Es
común referirse a la revolución liberal de 1930 como el punto de arranque del
moderno ciclo nacional-popular brasilero. Se inicia allí una larga etapa,
dominada por la figura política de Getulio Vargas, aunque también hay otros
referentes como Joao Goulart, o el singular periplo de Luis Carlos Prestes: de “tenente”, integrante del movimiento militar nacionalista a líder comunista.
El ciclo iniciado allí, y que se prolonga con alzas y bajas hasta mediados de
la década de 1960 (el derrocamiento de Joao Goulart, que da inicio a una
prolongada dictadura militar, se produce en 1964), está marcado por el
progresivo ascenso de la movilización y participación popular. Y tal vez allí
anida una de los legados más importantes de esa etapa del movimiento nacional
en el país vecino, de trascendencia para comprender las oleadas populares
posteriores, hacia los años 1980, de crecimiento sindical, conformación del Partido
de los Trabajadores (PT) y de organización y movilización campesinas, también. Del
mismo modo, la recurrencia del liderazgo personalista, del cual hoy es máximo
exponente el ex presidente Lula. Pero, hablando de “arranque”, el primer punto
a considerar, es la crisis de la dominación oligárquica.
La
etapa que se abre en Brasil en 1930 tiene que ver con la crisis del Estado
oligárquico, y del proyecto económico y social (agroexportador, extrovertido y
dependiente) de la elite tradicional. El gigante vecino resintió los coletazos
de la crisis mundial de 1929, y eso abrió una brecha en la dominación tradicional,
que fue aprovechada inicialmente por los sectores disidentes de la elite. Por
ejemplo, fracciones de las clases propietarias de Estados como Río Grande (en
un país muy extenso, atravesado por profundas contradicciones regionales), de
las cuales saldría el propio Getulio Vargas. Esos sectores disidentes
cuestionaron, a través de la acción directa, a las fracciones oligárquicas
hasta ese momento en el control del Estado, y con ello promovieron un
contradictorio proceso de democratización. Es importante señalar la
participación de otros contingentes sociales, de clase media urbana, como base
social de esos movimientos antioligárquicos. E incluso es ese sector social,
encarnado en la joven oficialidad del ejército, en la década de 1920, el que
anticipa de algún modo la tempestad. De allí sale el Prestes de la larga marcha
de su columna rebelde, por el interior mediterráneo del Brasil. El horizonte
ideológico general no rebasaba mayormente el liberalismo, con variantes
democratistas, un poco como se había expresado en el ciclo yrigoyenista en la
Argentina.
El
factor propiamente “popular”, solo en los años subsiguientes va cobrando una
mayor presencia, y de modo casi exclusivo en sus vertientes urbanas. La
organización y movilización campesina es más tardía, y coincide con la
desintegración del ciclo nacional-popular, en los tempranos años 1960, en la
medida en que fue visualizada como peligro terminal por la oligarquía
brasilera. Será importante retener esto, pues aquí se anuda la contradicción
principal: entre pueblo y oligarquía. Es una lucha por la
dominación, la dirección política de lo social, y la hegemonía, más que por el
excedente económico. Por cierto, no pretendemos negar su importancia, y puede
decirse que el movimiento nacional logró desplegarse más exitosamente en los
momentos de alza del ciclo económico o coyunturas favorables (como en nuestro
país), existiendo en todo momento una lucha por el ahorro y el ingreso
nacional; pero difícilmente pueda sostenerse que la oligarquía “perdió” o que
sus ganancias hayan sufrido caídas dramáticas. No deja de ser sugerente que la
pulverización del excedente siempre se originó en graves crisis de origen
externo o como consecuencia de las políticas neoliberales. Nunca la caída del
excedente fue resultado de la promoción del mercado interno, la actividad
manufacturera y el consumo popular, asociados en Brasil como en Argentina a las
diferentes etapas del ciclo nacional-popular. Conciliar crecimiento económico y
distribución de la riqueza fue uno de los objetivos del movimiento nacional, y
clave en su popularidad, tanto ayer como en la reciente etapa de Lula (Emir
Sader, Las vías abiertas de América
Latina), pero ello no significó necesariamente que peligraran las sólidas
posiciones de la oligarquía y la burguesía nacional en el terreno económico. Lo
que si se produce, y es lo que nos interesa resaltar, es una crisis de la deferencia, una brecha en un patrón de
dominación política y social que tiene sus lejanas raíces en la etapa colonial.
Y es que en países como Brasil, el despotismo del capital se enlaza con la
cultura señorial, con el tradicional
racismo, con los límites de la descolonización, como señalara en su momento
Florestan Fernandes. La movilización y la participación popular tiñen de
democratismo plebeyo la modernización, y erizan la piel de las oligarquías,
incluso en sus fracciones burguesas de más reciente formación. Lula representa
eso: el pueblo en su ascenso. No es que el empresariado brasilero haya
“perdido” plata, o que las empresas trasnacionales fueran gravemente
hostilizadas. Lo que entra en jaque es la herencia colonial, el patrón
oligárquico de dominación, la tradicional subordinación y marginalidad de “los
de abajo”.
Otra
cuestión que queda de manifiesto en las diferentes coyunturas del movimiento
nacional en Brasil, es la “debilidad” política de las fracciones no
oligárquicas de las clases propietarias, la llamada burguesía nacional. A partir de la década de 1930, Brasil entrará
(como otros países de la región) en un período de crecimiento industrial,
caracterizado en la bibliografía histórica y sociológica como la etapa de la
“industrialización por sustitución de importaciones”. Los industriales como
clase no apoyarán consecuentemente a Vargas, del mismo modo que no dan hoy “la
vida” por Lula. En las coyunturas críticas, se plegarán a las fracciones más
encumbradas de las clases dominantes. De modo similar, sucederá también con
gran parte de las clases medias. Es el movimiento nacional el que encarna, en
la persona del líder popular, sea Vargas, Goulart o Lula, las tendencias al
autodesarrollo de un capitalismo nacional.
Pero eso sucede gravitando hacia el campo de los sectores populares, que se
contraponen así a unas clases propietarias galvanizadas por una concepción del
mundo señorial, refractaria a cualquier erosión de la dominación social. Como
señalamos más arriba, no pretendemos negar la importancia de la querella
histórica alrededor del excedente económico y su uso, y del modelo económico a
imponer, pero si establecer la primacía de la disputa política por la
democratización real, por los cuestionamientos concretos a la “subalternidad”
de los sujetos populares.
Aquí
se dibujan los perfiles concretos de la contradicción pueblo /oligarquía. El ciclo nacional-popular se traduce en una
ampliación de la base democrática del Estado, en una expansión del horizonte de
derechos, en un empoderamiento de paisajes plebeyos de la sociedad civil. Todo
ello es aberrante a la lógica de los grandes negocios de la era neoliberal,
tanto como al racismo y autoritarismo de la cultura señorial. La participación
popular es a su vez el resultado de largos y complejos procesos de acumulación
y construcción de los sujetos colectivos (trabajadores, campesinos, “pobres”,
negros, minorías étnicas y sexuales, etc.). Sus momentos de alza se han
verificado de la mano de coaliciones policlasistas, con claros liderazgos
personales. A eso llamamos movimientos nacional-populares. A despecho de su
nombre, los gobiernos del PT no se han traducido en orientaciones proletarias
clasistas, sino en un horizonte popular y democratizante más amplio, no exento
de ambigüedades y contradicciones, pero real.
Y con Lula en la presidencia o no, la figura del Líder crece y se expande más
allá de las zonas de irradiación partidaria del PT. Es un hombre de la clase
obrera, pero su liderazgo es policlasista. Un poco como Perón, asume la
posición de “árbitro” e intérprete de distintos intereses sectoriales; de
armonización de tendencias que si bien no son antagónicas, son diferentes y
“propensas” al choque o al faccionalismo. Ya Francisco Weffort (El populismo en la política brasileña)
había señalado esta característica en el liderazgo varguista, que debía
responder a diferentes presiones sociales y asumir una política de compromisos.
Y un problema: la capacidad que tenga el líder de arbitrar entre los distintos
intereses sociales. Por cierto, no es
exactamente lo mismo en Vargas que en Lula. Con Lula se construyó un liderazgo
plebeyo muy raizal; engarzado en la biografía y en la historia colectiva. Con
una acumulación de experiencia y síntesis de contradicciones: de la pobreza y
marginalidad del Nordeste brasilero, a la construcción del sindicalismo de
masas. Y de allí a la geopolítica, el eje Sur-Sur, la integración regional y
los BRICS. Menuda trayectoria para un modesto tornero nordestino.
Pero
más allá de la estatura del Líder, esto no significa que no haya una historia y
una dinámica de movilización autónoma de las clases populares, de construcción
de instancias de organización, participación y (más raramente) poder. La etapa
temprana del movimiento nacional, estuvo marcada por la fragmentación y
heterogeneidad de los sectores populares y su débil organización sindical y
política, confinada (en un país aún rural) a los ámbitos urbanos. Ni Prestes
con su carisma y su independencia de criterio, pudo convertir al comunismo
brasilero en una fuerza política potencialmente hegemónica. Desaparecido ya
de la escena Getulio Vargas, que muere
acorralado por la oligarquía y llorado por las masas, será recién en los años
’60 cuando se adviertan claros signos de radicalización política e ideológica
de las clases populares. Hasta entonces, el poder de los terratenientes (núcleo
duro de la oligarquía) permanecía incontestado. Los arrestos modernizantes del
ciclo nacional-popular, de Vargas a Kubitscheck y Janio Quadros, apenas habían
arañado ese poder. Con la etapa de Joao Goulart se verifica la emergencia de
movimientos de organización campesina (las ligas campesinas de Juliao), y un
giro ideológico “a la izquierda” que expresa el influjo de la Revolución Cubana
en Latinoamérica. Pero es también el canto de cisne. Entramos en la etapa de la
contrainsurgencia y la Doctrina de la Seguridad Nacional. La alarma de la
oligarquía terrateniente y el interés imperial del Norte que irradia la
contrainsurgencia a los militares locales, coinciden para aplastar un
incipiente ciclo de ascenso y organización popular, derrocar a Goulart
(expresión de un clima popular más que su artífice) y dar inicio a una
larguísima dictadura.
Será
en los años subsiguientes, especialmente a partir de la segunda mitad de la
década de 1970, en que comience a rearticularse el entramado popular, tanto en
el campo como en la ciudad. Ese proceso de construcción popular mostrará
perfiles en apariencia paradójicos, como por ejemplo la participación de
activistas católicos en la organización campesina. Pero es una paradoja que se
disipa si se presta atención a la experiencia contemporánea de aquellos años,
de activistas católicos y sacerdotes en Nicaragua y el sur mexicano (Chiapas),
en el trabajo de base, educativo y sindical. En el año 1978 se producen
ocupaciones masivas de tierras en el Estado de Río Grande, y pocos años después
(1984) se lleva a cabo el primer Encuentro Nacional de los Sin Tierra. Lula
será expresión de la otra vertiente popular brasilera de aquellos años: el
sindicalismo urbano. Crece un movimiento de trabajadores, combativo y con una
ideología de izquierda, aunque no específicamente marxista.
Esa
es la “acumulación originaria” del nuevo ciclo nacional-popular brasilero, que
lleva a Lula a la Presidencia en el año 2002. No es una continuidad lineal de
la etapa iniciada por la revolución liberal de 1930. Se forja más bien en el
hiato abierto por la larga dictadura militar que va de 1964 a 1985. Pero para
acceder al gobierno resultaba difícil proyectarse solo desde una base
proletaria; mucho más cuando el entronque con las vertientes campesinas del MST
no había madurado ni era fácil. La etapa “democrática post 1985 fue en Brasil
la hegemonía del neoliberalismo, de Color de Mello a Fernando Cardozo. Lula
estableció compromisos con diferentes sectores sociales y políticos, antes y
después de acceder al gobierno. Se tornó más difuso el perfil político e
ideológico del PT, en tanto creció la figura del Líder con un poder de
irradiación mucho mayor al área de influencia del partido.
Pero
más allá de esos compromisos, algunos gravosos, Lula estableció con claridad un
horizonte posneoliberal que trasciende el Brasil y se proyecta a la región.
Como señala Emir Sader, puso en el centro de la escena de manera dominante e
innegociable la política social, el rescate de la pobreza de las poblaciones
aplastadas. Al hacerlo, “reactivó” el botón de alarma de una oligarquía feroz y
experimentada. Aunque ningún análisis sensato vislumbraba una amenaza para el
capitalismo brasilero, el menor avance popular es resistido por la oligarquía.
No se trata solamente del reparto del ingreso. Del avance popular, viene la
dignidad. De la dignidad, el ejercicio y reclamo de derechos políticos,
económicos y culturales. Y eso es lo que amenaza la configuración cultural
señorial imperante en estas tierras sudamericanas. Vuelve a antagonizarse la
contradicción pueblo /oligarquía. Y
qué duda cabe, LULA ES PUEBLO.
Germán Ibañez