierda”. Y por cierto, no solo es lo que se dice. Lo más elocuente es lo que se hace. Las acciones violentas de la derecha boliviana, como la que sufrió la alcaldesa de Vinto, Patricia Arce, no nos informan solo acerca de la brutalidad humana en general, sino que tienen sentidos precisos. Como decía el peruano Alberto Flores Galindo, hay una dimensión cualitativa de la violencia. La raíz de la violencia de las derechas no es azarosa, está anudada a la configuración cultural racista colonial. La humillación y la vejación son funcionales a un proyecto de “vuelta atrás”, de recaptura de los sentidos dominantes en la sociedad, de encadenamiento de los sectores sociales que avanzaron en el proceso de descolonización. Hay que “enseñarles” cuál es su verdadero lugar en el orden “natural”. El orden jerárquico estamental, con el indio siempre abajo, era la clave bóveda de la sociedad colonial. La teatralidad de la acción disciplinadora es también netamente colonial, remite a una era barroca que ya se preocupaba por la conformidad de las multitudes. No basta el mudo acatamiento, cada uno debe conocer “cuál es su lugar”.  Los referentes de la derecha boliviana no quieren la democracia que pregonan, quieren poner a cada uno en su lugar, mediante el escarmiento disciplinador si es necesario. Sus hechos hablan más que sus palabras.

Germán Ibañez

lunes, 21 de octubre de 2019

La guerra de Piñera


El actual presidente de Chile, Sebastián Piñera, al aludir a las protestas populares desatadas como consecuencia de su política económica, ha afirmado que su país se encuentra en guerra contra un enemigo poderoso. Reducida a su literalidad, la frase bastaría para descalificarlo sin más, si no fuera por las víctimas fatales, los heridos, los detenidos, el establecimiento del estado de excepción y en general la durísima represión desatada contra los manifestantes. Al mismo tiempo, por ridícula que pueda parecer la expresión de Piñera, se ubica en una historia política y cultural de largo arraigo.
Lo primero que viene a la mente, es la estela sangrienta de la contrainsurgencia y la experiencia pinochetista. Y por cierto, no se trata de una asociación arbitraria en un país cuyas clases dominantes han hecho de Augusto Pinochet un prócer y han montado un sistema político a medida para blindar sus privilegios. Por otra parte, tratándose de guerra, se necesita un enemigo. Y aquí aparece otra conocida configuración cultural: el enemigo no es un actor político sino un “delincuente”. Esto no se remonta a la contrainsurgencia (que por cierto explotó esa huella) ni es tampoco un invento chileno. Basta recordar una dura etapa de las guerras civiles argentinas, en la década de 1860. El entonces presidente argentino Bartolomé Mitre, que ha desatado duras campañas militares en el interior mediterráneo para someter a las rebeliones federales, señala en una misiva que debe procurarse hacer de la represión una “guerra de policía”, para encubrir la naturaleza política del enfrentamiento y demonizar al adversario. Así dirá: “Declarando ladrones a los montoneros, sin hacerles el honor de considerarlos como partidarios políticos, ni elevar sus depredaciones al rango de reacción, lo que hay que hacer es muy sencillo” (carta a Sarmiento, 8 de abril de 1863). No resulta difícil adivinar lo que quiere hacer Piñera con aquellos ciudadanos que protestan contra su política económica, si son catalogados como delincuentes.
La configuración cultural guerrerista aplicada al conflicto social es, por otra parte, un recurso al que echan mano en el mundo contemporáneo clases dirigentes que fracasan en asegurar la gobernabilidad y la distribución del excedente económico. En su momento, el economista egipcio Samir Amin había señalado que el neoliberalismo no puede resolver la crisis del sistema, y por lo tanto se limita una compleja ingeniería para gestionarla. La gestión de la crisis puede derivar en violencia cuando el excedente se pulveriza y solo queda la evidencia incontrastable de la sobreexplotación, la pauperización colectiva y el ajuste permanente. Allí se reactualiza la configuración cultural oligárquica que pervive casi intacta debajo de las operaciones mediáticas y las apelaciones al “diálogo” y el “consenso”. Gestión neoliberal y violencia no pueden sino reforzarse, y aparecen como el callejón sin salida construido por una tradición autoritaria que se amasó con sangre (la de Salvador Allende y la de tantos otros) y se encubrió con la ultraconservadora transición a la “democracia” en la década de 1990. No es una fatalidad insalvable, no es el destino inevitable de nuestros pueblos. La Bolivia de Evo lo demuestra. La justicia social y la distribución de la riqueza es la clave del crecimiento y la estabilidad económicas; la expansión de los derechos sociales, políticos y culturales, es el basamento de una nueva democracia; el liderazgo político se asienta en el enraizamiento popular y no en el poder patrimonialista. Salir de la gestión neoliberal de la economía es el primer paso, pero solo podrá hacerse saldando cuentas con la tradición autoritaria.   

Germán Ibañez

miércoles, 9 de octubre de 2019

Rodolfo Puiggrós y el primer peronismo


Al momento de la emergencia del peronismo en la década de 1940 Rodolfo Puiggrós integraba el Partido Comunista, en el cual ya se había destacado como historiador. Él mismo fechará más o menos por aquellos años, con la publicación de Los caudillos de la Revolución de Mayo[i], su progresivo ajuste de cuentas con la interpretación histórica de la izquierda liberal. De ser así, su mirada sobre el pasado argentino y su apreciación del singular momento político marcado por el ascenso del movimiento liderado por Juan Perón guardarían cierta correspondencia. Más seguro es que una lectura que asignaba primacía al antiimperialismo por sobre el antifascismo para orientarse en la realidad nacional, resultó decisiva en la crisis que se suscitó entre Puiggrós y otros militantes del PC con la conducción del Partido. A partir de la expulsión del Partido, comenzó el peregrinaje político e intelectual de Rodolfo Puiggrós hacia el seno del movimiento nacional, realizando simultáneamente una crítica minuciosa de lo que entendía como “lastres” de la izquierda tradicional así como de las “contradicciones internas” del propio peronismo. Su objetivo inicial, de conformar una vanguardia marxista nacional, lo llevó a nutrir lo que dio en llamarse “nacionalismo popular revolucionario” y su acercamiento final a la tendencia revolucionaria del peronismo.
En la segunda mitad de los años ’40, Puiggrós y algunos comunistas disidentes expulsados del Partido conformarán el Movimiento Obrero Comunista (MOC). Se destacará también Eduardo Astesano, que mantuvo un prolongado intercambio intelectual con Puiggrós, y cuyo pensamiento seguirá asimismo un derrotero original en los años subsiguientes. El historiador Samuel Amaral[ii], que estudió ese grupo, señala que se trata de comunistas que buscan interpretar al peronismo desde una clave antiimperialista, alejados de la idea de confundir al nuevo movimiento con una versión local del fascismo. Pero no son peronistas. Siguen sosteniendo la necesidad de una vanguardia política de la clase obrera, encarnada por un Partido Comunista al que hay que recuperar del extravío de sus dirigentes. Intentaron infructuosamente en dicha querella persuadir a las bases, así como apelar a otros núcleos del comunismo internacional. El fracaso en esa empresa por un lado, y los avances de la política nacionalista del peronismo por el otro, los alejaron definitivamente del Partido aunque sin abandonar todavía la identidad comunista. La reformulación ideológica en la que se empeñaron, podía conciliarse, con cierto esfuerzo, con el paradigma marxista leninista, pero los empujaba por sendas originales también. El punto crítico se presenta cuando dejan de abogar por una necesaria (y futura) revolución democrático-burguesa y pasan a considerar, alrededor del año 1952, que el peronismo constituye una “revolución nacional emancipadora”. Eduardo Astesano sugiere que los discursos y el propio contacto con Perón, fueron importantes en ese cambio[iii]. Aunque es probable que esto último represente la posición personal de Astesano, uno de integrantes los más “peronistas” del MOC, y que no fuera compartido por el resto. El núcleo comunista disidente se irá fragmentando en efecto. Puiggrós sustentará una posición de cierto equilibrio en el MOC, casi como un reflejo de la lectura que despliega por entonces: la de un peronismo como expresión de un cierto “equilibrio de clases” en el frente antiimperialista.
Para seguir la posición de Puiggrós por aquellos años, resulta de interés los artículos que reunió poco después (1958) bajo el título El proletariado en la revolución nacional. Allí analiza al peronismo como consecuencia de las transformaciones de la sociedad argentina. O, según su propia expresión, como resultado de las causas internas. Entre esas causas internas había que relevar: a) el desarrollo de las fuerzas productivas en contradicción con la estructura dependiente del país; b) la agudización de la lucha de clases; c) el crecimiento de la conciencia antiimperialista de la clase obrera; d) el crecimiento de la conciencia antiimperialista en parte de la intelectualidad y del Ejército[iv]. Al nivel de la formación social argentina, la tensión entre el autodesarrollo nacional y el imperialismo es la contradicción principal, y el peronismo nace de ella. Se trataba de un proceso que discurría por los cauces del capitalismo, aunque para Puiggrós podía ser leído en la clave de la revolución de nueva democracia postulada por el comunismo chino. Tanto Puiggrós como Astesano evidenciarán la influencia del pensamiento del líder chino Mao, algunos de cuyos escritos ya circulaban en castellano desde principios de la década de 1950[v]. En el primer tramo de la Revolución China, no se había producido aún la ruptura con la Unión Soviética, y Mao formaba parte por eso mismo de la pléyade oficial del comunismo internacional, sin generar mayores controversias entre quienes revistaban en las filas de los partidos comunistas o provenían de ellas.
El Estado aparecía como un factor esencial en la revolución nacional emancipadora, pero quedaba por precisar su contenido de clase, cuestión difícil de obviar para un marxista. En este problema se advierte el esfuerzo teórico de Puiggrós por aprehender las peculiaridades del poder estatal en la Argentina del primer peronismo. El Estado no podía sino ser fruto de las contradicciones de clase, aun cuando alcanzara, en circunstancias determinadas, un importante grado de autonomía. ¿Cuál era la clase dominante en ese Estado? Puiggrós no da una respuesta taxativa, sino que señala la importancia del movimiento de masas y la tendencia del Estado peronista a buscar un equilibrio, a colocarse “por encima” de las clases[vi]. Esa ambigüedad refleja la dificultad para definir como plenamente burgués a un proceso que había sido impulsado de modo tan eminente por la multitud obrera en 1945. En última instancia, se trataba de una contradicción interna de esa etapa, piensa Puiggrós, a la que no podía sustraerse el Estado ni tampoco la misma figura de Perón: “La política peronista fue en el gobierno la expresión viva de esa contradicción objetiva y global. Perón siempre actuó teniendo en cuenta primordialmente la fuerza más poderosa de cada momento, la presión más importante, la mayor exigencia de los acontecimientos”[vii]. Sugestiva apreciación sobre la orientación de Perón, que tal vez anticipa algunas claves interpretativas de la izquierda peronista de los ’70. En todo caso, puede advertirse lo complejo de avanzar en la caracterización del liderazgo personalista, aun para una tradición ideológica que no carecía de experiencias al respecto (Stalin, Mao).
El líder no podía sino inclinarse ante las fuerzas políticas y sociales de su coalición que fueran más poderosas en cada circunstancia. Lo que advierte Puiggrós es que el cuadro quedaba incompleto si no se apreciaba el rol de las masas. Bajo el primer peronismo, incluso sin una organización de clase independiente, las masas obreras fueron centrales en la orientación del Estado e impulsando a Perón: “Tantas veces cuantas Perón vaciló… bajo la presión de los reaccionarios y del imperialismo, la fuerza de las masas le impuso finalmente el rumbo”[viii]. En un trabajo posterior, Puiggrós retoma sus reflexiones sobre el liderazgo personalista, y crítica al liberalismo y a la izquierda tradicional que no se resignaban a dejar de ver en Perón a un gran manipulador, un hábil titiritero que podía mover los hilos a voluntad. Por el contrario, sostiene la existencia de un vínculo dialéctico, de ida y vuelta, entre líder y sociedad: “El liderato no es unilateral ni arbitrario, pues lo genera la unidad y la mutua dependencia del líder con la masa popular que se reconoce en él y lo condiciona. Igual que al artista, al filósofo y al científico, la sociedad le otorga relieve y trascendencia. Es creado y creador”[ix].
La clase obrera forma entonces parte del entramado de poder, en un equilibrio inestable con otros grupos sociales. Ese equilibrio no podía ser eterno, y Puiggrós descree de los planteos al estilo de la “comunidad organizada”. Le interesa la continuidad de la lucha de clases bajo las condiciones de una revolución nacional emancipadora.
Estas preocupaciones serán reformuladas en los años posteriores, en los cuales Rodolfo Puiggrós se erigirá como uno de los intelectuales del nacionalismo popular revolucionario. Algunos rasgos del comunismo ortodoxo de su temprana formación quedarán en el pasado, pero ciertas claves interpretativas, enunciadas ya en esos años de las décadas de 1940 y 1950, continuarán presentes: la primacía del antiimperialismo; el peronismo como expresión de una revolución nacional; la ausencia de un equilibrio social permanente y la continuidad de la lucha de clases en el proceso de emancipación nacional; la relación entre masas populares y liderazgo político.

Germán Ibañez


[i] Rodolfo Puiggrós: Los caudillos de la Revolución de Mayo; Buenos Aires; Ediciones Corregidor; 1971; p. 7
[ii] Samuel Amaral: “Peronismo y marxismo en los años fríos: Rodolfo Puiggrós y el Movimiento Obrero Comunista 1947-1955”, en Investigaciones y ensayos; N° 50; 2000; pp. 167-190
[iii] Eduardo Astesano: Ensayo sobre el Justicialismo a la luz del Materialismo Histórico; Rosario; Edición del autor; 1953; pp. 10-11
[iv] Rodolfo Puiggrós: El proletariado en la revolución nacional; Buenos Aires; Trafac; 1958; pp. 52-53
[v] Darío Pulfer y Julio Melon Pirro señalan la existencia de una edición cubana de textos de Mao del año 1951: “Nota sobre la prensa(s) de la resistencia(s). Cuadernos del Nacionalismo Marxista, un cruce novedoso; en Revista Movimiento; N° 14; julio de 2019; p. 55
[vi] Rodolfo Puiggrós: El proletariado en la revolución nacional; op. cit.; pp. 60-61
[vii] Ibíd.; p. 61
[viii] Ibíd.; p. 62
[ix] Rodolfo Puiggrós: El peronismo: sus causas; Buenos Aires; Ediciones Cepe; 1974; pp. 32-33

viernes, 27 de septiembre de 2019

Reflexiones (libres) acerca del documental La educación en movimiento


El documental La educación en movimiento, de los realizadores Malena Noguer y Martín Ferrari, propone una mirada panorámica sobre algunas experiencias latinoamericanas de educación popular llevadas adelante por una serie de movimientos sociales. Los testimonios recogidos de los protagonistas de esas experiencias contienen una gran densidad política y conceptual, la obra de conjunto abunda en inquietudes sugerentes, y hay además escenas de cierta belleza. En lo que sigue no haremos un comentario pormenorizado del documental, al cual recomendamos ver, sino más bien delinear una serie de reflexiones que nos inspiró su visionado.
Las experiencias de educación popular de los movimientos sociales contemporáneos son el resultado de la articulación de las voluntades de personas y grupos diversos. De diferentes clases sociales. En cierta medida, se trata de una “alianza” social en la cuales e cruzan voluntariamente saberes académicos o letrados y saberes populares asentados en cursos históricos populares prolongados. Hace ya unos cuantos años, el antropólogo Adolfo Colombres proponía, en un artículo publicado en la revista Cuadernos para la Emancipación, la alianza entre la cultura académica y las culturas indígenas-populares como una clave para la liberación del continente. Es posible extender ese esquema planteado por Colombres a los colectivos urbanos más diversos. Se trata también del cruce, inevitablemente azaroso, de culturas militantes, que buscan sistematicidad y coherencia, con amplias y difusas culturas populares. Los vasos comunicantes entre ambas culturas no están dados de una vez y para siempre. Se establecen de modo voluntario y se mantienen trabajosamente. Diversas dinámicas sociales “acercan o alejan” a diferentes grupos o clases en las sociedades contemporáneas más allá de su conciencia o voluntad; por ejemplo, el ciclo económico, que cohesiona ciertos conglomerados sociales o los hace estallar por el aire. Aquí nos referimos a otra cosa. En las experiencias reseñadas, como de modo más genérico en el despliegue amplio de las formas de organización popular, se trata de un hecho de conciencia, dirigido al establecimiento de otras relaciones sociales diferentes a aquellas impuestas por la desigual distribución de los recursos y el poder.
Puede advertirse, en las experiencias de educación popular relevadas en el documental, miradas que superan los particularismos y lo corporativo. Es inevitable el enraizamiento de los movimientos sociales en sujetos, territorios y problemáticas determinadas. No existe el movimiento social universal. Por el contrario, cuando el enraizamiento es profundo, las fortalezas de los colectivos son más evidentes. Pero sí se desarrollan desde esas bases humanas y territoriales, miradas con proyección nacional y global. En el proyecto educativo de los movimientos sociales se comparte y se reflexiona sobre una experiencia internacional. Lo contrario sería equivalente a postular que no se puede aprender del otro/a. Esa perspectiva es clave, y está en el bagaje de las mejores tradiciones latinoamericanas; pensemos en un José Martí, por ejemplo. O en uno de los padres de la educación popular: Simón Rodríguez.
La cuestión estratégica está en la creación del sujeto popular. Lo cual, no constituye una novedad por cierto, pues esa problemática está en el corazón del proyecto pedagógico de Simón Rodríguez. Pero esa creación no es indeterminada. Siempre se trata de personas y grupos realmente existentes, en relaciones sociales determinadas que se impugnan trabajosamente en tanto quiere alumbrarse otras nuevas y mejores. Es decir, entramados históricamente concretos de clases sociales. El núcleo más duro de las relaciones sociales, que no se puede desanudar solo con el pensamiento o el deseo, está atado al control de los recursos estratégicos, a la distribución del ingreso, a la trama de dominaciones y subalternidades. La conformación de los sujetos populares comienza en el reconocimiento crítico de esas desigualdades, y en la organización para enfrentarlas.
En ese camino, la educación popular contribuye no solo al autoconocimiento, sino a la creación de cierta mística, de cierto orgullo, elemento imposible de cuantificar pero sin cuya presencia puede presumirse el derrumbe de las experiencias de organización popular. Mucho más en una época en la cual uno de los rasgos de la ideología de la dominación es el desencanto. Las identidades que se recrean en los movimientos sociales y sus experiencias de educación popular no están a salvo de los vendavales de la historia por cierto, pero representan el esfuerzo consciente por asumir un destino propio.
El conocimiento que se construye en el cruce de saberes, y las identidades que se recrean en la articulación de voluntades y el reconocimiento de la diversidad, son activos invaluables en las experiencias de educación popular. La educación en movimiento nos ofrece una mirada posible a todo ello.

Germán Ibañez

viernes, 20 de septiembre de 2019

Marx e Irlanda: reflexiones sobre el colonialismo


En fecha reciente, el vicepresidente del Estado boliviano, Álvaro García Linera, presentó un volumen con escritos inéditos de Marx reunidos bajo el título de Colonialismo. El propio García Linera aclaró que, en rigor de verdad, son anotaciones y comentarios de Marx; no se trata de artículos u otros escritos terminados que hubieran quedado sin publicar. Es decir, se trata de un material de interés para los investigadores, y los lectores con curiosidad por conocer un poco más la trastienda del pensamiento de Marx. Lo que sí queda claro es que futuras investigaciones sobre las opiniones de Marx acerca del colonialismo y la llamada “cuestión nacional” podrán sacar provecho del importante cúmulo de escritos suyos que han permanecido inéditos o que tuvieron limitadísima circulación. Con los textos ya publicados y de amplio acceso, se han producido, a lo largo de las décadas, numerosos abordajes, tanto en quienes se acercaron a la obra de Marx con un interés primordialmente intelectual, como por parte de los movimientos políticos inspirados en el ideal socialista. También por referentes de los movimientos de liberación nacional en Asia, África y América Latina.
En las aproximaciones a Marx directamente relacionadas a la política, han incidido los avatares de procesos históricos concretos, especialmente la Revolución Rusa de 1917, que permitió la irradiación posterior del pensamiento de Lenin acerca de la cuestión nacional. Otros enfoques, como el llamado “austro-marxismo” de Otto Bauer, tuvieron una mucha más limitada circulación. Evidentemente, el éxito de un proceso revolucionario es lo que ha condicionado el prestigio de las elaboraciones ideológicas vinculadas a esas historias concretas. No se trata, de todas formas, de una fatalidad insalvable. Piénsese por ejemplo en la operación político-intelectual del comunismo italiano de la inmediata segunda posguerra, que permitió dar a conocer el pensamiento de Antonio Gramsci.
Otra cuestión que ha impactado en los estudios sobre la cuestión colonial en Marx es el desigual acceso a sus escritos a lo largo del tiempo. García Linera reseñó, en su presentación, este problema en lo referido a Latinoamérica en el siglo XX, y la azarosa circulación de ediciones de Marx en castellano. Con el tiempo se fue engrosando la magnitud del material impreso que circulaba a disposición de los lectores, pero, en lo referido al problema del colonialismo y la cuestión nacional, quedaron en pie dos dificultades también mencionadas por García Linera. La primera es que clarísimamente la cuestión del colonialismo no constituyó la preocupación más presente en la obra de Marx, y se hace necesario rastrear las alusiones al tema en diferentes pasajes de los escritos más conocidos, en artículos, en la correspondencia, en referencias incidentales, etc. Cierto es, de todas formas, que las investigaciones acerca de la obra cumbre de Marx, El Capital, fueron poniendo de relieve la importancia que su autor le asignaba a la explotación colonial en el ascenso de la civilización capitalista. 
La otra dificultad es que, evidentemente, a lo largo de la evolución intelectual de Marx, fue cambiando su conocimiento y opiniones sobre el colonialismo y problemas conexos a él. La sacralización del pensamiento de Marx en el siglo XX y el aleatorio acceso a sus escritos condujeron a más de un equívoco. Muy especialmente a “congelar” la mirada de Marx sobre esos problemas en las opiniones laudatorias que él formuló sobre la rapiña estadounidense al territorio mexicano, o sus artículos de la década de 1850 acerca de la colonización británica en la India. En esos artículos justifica la expansión capitalista como una fatalidad necesaria que, al impulsar el desarrollo de las fuerzas productivas, crea las condiciones para un ulterior paso a formas sociales más elevadas. La conquista británica tendría así una función destructora de la vieja sociedad india, con todas las calamidades asociadas a esa destrucción, pero también regeneradora en cuanto impulsaba la transformación capitalista. Sin embargo, no puede decirse que la mirada de Marx haya quedado fijada en esos artículos. Con el tiempo se conocieron sus preocupaciones de los últimos años, acerca de la posibilidad de una transición directa de la comunidad campesina al socialismo en Rusia, sin la necesidad de pasar por el sacrificio social inherente a la transformación capitalista. La reflexión sobre una “periferia” (como era la Rusia del siglo XIX) del área medular del sistema capitalista mundial, y sobre la posibilidad de diferentes vías de evolución social, tiene una evidente relación con la cuestión del colonialismo. Manifiestamente, sobre estos asuntos, resultarán de gran importancia aquellos tramos poco conocidos de la obra de Marx, y la publicación del ingente cuerpo de su escritura inédita. Puesto que su pensamiento estaba en evolución sobre estos tópicos, puede presumirse que se hallarán indicios de ello en lo que permanece no publicado. También parece evidente la necesidad de un relevamiento de los escritos de Engels, dada la estrecha comunión intelectual de ambos pensadores.
Esta referencia a Engels es oportuna para reseñar brevemente una preocupación compartida por Marx: la cuestión de Irlanda. En el análisis de la lucha nacionalista irlandesa puede advertirse, hacia la década de 1870, una maduración de la mirada sobre el colonialismo, contrastante en cierta forma con las opiniones que Marx vertiera en artículos periodísticos de la década de 1850. La importancia de esas referencias a Irlanda, presentes en la Correspondencia de Marx o reproducidas en volúmenes que compilan escritos que aluden al colonialismo (como los publicados por la Editorial Progreso), han sido destacadas, justificadamente, por diversos analistas. Una buena aproximación puede encontrarse en las páginas que le dedica al tema Jorge Enea Spilimbergo en su libro La cuestión nacional en Marx.
Alrededor de 1870, Marx y Engels corrigen y reelaboran sus opiniones sobre la cuestión irlandesa en informes y cartas. El movimiento nacional irlandés era, para cualquier observador europeo atento de aquellos años, un asunto candente. Es importante tener en cuenta que, para Marx, el grado de progresividad histórica que representan las luchas nacionales concretas son la clave de su legitimidad. Es decir, que no hay una valoración universal ni una reivindicación de todos ellos. No estamos aún frente a la legitimación principista de la autodeterminación de las naciones que encontraremos, décadas después, en Lenin. Así, si ciertas luchas merecían su especial atención como era el caso irlandés o el de Polonia, no sucedía lo mismo con otras. Funcionaba para Marx y Engels el “principio del umbral” que Eric Hobsbawm reseñaría al estudiar el movimiento de las nacionalidades decimonónico (Naciones y nacionalismo desde 1780). Evidentemente, la cuestión nacional y colonial asumía relevancia a los ojos de Marx y Engels en relación a la expansión capitalista y no a la afirmación culturalista o identitaria.
 Pero lo interesante de su análisis de la experiencia irlandesa está en la vinculación entre la lucha anticolonialista y las perspectivas emancipatorias en los centros capitalistas. Por eso dijimos que estas reflexiones parecen la contracara de los artículos sobre la colonización británica en la India. Si en esps artículos el despliegue inclemente de la expansión capitalista de los centros sobre las periferias habilita el progreso histórico, en las referencias posteriores a la cuestión irlandesa es la revolución nacional y anticolonial la que incide en el desbloqueo del cambio social en las metrópolis. Está aquí en germen la perspectiva luego desarrollada por Lenin del eslabón débil del sistema.
En un informe de 1870, Marx señala que Irlanda es el baluarte del “landlordismo” inglés, piedra angular de la dominación capitalista británica, y que allí hay que buscar la explicación del quietismo social en Inglaterra. Por el contrario, la lucha es potencialmente más revolucionaria en Irlanda por la concentración de la propiedad de la tierra y por la existencia de una cuestión nacional. Es decir, por la sujeción a Inglaterra, cada vez más cuestionada por importantes contingentes de la población irlandesa. En tanto que la estabilidad en Inglaterra está dada por la explotación sobre la economía irlandesa y por la propia división de la clase obrera residente en la isla británica. Con la inmigración de trabajadores irlandeses, la burguesía británica se provee de mano de obra barata y además divide a la clase obrera en dos facciones “nacionales” hostiles. El obrero inglés por un lado, que ve en el inmigrante irlandés a un competidor desleal que baja su salario. El trabajador irlandés por el otro, que percibe en el proletario inglés a un cómplice de la opresión nacional sobre su país de origen. Al mismo tiempo, la agitación independentista irlandesa es utilizada por los británicos como pretexto para mantener un gran ejército permanente.
Ahora bien, la dominación sobre la periferia es también la inhibición de las fuerzas transformadoras en la propia metrópoli: “El pueblo que subyuga a otro pueblo forja sus propias cadenas”. Parece resonar el alegato del Inca Yupanqui en las Cortes convocadas en España en 1812: “un pueblo que oprime a otro no merece ser libre”. A su turno, José Martí formulará expresiones parecidas. Pero Marx se refiere más específicamente a la división en la clase obrera en la metrópoli, y la necesidad de subsanar esa cuestión. Por eso, a su juicio, el programa de la Asociación Internacional debía asumir la causa de la libertad de Irlanda: golpear el reaseguro de la burguesía británica como condición imprescindible para la liberación de la clase obrera inglesa.
Insistirá de diversos modos en esa idea. En carta a Sigfrido Meyer y a Augusto Vogt en abril de 1870 afirmará que la caída de la dominación inglesa en Irlanda creará las condiciones simultáneas para la revolución campesina irlandesa y la lucha obrera en Inglaterra. Esto pone de relieve al problema agrario y la lucha campesina como forma primordial de la cuestión social en Irlanda. Queda ahí latente una vía de reflexión sobre las luchas campesinas, a las que tanto Marx como Engels prestaron atención en otros escritos (en su momento habían criticado a los fenianos irlandeses por las formas “conspirativas” de lucha y no recurrir a la lucha de masas). Irlanda es la periferia rural y al mismo tiempo, provee de mano de obra barata a la industria metropolitana. Inglaterra era, a ojos de Marx, el centro indudable del capitalismo, y por lo tanto donde podían verificarse las tendencias transformadoras más profundas. Pero para acelerar la revolución en ella, no había otra alternativa que la revolución en la periferia. En este caso: la independencia de Irlanda. De acuerdo con ese diagnóstico, la revolución irlandesa era relevante en términos estratégicos, más allá de simpatías o solidaridades: “La tarea especial del Concejo Central de Londres [de la Internacional] es despertar en la clase obrera inglesa la conciencia de que la emancipación nacional de Irlanda no es para ella una cuestión abstracta de justicia o filantropía sino la primera condición de su propia emancipación social”.
Esos pasajes sobre la revolución irlandesa son claros indicios de los matices y dimensiones que en el pensamiento de Marx asumía la cuestión del colonialismo. Y de una búsqueda que no había cesado. Hay que correlacionarlos con escritos más tempranos, con su análisis de la acumulación primitiva del capital y la expoliación colonial, con sus indagaciones acerca de diversas vías de evolución de las sociedades. Aquello de su escritura que aún permanece inédito en castellano, o es de difícil acceso, puede contribuir a echar luz sobre estos temas.

Germán Ibañez

martes, 10 de septiembre de 2019

El nacionalismo democrático popular de Manuel Ortiz Pereyra


Se recuerda en ocasiones al dirigente yrigoyenista Manuel Ortiz Pereyra como uno de los precursores de FORJA, el agrupamiento antiimperialista de la década de 1930 liderado por Arturo Jauretche. Una excelente aproximación a su pensamiento es el libro que le dedica Norberto Galasso, Testimonios del precursor de FORJA: Manuel Ortiz Pereyra, editado originalmente por el CEAL en los años ‘80 (hay edición más reciente de Edulp, 2006). En efecto, hay una clara afinidad entre los postulados de Ortiz Pereyra, y las ideas luego desarrolladas por Arturo Jauretche, cimentadas en la común militancia yrigoyenista y en una posición que aunaba nacionalismo con democracia y justicia social. Son esos ejes político-ideológicos los que permiten recortar nítidamente los contornos de un nacionalismo popular en la Argentina de las primeras décadas del siglo XX, contrapuesto a otras vertientes también denominadas nacionalistas, pero caracterizadas por un contenido claramente conservador. Juan José Hernández Arregui se ocupa de esos nacionalismos de derecha en un capítulo entero de su libro La formación de la conciencia nacional, deslindándolo del nacionalismo popular forjista, aunque les reconoce aportes relevantes en campos como el revisionismo histórico, especialmente a partir de 1933. Por otra parte, el acercamiento entre socialismo y nación, como el que promovía por aquellos mismos años Manuel Ugarte, nos da otra pista de preocupaciones similares a las que animaban al incipiente nacionalismo popular.
Una rápida ojeada al contexto latinoamericano de la época nos muestra la progresiva eclosión del fenómeno del nacionalismo popular, muy especialmente en México desde la Revolución de 1910. Tampoco pueden olvidarse los cruces entre marxismo y nacionalismo, como los que se verificarían con la polémica político-intelectual que sostuvieron en los años ‘20 los peruanos José Carlos Mariátegui y Víctor Raúl Haya de la Torre, o entre éste último y el cubano Julio Mella. Las aleaciones ideológicas eran variadas como diferentes las circunstancias nacionales de aquellos países: indigenismo, socialismo, agrarismo. Pero hay rasgos que comienzan a caracterizar al conjunto, hacia las décadas de 1920-1930: la centralidad de la economía, el filo antiimperialismo, la presencia del “pueblo” como sujeto. En esas coordenadas hay que ubicar el pensamiento de Manuel Ortiz Pereyra.
Cuando se señala la filiación yrigoyenista de Ortiz Pereyra y de Jauretche, queda en evidencia una raíz del nacionalismo popular argentino: el liberalismo nacional, vertiente claramente diferenciada de la corriente hegemónica del liberalismo argentino, de cuño oligárquico. Esa contraposición no resultaba inadvertida para los protagonistas, y otra figura eminente, Raúl Scalabrini Ortiz, quiso dar cuenta de ella con la fórmula de “las dos rutas de Mayo”. Una vía es encarnada por Bernardino Rivadavia, y desemboca en los constructores del Estado oligárquico; la otra vía es la del liberalismo jacobino de Mariano Moreno, que Scalabrini Ortiz reconoce como antecedente del nacionalismo popular. De manera más inmediata, la raíz yrigoyenista vinculaba a ese nacionalismo con el ascenso democrático de las masas; es decir con la experiencia de los movimientos nacionales que, de una manera u otra, cuestionaban el orden oligárquico.
El movimiento nacional de las primeras décadas del siglo XX no dejaba de estar atravesado por profundas contradicciones (muy especialmente su escasa comprensión de la cuestión obrera o incluso de la importancia de impulsar el crecimiento industrial), pero había contribuido a sentar ciertas bases que habrían de perdurar. Entre ellas: la idea de democracia como soberanía popular, en oposición al republicanismo formal de liberalismo oligárquico; un rol más activo del Estado en la economía; la propiedad pública sobre los recursos estratégicos (YPF); una mayor sensibilidad social, aunque insistimos que en este punto el yrigoyenismo desnudó sus más severas inconsistencias.
En el seno de ese movimiento nacional plebeyo pero aún enfrascado en las claves del liberalismo nacional decimonónico, se destaca por su modernidad antiimperialista Manuel Ortiz Pereyra. Él profundizará en los ejes más arriba señalados, y también compartirá inevitablemente alguna de las inconsistencias del radicalismo de su época
Un elemento clave es su reivindicación de la soberanía popular como una conquista “revolucionaria”, ganada por el radicalismo en los episodios insurreccionales de 1893 y 1905). Es decir, la democracia no desciende de los cielos, legada por los padres fundadores del Estado oligárquico (que no dudaban de la conveniencia de “postergar” la participación ciudadana como establece la formula alberdiana de la República posible). El pueblo es el sujeto de su propia “redención”, término este último caro al radicalismo de entonces, pero que devela una raíz posible del “solo el pueblo salvará al pueblo” de décadas posteriores.
El protagonismo popular no es solo aquel del inmediato presente, sino una recurrente de la historia argentina, piensa Ortiz Pereyra. Pero el estudio de esa historia, le revela otro protagonista, solo que esta vez antagónico a sus ideales de redención nacional: el colonialismo. Manuel Ortiz Pereyra alerta sobre una línea histórica de colonialismo, a contrapelo de una historia “oficial” que establecía la independencia del país, de una vez y para siempre, en 1816. El colonialismo resultó más pertinaz que la simple sujeción a la Corona ibérica: la independencia de España no se tradujo en la emancipación económica y cultural del país. En El SOS de mi pueblo dirá: “Por una circunstancia ocasional de la Historia de Europa, nuestra emancipación política fue un acontecimiento improvisado. La idea y la acción libertadoras surgieron en virtud de que la madre patria zozobraba entre el peligro de ser conquistada por Francia y el desfallecimiento de su reyecía corrupta y sin capacidad para el gobierno de América… Los Gobiernos de la Gran Bretaña nos brindaron el honor de su amistad, ayudándonos a independizarnos de España y asegurándonos nuestra emancipación de cualquier tutela que no fuera la suya, en lo económico”. La subordinación económica a Inglaterra fue desde entonces una realidad, que continuó en la era de la organización nacional y del “progreso” de finales del siglo XIX. Anticipando a Scalabrini Ortiz, Manuel Ortiz Pereyra sindica a los británicos como los verdaderos directores de la vida económica nacional, que orientan en función de sus intereses.
Sin dejar de destacar esa centralidad del fenómeno colonialista en su faceta económica, Ortiz Pereyra llama la atención sobre otra arista del problema: el colonialismo cultural. La economía se asienta en la cultura, y ambas son coloniales. Para denunciar ese colonialismo cultural, Ortiz Pereyra recurre a una prosa popular que es antecesora de la escritura jauretcheana. Así desarrolla la fórmula de los “aforismos sin sentido”, de notoria afinidad con las zonceras criticadas por Jauretche años después. Algunos es esos axiomas eran: “América para la humanidad”, “Debemos ahorrar sobre el hambre y la sed de los argentinos”, “Comprar a quien nos compra”, “El Estado es mal administrador”. Este último se ha resistido a abandonar el imaginario de los argentinos; era tan funesto entonces como ahora.
El desafío de encarar la emancipación económica y cultural suponía atender, simultáneamente, a las dos dimensiones del fenómeno colonialista. Puntualmente, la independencia económica es postulada por Ortiz Pereyra como una “tercera emancipación”. La primera fue la independencia de España; la segunda la democratización del Estado con el yrigoyenismo; la tercera deberá ser la plena emancipación económica del país. Desde ese mirador, el nacionalismo no pasa por la liturgia patriótica, sino por la conquista de la autodeterminación nacional. En su prédica, Ortiz Pereyra denuncia los nudos estratégicos controlados por el capital extranjero: los transportes y la comercialización. A través de esos nudos, el capital extranjero se apropia de una parte del excedente creado por los productores locales. Cuando Ortiz Pereyra piensa en esos productores, identifica a segmentos como los chacareros o incluso los trabajadores, pero no aparece la burguesía industrial. Como sucedía en general con la UCR de esa época, no hay en Ortiz Pereyra una reflexión sistemática sobre la industrialización.
Para cuestionar el colonialismo económico, Ortiz Pereyra recurre en ocasiones a los aforismos sin sentido y al humor, como en la anécdota del “chico de la bicicleta”, que informaba las cotizaciones bursátiles y desnudaba la fachada de solvencia informativa imparcial construida por la prensa de entonces. Y es que el plano de la construcción de sentidos, del imaginario, de la cultura, resultaba esencial. Aquí Ortiz Pereyra propone una verdadera batalla: por un pensamiento científico y una idea “activa” en la construcción del conocimiento. Se trata de una crítica al pensamiento especulativo y a la tradicional cultura de la imitación de cuño oligárquico. El colonialismo cultural se caracterizaba por la aceptación de todo lo europeo como superior a lo americano, y su corolario: el calco y la copia.
En esa lucha, es fundamental el aporte de los artistas e intelectuales. El verdadero artista cumple una alta función social, más allá del simple entretenimiento. En la lucha anticolonial se requiere un intelectual comprometido, y va aquí otra configuración cultural perdurable, que eclosionaría con fuerza mucho después. Dirá: “Cuando la patria se ve invadida por ideas y por capitalistas extranjeros que la sojuzgan, esos intelectuales deben empuñar sus más bruñidas armas para repeler tan enorme agresión. La patria debe gobernarse por si misma en lo económico y en lo cultural, como se gobierna libremente en lo político”. El país colonial, con sus límites, no ofrece, por otro lado, plenas oportunidades de realización para los artistas y escritores, salvo una minoría que logra integrar la superestructura. En ese sentido, hay una identidad sustancial entre desarrollo nacional y cultura nacional. Las alternativas eran de hierro: la inacción (el intelectual como peso muerto) o la vocación política: “En tales condiciones, esos literatos, a secas, resultan un peso muerto para la sociedad. No hacen política a pesar de que la política en una democracia incipiente como la nuestra, sería la más justa aplicación de las nobles actividades de los idealistas”. Más duras son sus palabras para con los intelectuales oligárquicos. A ellos los llama los “descuidistas del pensamiento”: distraen la atención de las personas mientras las empresas extranjeras les vacían los bolsillos.
Tal vez lo más sugerente de esa filiación del nacionalismo popular en la matriz de los grandes movimientos nacionales sea la mirada hacia el propio interior, para echar luz sobre las tensiones internas, las contradicciones. Ortiz Pereyra reconoce la naturaleza socio-histórica del personalismo yrigoyenista: también indaga sobre sus límites. Lejos de la diatriba histórica de la oligarquía contra el “caudillismo”, presunta expresión de la barbarie de las masas, Ortiz Pereyra se pregunta acerca del fenómeno del liderazgo. Sostendrá que: “El pueblo es personalista, no porque la persona de Yrigoyen le agrade o le desagrade, ya que apenas la conoce, sino porque esa persona es una Idea, la Idea misma de la Reparación, alzada por Yrigoyen hasta las alturas de un verdadero apostolado”. Hay una relación entre liderazgo y capacidad de presentar una perspectiva a la vez utópica y asequible, de interpelar intereses e ideales. El liderazgo personalista expresa demandas sociales profundas, por lo tanto, no está fuera de la historia, y muta. Con cierta capacidad profética, Ortiz Pereyra dirá: “Para reemplazar a Yrigoyen como ídolo popular será preciso que aparezca en el escenario de la República un argentino capaz de redimir al pueblo de su esclavitud económica, como él fue capaz de redimirlo de la esclavatura política y como la Revolución de Mayo lo redimió de España”. La construcción del liderazgo no es capricho, ni tampoco el resultado lineal de las dotes personales de un dirigente político; es expresión de hondas necesidades históricas y sociales. Ello explica su perdurabilidad una vez que cristaliza, pero no está salvo por ello del “vendaval de la historia”. Ortiz Pereyra pensaba en la autocrítica política e ideológica, no para liquidar la herencia sino para ir más allá. Aquí está su más fina contribución a la tradición del nacionalismo democrático y popular.

Germán Ibañez