domingo, 15 de abril de 2018

Errores y contrarrevolución burguesa


En un interesante artículo de Carlos Raimundi, publicado en Página /12 del 15 de abril, se afirma que “…el anterior gobierno argentino [el de Cristina] no perdió las elecciones por falta de autocrítica o por errores que seguramente se cometieron, sino por la magnitud del aparato de poder que lo enfrentó”. Raimundi plantea esto en relación a la postura equívoca de aquellos dirigentes que cargan las tintas hoy día contra Cristina, en el marco de una ofensiva derechista generalizada contra los proyectos nacional-populares y sus líderes en Sudamérica. Coincido plenamente. La derrota del movimiento nacional en nuestro país es expresión de una ofensiva oligárquico /burguesa que presionaba de modo implacable para “normalizar” el capitalismo argentino. Esto es, para expropiar el ahorro nacional, bajar el costo laboral, y reorientar la expansión capitalista nuevamente hacia la valorización financiera.

La fuga de la inversión, diversas formas de boicot instrumentadas por los sectores propietarios más concentrados, en un marco de complicación del contexto económico internacional desde el año 2009, prepararon el escenario de la restauración conservadora. No es la primera vez que sucede, ni es algo privativo de la Argentina. De hecho, como bien plantea Raimundi, es parte hoy de un plan generalizado para toda la región, convergente con el redespliegue imperial estadounidense para enfrentar a sus competidores en otras zonas del mundo.

El foco puesto en los “errores” cometidos, esconde a veces un ataque mal disimulado al liderazgo de Cristina, al tiempo que deja en un cono de sombra a los poderosos intereses que se alzaron contra el proyecto nacional. Y quedan nublados del mismo modo los desafíos que tocará enfrentar en una nueva etapa, puesto que los intereses oligárquicos no piensan irse a ningún lado. ¿Qué se piensa hacer con la lucha emprendida en los años anteriores en pos de la democratización de la comunicación audiovisual? ¿Olvidar todo e implorar el perdón de Magneto? El gobierno de Macri deja esos conglomerados más fuertes. Cuestiones medulares como esa, implican necesariamente un balance serio de la experiencia kirchnerista; balance que no puede ser reemplazado por las especulaciones de dirigentes que encubren sus deseos de “jubilación” para una de las más importantes líderes de nuestra región. Como si los líderes de esa talla nacieran todos los días de un repollo…

 

Germán Ibañez

viernes, 6 de abril de 2018

El movimiento nacional en Brasil


Es común referirse a la revolución liberal de 1930 como el punto de arranque del moderno ciclo nacional-popular brasilero. Se inicia allí una larga etapa, dominada por la figura política de Getulio Vargas, aunque también hay otros referentes como Joao Goulart, o el singular periplo de Luis Carlos Prestes: de “tenente”, integrante del movimiento militar nacionalista a líder comunista. El ciclo iniciado allí, y que se prolonga con alzas y bajas hasta mediados de la década de 1960 (el derrocamiento de Joao Goulart, que da inicio a una prolongada dictadura militar, se produce en 1964), está marcado por el progresivo ascenso de la movilización y participación popular. Y tal vez allí anida una de los legados más importantes de esa etapa del movimiento nacional en el país vecino, de trascendencia para comprender las oleadas populares posteriores, hacia los años 1980, de crecimiento sindical, conformación del Partido de los Trabajadores (PT) y de organización y movilización campesinas, también. Del mismo modo, la recurrencia del liderazgo personalista, del cual hoy es máximo exponente el ex presidente Lula. Pero, hablando de “arranque”, el primer punto a considerar, es la crisis de la dominación oligárquica.

La etapa que se abre en Brasil en 1930 tiene que ver con la crisis del Estado oligárquico, y del proyecto económico y social (agroexportador, extrovertido y dependiente) de la elite tradicional. El gigante vecino resintió los coletazos de la crisis mundial de 1929, y eso abrió una brecha en la dominación tradicional, que fue aprovechada inicialmente por los sectores disidentes de la elite. Por ejemplo, fracciones de las clases propietarias de Estados como Río Grande (en un país muy extenso, atravesado por profundas contradicciones regionales), de las cuales saldría el propio Getulio Vargas. Esos sectores disidentes cuestionaron, a través de la acción directa, a las fracciones oligárquicas hasta ese momento en el control del Estado, y con ello promovieron un contradictorio proceso de democratización. Es importante señalar la participación de otros contingentes sociales, de clase media urbana, como base social de esos movimientos antioligárquicos. E incluso es ese sector social, encarnado en la joven oficialidad del ejército, en la década de 1920, el que anticipa de algún modo la tempestad. De allí sale el Prestes de la larga marcha de su columna rebelde, por el interior mediterráneo del Brasil. El horizonte ideológico general no rebasaba mayormente el liberalismo, con variantes democratistas, un poco como se había expresado en el ciclo yrigoyenista en la Argentina.

El factor propiamente “popular”, solo en los años subsiguientes va cobrando una mayor presencia, y de modo casi exclusivo en sus vertientes urbanas. La organización y movilización campesina es más tardía, y coincide con la desintegración del ciclo nacional-popular, en los tempranos años 1960, en la medida en que fue visualizada como peligro terminal por la oligarquía brasilera. Será importante retener esto, pues aquí se anuda la contradicción principal: entre pueblo y oligarquía. Es una lucha por la dominación, la dirección política de lo social, y la hegemonía, más que por el excedente económico. Por cierto, no pretendemos negar su importancia, y puede decirse que el movimiento nacional logró desplegarse más exitosamente en los momentos de alza del ciclo económico o coyunturas favorables (como en nuestro país), existiendo en todo momento una lucha por el ahorro y el ingreso nacional; pero difícilmente pueda sostenerse que la oligarquía “perdió” o que sus ganancias hayan sufrido caídas dramáticas. No deja de ser sugerente que la pulverización del excedente siempre se originó en graves crisis de origen externo o como consecuencia de las políticas neoliberales. Nunca la caída del excedente fue resultado de la promoción del mercado interno, la actividad manufacturera y el consumo popular, asociados en Brasil como en Argentina a las diferentes etapas del ciclo nacional-popular. Conciliar crecimiento económico y distribución de la riqueza fue uno de los objetivos del movimiento nacional, y clave en su popularidad, tanto ayer como en la reciente etapa de Lula (Emir Sader, Las vías abiertas de América Latina), pero ello no significó necesariamente que peligraran las sólidas posiciones de la oligarquía y la burguesía nacional en el terreno económico. Lo que si se produce, y es lo que nos interesa resaltar, es una crisis de la deferencia, una brecha en un patrón de dominación política y social que tiene sus lejanas raíces en la etapa colonial. Y es que en países como Brasil, el despotismo del capital se enlaza con la cultura señorial, con el tradicional racismo, con los límites de la descolonización, como señalara en su momento Florestan Fernandes. La movilización y la participación popular tiñen de democratismo plebeyo la modernización, y erizan la piel de las oligarquías, incluso en sus fracciones burguesas de más reciente formación. Lula representa eso: el pueblo en su ascenso. No es que el empresariado brasilero haya “perdido” plata, o que las empresas trasnacionales fueran gravemente hostilizadas. Lo que entra en jaque es la herencia colonial, el patrón oligárquico de dominación, la tradicional subordinación y marginalidad de “los de abajo”.

Otra cuestión que queda de manifiesto en las diferentes coyunturas del movimiento nacional en Brasil, es la “debilidad” política de las fracciones no oligárquicas de las clases propietarias, la llamada burguesía nacional. A partir de la década de 1930, Brasil entrará (como otros países de la región) en un período de crecimiento industrial, caracterizado en la bibliografía histórica y sociológica como la etapa de la “industrialización por sustitución de importaciones”. Los industriales como clase no apoyarán consecuentemente a Vargas, del mismo modo que no dan hoy “la vida” por Lula. En las coyunturas críticas, se plegarán a las fracciones más encumbradas de las clases dominantes. De modo similar, sucederá también con gran parte de las clases medias. Es el movimiento nacional el que encarna, en la persona del líder popular, sea Vargas, Goulart o Lula, las tendencias al autodesarrollo de un capitalismo nacional. Pero eso sucede gravitando hacia el campo de los sectores populares, que se contraponen así a unas clases propietarias galvanizadas por una concepción del mundo señorial, refractaria a cualquier erosión de la dominación social. Como señalamos más arriba, no pretendemos negar la importancia de la querella histórica alrededor del excedente económico y su uso, y del modelo económico a imponer, pero si establecer la primacía de la disputa política por la democratización real, por los cuestionamientos concretos a la “subalternidad” de los sujetos populares.

Aquí se dibujan los perfiles concretos de la contradicción pueblo /oligarquía. El ciclo nacional-popular se traduce en una ampliación de la base democrática del Estado, en una expansión del horizonte de derechos, en un empoderamiento de paisajes plebeyos de la sociedad civil. Todo ello es aberrante a la lógica de los grandes negocios de la era neoliberal, tanto como al racismo y autoritarismo de la cultura señorial. La participación popular es a su vez el resultado de largos y complejos procesos de acumulación y construcción de los sujetos colectivos (trabajadores, campesinos, “pobres”, negros, minorías étnicas y sexuales, etc.). Sus momentos de alza se han verificado de la mano de coaliciones policlasistas, con claros liderazgos personales. A eso llamamos movimientos nacional-populares. A despecho de su nombre, los gobiernos del PT no se han traducido en orientaciones proletarias clasistas, sino en un horizonte popular y democratizante más amplio, no exento de ambigüedades y contradicciones, pero real. Y con Lula en la presidencia o no, la figura del Líder crece y se expande más allá de las zonas de irradiación partidaria del PT. Es un hombre de la clase obrera, pero su liderazgo es policlasista. Un poco como Perón, asume la posición de “árbitro” e intérprete de distintos intereses sectoriales; de armonización de tendencias que si bien no son antagónicas, son diferentes y “propensas” al choque o al faccionalismo. Ya Francisco Weffort (El populismo en la política brasileña) había señalado esta característica en el liderazgo varguista, que debía responder a diferentes presiones sociales y asumir una política de compromisos. Y un problema: la capacidad que tenga el líder de arbitrar entre los distintos intereses  sociales. Por cierto, no es exactamente lo mismo en Vargas que en Lula. Con Lula se construyó un liderazgo plebeyo muy raizal; engarzado en la biografía y en la historia colectiva. Con una acumulación de experiencia y síntesis de contradicciones: de la pobreza y marginalidad del Nordeste brasilero, a la construcción del sindicalismo de masas. Y de allí a la geopolítica, el eje Sur-Sur, la integración regional y los BRICS. Menuda trayectoria para un modesto tornero nordestino.

Pero más allá de la estatura del Líder, esto no significa que no haya una historia y una dinámica de movilización autónoma de las clases populares, de construcción de instancias de organización, participación y (más raramente) poder. La etapa temprana del movimiento nacional, estuvo marcada por la fragmentación y heterogeneidad de los sectores populares y su débil organización sindical y política, confinada (en un país aún rural) a los ámbitos urbanos. Ni Prestes con su carisma y su independencia de criterio, pudo convertir al comunismo brasilero en una fuerza política potencialmente hegemónica. Desaparecido ya de  la escena Getulio Vargas, que muere acorralado por la oligarquía y llorado por las masas, será recién en los años ’60 cuando se adviertan claros signos de radicalización política e ideológica de las clases populares. Hasta entonces, el poder de los terratenientes (núcleo duro de la oligarquía) permanecía incontestado. Los arrestos modernizantes del ciclo nacional-popular, de Vargas a Kubitscheck y Janio Quadros, apenas habían arañado ese poder. Con la etapa de Joao Goulart se verifica la emergencia de movimientos de organización campesina (las ligas campesinas de Juliao), y un giro ideológico “a la izquierda” que expresa el influjo de la Revolución Cubana en Latinoamérica. Pero es también el canto de cisne. Entramos en la etapa de la contrainsurgencia y la Doctrina de la Seguridad Nacional. La alarma de la oligarquía terrateniente y el interés imperial del Norte que irradia la contrainsurgencia a los militares locales, coinciden para aplastar un incipiente ciclo de ascenso y organización popular, derrocar a Goulart (expresión de un clima popular más que su artífice) y dar inicio a una larguísima dictadura.

Será en los años subsiguientes, especialmente a partir de la segunda mitad de la década de 1970, en que comience a rearticularse el entramado popular, tanto en el campo como en la ciudad. Ese proceso de construcción popular mostrará perfiles en apariencia paradójicos, como por ejemplo la participación de activistas católicos en la organización campesina. Pero es una paradoja que se disipa si se presta atención a la experiencia contemporánea de aquellos años, de activistas católicos y sacerdotes en Nicaragua y el sur mexicano (Chiapas), en el trabajo de base, educativo y sindical. En el año 1978 se producen ocupaciones masivas de tierras en el Estado de Río Grande, y pocos años después (1984) se lleva a cabo el primer Encuentro Nacional de los Sin Tierra. Lula será expresión de la otra vertiente popular brasilera de aquellos años: el sindicalismo urbano. Crece un movimiento de trabajadores, combativo y con una ideología de izquierda, aunque no específicamente marxista.

Esa es la “acumulación originaria” del nuevo ciclo nacional-popular brasilero, que lleva a Lula a la Presidencia en el año 2002. No es una continuidad lineal de la etapa iniciada por la revolución liberal de 1930. Se forja más bien en el hiato abierto por la larga dictadura militar que va de 1964 a 1985. Pero para acceder al gobierno resultaba difícil proyectarse solo desde una base proletaria; mucho más cuando el entronque con las vertientes campesinas del MST no había madurado ni era fácil. La etapa “democrática post 1985 fue en Brasil la hegemonía del neoliberalismo, de Color de Mello a Fernando Cardozo. Lula estableció compromisos con diferentes sectores sociales y políticos, antes y después de acceder al gobierno. Se tornó más difuso el perfil político e ideológico del PT, en tanto creció la figura del Líder con un poder de irradiación mucho mayor al área de influencia del partido.

Pero más allá de esos compromisos, algunos gravosos, Lula estableció con claridad un horizonte posneoliberal que trasciende el Brasil y se proyecta a la región. Como señala Emir Sader, puso en el centro de la escena de manera dominante e innegociable la política social, el rescate de la pobreza de las poblaciones aplastadas. Al hacerlo, “reactivó” el botón de alarma de una oligarquía feroz y experimentada. Aunque ningún análisis sensato vislumbraba una amenaza para el capitalismo brasilero, el menor avance popular es resistido por la oligarquía. No se trata solamente del reparto del ingreso. Del avance popular, viene la dignidad. De la dignidad, el ejercicio y reclamo de derechos políticos, económicos y culturales. Y eso es lo que amenaza la configuración cultural señorial imperante en estas tierras sudamericanas. Vuelve a antagonizarse la contradicción pueblo /oligarquía. Y qué duda cabe, LULA ES PUEBLO.

 

Germán Ibañez

lunes, 12 de marzo de 2018

“Consumidores o militantes”, contradicciones del ciclo nacional-popular


En la emisión del día lunes 12 de marzo del programa “La Señal”, de la Radio Gráfica, conducido por Gabriel Fernández, surgió en el intercambio de los compañeros al aire, el problema de si el movimiento nacional en el gobierno había generado consumidores o militantes. Por supuesto, no se estaba desconociendo en ese valioso espacio radial de la comunicación popular, la historia y el presente militantes del peronismo. Por el contrario, sin devaluar una tradición de lucha, el interrogante es válido.

Quien escribe considera que, en efecto, es una contradicción interna del movimiento nacional que ineludiblemente está anclada en la lógica de la expansión del consumo popular y el crecimiento del mercado interno. La economía es cultura, puesto que no hay actividad humana carente de sentido. Por lo tanto, lo que se anuda allí es también una construcción de sentido. Pero difícilmente haya una construcción unívoca, y lo que se verifica es una disputa. Una querella, entre la lógica economicista derivada “naturalmente” del crecimiento en una economía capitalista, y los valores e ideales del desarrollo nacional, que interpelan a la política y la cultura.

Los gobiernos de Néstor y Cristina retomaron la cuestión del desarrollo nacional, que había sido abandonada en la larga noche neoliberal. Estamos hablando del impulso a una política de capitalismo nacional, pero no en mundo idílico de fraternidad entre las naciones. Hubo que ir a contramarcha de los intereses de las corporaciones transnacionales, de la burguesía financiera y de la ambición imperial de Estados Unidos. Pero si es cierto que el desarrollo no se deriva “espontáneamente” del crecimiento, sino que es expresión de un proyecto político nacional con bases sociales y culturales de sustentación, también debe admitirse que no hay posibilidad de desarrollo sin expansión de la actividad económica. Es decir, sin crecimiento. Y allí aparece la “tentación” desarrollista. La tentación de cifrar el éxito y la legitimidad del proyecto nacional en las variables mensurables de la expansión de la actividad económica y los índices de consumo. Esto es inevitable. Ningún gobierno renunciaría a ponderar los éxitos en su gestión económica. Y en efecto es un activo fundamental del proyecto nacional: sin crecimiento, sin expansión y diversificación de la actividad económica, sin mejores índices de consumo y bienestar popular, no hay desarrollo.

Por eso, es una contradicción que debe transitarse y vivirse. No puede obviarse; está enraizada en la realidad socio-económica, en la misma naturaleza de una economía que es capitalista. Durante los gobiernos kirchneristas, se exhibieron los índices de crecimiento económico y de expansión del consumo como evidencias palmarias de las virtudes del rumbo adoptado. Así, por momentos, en el discurso gubernamental, la venta de autos cero kilómetro adquiría casi el valor de prueba en sí misma de la legitimidad de una política. Eso podía implicar la apelación un tanto simplista a un ciudadano-consumidor crecientemente satisfecho y naturalmente persuadido de las virtudes inmanentes de la gestión económica y por lo tanto, partidario de su continuidad. Pero tampoco puede cargarse demasiado las tintas sobre esto, so pena de pecar de voluntarismo ¿Qué debió haber hecho el gobierno? ¿Ignorar esto, y prescindir del palpable mejoramiento del consumo popular como argumento político? ¿Apelar al “espíritu” y no a la “materia”?

Pero lo cierto, es que no es necesario quedarse en esta cuestión, pues el kirchnerismo exhibió de manera exuberante el otro polo de la contradicción: la apelación a ideales políticos superadores del economicismo. Por un lado concibió la expansión de la actividad económica y del consumo popular en íntima vinculación con el crecimiento de la soberanía nacional. Es decir planteó, incluso de manera principista, un horizonte de autodeterminación. De allí la importancia del desendeudamiento y de una política de integración regional. Convirtió a la Argentina en un actor fundamental de la construcción de la unidad del sur del continente, no solo en función de la sustentabilidad del crecimiento económico, sino de los valores de independencia y de justicia. La construcción de la Unasur y la CELAC fue más allá del paradigma de la integración económica; tradujo la ambición geopolítica de construir en América Latina una región de paz. Y con esto no se alude a una bien intencionada expresión de deseos: es un audaz proyecto antagónico con la proyección imperial del Norte, que es dominar a los países a través de la instrumentación y exacerbación de los conflictos internos del Sur. La paz no es un distraído sueño: es un contrafuerte a construir frente al poder demencial de los señores de la guerra. En la mejor proyección del kirchnerismo, el crecimiento se transmutó en desarrollo, el consumo en justicia social, la integración en unión. En fin, la economía en política.

Y finalmente, el kirchnerismo fue también audaz promotor de la militancia. Tuvimos un líder que comenzó reivindicando a una generación diezmada, una generación militante. No fue una simple reivindicación, fue una convocatoria que fructificó en miles de jóvenes, y en unos cuantos “viejos” también. La oligarquía, con su intransigencia, hizo su parte también; pero siempre es así, se avanza a través del conflicto y la contradicción. Y tuvimos una líder también, que desplegó enormes dotes de polemista. Que dirigió su polémica contra la oligarquía y no contra el pueblo. Que asentó su autoridad en su capacidad argumentativa. Por eso (también) la oligarquía la odia; porque la persuasión y la argumentación son antagónicas de la manipulación y el autoritarismo. El movimiento nacional puso el mojón muy alto. En ese marco, la maniobra oligárquica fue justamente exacerbar y distanciar los polos de la contradicción. Demonizó a la militancia, al tiempo que estimuló un ramplón sentido común del consumidor: la ilusión hedonista de un crecimiento continuo sin compromisos con las necesidades del desarrollo nacional. Siguió y alimentó una vieja huella individualista, la del que “lo que tengo me lo gané yo solo”, nublando que sin un contexto de crecimiento colectivo, los logros individuales corren permanente riesgo. Se prometió que las ventajas adquiridas no estarían en peligro, y que incluso todo mejoraría sacando de encima “a los chorros peronistas”. No nos equivoquemos, no carguemos en la cuenta del movimiento nacional los prejuicios insuflados por la cosmovisión oligárquica. En todo caso, reconozcamos esa contradicción, esa tensión.

Nada nos libra de recorrer el camino de la contradicción; el movimiento nacional no puede sustraerse a ello. Pero en su propio seno anida el potencial de superación. Si la maniobra oligárquica pasa por disociar al “militante” (malo) de la gente (buena), vayamos por el camino de reconstruir los vasos comunicantes entre los círculos militantes y las culturas populares. El mojón plantado por nuestros líderes, está allí.

 

Germán Ibañez

martes, 6 de marzo de 2018

Despolitización /demonización: una política de guerra


En un interesante artículo publicado en Página /12 titulado “Lobos y buitres”, Luis Bruschtein señala que “con la ayuda de los medios, el macrismo logró despolitizar la percepción del adversario en la sociedad, asimilándolo a un delincuente”. Efectivamente, es éste uno de los grandes ejes de la disputa por el sentido, de la construcción de una hegemonía. Por un lado, podemos pensarlo como una manifestación local de un fenómeno global. Los adversarios de la dominación estadounidense, y del imperialismo en general, son ubicados en el campo del mal: el famoso “eje del mal”, el terrorismo, los Estados “canallas”. Manifestaciones políticas y sociales muy diferentes, caen “en la misma bolsa”, operación muy antigua por cierto. Muy claramente, la descalificación del llamado populismo latinoamericano, va en esa dirección. Argumentos recurrentes son la corrupción, la venalidad de los dirigentes, la simulación y la hipocresía. La operación apunta a devaluar esas experiencias, que quedarían reducidas así a meras fachadas para el latrocinio. En esto, aunque hay variaciones de país en país, puede advertirse una línea argumental común a la que, con un poco de esfuerzo, puede seguírsele la huella hasta las usinas conservadoras que irradian esa mirada. Un deriva sensible de esta construcción hegemónica es la caracterización de los “populismos radicales” como enemigos de la seguridad de Estados Unidos. Nos encontramos aquí con un nuevo avatar de una política imperialista que cobró dimensión trágica en la segunda mitad del siglo XX, con la Doctrina de la Seguridad Nacional y la contrainsurgencia. Es expresión de una configuración cultural guerrerista, que Estados Unidos busca insuflar a sus aliados y antagonistas, pues es el terreno en el que tiene clara primacía. Nunca debe perderse de vista esto; la guerra necesita de enemigos, y si estos no existen, hay que inventarlos o empujar a competidores y adversarios a la lógica de la guerra. Los adversarios reales de la dominación estadounidense, bajo la catarata de operaciones ideológicas dirigidas a desacreditarlos, son los líderes, partidos y movimientos que expresan tendencias hacia la autodeterminación nacional. También la participación de las grandes masas populares en la política, antítesis de los intereses concentrados, que tienen nombre y apellido pero se encubren bajo el eufemismo “mercado”.  

Por otro lado, también podemos rastrear una vieja huella oligárquica de asimilación de los disidentes políticos a la “delincuencia”. Y ya que hablamos de la oligarquía, vamos a las fuentes. Es conocida una carta de Bartolomé Mitre, del año 1863, etapa álgida de las guerras civiles decimonónicas, en la cual se postula la necesidad de encubrir el carácter de oposición política de los movimientos populares rurales conocidos como montoneras, y reducirlas a una manifestación de barbarie y a un fenómeno delincuencial. Mitre dirá textualmente, y a un colega calificado como Domingo Sarmiento, “procure no comprometer al gobierno nacional en una campaña militar de operaciones porque dados los antecedentes del país y las consideraciones que le he expuesto en mi anterior carta, no quiero dar a ninguna operación sobre La Rioja, el carácter de guerra civil. Mi idea se resume en dos palabras: quiero hacer en La Rioja una guerra de policía. La Rioja es una cueva de ladrones, que amenaza a los vecinos, y donde no hay gobierno que haga nada, ni la policía de la provincia. Declarando ladrones a los montoneros, sin hacerles el honor de considerarlos como partidarios políticos, ni elevar sus depredaciones al rango de reacción, lo que hay que hacer es muy sencillo”. Quitarle status político a los opositores, y asimilarlos a “delincuentes” es preparar el camino para su represión y eventual exterminio. O acaso debemos recordar que, poco más de cien años después, se caracterizó a los insurgentes, revolucionarios y militantes populares como “delincuentes subversivos”.

La configuración cultural guerrerista imperial y la larga huella represiva oligárquica entroncan naturalmente. La negación del status político del opositor a la dominación oligárquica, la asimilación del proyecto nacional-popular a la delincuencia, la corrupción y la falsedad, es una política de guerra. Busca arrasar con cualquier basamento político e ideológico para sustentar un rumbo alternativo, igualitarista y promotor de la soberanía nacional. Quiere enervar a una opinión pública que persigue fantasmas y exige castigo a los “que se robaron todo”. Apunta a desintegrar cualquier entramado organizativo de movilización popular, así como la emergencia de proyectos políticos anti neoliberales. Concibe esos designios como una guerra. Y se prepara metódicamente para escenarios de creciente conflicto y antagonismo. Difícilmente podrá aspirar a una plácida gobernabilidad en una sociedad que se pauperiza; le bastará con gestionar la crisis. Miremos a Perú: no hay presidente que no salga “quemado”, pero la rueda neoliberal no se detiene.

Pero la política es más que la guerra. Y la capacidad de sumar voluntades, evitar falsos antagonismos, asumir los conflictos que sí son medulares, construir liderazgos fuertes, está ampliamente acreditada en el campo nacional y popular. Por ahí va la cosa.

 

Germán Ibañez

viernes, 2 de marzo de 2018

El crecimiento endeble del capitalismo dependiente


Hace poco lamentamos el fallecimiento del intelectual brasilero Theotonio Dos Santos, una de las grandes figuras de la Teoría de la Dependencia y agudo analista de las contradicciones del capitalismo latinoamericano. Otra gran figura del pensamiento económico crítico fue su compatriota Ruy Mauro Marini. Uno de los problemas que Marini señaló con claridad es la relación entre el funcionamiento del capitalismo en las periferias y la sobreexplotación de las masas. Allí se encuentra el secreto de un funcionamiento que no puede compensar empero, ni siquiera malamente, la enorme brecha de productividad con las economías metropolitanas.

El capitalismo acentúa en las periferias sus peores rasgos, resultando un crecimiento depredador. Una de sus características es el aprovechamiento irracional de la dotación de recursos de los países, las llamadas “ventajas comparativas”, que son más propiamente las ventajas estáticas derivadas de condiciones naturales. La clave es el acceso monopólico a esos recursos, por parte de los actores económicos más concentrados, ya sean fracciones de las oligarquías locales o empresas extranjeras. Eso implica un “candado” para el resto de la población, e incluso muchas veces para el poder fiscalizador del Estado en esas actividades. La explotación depredadora y la monopolización aseguran altas ganancias, y allí está una de las causas de la tendencia a la primarización de nuestras economías. Aunque se trate del aprovechamiento de una dotación de recursos naturales, está lógica no tiene nada de “natural”. Es el resultado de decisiones políticas y del predominio de ciertos intereses económicos por sobre otros. Toda una configuración cultural y política señorial, acompaña “solidariamente” a esta matriz capitalista dependiente. Y esto es así porque en su largo ascenso, el capitalismo incorporó y asimiló elementos de otras formaciones societarias.

La sobreexplotación de la fuerza de trabajo, en el afán de “bajar costos laborales” y capturar por esa vía una porción creciente del excedente socialmente producido, es enemiga de una lucha concreta por incrementar la productividad; y por tanto, antagónica con un proyecto de desarrollo. Puede haber crecimiento económico incluso, en el sentido de un incremento mensurable en ciertas variables económicas. Pero nunca desarrollo, en la medida en que la sobreexplotación laboral, la caída del salario real, el incremento de la desocupación, pueden “bajar” el costo laboral, pero son un pobre sucedáneo del incremento de la productividad. Ésta última depende de la inversión productiva, de la ciencia aplicada, de la audacia del proyecto científico-tecnológico de un país. Justamente, todo lo que está liquidando el gobierno oligárquico de Cambiemos. El control de la alta tecnología es una de las llaves económicas contemporáneas; algo que el “primer mundo” quiere reservarse celosamente. Por lo tanto, es un poder que, en la medida en que sea monopolizado por el Norte, se transforma en una de las manifestaciones fundamentales del carácter imperialista del sistema capitalista mundial. Desmonopolizarlo, a través del desarrollo económico y científico-tecnológico de los pueblos y naciones del Sur, es antiimperialismo.

La cancelación del ideal de desarrollo, puede estar acompañado de una obnubilación por el crecimiento, visible o “invisible” según la curiosa expresión del marketing oligárquico. Pero siempre será un crecimiento socialmente injusto, sin potencialidad de desarrollo nacional, precario, vulnerable. Y reversible ante la primera sacudida de la economía global.

 

Germán Ibañez

sábado, 24 de febrero de 2018

Desarrollo y autodeterminación


La actual oleada neoliberal en Sudamérica, especialmente en Argentina y Brasil donde quedó trunco el ciclo nacional-popular, implicó de hecho que las cuestiones del desarrollo y la autodeterminación quedaran radiadas de la agenda pública. No debe perderse de vista algo central: se trata de una contrarrevolución oligárquica que nace de los intereses y del poderío de los actores económicos más concentrados. La discusión sobre los errores cometidos o las inconsistencias de la construcción política popular es medular, pero no debe nublar lo anterior. A lo largo del siglo XX, y en lo que va de este siglo XXI, se han enfrentado en la arena política y económica distintas coaliciones de productores nacionales con las fracciones más encumbradas de las clases poseedoras. Antagonizaron en torno a diferentes proyectos de transformación económica-social y de dirección política del Estado. En un polo, se apuntaba a promover un capitalismo nacional, a través de la protección del trabajo y la producción local. En el otro polo, se quería potenciar la expansión capitalista mediante el control monopólico de los recursos estratégicos y la asociación (asimétrica y subordinada) con los grandes centros económicos metropolitanos. En cierta medida, se trata de dos vías de crecimiento capitalista, pero muy diferentes entre sí. Y claramente, crecimiento no significa per se desarrollo ni tampoco autodeterminación; por eso, es importante ocuparse de esas cuestiones.

La expansión capitalista es, primordialmente, un proceso global. Ha estado marcada, a lo largo de los siglos, por la asimetría y la polarización. Es lo mismo que decir que el colonialismo no es una mera excrecencia sino una manifestación de su más íntima naturaleza. Los límites a esa dinámica depredadora, los rumbos alternativos, han estado asociados a los  proyectos populares, a las revoluciones sociales, a la emergencia de círculos intelectuales y políticos nacionales con capacidad de liderazgo de sus sociedades. Por eso, los intereses conservadores siempre han buscado la destrucción tanto de los entramados organizativos populares, como la desacreditación de las elites nacional-populares y los grandes líderes políticos de los países dependientes. Es la pugna entre la continuidad de un mundo imperialista, o la construcción de uno nuevo desde los intereses de los pueblos del Sur y los trabajadores de todos lados. En esa pugna, se planteó históricamente la cuestión del desarrollo y la autodeterminación. Por lo tanto, lo primero que queremos señalar es que el desarrollo y la autodeterminación nacional no son el resultado inmanente de la transformación capitalista, sino de las resistencias a las formas coloniales con que se ha presentado históricamente esa expansión, desde los centros hacia las regiones que fueron convertidas en periferias.

Una precisión que es necesario hacer es que el desarrollo y la autodeterminación son fenómenos relacionados entre sí en la historia concreta de las sociedades, pero no sinónimos. En la América Latina del siglo XX, la problemática del desarrollo, como vía alternativa de transformación económica-social al eterno status de países agro-mineros legado por los regímenes oligárquicos decimonónicos, fue asumida en ocasiones por elites modernizantes, intelectuales o políticas. Tal el caso de la CEPAL, o del desarrollismo en Argentina. El compromiso de esas elites modernizantes con la llamada “cuestión social” fue variable, y en general, bajo. Aún así, su diagnóstico y propuestas partían de la convicción de que la transformación capitalista, tal como se daba “espontáneamente”, no conducía al desarrollo sino a la pervivencia del carácter primario y periférico de las economías de la región. Por lo tanto, había que incidir a través del control del Estado, alterando políticamente el curso de la transformación capitalista, para alcanzar metas de desarrollo que achicaran la brecha con los principales países del mundo. La promoción de la industrialización aparecía como la principal herramienta. Si nos referimos ahora a la cuestión de la autodeterminación, podemos decir que apareció vinculada más frecuentemente a los movimientos nacional-populares y de izquierda. Expresiones como “independencia económica” y “liberación nacional” tradujeron el objetivo histórico de conciliar modernización con antiimperialismo. Y sobre todo, con el compromiso con la cuestión social y democratización del Estado. En Argentina, el ideal de autodeterminación nacional está presente desde las primeras décadas del siglo XX, por ejemplo en la figura de Manuel Ugarte, o en la prédica forjista. Pero será con el peronismo de la década de 1940 cuando se encarne en un movimiento político de masas y en una voluntad estatal. Lo hará con la peculiaridad de poner al “mismo nivel” los objetivos de independencia económica y justicia social.

Es interesante ver, a posteriori del derrocamiento de Perón, los cruces entre la ideología del desarrollo asumida por el frondicismo, y el paradigma de la liberación nacional representado por el peronismo. Más allá de las convergencias políticas meramente circunstanciales, como la que se expresó en el famoso pacto Perón /Frondizi, había vasos comunicantes entre ambas experiencias. Muy especialmente, la crítica a un status puramente agropecuario para el destino de la economía nacional, y el énfasis en la industrialización a la cual se le atribuían amplias virtudes, no solo para la modernización del país, sino para el incremento de su autodeterminación e independencia en el concierto internacional. Pero también había clarísimas diferencias, que alejaron ambos caminos. El peronismo era un movimiento popular, de perfil obrerista y plebeyo; el desarrollismo podía convivir tranquilamente con la represión y el Plan Conintes. En la propuesta económica ya se revelaban también diferencias sustanciales. En el peronismo, el énfasis industrialista buscaba un compromiso con la distribución progresista de la riqueza, y concebía a la inversión pública y a la promoción del capital privado nacional como los motores del desarrollo. En tanto que el desarrollismo postulaba que la distribución de la riqueza debía supeditarse a las metas de desarrollo, y la inversión extranjera direccionada a mejorar la dotación industrial del país era considerada la herramienta fundamental para romper el cerco de una economía dominantemente agro-pastoril.

La oligarquía argentina toleró malamente ambos paradigmas. Pues aunque en el siglo XX se consolidó una poderosa fracción industrial, que se asoció e incluso subordinó a las fracciones agropecuarias y comerciales, dicha “burguesía” replicó los patrones señoriales de la configuración cultural oligárquica y se acopló a las lógicas del sistema capitalista “realmente existente” (imperialista). La concreción más trágica de ello, fue el proyecto económico de la dictadura cívico-militar iniciada en 1976, que promovió la reconversión de la economía argentina a través del aperturismo extremo, el endeudamiento externo, y la primacía del sector financiero en el bloque de las clases dominantes. A tal punto, que se canceló ex profeso cualquier perspectiva de desarrollo industrial, incluso en las muy moderadas propuestas del desarrollismo. La ideología de la liberación nacional fue considerada directamente como un enemigo de la dominación oligárquica, y se buscó su destrucción, en sus vertientes peronistas e izquierdistas, a través de la eliminación física de sus entramados militantes.

Solo a posteriori de la debacle, en el año 2001, del modelo neoliberal de primacía de la valorización financiera legado por la dictadura, volvieron a la agenda política del país las cuestiones del desarrollo y la autodeterminación, de la mano del kirchnerismo. Por ello, fue hostilizado por la oligarquía y la derecha neoliberal, política y mediática. En su momento, se generaron discusiones acerca de cómo caracterizar su proyecto económico. Y así aparecieron aproximaciones tentativas como las de “neo desarrollismo” o “desarrollismo de izquierda”, sobre todo a la luz de la comparación con experiencias aliadas pero radicales (caso Venezuela o Bolivia). Sin embargo, difícilmente pueden compatibilizarse el horizonte democratista (incluso principista, en este plano) del kirchnerismo, su compromiso con la distribución progresista del ingreso y la expansión de derechos sociales, su búsqueda de autodeterminación nacional a través del desendeudamiento y la reorientación de la estrategia de inserción internacional (privilegiando la integración regional, y alejándose del influjo estadounidense) con aquello que conocimos en nuestro país con el nombre de “desarrollismo”. Si es cierto que el ideal modernizador y el énfasis en el “desarrollo” estuvieron presentes; pero también el primer peronismo fue sensible a estas cuestiones. Lo que permaneció “resistente” a la nueva orientación económica post 2003, fue el núcleo duro del bloque oligárquico, principal actor de la reciente restauración conservadora. Esa oligarquía volvió a postular como “desviación” aberrante de la lógica virtuosa del mercado, cualquier énfasis en el desarrollo que fuera más allá de la mera retórica, pues el uso de esa palabra es tolerado, siempre y cuando esté disociada de una práctica concreta. En cuanto a la búsqueda de la autodeterminación nacional, el anatema es más taxativo: eso es “populismo”.

Desarrollo y autodeterminación no tienen una relación “fácil”. Aparecen como “desviación”, moderada o radical, de la lógica polarizante de la expansión capitalista. Suponen una voluntad política de alterar esa lógica, y reorientarla. Solo pueden sostenerse con la construcción de un poder político democrático fuerte. Y con un compromiso igualmente sólido con la justicia social. Es la política (democrática e igualitarista) en el puesto de comando.

 
Germán Ibañez

miércoles, 21 de febrero de 2018

La hegemonía política del neoliberalismo y su posible crisis


En los últimos años, hemos asistido a la crisis del ciclo nacional-popular sudamericano, que había eclosionado en la década de 1990 con la emergencia del chavismo en Venezuela. Pronto se sumaron los procesos populares en Brasil, Argentina, Ecuador, Bolivia, Uruguay. Podría agregarse el intento, rápidamente frustrado, del Paraguay de Lugo. Cada expresión nacional tuvo por supuesto características únicas, propias de las circunstancias e historias concretas de los países. Pero también hubo factores comunes a todas las experiencias. Uno de esos factores es la crisis política del neoliberalismo; proyecto societario que, hasta bien entrada la década de 1990, reinaba sin competidores importantes a la vista. Es necesario aclarar, de todas formas, que importantes países de la región, de manera muy destacada Colombia, las características de la crisis política fueron muy diferentes; y en todo caso no del grado suficiente como para tumbar administraciones gubernamentales de signo neoliberal o avistar la aparición de fuerzas contestatarias con la fuerza necesaria para plantarse como alternativas de gobierno. En los países sudamericanos en que sí se verificó la crisis política del neoliberalismo podemos advertir algunos aspectos similares. Se produjeron procesos (variables en su radicalismo de país en país) de movilización popular frente al “fracaso” económico de la receta neoliberal. Pero esta expresión, repetida muchas veces para impugnar al neoliberalismo en sus consecuencias regresivas en lo económico y social, puede ser equívoca. ¿Fracaso para quién? Evidentemente no fue un fracaso para las corporaciones extranjeras y las oligarquías locales, que se fortalecieron durante los años de auge del neoliberalismo. Aquello que era repetido hasta el hartazgo por la propaganda de los gobiernos oligárquicos y los medios monopólicos de comunicación, por ejemplo el objetivo de consolidar prósperas y modernas “economías de mercado”, clarísimamente no se cumplió. ¿Pero era ese el objetivo estratégico? Más correcto sería decir que el objetivo estratégico de las oligarquías es profundizar el control monopólico de los recursos económicos fundamentales, concentrar el ingreso en la cúspide de la pirámide social, cristalizar la asociación (asimétrica y subordinada) con la burguesía financiera trasnacional, y reforzar la dominación política y social sobre las poblaciones, “desintegrando” los entramados estructurales de las clases populares así como sus organizaciones gremiales y políticas. Esto último es especialmente importante porque el neoliberalismo no es una receta económica; es un proyecto de poder y dominación.

En ningún caso la contestación social fue suficiente para precipitar la crisis política del neoliberalismo. Fue necesaria la emergencia de proyectos políticos anti neoliberales que, más allá de los soportes organizativos y partidarios, y las diversas coaliciones electorales que se construyeron, estuvieron comandados por una serie de líderes políticos de rasgos excepcionales. Las derechas neoliberales y ciertos progresismos disociados de posturas reales de centro izquierda, vieron en esto un nuevo avatar del “personalismo” latinoamericano. Con lo cual han querido nublar la comprensión de que el ascenso de líderes de la talla de Lula, Evo, Chávez, Néstor o Cristina, son el resultado de un largo y complejo proceso de selección política. En la construcción de sentido de las oligarquías, las biografías maliciosas reemplazan el estudio concreto de la experiencia política popular. A través de esos liderazgos políticos y la sinergia con las fuerzas populares que los respaldaron, se estableció una agenda política regional, que apuntó al desarrollo económico, a la distribución progresista de la riqueza, a la integración regional, y a un horizonte de mayor autodeterminación de los países del Sur. Todas estas cuestiones medulares son antagónicas con el proyecto neoliberal. De allí que solo pudo establecerse ese horizonte, en la medida en que se producía una crisis de la hegemonía política del neoliberalismo.

Sin embargo, la nueva hegemonía política, la del horizonte post neoliberal o nacional-popular, comenzó a toparse con dificultades poco después de una década de despliegue. Y finalmente, entró a su vez en crisis. En su momento, en la primera mitad de la década de 1950, el “colorado” Jorge Abelardo Ramos planteó que la hegemonía política es transitoria por definición. Tenía el ojo puesto en la experiencia entonces en curso del primer peronismo, y su reflexión iba en el sentido de que sin desarmar los contrafuertes ideológicos y culturales de la dominación oligárquica, la restauración conservadora era una amenaza permanente, pese a los indudables éxitos sociales de la política nacional-popular. A esta línea de reflexión podríamos añadir que los contrafuertes “económicos” de las oligarquías son igualmente importantes para entender la crisis del ciclo nacional-popular. Las políticas de desarrollo de los años pasados, no pudieron construir una base estable para sostener en el tiempo una coalición de productores nacionales que pudiera disputar la escena económica, cultural y política a las oligarquías. No se tuerce la dinámica del capitalismo periférico y dependiente de manera fácil o en pocos años. Lo que se sufrió es una derrota política que no es resultado de los errores incidentales de los líderes, ni de las inconsistencias de la construcción política popular (aunque no es un tema para descartar) sino que constituye una contrarrevolución burguesa y oligárquica.

Ahora bien, a poco andar de la restauración conservadora ya se advierten signos de dificultades para ella también. Es que la “receta” vuelve a fallar. O mejor dicho, que los objetivos que declaman (controlar la inflación, mejorar la calidad institucional) no es lo que se busca. Y lo que la oligarquía realmente busca (por ejemplo hacer caer los salarios y la ocupación y consolidar el retroceso en derechos sociales) no puede sino generar tormentas sociales, dada la experiencia de los años anteriores. Y es que esa experiencia se convierte en un activo para precipitar una nueva crisis de la hegemonía política neoliberal. Ellos lo saben, y el escenario que se prepara con el respaldo estadounidense, es el de la gestión a través del conflicto. Para eso se afinan y preparan las herramientas jurídicas y represivas de la dominación oligárquica. Que la crisis de la hegemonía política puede prolongarse largamente, lo sabemos y basta para eso mirar la realidad de Colombia, Perú o México. Salir de la encerrona, con la sinergia posible de movilización social, articulación política y liderazgos probados, no es una base endeble ni algo para desdeñar.

 

Germán Ibañez

domingo, 18 de febrero de 2018

Nacional y Popular


La expresión “populismo” es, desde hace tiempo, un ariete para la descalificación de los proyectos políticos nacionales y populares de América Latina. Se trata de un uso ampliamente extendido en los más superficiales debates televisivos y en la prensa monopólica. Guarda muy escasa relación con la “larga discusión” académica sobre los populismos; discusión en la se verificaban diferentes miradas, desde aquellas visiones estructurales que hacían centro en los procesos de industrialización en distintos países de Latinoamérica en el siglo XX, hasta los aportes de la teoría política. Aunque en esas tradiciones académicas no era infrecuente una visión crítica sobre los populismos, e incluso ciertas resonancias despectivas, no se las puede comparar con la banalización derechista hoy imperante en los monopolios de la comunicación audiovisual. En su momento, Nicolás Casullo (Populismo, el regreso del fantasma) registraba en la tradición crítica de estudios sobre el populismo un espíritu progresista y aún de izquierda: una crítica dogmática muchas veces e “iluminista”, pero en búsqueda, de algún modo, de las clases subalternas. Con la crisis y desmoronamiento de las izquierdas, también fenece en gran medida esa tradición crítica del populismo, añade Casullo. Por cierto, en la perspectiva del autor que mencionamos, los populismos “hacen la historia de una conciencia popular latinoamericana ya innegociable”, y son desde el ángulo de los sectores populares una experiencia efectivamente democratizadora. Asimismo, la obra de Ernesto Laclau, ampliamente conocida, así como sus intervenciones en el debate político en los años previos a su fallecimiento, exploran la relación entre populismo, sujeto popular y democracia, y se desmarca clarísimamente de las visiones conservadoras y banales, instaladas como estrategia discursiva por las derechas contemporáneas.

Ahora bien, aunque desde la “academia” se ha considerado al peronismo como una encarnación paradigmática del fenómeno populista, lo cierto es que más allá de un uso incidental del término aquí o allá, dicho movimiento político no se ha caracterizado a sí mismo como “populista”. Siempre ha optado por presentarse como un movimiento nacional, o nacional y popular; también como partido político, en el sentido más convencional y extendido de la expresión. De hecho, las querellas han sido largas en el peronismo en relación a su amplio cauce “movimientista” y la relación con el Partido Justicialista, que cobra primacía en ciertas circunstancias y la pierde en otras. La extendida base territorial y sindical del peronismo, la infinidad de agrupaciones vinculadas a tal o cual referente, la laxitud con que a veces se anuncia o postula la adscripción a la “identidad” peronista, han permitido una relación instrumental con su configuración partidaria oficial. Sin embargo, no debería perderse de vista que desde 1983 en adelante, con la relativa estabilidad del régimen electoral y representativo, el peronismo “político” ha asentado una preeminencia sobre las otras configuraciones del “movimiento”. Sus cuadros políticos (partidarios) han estado presentes y liderado todas las coaliciones electorales y de gobierno hasta la fecha; manifestándose eso sí, el episódico reclamo de otras fracciones del movimiento (especialmente la sindical) en pos de una mayor participación. Este amplio juego entre un partido flexible, pero del cual provienen gran parte de los cuadros dirigentes en las contiendas electorales y en la gestión gubernamental a todo nivel (local, provincial y nacional), y una amplia base territorial y sindical, es lo que ha sostenido esa configuración “movimientista” del peronismo. Las agrupaciones o cambiantes coaliciones de dirigentes, son las que encarnan la articulación entre los diferentes planos del peronismo. Cuando hablamos de articulación, no excluimos la presencia de contradicciones, conflictos y tensiones. Una de las tensiones más recurrentes es la que se manifiesta episódicamente, con la voluntad de la “rama sindical” (vale decir, sectores de ella o dirigentes provenientes de corrientes sindicales) de alcanzar mayor presencia en las coaliciones electorales y de gobierno. En tiempos históricamente recientes, el kirchnerismo amplió ese juego al incorporar referentes del movimiento social (territorial, de Derechos Humanos, etc.). No se trata de una contradicción antagónica per se, sino que en el cambiante juego de la política puede permanecer larvada, o decantar ya sea en conflictividad debilitante, o en “tensión creativa” (según la estupenda expresión de Álvaro García Linera) que apuntale la movilización y vitalidad del movimiento.

De todas formas, la caracterización del peronismo como movimiento nacional va más allá de lo arriba mencionado en cuanto a su configuración “movimientista” y el cambiante juego de sus distintas fracciones. Tiene que ver con la mirada aportada históricamente por el llamado pensamiento nacional. En la Argentina, el pensamiento nacional, como variante de una tradición latinoamericanista y emancipatoria ampliamente extendida en el continente, ha estado estrechamente asociado al peronismo, pero ciertamente lo precede (recordemos FORJA y el pasado yrigoyenista de Arturo Jauretche, por ejemplo) y se manifiesta también en la izquierda, de la cual provinieron figuras paradigmáticas como Rodolfo Puiggrós o Jorge Abelardo Ramos. El propio Juan Perón que, entre otras cosas, también fue un intelectual, mantuvo una fuerte afinidad con el pensamiento nacional, como testimonia su relación con Raúl Scalabrini Ortiz, Juan José Hernández Arregui, y otros.

Desde el mirador que aporta la tradición del pensamiento nacional, la cuestión del movimiento nacional está vinculada a una serie de problemas: la autodeterminación nacional, y la movilización de distintas clases y sectores sociales, en particular los explotados y trabajadores. La problemática de la autodeterminación y la soberanía es medular en la tradición del pensamiento nacional, así como en la interpretación que contribuyó a sentar sobre la relevancia del peronismo en la historia y la política del país. De ese modo, la cuestión nacional (por usar una expresión paradigmática también del marxismo) es entendida como lucha por la autodeterminación, como política tendencialmente antiimperialista. Desde esa clave se leyó la emergencia del peronismo en la década de 1940, y su caracterización como movimiento nacional. Y desde ese mismo mirador, se criticó y descalificó a los avatares del peronismo que se alejaron de la cuestión de la autodeterminación nacional (muy especialmente el menemismo, pero en general todas las variantes liberales que aparecieron a lo largo de las décadas). De hecho, en la década de 1990, en la prolongada experiencia del menemismo, se planteó la posibilidad de la definitiva declinación del peronismo en tanto movimiento nacional, con un ojo puesto en la deriva conservadora de la UCR desde 1930, la llamada “alvearización”. Por lo cual, la caracterización del peronismo como movimiento nacional no se ha referido peculiarmente a su juego “movimientista”, sino a su vínculo o no con la lucha por la autodeterminación. El otro problema es el de la movilización popular. En la tradición del pensamiento nacional, la lucha por la soberanía política y económica de la nación, se presenta asociada al ideal de justicia social. Dicho de otro modo, los proyectos políticos que apuntaron a la autodeterminación del país, lo hicieron movilizando a un variable conglomerado de clases y grupos sociales, incorporando consignas de orden reivindicativo. Volviendo un poco a los vasos comunicantes con el marxismo: la cuestión social ha sido el motor de la cuestión nacional. En perspectiva estratégica, eso fue presentado en el siglo XX por los referentes del pensamiento nacional como el “frente nacional”, el “frente antiimperialista”, o el “movimiento de liberación nacional”; expresiones en alguna medida intercambiables entre sí, pero que también denotan en su formulación una mayor o menor afinidad con cuestiones planteadas por el marxismo. El aspecto más “espinoso” de todo esto, ha sido, no la presencia y encuadre de las masas laboriosas, sino de los grupos sociales caracterizados sumariamente como burguesía nacional. Sobre este problema se concitó una de las más persistentes preocupaciones del pensamiento nacional (a despecho de una mirada un tanto más idílica de la “comunidad organizada), y se produjeron páginas notables, como por ejemplo El medio pelo de Arturo Jauretche.  Es un plano donde existieron vasos comunicantes con otras miradas políticas (aunque disímiles respuestas) como fue el caso del desarrollismo de la segunda mitad de la década de 1950. También con enfoques estructurales, o de la sociología académica (en broma Jauretche se definía como “parasociólogo”). Y por cierto con el marxismo del siglo XX, como es el caso de los planteos acerca de las contradicciones en el seno del pueblo. Es decir, que el pensamiento nacional relevó el carácter policlasista del peronismo como movimiento nacional; y advirtió allí una fuente de sus potencialidades para desplegarse como política de autodeterminación, tanto como una fractura interna amenazante. Dicha paradoja es lo que se llama una contradicción interna. Es la política y la historia concreta, lo que hacen los hombres y las mujeres en las circunstancias estructurales que les toca vivir, lo que condiciona la deriva hacia el antagonismo o estimula las “tensiones creativas” que impulsan hacia adelante. Allí se encuentra el secreto de la persistente aleación nacional y popular.

 

Germán Ibañez

sábado, 10 de febrero de 2018

Los liderazgos populares


Hoy, como ayer, los líderes y estadistas populares de América Latina son objeto del ataque persistente de las derechas y oligarquías. Más allá de lo obvio, que es atacar al referente del adversario, importa detenerse un poco en algunos rasgos de esas persistentes campañas de descrédito.

Una clave recurrente se verifica en una cierta lectura culturalista, que quiere vincular lo latinoamericano y  su política con ciertos rasgos idiosincráticos que se atribuyen a las poblaciones locales. Es también una lectura clasista, porque serían específicamente los sectores populares aquellos portadores de una visión irracionalista y emocional de la política. Desde esa postura ideológica, las clases populares de estas regiones serían afectas a los personalismos, y depositarían su confianza en líderes carismáticos. Queda sin explicar la emergencia de los grandes liderazgos del siglo XX en Asia y África, a menos que la explicación idiosincrática se universalice, y entonces no sería una tara específicamente latinoamericana. ¿Y cómo enfocar desde ese ángulo a los eminentes líderes del mundo imperialista, de Woodrow Wilson a Churchill? Evidentemente hay liderazgos de “primera” y de “segunda”, coincidentes con la clasificación que hacen las burguesías imperialistas de aquellos países de “primera” y de “segunda”. Los británicos que se galvanizaron con Churchill serían más racionales que los argentinos que encumbraron a Perón. La explicación idiosincrática tiene su raíz en lo que Jauretche llamaba la zoncera madre: civilización o barbarie.

 En la medida en que el parte aguas es el colonialismo, “caen en la volteada” todos aquellos líderes que, en mayor o menor medida, representaron tendencias hacia la autodeterminación nacional o la autonomía de los pueblos sometidos y los países dependientes. Con el tiempo, se despliega una operación hegemónica paralela que es la “relectura” de algunos liderazgos del pasado. Relectura que expurga cuidadosamente cualquier rasgo anticolonialista, y ofrece edulcoradas biografías. Es lo que ha sucedido con destacados líderes anticolonialistas como Gandhi, convirtiendo así en una suerte de “gurú” espiritual a uno de los constructores de la independencia de la India. Lo mismo, aprovechan los límites con que a veces se topan los movimientos anticoloniales, cuando no logran acabar con los contrafuertes estratégicos de la dominación. Es lo que sucedió en Sudáfrica, que no logró salir de la órbita de las políticas neoliberales con el fin del Apartheid, y por eso un destacado líder anticolonial como Nelson Mandela es “reivindicado” por ciertas lecturas de derecha. Pero lo que se glorifica en esa lectura no es la talla inmensa y no deslucida de Mandela, sino la frustración de una fuerza política luchadora durante décadas, que desde el gobierno debió establecer gravosos compromisos y no logró desmontar la fortaleza económica de los descendientes de los colonizadores europeos.

Otra clave que aparece en reiteradas oportunidades es de carácter “intelectualista”. Pero arranca de un profundo prejuicio, que alimenta equívoco tras equívoco a lo largo de las décadas. Se confunde, interesadamente por cierto, las tradiciones letradas elitistas con la cultura en general. Los sectores populares serían ignorantes y por lo tanto, eligen “burros” o se dejan engañar. Lo cierto es que, un cuidadoso relevamiento de las biografías de muchos de los grandes líderes populares latinoamericanos nos mostraría una formación letrada y aún erudita. Y eso incluso si nos ciñéramos a una estrecha concepción de lo intelectual, como sinónimo de la formación letrada, especialmente humanista, de tal o cual persona. Pero desde Gramsci en adelante, sabemos que el fenómeno intelectual es mucho más que eso.

Puede tomarse el caso de Juan Perón, por ejemplo. Escribió mucho, sus piezas oratorias combinan resonancias del habla popular con referencias más librescas. La experiencia dramática del exilio supuso empero un contacto mucho más directo con los grandes problemas internacionales de su época. De ello dan cuenta sus libros, sus artículos circunstanciales para enorme cantidad de publicaciones, su correspondencia. La excelente biografía escrita por Norberto Galasso, nos revela un Perón atento a la lectura cotidiana de diarios y revistas políticas, con una rutina de escritura casi permanente, informado de los procesos revolucionarios del mundo dependiente, como la China de Mao por ejemplo. Eso solo nos mostraría un “intelectual” en el sentido más lineal del término. Pero más importante aún fue su rol intelectual en tanto dirigente político de masas. Construyó “ideas-fuerza”, que alimentaron el ideario de su movimiento y sirvieron para construir una mirada sobre el mundo y guiar la praxis de miles de militantes y simpatizantes a lo largo del tiempo. Es un ideario que guarda correspondencia con las líneas maestras del nacionalismo popular latinoamericano del siglo XX, aunque las referencias y las fuentes del pensamiento de Perón son muy variadas, como muestra el trabajo de Carlos Piñeyra Iñiguez. Aún así, los detractores de la figura de Perón, e incluso algunos adherentes, construyeron la figura de un político eminentemente pragmático, desinteresado de las cuestiones ideológicas.  

Otra operación omnipresente de las derechas políticas, mediáticas e intelectuales, es la construcción de una imagen de “venalidad” de los dirigentes populares. Las elites oligárquicas, afincadas en el crudo mundo de los negocios que quieren monopolizado solo por ellos y sus socios internacionales, encuentran grato el acusar a otros de aquello que practican cotidianamente. El núcleo duro de esa construcción es la “moralina” (Jorge Enea Spilimbergo), que agita como gran fantasma la corrupción. Una mirada descontextualizada sobre la corrupción que, al tiempo que alimenta patrañas varias, indemostrables aunque generen procesos judiciales. El foco se pone en la demonización del sujeto en cuestión, en base a presunciones, falsas acusaciones, y su relacionamiento arbitrario con episodios protagonizados por otros que, aunque puedan ser ciertos, no son prueba de un plan sistemático o de una asociación para cometer un ilícito. Mientras tanto, queda en un cono de sombra la conexión de la corrupción estructural con los programas económicos que apuntan al saqueo de lo público y a la concentración de la riqueza. Y se naturaliza la “opacidad” de lo privado, terreno de la ley de la selva donde nada es censurable, mientras que lo público queda sospechado y en el banquillo de los acusados. El ataque a los líderes y estadistas populares se combina con el ataque a lo público, justamente por la estrecha correlación que ha existido históricamente entre los movimientos populares al acceder al gobierno y la promoción de formas de economía pública y social, para alcanzar el objetivo de conciliar crecimiento económico con distribución progresista de la riqueza. En tanto los proyectos oligárquicos impulsan el privatismo y la monopolización de las llaves económicas de los países en manos de las elites. No es casual la persecución judicial y la estigmatización de referentes del kirchnerismo, al tiempo que se desguaza la capacidad del Estado argentino de incidir en el desarrollo, y se transfiere activos y recursos a los “privados” (cuando se dice privados, léase empresas monopólicas o testaferros de encumbrados agentes gubernamentales).

Lo hasta aquí reseñado, sin pretensiones de ser un abordaje exhaustivo, permite identificar las grandes líneas de la calumnia histórica contra los líderes populares. Desandar ese camino, requiere una crítica al colonialismo y al clasismo de las oligarquías latinoamericanas, a su pretensión de monopolizar el acceso a los recursos estratégicos a costa del bienestar de las mayorías. También a una mirada reduccionista de los procesos intelectuales, que los reducen a la tradición letrada conservadora, e inhiben el reconocimiento de los aportes de las culturas populares a la construcción de la democracia y la autodeterminación; aportes rescatados y sintetizados muchas veces por los líderes populares que supimos conseguir.

 

                                                                                Germán Ibañez

viernes, 9 de febrero de 2018

Un largo ciclo de lucha de clases


La persecución político- judicial a dirigentes políticos en Argentina, Brasil y Ecuador; la escalada represiva en nuestro país, el boicot oligárquico al proceso de Paz en Colombia a través del asesinato de dirigentes políticos y sociales, son algunos de los índices preocupantes que marcan el cuadro regional sudamericano. El cerco judicial que se ciñe sobre el ex presidente brasilero Lula (y que la derecha local quisiera replicar con Cristina Fernández aquí) demuestra que las oligarquías están prontas a vulnerar la legitimidad democrática y republicana de los regímenes políticos de los países más importantes de la región. Si se está dispuesto a cometer un atropello contra un estadista de prestigio internacional como Lula, y acabar decisivamente con la legitimidad democrática del Estado brasilero (ya herida gravemente por el golpe “institucional” contra Dilma), es prueba suficiente de la voluntad de las clases dominantes no solo de gobernar discrecionalmente sino de, eventualmente, enfrentar una marejada previsible de movilización popular.

Y es que nada de esto nace simplemente de ensayos a ciegas, o de simples apetitos de poder de tal o cual facción oligárquica (aunque esto último está de alguna manera presente). Es inevitable que la restauración conservadora, con la inclemente aplicación de políticas neoliberales, genere conflictividad social y un alza de la movilización popular. Las oligarquías tienen presente la experiencia de la década de 1990, y de los procesos políticos que condujeron a la emergencia de liderazgos de la talla de Hugo Chávez, Lula, Evo, o Néstor Kirchner. Por eso, no hay improvisación, sino la preparación sistemática por parte de las elites, para un largo ciclo de lucha de clases. La experiencia colombiana muestra un modelo posible: una elite oligárquica altamente facciosa, pero experta en la “gestión” a través de la violencia. Por una de esas tristes paradojas que a veces se verifican en Nuestra América, una probable frustración del Proceso de Paz no sería cargada enteramente a la cuenta de la oligarquía, sino que redundaría en una decepción general y una devaluación del ideal de paz. Es que los oligarcas colombianos son amos y señores de la guerra, los dueños de una configuración cultural guerrerista que atrapa la energía del país. Los insurgentes han demostrado voluntad de escapar a esa configuración guerrerista, pero eso puede frustrarse. La situación política peruana por su parte, nos muestra como un régimen republicano puede ir a los tumbos durante un largo tiempo, con presidentes que pulverizan su legitimidad y que se retiran “quemados” luego de servir a la oligarquía, pero sin que una fuerza popular pueda trastocar ese tablero. Es un espejo posible: regímenes republicanos devaluados pero con capacidad de persistir, o el manejo de la crisis hegemónica a través de la violencia.

El común denominador de todo esto: la influencia estadounidense. Esa influencia es clarísima y estructural en el área andina; solo Bolivia pudo revertirla en parte. En el litoral atlántico de Sudamérica, en Argentina y Brasil, asistimos ahora a la sombría revancha contra aquello del “No al ALCA”. La gestión de la crisis por parte de los imperialismos se hace hoy a través de la generación exponencial de conflictos internos en las áreas que se quiere someter. Resultando imposible establecer una “pax” duradera, la gestión se hace a través del conflicto y la violencia, generando escenarios de desestabilización, inventando “enemigos internos”, y eternizando el antagonismo. Por eso, las derechas locales, sus socios, procurarán arrinconar a los movimientos populares en un escenario de represión y violencia. Y para eso preparan sus herramientas represivas y el “clima” de la opinión pública.

Los líderes de la etapa anterior, figuras como Lula, Cristina o Correa, conservan el prestigio suficiente para rearticular proyectos políticos que permitan escapar a esa encerrona. Son los líderes “que supimos conseguir”, y su erosión es una maniobra interesada, que pone la lupa sobre los errores (inevitables en todo proceso político, de cualquier signo), para minar su potencial. De la inteligencia de esos líderes, y de la calidad de la movilización popular, depende todo.

 

                                                                                    Germán Ibañez  

jueves, 1 de febrero de 2018

La unidad del peronismo


En los últimos tiempos, las referencias a la “unidad del peronismo”, especialmente de cara a las elecciones del año 2019, se han vuelta cada vez más frecuentes. También las declaraciones de dirigentes al respecto, las reuniones (y convocatorias a reuniones) para ello, y un cierto número de informaciones de diverso valor. No es una completa novedad en la historia del peronismo, pues a lo largo de las décadas, las divisiones internas, la competencia entre dirigentes, las luchas de facciones, han sido frecuentes. Cuestión que por cierto no es privativa del peronismo, sino que el más somero relevamiento de la experiencia nacional e internacional nos mostraría numerosos ejemplos. En todo caso, cierto rasgo distintivo del peronismo es la posibilidad siempre presente de la apelación a la “identidad” política como puente (nunca dinamitado del todo) para las “reunificaciones”, circunstanciales o no. Lo que en estas líneas nos interesará, no serán las diferencias motivadas en contingencias más o menos acotadas, propias de las disputas entre dirigentes por la primacía en la dirección política o por espacios de poder. Nos concentraremos en lo que entendemos, son una serie de cuestiones medulares que, en cierta medida, también trascienden al peronismo de hoy e interpelan a otras formaciones partidarias, porque están en el centro de la querella política nacional.

Una de esas cuestiones es el posicionamiento con respecto de los gobiernos kirchneristas, que se prolonga naturalmente en las especulaciones sobre el presente y futuro del espacio político liderado por Cristina Fernández de Kirchner. Este es un problema medular, no una cuestión circunstancial. Las divisiones o desgajamientos de sectores peronistas con respecto a los gobiernos de Néstor y Cristina se fueron produciendo a lo largo del tiempo a medida que se profundizaba la disputa con distintas corporaciones económicas o sectores de la oligarquía. Los gobiernos kirchneristas fueron precisando un perfil centroizquierdista, reivindicando la militancia de los años 1970, y estableciendo una alianza sólida y perdurable con la mayor parte de los organismos de Derechos Humanos. En ese camino, recuperaron ejes vertebradores del primer peronismo, incorporando nuevas “banderas” como la lucha por la democratización de la comunicación audiovisual. Estimularon la emergencia de nuevas camadas militantes, especialmente juveniles, así como se abrieron espacios a dirigentes que provenían de los llamados movimientos sociales. También se apeló a la convocatoria de hombres y mujeres de otras identidades políticas, fundamentando ese llamado en la existencia de un sustrato “progresista” común, que así lo habilitaba. En el terreno internacional, la Argentina se alineó con el “cambio de época” (tal la expresión del ex presidente ecuatoriano Rafael Correa), alejándose de Estados Unidos y estableciendo una alianza con el Brasil de Lula y la Venezuela de Chávez. Desde allí se desplegó una política favorable a los procesos de integración/unión regional y a la construcción de un eje Sur-Sur. Se apuntó al desendeudamiento del país, a la recuperación del desarrollo como eje de la política económica, buscando con conciliar expansión de la actividad con distribución progresista del ingreso. Se expandió el universo de derechos sociales, con cuestiones relevantes como el Matrimonio Igualitario. Configuró una experiencia favorable a los trabajadores, con puentes con el mundo sindical, sin tener el perfil obrerista del peronismo de los años 1940. Fueron gobiernos polemistas, un poco por vocación propia y por el estilo de liderazgo y dotes intelectuales de Néstor y Cristina, otro poco obligados por las circunstancias de un asedio mediático permanente.

En todos estos planos pueden relevarse aciertos e inconsistencias, pero claramente establecieron un parte aguas, no solo con otros partidos, sino con las vertientes conservadoras y liberales del propio peronismo. La cercanía de Néstor y Cristina con los movimientos de Derechos Humanos, con el mandatario venezolano Hugo Chávez, y muy especialmente la progresiva disputa con las corporaciones agropecuarias y los monopolios de la comunicación audiovisual, definieron esa situación. Así se fueron desgajando sectores que luego nutrieron al Frente Renovador, por ejemplo. Entendemos que todo esto son problemas fundamentales, expresión de contradicciones económicas, políticas e ideológicas de la formación social argentina contemporánea, y no fruto de ningún faccionalismo. De allí las dificultades reales de transitar un camino de convergencia entre esos núcleos del peronismo no kirchnerista y el espacio que conduce hoy Cristina. No se trata de la larga lista de agravios, reales o supuestos, cometidos por el núcleo duro K contra otros espacios justicialistas, como pretendieron ciertas crónicas periodísticas menores. Ni siquiera, el “rechazo” al estilo personalista y soberbio de Cristina, pues eso es más una invención de Clarín que una querella real. En un extremo de este parte aguas, la contradicción parece antagónica. Puede ser el caso del gobernador Urtubey, que explicita una mayor afinidad con el macrismo que con Cristina Fernández. Con otros espacios del peronismo no kirchnerista, las contradicciones no necesariamente alimentarán un renovado antagonismo, y el panorama permanece más incierto.

Otra de las cuestiones fueron los desgajamientos originados en problemas políticos que si bien pueden ser relevantes, no se asentaban necesariamente en contradicciones medulares como las anteriormente reseñadas. Es el caso de las disputas y el alejamiento, luego de las elecciones de 2011, de sectores sindicales. Repetimos aquí que los gobiernos kirchneristas fueron clarísimamente favorables a los asalariados y los trabajadores, así como contribuyeron a la inserción laboral y al aseguramiento de un piso de ingresos o servicios sociales, de los sectores más empobrecidos de la sociedad argentina, herederos de los condenados por la contrarrevolución menemista. En estos terrenos, se apeló naturalmente a la tradición del peronismo como “partido del pueblo”, resultando inconsistentes los reproches de que el gobierno kirchnerista no era suficientemente “peronista”. Distintas son las discusiones sobre los errores que se pudieron cometer o “hasta dónde se llegó”, siempre sobre la base de la honestidad intelectual.

Desde otro ángulo, también es cierto que los gobiernos kirchneristas no fueron expresión de un “laborismo”, es decir, de un partido de base sindical, ni se replicaron los rasgos eminentemente obreristas del primer peronismo. En este terreno, entendemos que esa situación no fue de todas formas, una completa novedad en la historia del peronismo. Para empezar, el peronismo, en sentido estricto, no fue un laborismo, y la suerte del partido homónimo en 1946 es un claro ejemplo. La alianza sólida establecida por Perón con los sindicatos en el ascenso de su proyecto político, no excluyó tensiones y disputas de poder. En el exilio posterior a su derrocamiento, las disputas por el control del movimiento justicialista fueron incluso más agudas, como grafica el serio desafío que supuso el dirigente metalúrgico Augusto Vandor para el liderazgo de Perón en cierto tramo de la década de 1960. En los años ’80, el sindicalismo peronista tuvo una notoria presencia política, y un referente relevante como Saúl Ubaldini. Pero al mismo tiempo, fue cobrando primacía, en el seno del movimiento, el peronismo político y territorial. Esto es así, en la medida en que, con el retorno de la democracia, los recursos económicos y políticos con los que podían contar gobernadores, intendentes y legisladores, les dio una ventaja clara. La debacle de la hiperinflación y la reconversión neoliberal de los ‘90 supuso asimismo una seria derrota de la clase obrera. El peronismo “político” mantuvo desde entonces una posición dominante sobre el movimiento.

Nada de esto implica desconocer la importancia del movimiento sindical argentino, el más importante de la región, ni el rol fundamental de sus vertientes combativas en la lucha contra el ajuste neoliberal en los ’90 y en el comienzo del nuevo siglo. Con la política económica y social del kirchnerismo, el peso estructural del sindicalismo volvió a fortalecerse. Por eso hablamos de una contradicción no antagónica, que no nace de agudas divergencias sociales sino que es eminentemente política. Y por lo tanto, susceptible de ser tratada “correctamente”, parafraseando al gran Mao. Esa realidad de verifica claramente hoy, y entendemos puede ser uno de los ejes fructíferos de la convergencia peronista que se postula.

Por cierto, que la articulación de la movilización sindical y protesta social con la oposición política al macrismo excede al eje peronista /kirchnerista. Involucra necesariamente a hombres y mujeres de otras extracciones partidarias o simpatías políticas. Y esto nos lleva a una última cuestión: el carácter y profundidad de la oposición que los distintos sectores políticos están dispuestos a asumir frente al gobierno oligárquico de Cambiemos. Esto es algo que impacta al interior del peronismo, con una cierta autonomía de la lectura que los distintos actores hagan de la experiencia kirchnerista. Una posible manera de encararlo, puede quedar expresada en los vehementes reproches de la diputada Soria a los gobernadores justicialistas, en la ocasión del tratamiento por la Cámara de Diputados del proyecto de saqueo a los jubilados impulsado por el presidente Macri. Pero distinta es la situación con los sectores del peronismo no kirchnerista, que se opusieron a la aprobación de ese proyecto de ley. Allí ya no se trata de la lectura que haga ese peronismo sobre el kirchnerismo pasado, sino de la voluntad de llegar a un entronque con el kirchnerismo presente. Algo parecido puede decirse de otros espacios no peronistas. Hasta dónde está dispuesto a llegarse en la articulación opositora a Cambiemos. Si la operación ideológica de demonizar al kirchnerismo y a la persona de Cristina Fernández continúa siendo “comprada” (con evidente mala fe) por el peronismo no kirchnerista, la hegemonía política de Cambiemos tendrá mayores posibilidades de sostenerse, pese a su reciente resquebrajamiento. Sin atención a la cuestión fundamental de una oposición clara al proyecto oligárquico, no habrá que preocuparse por una “unidad” cosmética o meramente circunstancial del peronismo, simplemente porque no se dará; mucho menos con otros segmentos partidarios. En cambio, la articulación de la movilización social, de la construcción que pueden aportar los sectores más consecuentes del sindicalismo, con una agenda clara de oposición como la que expresa el peronismo kirchnerista, puede resultar un centro de gravedad que resulte sólido para encarar aquello que es mentado con la expresión “unidad del peronismo”.

 

                                                                       Germán Ibañez